domingo, 18 de noviembre de 2007

Remota Amancay


Tres princesas urbanas

De casualidad, mientras seguía atentamente las instancias del partido en el walkman, Patricio levantó sus ojos y se percató de que una de las tres chicas, que estaban a unos metros, le había tomado una fotografía. Las miró sorprendido y ellas le sonrieron. Se quitó los auriculares de los oídos y también entre sonrisas les preguntó:
-¿Para qué quieren la foto? -mientras hablaba se iba acercando a ellas.
-¿Qué, nunca te sacaron una foto? –le replicó desafiante la que tenía la cámara en sus manos.
-Sí, pero... –intentó una respuesta, pero un cruce eléctrico de miradas con la que aparentaba ser la más jovencita lo detuvo.
-Te vamos a llamar “el amigo ofendido” –sentenció la fotógrafa.
-Pero si yo no me ofendí, sólo pregunté para qué la quieren, nada más.
Eran tres adolescentes menudas, vestidas con jeans y remeras multicolores. Parecían despreocupadas del mundo. La más altanera era la que llevaba la voz cantante; pero a la vez tenía aplomo, un aval que respaldaba cada palabra que alejaba desde su boca. Se llamaba Wendy. Su pelo castaño oscuro contrastaba con sus ojos cristalinos y azules. Fue ella quien presentó a sus dos amigas: Mariel, una rubiecita sin características fuertes y la que a Patricio más le había gustado, Amancay. El brillo de sus ojos parecía inextinguible y sus renegridos cabellos le caían tímidamente sobre los hombros.
-Yo me llamo Patricio.
-¿Y qué estás haciendo tan solito en esta plaza? -Amancay habló por primera vez. El débil tono de su voz era casi imperceptible.
-Escuchando el partido (mostró el walkman en su bolsillo). Vivo acá a media cuadra, en un hotel, en el pasaje Antequera y Solís, acá nomás.
-¿Me lo prestás? –Amancay le pidió el walkman. Del bolsillo trasero de su jean extrajo un cassette.
-¡Ella no puede estar sin escuchar a Madonna y su Isla bonita! –se mofó Wendy-. Vamos a los flippers de Brasil. ¡Dale te invitamos!
Se largaron a caminar por Garay hacia la Plaza Constitución. Wendy tenía dieciocho años, Mariel dieciséis y Amancay diecisiete. Las tres rieron cuando él en broma dijo que si tuviera diecinueve, harían una escalera. Pero tenía veinte.
En los flippers Wendy compró fichas para todos. Cuando se aburrieron de los juegos electrónicos, se fueron a un bar, también sobre Brasil, un salón angosto y profundo, penumbroso, impregnado de frituras eternas.
-Che chicas, esta vez déjenme invitar a mí.
-Qué chechi ni ocho cuartos, nosotras te invitamos -ordenó Wendy. Amancay le guiñó un ojo para que desistiera en su propósito. Comieron pizza, y cuando llegó la hora de pagar, Wendy extrajo de su bolsillo un flamante billete de 100 pesos.
-¿Se robaron un banco? –bromeó Patricio.
Las tres ignoraron su pregunta. No sería la primera vez que Patricio percibiría que ante ciertas preguntas, ninguna de las tres respondía, como si frente a lo que les molestaba, activaran un pre-acordado pacto de silencio. Realmente eran extrañas. Su comportamiento parecía regularse automáticamente por algún programado patrón de identidades, que amalgamaba sus reacciones más allá de la subjetividad de sus distintas personalidades. Lo que resultaba evidente era que Wendy las lideraba.
Tomaron un taxi hasta Lavalle y Carlos Pellegrini. Al bajar del vehículo, entusiasmados por la peatonal, se internaron en la marea humana.
La ciudad se volvía agradable. Sus domingos eran tan grises: escuchar los partidos de Boca en la Plaza Garay y de vuelta al hotel del pasaje Antequera. Un círculo sombrío. Se sentía demasiado solo en Buenos Aires. Tunuyán, su añorado pueblo, se le ocurría más lejano que cualquier remoto planeta en el cielo. Distancias que sólo puede medir el corazón. Sus padres habían muerto, sólo le quedaba su abuelo Lautaro. Él fue quien juntó el dinero para que viniese a estudiar a la Capital. Todos los meses le mandaba un giro. Pero, al ciclo básico iba por ir. Tampoco le interesaba hacerse de amigos, porque sentía que no encajaba entre los porteños, no los entendía ni quería entenderlos. Soñaba con retornar a Tunuyán. Allí todo era distinto, en sus pequeñas calles al menos los fantasmas eran recuerdos. Esa ciudad infernal lo había tornado un ser taciturno. Muchas veces practicaba un juego enfermizo: pasar todo el día sin hablar con nadie. Pudo comprobar que no había cosa más simple que sentirse absolutamente solo en medio de la gente.
Pero no podía defraudar a su abuelo. Si no fuera por él y por su ilusión de que estudie en Buenos Aires, hubiera mandado todo al demonio.
Sin embargo, ese domingo era distinto, esas tres jovencitas que transitaban la ciudad junto a él parecían entusiasmadas de su compañía, rescatándolo de sus tortuosos autocoloquios.
Abandonaron Lavalle y continuaron por Florida. En Diagonal Norte y Esmeralda, como tres niñas traviesas, se pusieron a jugar con la estatua de Lisandro de la Torre. Se trepaban y reían sin importarles los demás.
A las siete de la tarde Wendy anunció que debían emprender el regreso. Y lo dijo con énfasis impostergable. Todo lo que decía Wendy parecía no aceptar discusión. Mariel y Amancay jamás objetaban sus decisiones. Por Piedras llegaron hasta Independencia. La 9 de Julio los dejó en Constitución.
-Es una canción hermosa, ¿no te parece una canción hermosa? -Amancay le acercó el pequeño auricular a Patricio. Una Madonna lejana cantaba la isla bonita.
-Sí, es muy linda -le dijo con ternura, como si bastara que a ella le gustase para que la canción fuera hermosa. Después se dirigió a Wendy, ya que Mariel prácticamente no hablaba y Amancay había vuelto a sumergirse en sus auriculares.
-¿Nos vamos a volver a ver? -preguntó Patricio deseando una respuesta positiva.
-Mañana –pareció ordenar Wendy.
-Yo vuelvo de la facultad a las tres.
En la Plaza Constitución Wendy anunció que debían despedirse.
-¿Y ustedes dónde viven?
-Más allá, -Wendy señaló con un gesto vago la estación del ferrocarril- no muy lejos.
Se despidieron con la promesa de encontrarse al otro día a las tres de la tarde en Solís y Antequera, la esquina de su hotel.
Patricio se largó a caminar por Garay. Sintió una repentina sensación de pánico ante la posibilidad de no volver a verlas. Al llegar al hotel se recostó en su cama. Estaba sobreexcitado, no podía dejar de pensar ni un solo segundo en esas tres extrañas muchachas con las que había compartido la tarde. Se había encontrado tan cómodo con ellas, tal vez porque eran extrañas, raras, como él se sentía dentro de esa ciudad fría y adversa. Se durmió lentamente, reconstruyendo en su mente la imagen de Amancay, la incandescencia de sus ojos.
Al otro día se despertó pensando en la foto que le habían tomado. ¿Para qué la querrían? ¿Por qué durante toda la tarde no habían hecho comentarios sobre los muchachos que veían por la calle?, algo tan común en chicas de su edad. Esas cosas parecían no interesarles. No fue a la facultad. El ansia de verlas lo llevó a esperarlas en la esquina de Solís.
A las tres y media llegaron caminando desde el sur, desde la calle Brasil, y nuevamente se largaron sin rumbo por la ciudad. Fueron en taxi hasta la Avenida Corrientes y después caminaron. En Banchero comieron pizza. Wendy continuaba ejerciendo un dominio natural sobre las otras. Siempre sacaba desde su jean billetes de 100 pesos y pagaba todo. En los descuidos de Wendy, Patricio buscaba con desesperación los ojos de Amancay, y en varias oportunidades sus miradas se encontraron intensamente. Salieron de la pizzería. Caminaron hasta la Plaza Congreso. Wendy volvió a sacar la máquina de fotos y de forma sobreactuada anunció:
-Dale Amancay, ponete que te saco una foto con Patricio.
El tono de su voz, burlón y afectado, denunció que sus furtivas miradas con Amancay habían sido detectadas por el radar de sus ojos azules, y pensó que tampoco tendría que ser algo malo; pero Wendy era tan autoritaria, que saberse descubierto por ella no podía dejar de intimidarlo.
Cuando Wendy se dio cuenta que eran las seis, arengó a sus amigas a partir con prisa.
-Pero, ¿qué es lo que pasa con ustedes tres? ¿Quién las espera?.
-No, lo que pasa es que tenemos que ir a buscar una cosa antes de las seis y media -Wendy le contestó con desgano, mientras intentaba detener un taxi.- Vos esperanos, mañana o pasado te pasamos a buscar por el hotel, dale.
En el interior del auto, Mariel pronunció un nombre: Urbano, e inmediatamente recibió una amenazante mirada de Wendy, que suavizó al percatarse de que Patricio la observaba. Las mejillas de Mariel enrojecieron súbitamente. El taxi se detuvo en el hotel del pasaje Antequera.
-Adiós reinas del misterio -dijo riéndose y buscando ya sin pudor los ojos de Amancay.
En sus retinas encontró una inocultable desesperación.
El taxi arrancó enfurecido. Lo observó alejarse. Evitó ir directamente hacia el hotel. Entre esas cuatro paredes, la opresión se le preanunciaba asfixiante. Rumbeó mecánicamente hacia la Plaza Garay. Otra vez se hundía pesadamente en el desagradable pantano de sus pensamientos. Se sentó en un borde de la plaza. Algo oscuro y perverso presentía detrás de sus amigas, algo que no podía determinar y que lo perturbaba. Sin embargo, desde esos sombríos vislumbres, emergió el rostro de Amancay. Deseó acariciar su piel trigueña, reflejarse en sus ojos redondos y brillantes.
Al cabo de un par de horas se fue al hotel.
Constitución es un barrio del color de la tristeza.

Amancay y el brillo de la noche

Unos golpecitos en la ventana lo despertaron. Como si alguien arrojara pequeñas piedras en la persiana. Se levantó y la abrió con sigilo. Asomado al balcón miró hacia abajo. Su corazón se sacudió. Entre las sombras, los ojos de Amancay relampagueaban como luciérnagas. Le hizo un ademán con su mano para que esperara. Atravesó rápidamente los oscuros pasillos del hotel, le abrió la puerta y la condujo hasta su habitación. Amancay lo abrazó, su cuerpo temblaba. Sin mediar palabra rompió a llorar.
-Me escapé, Patricio, me escapé..., tengo miedo, nos van a matar... Tenemos que irnos de este lugar, cuando se den cuenta de que me fui, me van a venir a buscar, ayudame Patricio, por favor. Él me va a destruir.
-¿Pero por qué? ¿Quién te va a destruir?.
-Urbano, y Wendy.
-Pero, ¿quién es Urbano?
-Es nuestro Guía, el que nos manda a buscar a muchachos como vos, pero vayámonos de acá antes de que nos encuentren. Por favor vayámonos
Amancay continuaba convulsionada, sus ojos bailoteaban sin detenerse sobre ningún punto fijo. Patricio tomó su mochila y metió tres o cuatro cosas.
-Lo que no tengo es mucho dinero.
-Yo tengo, le robé a Wendy.
Salieron sigilosamente del hotel. El lúgubre paisaje de Constitución se desdibujaba en las tinieblas. Las tenues luces del alumbrado caían muertas sobre el asfalto. En Garay abordaron un taxi solitario. Patricio no comprendía de qué huían. Pero que Amancay estuviera a su lado, desarticulaba cualquier cavilación apocalíptica.
Se bajaron en un hotel alojamiento de Alberdi y Medina, a metros de la autopista. En la habitación, Amancay volvió a abrazarlo, sollozando en su hombro.
-Tranquila linda. Nadie sabe que estamos aquí, nadie te va a hacer daño.
Sus bocas se encontraron en un beso sin preámbulo, sin erotismo, como si sólo comprendiera una unión desesperada ante el horror.
-Te iban a matar Patricio. Habían estudiado muy bien tu caso, nadie iba a reclamarte demasiado en Buenos Aires.
-Pero, ¿por qué a mí? ¿Qué les hice yo?
-Nada, no les hiciste nada. Pero Urbano nos pide pibes de tu edad para el Sacrificio Divino. Él odia a los hombres, a los hombres que lo despreciaron; su espíritu es una mujer infinitamente bella. Él amó a los hombres y ellos lo despreciaron. Por eso tiene que asesinar muchachos. Son ritos sagrados, ritos que van a darle en el futuro el amor de los hombres, eso es lo que más quiere en el mundo. Hasta ahora lo hizo con uno sólo, por lo menos desde que nosotras estamos con él, y está enterrado en el sótano de su casa. Un pibe como vos, que nosotras le entregamos. Wendy y él lo mataron. Se llamaba Silvio.
-¡Qué horrible, Amancay! No te das cuenta que es un homosexual, un psicópata, un...
-Pero te aseguro que todo lo hice como si fuera mi obligación, es mi obliga... (se llevó una mano a la boca, avergonzada). Perdoname, pero estoy muy confundida, era como que no me daba cuenta de lo que hacía. Sólo empecé a sentir algo distinto cuando te vi, una sensación extraña en mi corazón, algo que hasta ese momento yo nunca había sentido y que me asusta, y que me hace acordar cuando era chica. Pero de sólo pensar que te iban a matar, comencé a desesperarme y como ayer me di cuenta de que Wendy empezó a sospechar de mí, anoche les puse un somnífero en la comida y decidí escaparme. Porque ya no me iban a dejar venir más, ya me tenían recelo y seguro que Wendy ya se lo había contado a Urbano. Wendy le cuenta todo a Urbano. Lo hice por vos. Pero tengo miedo, Patricio, tengo mucho miedo. Y aunque no lo creas, a cada momento siento ganas de volver con ellos. Siento que él me está llamando y su voz es irresistible para mí. Urbano dice que sólo debemos escuchar su voz, la única voz de Dios es la suya, las otras voces son las voces del demonio.
Amancay contaba su propia historia como si fuera ajena.
Había nacido en Purmamarca, en la provincia de Jujuy. (Un lugar donde hay árboles plateados, le decía ella, donde hay árboles plateados que brillan cuando los acaricia el sol). Una organización de prostitución infantil se la había arrebatado a sus padres a los diez años. Fue víctima de innumerables abusos, execrables seres se excitarían observando sus fotos, tal vez en ese mismo momento. Urbano la había rescatado de ese infierno.
Se durmieron abrazados y sin quitarse la ropa.
A la mañana siguiente se instalaron en un hotel familiar del barrio de Flores; permanecerían allí hasta decidir los pasos a seguir. Amancay tenía mucho dinero, más de 1000 pesos; esa abultada suma le permitiría sobrevivir algún tiempo.
Los primeros días hicieron una vida normal. Por las mañanas iban a comprar comida, almorzaban y por las tardes salían a caminar por las mansas calles de Flores Norte. Amancay, de forma obsesiva, escuchaba el tema La Isla bonita de Madonna, una canción en inglés con algunas palabras en castellano. Era como una adicción.
Su comportamiento era inestable. Reía, a veces sin motivo, y abruptamente parecía hundirse en recuerdos angustiantes, en abismos sombríos de su alma, de los cuales emergía desorientada e indefensa.
Patricio buscaba desesperadamente rescatarla de esas profundidades. Inventaba chistes, le contaba historias de Tunuyán, no se detenía hasta arrancarle una tenue sonrisa.
Una de esas noches se largaron la deriva. Las calles se extraviaban en misteriosas brumas. Amancay parecía brillar. Miraba a Patricio a los ojos, y en sus pupilas de niña resplandecían incandescentes centellas.
La Avenida Juan B. Justo los condujo viboreante hacia el este.
-¡Qué noche tan hermosa! ¡Qué feliz me siento a tu lado! -Amancay lo miró fascinada, como por primera vez.
Patricio recordó una frase que había leído alguna vez, una frase que siempre llevaba en su mente:
de pronto la ciudad se volvió tan hermosa, que daba ganas de llorar de reír y de llorar otra vez.
Finalmente experimentaba esa dulce congoja. Esa melancolía inexplicable que provoca la felicidad más intensa.
En una esquina encontraron una parrillita, había mesas afuera. Se sentaron bajo el amparo de las ambaradas luces de la avenida.
-Comamos chorizo, sándwich de chorizo –Amancay parecía aún más niña.
-Y tomemos vino tinto.
Los autos se deslizaban por la avenida como cometas bulliciosos, en el interior de la parrillita la gente reía y hablaba. Por momentos los sonidos se acallaban y podía oírse el zumbido de las luces reptando el asfalto. Maravillados escucharon el relato del mozo acerca del arroyo que circulaba bajo la avenida. Brindaron. Cuando Patricio llevó la copa hacia su boca, en el reflejo espejado del vino encontró el resplandor de la noche, las doradas luces de la avenida. Se las bebió de un trago.
Después de cenar, emprendieron el regreso. El alcohol, burbujeándoles la sangre, agudizaba la alegría, la incontenible belleza de ese mundo nocturno y enigmático.
En el hotel durmieron juntos. La joven se acurrucó en sus brazos. Patricio la deseaba con desesperación, pero no quiso forzar su piel tibia, dejando fluir cada instante. Amancay era como una niña.
Amancay era un milagro.
Al otro día improvisaron un picnic en una apacible plaza cercana al hotel. Una iglesia se erigía solitaria en uno de sus vértices. La muchacha fijó sus ojos en las puertas enormes del templo.
-Urbano siempre nos atemoriza con las tres puertas del destino.
-¿Las tres puertas del destino?
-Sí, están a una cuadra de donde nosotras vivimos, en la casa del pasaje Vieyra, sobre la calle 15 de noviembre, viste dónde está el paredón del tren, bueno ahicito nomás. Hay un túnel que va desde la casa hasta allí. Él dice que cuando una de nosotras atraviese el umbral de alguna de esas tres puertas, nuestros destinos cambiarán para siempre. Nosotras le tenemos terror a las puertas del destino.
-Pero Amancay, eso es mentira.
-No, no es mentira -afirmó seria. Rápidamente volvió a sonreírle.- Vos sabés que yo tengo un librito de historias de amor guardado, en secreto. Yo las leía y no podía imaginar esas escenas, pero ahora que estoy con vos, es como si las estuviera viviendo.
Patricio la abrazó. Esa dulce muchacha era más de lo que hubiese soñado tener aun en sus sueños más desenfrenados. Se quedaron en silencio. Una nube atenuó los rayos del sol, opacando los colores vivos de la plaza. Ella lo miró y en sus ojos negros el amor se manifestó en una vertiginosa centella atravesando el firmamento de sus pupilas.
-Te quiero Patricio, yo no soy buena, no soy... Vos tenés que ayudarme..., pero no te asustes, no te asustes de ...

Azulejos blancos

Amancay palideció. Sus ojos se blanquearon y pesadamente se desplomó hacia atrás. Patricio, aterrorizado, buscó reanimarla, pero no reaccionaba. Parecía muerta. La cargó en brazos y buscó un taxi con desesperación. En pocos minutos arribaron a la guardia del Hospital Álvarez. Entre gritos dos médicos la llevaron a una sala para intentar reanimarla. Patricio estaba fuera de sí. El pánico paralizaba su sangre. Nadie le comunicaba nada, la gente en la guardia no tenía rostro, el blanco de las paredes agobiaba sus ojos. Finalmente, tras de una larga y angustiosa espera, un médico salió en su búsqueda.
-¿Vos acompañabas a la chica? ¿a la morochita?
-Sí –dijo Patricio presintiendo lo peor. Lo que de ninguna manera podría soportar.
-Mirá, tu amiga está muy delicada. Después de muchos esfuerzos logramos reanimarla. Prácticamente estuvo muerta. Es muy extraño. Si bien ahora está estable, no recupera el conocimiento. La vamos a pasar a terapia, por precaución. Tendríamos que avisar a los familiares. ¿Vos tenés forma?.
-No, ella es de Jujuy, vive sola en Buenos Aires.
-Bueno..., ya vamos a ver.
El médico se alejó. Las horas pasaban y nada se sabía sobre Amancay. Sus ojos se nublaban, y a pesar de sus denodados esfuerzos por no caer en las garras del sueño, finalmente se quedó dormido en uno de los largos asientos bancos del pasillo.
Sintió voces lejanas. Abrió los ojos y encontró el rostro del médico con el que había hablado por la tarde.
-Hey muchacho, no viste a tu amiga, no la viste salir.
-No, no la vi. ¿Pero qué pasó?
-Se escapó. Hasta hace una hora estaba inconsciente, pero se escapó y nadie vio nada. Todo esto es un gran misterio.
Patricio experimentó un fulminante escozor. El médico le indicó a una enfermera que llamara a la policía. Allí fue cuando él también decidió huir. En un momento de distracción se escapó. Corriendo llegó hasta el hotel. Pero Amancay no estaba, y tampoco había indicios de que hubiese pasado por allí. Echó mano al dinero del cajón de la mesa de luz y retornó a la calle.

El rumbo

Caminó como si fuera lo único que supiera hacer. El vértigo de sus pensamientos le impedía detenerse. Se desplomó sobre el fantasma de Amancay pasando delante de él mientras dormía. Era un pensamiento tortuoso. ¿Qué hubo de pensar al abandonarlo allí? ¿Qué goce perverso le debió haber provocado observarlo tan indefenso en aquel sórdido hospital? Se consolaba, y era como el horror dentro del horror, imaginando que Urbano y las otras chicas hubieran ejercido sobre ella un tenebroso llamado mental, doblegando absolutamente su débil voluntad.
Las desoladas calles de Flores lo extraviaban en un laberinto de espejos en el que las sombras parecían multiplicarse infinitamente. Al cabo de unas cuadras se topó con una avenida solitaria, en un letrero leyó su nombre: Directorio. Como si fuera un sendero luminoso, se dejó guiar por el destino incierto de sus luces.
Avanzaba. La noche le invadía los ojos, la ciudad era una realidad indefinida. Detrás de cada una de esas ventanas, imaginaba almas neblinosas recorriendo habitaciones profundas. Almas en vigilia, televisores tiñendo sombras en el espacio.
Las luces parecían reunirse a lo lejos, un punto donde el resplandor calcinaba el cielo.
Un destino de la noche.
Amancay y su ausencia se convertían en el temido infierno, que reavivaba sus brasas en el continuo recuerdo, ese mecanismo simple y perverso de la evocación, invisible punzón que talla sobre las heridas en carne viva. Ese lugar cercano e inalcanzable.
Las luces engañosas nunca se juntaban, y siempre había más ciudad por delante.
Una ciudad tal vez sea sólo eso: una interminable sucesión de espejismos.

Las puertas del destino

La Avenida Entre Ríos detuvo sus cavilaciones. Eran lugares conocidos. Mecánicamente desvió su rumbo hacia el sur. Su vehemente marcha lo empujó hasta la esquina de 15 de noviembre de 1889 y el pasaje Vieyra.
Entre las sombras tomaron forma los contornos de la casa del cartel con la leyenda Pajarito, tal cual Amancay se la había descrito. Allí se detuvo. La proximidad la volvió aún más lúgubre y abandonada. Buscó la entrada sobre la calle 15 de noviembre. Con decisión empujó una maciza y oxidada puerta de metal, la cual cedió fácilmente. Avanzó como un ciego en la profunda oscuridad. Presentía la presencia de Amancay.
Repentinamente se encendieron las luces y ante sus ojos dilatados por la fuerte claridad apareció la espectral imagen de Wendy. Un escalofrío recorrió su cuerpo. Wendy se echó a reír aparatosamente. Una voz caricaturesca se sobrepuso a la risotada de la joven y se afirmó en su abrupto silencio.
-Solito te metiste en la boca del lobo, ratoncito.
Era un hombre vestido con ropas de mujer, en su mano portaba un revólver. Lo apuntaba.
-Así que el galancito quería robarme a la dulce Amancay.
Patricio observó la aparición de Amancay y de Mariel. Los ojos de Amancay parecían muertos. El brillo evaporado de sus retinas, era aún más aterrador que el revólver que lo apuntaba. No pudo contener sus palabras.
-¿Por qué Amancay? ¿Por qué?
-Porque ella es mía. Ella es sólo de Urbano.
El hombre la abrazó con fuerza y ella le sonrió con un empalagoso rictus de agradecimiento.
Esa imagen absurda lo inmunizó del miedo, un cuchillazo feroz que atravesaba su corazón. Ya nada tenía sentido. Empujó al hombre, que cayó aparatosamente en el piso, lanzando histéricos quejidos. Tomó a Amancay del brazo y salió corriendo hacia un cuarto contiguo. Se dio cuenta de que se estaba encerrando. Cerró la puerta, y echó el pasador.
-Por favor Amancay, ayudame, tenemos que escapar de este lugar.
Al otro lado, inmediatamente dio comienzo un brutal y tenebroso golpetear. La desesperación le llevó a buscar con vehemencia una salida. Milagrosamente la encontró: una pequeñísima puerta, como para un enano. La abrió, pese a los gritos de resistencia de Amancay, y se internaron en un oscuro pasillo que descendía abruptamente hacia las entrañas de la tierra.
-No Patricio, este pasillo va hacia las tres puertas del destino, no por favor, dejame acá, no quiero ir, no me lleves.
-Pero Amancay, tenemos que escaparnos, me van a matar, no te das cuenta que ese hijo de mil putas me va a matar. ¡No te importa que me maten!
Inesperadamente, la mano de Amancay se aferró a la de él. En ese pequeño roce de su piel toda esa pesadilla encontraba un sentido, activando en su sangre un motor potentísimo, que lo volvía inmune al temor.
Debía encontrar la salida. Estrechó con fuerza la mano de Amancay y avanzó abriéndose paso en las tinieblas.
El túnel describió una pronunciada subida y se abortó en una pequeña puertecita, idéntica a la de ingreso. Al transponerla ingresaron en una extraña y resplandeciente sala. Las paredes eran de un purísimo color blanco, en las que se engarzaban tres puertas de disímiles tamaños. A la derecha una color ocre, angosta y no muy alta; en el medio una de la misma altura, pero más ancha de color gris-verdoso y sobre la izquierda una puerta verde, altísima y delgada, de dos hojas. Al costado derecho de cada una pendía una llave dorada y reluciente. Deben ser las tres puertas del destino, pensó Patricio. Amancay se había desmayado; la cargó en sus brazos. Desde el túnel emergían murmullos.
Salió de su indecisión y tomó la llave de la puerta del medio, por la que le resultaría más fácil salir con Amancay en brazos. La insertó en la cerradura y manoteó desesperado el picaporte de metal. Éste emitió un crujido y la puerta se abrió.
Un colectivo se cruzó ante sus ojos como un rayo. Cerró la puerta. Habían salido a sólo una cuadra de la entrada de la casa del pasaje.
Amancay abrió los ojos y se incorporó. Patricio detuvo un taxi y lo abordaron rápidamente. El auto arrancó. A través del vidrio pudo comprobar que las tres puertas continuaban cerradas. En apariencia se habían dado por vencidos.
Le indicó al taxista que los lleve hasta la terminal de ómnibus de Retiro.

Remota Amancay

El incoloro sol de la mañana le dañaba los ojos. Amancay seguía semiinconsciente, pero tenerla a su lado era todo lo que le importaba. Al cabo de unos minutos, la radiante luminosidad solar la despertó.
-¿Adónde estamos?
El taxista observó por el espejo retrovisor con curiosidad, pero permaneció en silencio.
-Vamos para Retiro, (y al oído le susurró), nos escapamos de todo ese infierno.
La joven se acurrucó bajo su brazo. Patricio sintió que la felicidad era la esencia maravillosa que animaba esa mañana.
En la terminal Amancay continuaba ausente. Si bien caminaba junto a Patricio, permanecía aún inmersa en un profundo estado de inconciencia. Sacó dos pasajes a Tunuyán. El micro de Expreso Uspallata partía en una hora. Se sentaron afuera, en el sector de plataformas.
La Ciudad de Buenos Aires recortaba el cielo como una maqueta absurda y desproporcionada. Como si fuera el juguete de un ser gigantesco y travieso, que se divertía observando a sus pequeñas criaturas caminar por ella, esperando aburrirse para aplastarlas.
Buscaba entre la gente a Urbano y a las otras chicas. Pero no aparecían. Amancay volvió a adormecerse. Trabajosamente la subió al micro ante las miradas curiosas de los otros pasajeros.
Durante el viaje, los dolores de cabeza la agobiaron. Su frente se empapaba de sudor, se quejaba de una insoportable puntada en su sien. Hasta que abruptamente abrió sus ojos, una fulminante descarga ardió sus retinas. Sus facciones se suavizaron, como si la insoportable jaqueca hubiera desaparecido.
Desde ese instante, comenzó lo que los médicos nunca pudieron explicar, pero que llamaron daño cerebral irreversible. Desde ese instante, Patricio nunca volvió a separarse de Amancay. De su remota y amada Amancay.
Para siempre, jamás.

Friday Night

1

Las luces son más ámbar que mercurio: la
noche es una sucesión desorientada de sensaciones
que se abortan en la charla, en la sonrisa; en el gran
rostro de todos en la mesa redonda,
en el vaho del bar sucio y moderno.

2

Pienso en la película y en Verónica, ella tiene
la sonrisa de las que dicen no y embellecen.
La primavera en las voces que se destiñen
en las charlas de teléfono celular; que se consumen
bajo el ojo voyeur de las estrellas.
Arranco el auto y me detengo, sus piernas habitando
pantalones en algún lugar remoto. Su piel.

3

Las púas de los alambres. En el cine Verónica sigue intermitente,
y la película la ausenta, por momentos.

4

Las librerías cerradas. Botella. Cinco pesos con 50 centavos.

5

Escribir con letra alcohólica.
Vomitar tinta.

6
Morir un puñado de horas

Verde


Yo sé cómo funciona la dínamo del crepúsculo.
El mágico imán ámbar de las luces nocturnas
los rumbos inesperados de tu pelo
la geometría diabólica
de los diamantes de tus ojos.


Infinitos y profundos campos verdes
se forman sobre las luces débiles de tu ausencia.
En lo siniestro
de cada objeto cotidiano.

Verde,
mi color favorito.
Verde.

Hija de Mil Madres



Pocha observó un Renault 12 verde pasar por segunda vez y con ansiedad buscó los ojos del conductor; pero las libidinosas pupilas del hombre apuntaban directamente hacia Vanesa. Pendeja de mierda, se dijo, pero le pasó el dato.
-Che, dejá de hablar boludeces y carpeteá a un chabón de un 12 verde que está meta marcarte.
-¿A mí?
-Sí a vos, parece que es de los que les gusta que todavía tengan talco entre las patas.
-Andate a la mierda.
-Cheee, qué boquita –Perla le arrojó un sobre de azúcar.
Vanesa estrenaba sus dieciocho años. Llevaba su largo pelo negro brillando al vaivén del viento, y su cuerpo era una sucesión de formas armónicas y apetecibles. Perla, indefinida en su edad, era exuberante y fuerte, tanto como para darle pelea al desgaste que aflojaba los elásticos que todavía sostenían la firmeza de su cuerpo. A Pocha, en cambio, sus músculos se le habían vencido con el paso de cada uno de sus cuarenta y tres años. En su boca, la ausencia de varios dientes le daban un aspecto de irreversible abandono. Casi no quedaba nada de aquella jovencita de diecisiete años que llena de ilusiones había llegado desde Montevideo. A ellas tres se le sumaban: Yésica, de caderones veintiséis años, dos hijos y un marido que la esperaba todas las noches y Érika, veintitrés años, morocha, delgada y fácilmente olvidable.
Allí, tras la vidriera del bar de Artigas y Bacacay, se juntaban todas las tardes a la espera de sus clientes fijos y para tentar a automovilistas y transeúntes que se obnubilaran con la posibilidad de acceder al paraíso de sus profesionales encantos.
Sólo ellas cinco, las otras eran repelidas. Ellas cinco se tenían confianza. Eran un círculo cerrado. Una familia.
-Si no vas vos, voy yo –Yésica necesitaba dinero pero los clientes no la necesitaban a ella.
-Che Yesi, explicale a tu fiolo que la calle está dura –Perla, la más veterana en la zona, ejercía un liderazgo casi maternal sobre las demás. Le enervaba que mantuviera a ese gusano.
-No es mi fiolo, es mi marido –le retrucó Yésica enojada.
Todas se echaron a reír.
-¿Entonces por qué no va a trabajar y te saca de la calle? ¿No es celoso tu maridito? –Preguntó Perla irónicamente.
Vanesa fue al encuentro del tipo del Renault 12. Rápidamente acordaron y se fueron al hotel.
-¡Cómo labura la pendeja! –Pocha escupía envidia.
-Dejala que labure o ¿vos a la edad de ella no te apilabas a todos los tipos en fila? -Érika salió a defender a Vanesa.
-Yo, queridita, a su edad, estaba casada como Dios manda. Yo soy puta por necesidad, no como ustedes, por vocación.
-De polvo somos y al polvo vamos -Perla buscó abortar la discusión con una humorada.
El barrio de Flores ejecutaba su sinfonía cotidiana e infernal. Cada vez que se abría la barrera de Artigas, reventaba una disonante melodía de bocinazos, de frenadas bruscas, de acelerada desesperación por pasar primero, como si los que circulaban por Artigas fueran acérrimos enemigos de los que venían por Bacacay. Como si atravesar primero ese cruce trastocara sus destinos para siempre en venturosos.
Vanesa volvió al rato. El tipo era un pesado y la había puesto de mal humor.
-Estos pelotudos creen que por 20 pesos, tenés que hacerle lo que ni la jermu le hizo la noche de bodas.
Mientras Vanesa mascullaba su bronca, ingresó al bar sigilosamente una niña de no más de doce años. Sus pies se deslizaban por el piso. Se detuvo en el borde de la mesa. Las cinco mujeres concentraron sus ojos sobre ella. Tenía el encantado aspecto de una princesita; su pelo rubio resplandecía un brillo que se amalgamaba con sus ojos de inocencia. Les sonrió levemente y soltó la dulce melodía de su voz:
-Yo soy hija de todas ustedes.
Pocha estalló en una aparatosa carcajada.
-Y yo soy la madre de San Martín y Belgrano –replicó aún entre risotadas burlonas.
La carcajada fue general. Pero la niña, imponiéndose a la mofa, continuó adelante.
-Vanesa fue la última en darme un poco más de vida. Recién –dijo gravemente.
-Qué boludés estás diciendo pibita, por qué no pirás de acá, a ver si viene la yuta y nos levanta a todas por corrupción de menores –le replicó Yésica fastidiada. Todo parecía confabularse para que no pudiera trabajar.
-Mirá flaquita, yo vengo del telo, pero de ahí a alargarte la vida... –Vanesa a su manera buscó tratarla con ternura.
La niña, inmutable, retomó la palabra.
-Por eso mismo, cada vez que están con un hombre, me dan más vida. Yo soy hija de ustedes y de todos los hombres que hacen el amor con ustedes, yo soy hija de mil madres que son como ustedes.
-¿Putas? –dedujo Yésica, definitivamente fastidiada.
La niña rechazó esa palabra con un gesto agrio. Prosiguió.
-Ustedes sólo son cinco de mis mil madres. De a poquito las voy conociendo a todas.
-Pibita largá el pegamento –Yésica volvía al ataque.
-Pará un poquito chiquita, ¿quién te dijo eso? –Perla buscó asumir la conducción del absurdo.
-Nadie, nadie me lo dijo. Yo lo siento aquí, en mi corazón (se llevó las manos hacia el pecho), nadie me lo dijo. Pero yo sé que es así, yo sé todo de ustedes porque soy parte de ustedes. Yo conozco lo bueno y lo malo de sus corazones, los secretos que a nadie contaron nunca y que les duelen.
-Bueno, se terminó la clase de jardín –anunció Yésica desbordada.
La niña descargó sobre ella la fulminante potencia de sus ojos y con ternura le dijo:
-Vos vendiste a tu hija, no te la robaron.
Yésica palideció. Todas voltearon hacia ella con la curiosidad de observar su reacción.
-¿Quién te contó esa locura? –replicó Yésica con inocultable nerviosismo.
-Nadie, yo lo sé. Yo sé todo de vos, porque soy parte de vos. La señora se llamaba Nélida y te encontraste con ella en una casa de Budge. Hace siete años fue. La vendiste porque no era de tu novio, era de un cliente.
Yésica zozobró. Desesperada buscó esquivar las inquisidoras miradas de sus amigas. De ninguna manera podía disimular sus nervios. Amagó a desmentir a la niña, pero un rictus nervioso deformó su rostro.
Sus ojos se enturbiaron.
-No llores, yo te quiero igual –la niña se le acercó y tímidamente le acarició el brazo.
-Escuchame dulce, ¿quién te mandó acá? –Perla retomó la conducción mientras Yésica intentaba ocultar sus lágrimas.
-Nadie.
-Yesi, ¿es verdad lo que dice?
Yésica se sonrojó; de haberlo querido negar, sus pómulos súbitamente enrojecidos la hubieran delatado.
-Sí Perla..., es la verdad (entre sollozos). Yo no sé quién se lo dijo, pero es la verdad. No entiendo, nadie lo sabía. Yo en esa época laburaba en el puerto de Bahía Blanca y salía con un pibe que no sabía que yo laburaba. Pero cuando quedé embarazada, me fui de Bahía y la tuve aquí en Buenos Aires y después...
Su voz se rompió en un llanto desgarrado.
-Decime nena, ¿cómo te llamás? –Perla comenzó el interrogatorio.
-Aymará.
-¿Y donde vivís?
-En ustedes.
Perla pareció perder control sobre sí misma, pero se detuvo un instante sobre los ojos de la niña.
-Está bien, está bien. Pero ¿en qué lugar vivís?, vivir, dormir, ¿me entendés?
-En las plazas -dijo vacilante.
-¿Y tu mamá?.
-Son todas ustedes.
Perla bufó abatida. La niña retomó la palabra con decisión.
-Si ustedes no hiciesen más lo que hacen, yo moriría. De las mil madres que tengo, sólo me quedan novecientas doce. Muchas murieron y otras se casaron y dejaron de trabajar. Mi vida no es como la de todos. Mi vida se sostiene en la pulsión sexual que ustedes generan en mis padres astrales. Yo soy hija de ustedes, pero soy una hija astral, hija de las relaciones sexuales ocasionales, del deseo efímero. Eso es lo que me anima. Yo soy fruto del desamor, del placer, de la compulsión. Soy el producto de todo eso.
Perla la miró vencida. Aymará le devolvió la mirada con ojos iluminados.
-Cacho nunca te quiso. Debiste denunciarlo cuando la manoseó a la Daniela.
Perla se quedó en silencio. Su frialdad ante el secreto revelado no le impedía comprender que la niña era algo irreal. Que la animaban sustancias mágicas. Y ese vislumbre se impuso sobre el sentimiento de vergüenza ante sus amigas. Lo de su hija Daniela era su secreto más guardado. Le dolía y avergonzaba. Sólo lo sabían ella y Cacho, a quien echó de su casa inmediatamente. Cacho había sido la posibilidad de otra vida, pero la Daniela era lo único que nunca permitiría que le dañasen.
Aymará, continuó con sus mágicas revelaciones, echando luz en los rincones más penumbrosos del pasado de las otras mujeres.
-Yo sólo quiero estar con ustedes, ayudarlas. Sólo quiéranme.
Perla, instintivamente, la abrazó con cariño. Todas juntas salieron del bar. Por Artigas fueron hasta la Plaza Flores. Compraron panchos y latas de Coca Cola. Sobre el césped improvisaron un picnic.
Un policía, al divisarlas, presuroso se encaminó hacia ellas. Aymará alejó el pancho de su boca y le dirigió una fulminante mirada. El uniformado se detuvo abruptamente y salió corriendo.
-¿Qué le hiciste? –Perla le preguntó asombrada.
-Ganas de ir al baño, incontenibles ganas de ir al baño –le contestó con ojos pícaros e hizo estallar a todas en una espontánea carcajada.
Así lo tuvo cada vez que intentó acercárseles.
Desde esa tarde, Aymará se convirtió en la niña mimada de ese puñado de prostitutas. Sus poderes sobrenaturales, los que activaba de forma natural, no terminaban nunca de asombrarlas. Sus arteras intuiciones hicieron que comenzaran a ganar más dinero. Con infalible certeza les indicaba los días favorables de cada una, los lugares donde más hombres las solicitarían. Su maravillosa influencia hizo que no descuidaran a sus hijos, que Yésica se reencontrara con la niña que había abandonado (Aymará la guió hacia el lugar exacto donde encontrarla).
La incandescente luz que avivaba su pequeña figura, entibiaba sus corazones a la intemperie. Al cabo de un mes les resultaba inadmisible imaginar sus vidas sin el maravilloso influjo de esa niña mágica.
Pero una tarde, bruscamente, la desgracia se derramó sobre sus destinos. Ese segundo fatal que genera una abrupta transmutación de la realidad, violentas amputaciones que el absurdo desfile de los años hubiera arrancado imperceptiblemente, en el pasmoso silencio de la resignación.
Aquella tarde, mientras el sol moribundo comenzaba a opacar la ciudad, Aymará, ansiosa detrás de la ventana del bar, descubría a Vanesa descendiendo de un auto. La joven había prometido comprarle un hermoso vestido en los negocios de Avellaneda. El impulso de esa ilusión la empujó a salir corriendo a su encuentro.
Una vieja camioneta, que venía acelerando por Bacacay, aturdió la tarde con el chirrido horroroso de sus frenos desesperados, sin poder evitar el impacto feroz.
La niña se elevó en el aire como una muñeca de trapo hasta derrumbarse pesadamente en el suelo.
El mundo ancló en ese instante infinito.
Las otras mujeres, tras la vidriera del bar, se largaron a la calle atropelladas por el espanto de esa escena horrorosa.
Aymará yacía sobre el asfalto, inconsciente. Su cuerpo inerte se derramaba sobre el cemento gris y frío. Una hilito de sangre huía de su boca, recorriendo sus pómulos como una viborita maliciosa.
Perla, atravesando las miradas absortas de la gente, se arrodilló ante ella tratando de reanimarla, pero una oscura certeza paralizó su desesperado intento: alguien se le había adelantado en los primeros auxilios.
Una ambulancia de sirenas mudas la trasladó hasta el Hospital Álvarez.
Pocha, Érika, Perla, Yésica y Vanesa lloraban sin consuelo. Se abrazaban tratando de amortiguar el duro puntazo que les acertaba el dolor.
Una hora después llegó una mujer de unos veintipico de años, que se presentó ante el médico como la madre de Aymará Hernández. Fumaba con violencia, un inocultable gesto de fastidio torcía el rumbo de sus rasgos. La acompañaba un hombre bastante mayor, que permanentemente hablaba por un celular. Se acercaron a ella. Perla se arrancó las lágrimas de los ojos y la interrogó sin preámbulos.
-¿Vos sos la madre de Aymará?
La mujer la miró con desgano.
-Sí, ¿por qué? -sus ojos se tornaron desafiantes.
-Mirá, nosotras la queríamos mucho a la Aymará...
La mujer la interrumpió con violencia.
-Sí, sí está bien, pero yo me voy a ocupar de todo, ok.
-Hubiera sido mejor que te hubieras ocupado antes –Perla, de reflejos rápidos, devolvió sarcasmo por desdén.
La mujer la escrutó con dureza.
-¿Y vos quién carajo sos? No me vas a venir también con el cuentito ése de que sos una de sus mil madres. ¡Estoy harta de pajarracos como vos que dicen ser madres de Aymará!
-Sí, yo soy una de sus mil madres, ¿y qué? –le retrucó Perla con desenfado.
El hombre del celular intervino alejando a la madre de Aymará, que gritaba como una gallina a punto de ser degollada. Vanesa contuvo a Perla, que, brotada en cólera, pretendía ir tras ella.
-Dejala Perla, no ves que es una forra -le decía, mientras trataba de calmarla.
Salieron del hospital unidas por una invisible cadena de dolor. Una sensación de orfandad les apretaba el corazón, bombeando los fríos borbotones de la cruda realidad de no ver nunca más a Aymará. La muerte les enrostraba su caprichoso poderío. Su imponente patrimonio de injusticia y desolación.
Su regocijo de adiós.
Afuera observaron mucha gente, muchísimo más de lo habitual. Un patrullero con sus sirenas enardecidas se detuvo frente a ellas. Por precaución se ocultaron detrás del quiosco de diarios de la entrada.
-Qué hija de puta, es una rata, una rata inmunda –Perla seguía escupiendo su rabia.
-Ya veo porque Aymará andaba como paria por la calle –vomitó Pocha enfurecida.
-Nunca sentí una tristeza así, así tan fuerte en mi corazón –susurró Vanesa, ausente y desencajada.
-Es como si hubiéramos quedado huérfanas –agregó Perla con ojos vacíos.
-Ni siquiera sabemos donde la van a enterrar –protestó Érika.
-No te preocupes, yo averiguo después en el hospital –Perla se colocó anteojos ahumados.
-Y si laburamos mucho, ¿no la podremos revivir? –exclamó Vanesa, repentinamente ilusionada -. Ella era mágica, ella todo lo podía.
-Y quién no te dice petisa, quién no te dice –Perla la acarició con la mirada.
-Yo me voltearía a los tipos gratis si eso la resucitara a la Aymará.
Mientras Yésica ofrecía su corazón en una frase, Perla, atenta a la extraña aglomeración de gente frente a la puerta del hospital, organizaba su bronca.
-Ellas también son putas. Las que son como esta roñosa, también son putas. También transan por guita. Ellas también la hacen valer a la que te dije. O por qué te crees que anda con ese viejo verde. Pero a ellas nadie les dice nada. A nosotras todos el mundo nos desprecia.
-Sí, pero Aymará nos eligió a nosotras. Ella no nos despreció –dijo Vanesa orgullosa.
-Sí, nos eligió a nosotras. Pobrecita. Ella vino y nos dijo que tenía mil madres, pero en realidad tenía una sola: esa hija de mil putas –sentenció Perla y le pegó una violenta pitada a su cigarrillo. El humo, despedido con bronca desde su boca, permaneció un segundo suspendido en el aire y rápidamente se hizo noche de Flores Norte.
-Che chicas, miren a esos tipos, son clientes nuestros – gritó Érika al ver los rostros que se iban acercando hasta la puerta del hospital.
-Pero, ¿qué está pasando? -Yésica se incorporó para poder observar mejor la escena.
A unos cincuenta metros, por la calle Condarco, que desemboca en la puerta del hospital, una muchedumbre se acercaba lentamente. Eran en su mayoría hombres. Marchaban en silencio, como un batallón de almas vencidas. Al llegar, se detenían naturalmente.
Acorraladas por la multitud, continuaron reconociendo a muchos de sus clientes entre sus filas. Pero los ojos de esos hombres, que tantas veces las habían salpicado con el vivaz brillo del deseo urgente, lucían ahora enturbiados de tristeza. Algunas mujeres, en menor cantidad, también se acercaban con esa bruma en sus retinas. Eran colegas del barrio. Perla emergió bruscamente de su pesadumbre, conmovida.
-¡Vienen por la Aymará, no se dan cuenta, vienen por la Aymará!
La policía intentó dispersarlos, pero sus esfuerzos rápidamente fueron aplastados por la turba. Desde todos los rumbos se acercaba gente. Avanzaban hacia el hospital, impulsados por una misteriosa inercia. Finalmente, como si obedecieran una orden de sus espíritus, ingresaron en el nosocomio. Perla y sus compañeras se les unieron.
Como una manga de langostas arrasaron con todo lo que se les interpuso, y al llegar a la morgue, tomaron el cuerpo de Aymará, al que sacaron del hospital sosteniéndolo con sus manos, asemejando una carroza humana.
En la calle, los que no habían logrado entrar, observaron con tristeza a la niña muerta exhibida en lo alto. El patético silencio amplificó el zumbido de la tristeza.
Inesperadamente, el cielo altísimo de Flores Norte se sacudió con un potentísimo estruendo. Un rayo atravesó el cuerpo de la niña, iluminando la penumbra de esos corazones fatalmente a la deriva.
La radiación avivó en sus entrañas una cegadora incandescencia y estalló en intensísimas luces de colores.
En el aire, esas graciosas lentejuelas, repentinamente se transformaron en miles y miles de mariposas, tantas, como los que aún con sus ojos nublados de lágrimas, pudieron observarlas aletear en círculos, unirse y echarse a volar hasta perderse en el infinito.

Para Olvidar a Eliana

Para olvidar a Eliana
confeccioné un manual de procedimientos
y compuse una canción
que canto hasta astillar mi garganta
cuando el viento tiene acordes de su voz.

Para olvidar a Eliana
me inventé mil mujeres de piel áspera
y programé una excursión
por el placer tortuoso
de comprender que ninguna mujer es igual a otra.

Y almidoné los cuellos de mis camisas
y ejercité con dedicación
los mecanismos que desatan en cualquier boca:
una sonrisa.

Para olvidar a Eliana
me subí a un colectivo cualquiera
hasta extraviarme en el conurbano
y me llamé por teléfono desde una esquina remota
y me escuché atender, desesperado,
deseando que fuera ella.

Luminosidades Extrañas

Pienso
en tu universo amarillo
en tu Dios de ojos rotos.
Nunca supiste, que de noche, a oscuras,
mientras dormías en mi cama,
las babosas se arrastraban por la cocina.

Decís:
“Es éste el mundo equivocado;
soy
la Madre de todas las noches
sin destino.”

Parecían dormidos
pero estaban todos muertos.

Cuando era la conciencia de una bolsa de agua
desde el ojo púrpura del vientre,
veía mi corazón estallar algún día
en mil pedazos,
imaginaba tu camisón de pesadillas
y seda
evaporándose en el azul de la locura.

Parecían dormidos
pero estaban todos muertos.

Tu Dios de los ojos astillados,
tu mano fría y distante
ese ningún lugar al que llego siempre
puntualmente.

Pero estaban todos muertos.

No incendies tus lágrimas,
al fin y al cabo
todos nos volveremos luminosidades extrañas
esta noche.


A S.O’C

sábado, 17 de noviembre de 2007

Vestido de Flores Marchitas



a la memoria de D.E.R.A

Cuando ella, después de que lo hiciera su marido, pronunció su nombre mientras tomaba asiento en mi escritorio del banco, la sonrisa que inaugura mi estratagema de engaños, preámbulo obligado a las primeras palabras, se me congeló en la boca. Enriqueta Dabrowski, era un nombre de mi infancia, de esos que caprichosamente permanecen vivos en los laberintos de la memoria, a pesar de ser insignificantes ante otros de mayor relevancia o significación. Y ése, el de Enriqueta, era el recuerdo de una sola tarde, de un puñado de horas que habían quedado como estrellitas brillantes, siempre visibles al asomarme a mi pasado.
En su rostro, aquel nudo entre su nariz y su boca continuaba allí, intacto. Seguía siendo fea, tan fea como aquella tarde en que Damián y yo nos enamoramos perdidamente de ella. Sólo le faltaba el vestido de flores rojas, ese vestido que hasta el día de hoy sigo viendo en el pasillo de Arnoldi, a la vuelta de la esquina de la casa de mis viejos.
Intentado reponerme, y de que ella no percibiera mi obnubilación, y después que su marido me solicitara los requisitos para un préstamo personal, me largué a repetir mi discurso, el que podía ejecutar de memoria y volví hacia aquella tarde, mientras mi voz se deslizaba sobre los antipáticos números de la tasa de interés anual.
Enriqueta había concurrido a ese cumpleaños de Lorena, casualmente, acompañando a una amiga. Ella no era amiga directa de Lorena y ese azar quiso que se cruzara entre Damián y yo. Apenas la vimos, tal vez por su radiante vestido o vaya a saber por qué enigmático motivo, enloquecimos por ella. En nuestros ojos se declaró la guerra. Durante todo el cumpleaños competimos a muerte por lograr su atención. Su vestido estampado de flores rojas sobre un inmaculado fondo blanco, enfundaba su cuerpo de niña de diez años (nosotros teníamos nueve), y arrastraba con él nuestros ojos hacia el rumbo que fuera.
Damián y yo éramos amigos de todo el día. De ese soleado día eterno que es la infancia. Y competíamos todo el tiempo. Sólo éramos equipo con el carrito de rulemanes. Yo los construía y él era mi piloto. Competíamos a muerte con Ferny (a quien hoy llamamos el Tío y que con los años devino en mi mejor amigo, casi mi hermano) y un grupo de extraños muchachos a los que tiempo después bautizaríamos “Los Who”. Mis carritos eran joyas de diseño con madera, en cambio el de ellos era un cajón de manzanas sobre una patineta. Hasta el día de hoy la barranca España susurra sobre mis derrotas en manos de estos forajidos.
Pero esa tarde de Enriqueta, la pugna se planteó con la desmesurada violencia que genera lo desconocido. Jamás les habíamos prestado atención a las niñas, eran tan sólo las amigas de nuestras hermanas, las que no servían para jugar a la pelota y que se largaban a llorar enseguida y por cualquier cosa. E inesperadamente, esa niña maravillosa y fea, dentro de ese mágico vestido, activó una necesidad impostergable de estar con ella, de que ella se fijara en nosotros. Urgente deseo que desató la sangrienta batalla.
En la mancha congelada, Damián, como lo hacía siempre, me sacó rápidamente ventaja. Él fue quien la descongeló, previo a que ella le dedicara un cariñoso ruego que me enfureció de impotencia. Yo también estaba congelado y eso me impedía descongelarla. Luego, para confirmar mi estrepitosa derrota, ella lo eligió de pareja para jugar a la rayuela. Nunca en mi vida me sentí tan lejos del cielo. Jamás habíamos jugado a la rayuela, pero de ninguna manera íbamos a desperdiciar un segundo de Enriqueta. La diversión del cumpleaños se me desdibujaba en un infierno de insatisfacción. La tarde se tiznaba de frutillas maduras y de sombras tímidas detrás de los contornos, que se volvían feroces tinieblas mi corazón. Sin embargo, a la hora de apagar las velitas eludió el asedio de Damián y se mezcló entre las niñas. Eso, más allá de no configurar un avance para mis aspiraciones, significaba un retroceso en las de mi enemigo. En la guerra todo es válido. Y esa contienda se había desatado y continuó durante muchas tardes posteriores en el análisis teórico-especulativo acerca de las posibles preferencias de Enriqueta.
Algún tiempo después olvidamos la reyerta.
Sin embargo, yo me acordé de ella cuando murió Damián. Frente a su cuerpo sin vida, mirando ese rictus inmóvil que parecía una burla grotesca a sus acostumbradas gesticulaciones, más cuando me dedicaba algún gesto de bronca o sonreía sin rumbo, rememoré esa tarde en la que nos la disputamos como dos enemigos irreconciliables. Damián se brotaba de furia cuando yo le contaba que durante la escondida, Enriqueta se había escondido conmigo en el pasillo de Arnoldi y que ella me había dado un beso. Era una mentira, pero yo la ostentaba cínicamente como la bandera de mi victoria. Era una traición. En realidad, ella se había escondido allí y yo, que la había seguido, me metí detrás de ella. Y cuando lo vimos pasar a Damián, que buscaba con desesperación a los que estábamos escondidos, yo le pedí que no se vaya, que no se vaya a tocar la pica, que se quedara conmigo. Y ella me miró con una mirada inconclusa, con sus ojos desbordando una sustancia que en ese momento no comprendí, pero que presentí trágica y definitiva. Era simplemente compasión. Sí, me miró como dándose cuenta que yo estaba perdidamente enamorado de ella, y evitando herirme, me dijo que debíamos ir a tocar la pica y salió de nuestro escondite sin darme tiempo a retenerla.
Cuando terminé de informarles todo lo relativo al préstamo, el marido de Enriqueta se levantó y le dijo que para ganar tiempo, iba a buscar el auto, mientras ella anotaba los teléfonos del banco para contactarme en caso de resolver la toma del mismo.
En ese instante en que nos quedamos a solas, la miré profundamente a los ojos y le dije sin vacilar:
-¿Te acordás de mí? De un cumpleaños, de ...
Ella me sonrió con picardía. Yo retomé la palabra al darme cuenta de que me había reconocido.
-Lástima que Damián no nos esté buscando. El pobre murió, hace diez años murió.
Enriqueta hizo un gesto de desazón, de remota tristeza.
-Ahora ya no tenés motivo para irte –le dije como si no hubiera un banco alrededor y un marido afuera esperándola.
El bocinazo del auto de su marido se interpuso entre nuestras miradas. Sin embargo, ella me perforó sus unos ojos inolvidables.
-Casi..., cómo qué no... –me dijo ruborizada y salió del banco como huyendo de algún peligro.
Mientras la observaba subir al auto, disfruté un segundo de mi victoria, como si tuviera otra vez nueve años y Damián estuviera a mi lado muerto de rabia. El recuerdo de aquella tarde se volvió más nítido que nunca a mi mente. Jamás antes había sentido tan renovado en mi corazón su perfumado aroma de urgencias.
Pero rápidamente su paisaje se ensombreció. El vestido de Enriqueta volaba sin rumbo como un pájaro tenebroso por la tarde, sin contenerla, y con sus flores rojas grotescamente marchitas. Desesperado busqué a Damián a mi alrededor. Pero me di cuenta que encontraba en el interior del banco y que Damián ya no estaba a mi lado, ni siquiera muerto.

Milagro en Icaño

La noticia corrió vertiginosa por lo áridos senderos de tierra. Carros, carretillas, bicicletas, cualquier cosa con ruedas fue útil para llegar hasta el camión de La Serenísima volcado al borde de la ruta nacional 34, a la altura de la pronunciada curva que antecede al pueblo.
El alboroto deformaba la mañana de Icaño, un pequeño poblado al sur de Santiago del Estero, y la palabra milagro emergía desde las bocas sonrientes, iluminando los rostros curtidos y secos, del color de la misma tierra que como una mujer que con crueldad se niega, más se ama.
Según el relato de escasos testigos, el accidente se produjo apenas clareaba: el conductor se había quedado dormido y la curva se encargó de lo demás. Un golpe contra el parante le destrozó la mollera y una ambulancia lo retiró sin prisa, embalado en un plástico negro.
-¡Un milagro, un milagro de Jesucristo! -alardeaba doña Elida a quien quisiera escucharla, mientras dirigía el tránsito de las carretas atiborradas de leche, manteca, yogurt y derivados.
-¡Los postres a la escuela! -y levantaba sus brazos hacia el cielo agradeciendo a Dios, ya que sus niños (todos los de Icaño), iban a tener el día que los homenajeaba más inolvidable en sus vidas.
Doña Elida había organizado, como lo hacía todos los años, el día del niño en la escuela del pueblo. Pero imprevistamente, una invasión láctea y esas pequeñas y desdentadas sonrisas se volvieron enormes, del incalculable tamaño de la abundancia.
-¡El Señor Jesucristo se acordó de nosotros, de Icaño, tanto pedir…, tanto pedir…!
Doña Elida era una institución en Icaño. Había visto nacer a todos sus habitantes y exceptuando la muerte, todos eran amigos en el cementerio. Noventa y tres años trajinando ese inhóspito lugar que siempre creyó olvidado por Dios, donde la pobreza era tan despiadada como los rayos de su sol, santiagueño y asesino.
Sin embargo, aquella mañana después de multiplicar los panes y los peces, Jesucristo había decidido morir en Icaño. Y el milagro era sonrisas y carretas que iban y venían y ruedas chirriando de felicidad.
Hacia el mediodía, el interior del enorme furgón térmico del camión lucía vacío. Una grúa lo acarreó con precaución. Sólo quedó la marca de la brusca frenada y los yuyos aplastados al costado de la cinta asfáltica.

Algunas horas después, muy lejos de allí, casi en el borde sur de la Capital Federal, una joven mujer lloraba frente a su marido muerto, recriminándole a Dios por su desgracia. Dos empleados funerarios colocaron una pomposa corona de Mastellone Hnos. y la gente reunida comentaba que la empresa había corrido con todos los gastos, el pobrecito de Miguel llevaba muchos años trabajando en la firma.
El sábado lo enterraron ante el dolor de todos. El domingo, continuó enterrado.

domingo, 11 de noviembre de 2007

Superhéroe


El pequeño Brian mira la tele, le encanta mirar la tele, todo el día mira la tele y todo el día está solo. El control remoto lo vuelve poderoso, siempre lo tiene en la mano, aun cuando se queda magnetizado con algún dibujito animado que lo cautiva. Allí frente al televisor lo deja su mamá cuando se va a trabajar y allí lo encuentra cuando regresa, frente al televisor.
A las dos de la tarde su papá se levanta de dormir y mientras se sacude la modorra le promete que le va a traer un disfraz de Batman. Siempre busca a Batman en los canales. Después mira los noticieros. Todo lo que observa dentro esa pantalla multicolor sucede en un mundo lejano, en otro mundo, distinto y remoto al que observa cuando lo mandan al almacén y recorre el barrial de los angostos pasillos de la villa del Bajo Flores.
En un flash del noticiero observa la imagen movediza de un hombre al que la policía saca de un negocio con un pulóver en la cabeza. Un montón de gente rodea la escena. Parecen enojados. La imagen posterior lo deja sorprendido, una mano como una serpiente emerge de la multitud y le quita el pulóver de la cabeza al hombre y el hombre es su papá. La gente ahora grita su enojo y lo suben a un camión azul. Luego la pantalla se salpica de rojo sangre y de palabras que no entiende porque no sabe leer:

ASALTO FRUSTRADO EN NAZCA Y AVELLANEDA
HAMPON DETENIDO

Vuelven a mostrar la imagen de su papá mientras le arrancan el pulóver de la cabeza, sus rasgos se perciben nítidos y siente que ahora su papá también es maravilloso, por estar del otro lado, del lado de los superhéroes.

Alfredo Maggi



Después de que dobló un 60 observamos el tumulto en la esquina del almacén del Chino. Diego y yo, que estábamos jugando a la pelota, rápidamente corrimos para ver qué sucedía. Era una pelea, y contra la pared, arrinconado, lo vimos a Maggi y el desproporcionado físico del Toto, el carnicero del barrio, avanzando salvajemente sobre su humanidad.

Alfredo Maggi es un personaje irremplazable de mi infancia cada vez más lejana en las mansas calles de San Isidro. “Primero de Mayo” lo llamaban, porque su vida había sido una sucesión ininterrumpida de descansos. Se pasaba las tardes impasiblemente sentado en la puerta de su casa (justo frente a la mía), con su boina color caramelo, mirando el mundo correr. Si bien cuando yo era chico, él ya era viejo, la leyenda contaba que durante toda su vida había gambeteado astutamente la convocatoria laboral. Su única actividad conocida fue la de “levantador” de quiniela en el Club Social y Deportivo (naipes, escolaso, billar, ginebra) Ribereño, la que abandonó por riesgosa, después de haber tenido que comerse los papelitos de las apuestas ante una inesperada irrupción policial.
Diego, mi amigo inseparable de aquellos días, que vivía con su abuela en la casa lindante con la de Maggi, (y que) por esas casualidades de la vida era medio pariente, ya que su mamá era hermana de mi tía Ana María, quien a su vez era esposa de mi tío Bruno, el único hermano varón de mi vieja. Por lo cual éramos amigos, pero con la particularidad de tener primos en común, que vivían en la lejana y bucólica localidad de Matheu.
Con Diego jugábamos todo el día a la pelota sobre la calle Acassuso. Eran partidos infinitos. El arco, que cubría en su perímetro casi la totalidad de la casa de doña Carmen, la abuela de Diego, y una pequeña parte de la de Maggi, lo delimitaban un árbol de naranjas amargas y el poste de madera de los cables de la luz. Ambas eran casas viejas, de principio de siglo. Las puertas y las ventanas eran desproporcionadas, como si alguna vez hubieran sido habitadas por extinguidos gigantes, de los cuales se ha perdido todo registro. Nuestro único espectador era Maggi, siempre quejándose de los pelotazos. Y cuando se aburría de protestar, nos sugería que le pegáramos como Gottardi o como otros cracks del Racing de aquellos tiempos que se extravían en mi memoria. Maggi era hincha fanático del Racing Club de Avellaneda. Diego, en cambio, era hincha de River Plate y siempre jugaba con camisetas de los millonarios y yo con la de San Lorenzo, con el número 5 de Telch casi como una marca de mi espalda de piqué. Diego tenía la obsesiva costumbre de agarrar la pelota y relatar sus jugadas, decía: la toma Balbuena, la lleva Balbuena, la pisa Balbuena. Balbuena era un jugador de Independiente de la época. Nunca supe por qué estaba fascinado con Balbuena, y no con algún ídolo de River Plate. Hoy sería prácticamente imposible hacer un solo pase en la calle Acassuso, ya que el tránsito es ininterrumpido y vertiginoso. Pero en aquella época, mediados de los 70, los autos pasaban de vez en cuando. La gente no iba a tantos lugares y parecía gozar del parsimonioso ritmo en el que el mundo daba vueltas. Y teníamos la fortuna de que el 60 del bajo, en su afán de encontrar la Avenida del Libertador para rumbear hacia el Tigre, doblaba como un cometa amarillo en la esquina, con lo cual el mayor peligro no configuraba una amenaza para nuestros partidos.
Mi vieja me cuenta que cuando Neil Armstrong posó por primera vez un callo humano sobre suelo lunar, Maggi siguió aquellas trascendentales instancias en mi casa, ya que su cuñado Tavella (esposo de su hermana Fina), lo despreciaba por vago y le negaba ver “su” televisor. Tavella era famoso por su avaricia crónica y la anécdota de los billetitos que alguna devaluación le había dejado sin valor dentro de un mullido colchón, era de las favoritas en el barrio a la hora de los recuerdos cómico-dramáticos. Según mi vieja, aquella noche en que la única “estrella” fue la luna, Maggi se la pasó protestando porque yo, que tenía un año, jugaba ruidosamente con ollas y cacerolas. Siempre protestando, quejándose de todo. Y para mayor contraste de su vagancia, su hermano Héctor era una máquina de trabajar. Se iba cuando despuntaba el alba y volvía erosionado por el cansancio cuando el sol moribundo estiraba las casas sobre el asfalto de la calle Acassuso.
Una de sus historias más célebres fue la que protagonizó con un perro vagabundo que con vehemencia instintiva insistió por su cariño. Maggi, de todas las maneras posibles, aun las más violentas y crueles, intentó espantarlo; pero el can, persistente en la pugna por su afecto, logró conquistar su corazón hasta el límite de volverse inseparables. Mucho tiempo después, enemistado definitivamente con su cuñado Tavella, abandonó la casa de la calle Acassuso 945 y se mudó con su hermano Héctor, casualmente a Matheu. Durante una visita a mis primos, fui a visitarlo y el perro todavía vivía con él. Lo de Matheu fue una casualidad, de esas que de niños nos hacían tener la certeza de que el mundo era sólo la gente conocida y los demás, extras recorriendo las calles en una actuación eterna.

Maggi continuaba arrinconado contra la pared de ladrillos gastados del almacén del Chino, a merced de las impiadosas garras del Toto. Instintivamente nos replegamos hasta la puerta de casa, tal vez porque no pudimos soportar que el Toto lo humillara ante todo el barrio. Maggi era nuestro ídolo bizarro, un antihéroe asimilado al paisaje. Pero era tan nuestro como aquellos partidos que nos abortaban los gritos de mi vieja o de su abuela.
Sentados en los tapialcitos de mi casa, como en la angustia de un rincón perdedor, lo esperamos en el silencio lúgubre de los que en realidad no esperan nada.
Al cabo de unos minutos de finalizada la riña (los vecinos los separaron), observamos que Maggi retornaba a su casa por la vereda de enfrente. No queríamos verlo, no queríamos que nos viera, pero él cruzó la calle y se acercó a nosotros. Parecía un desconocido: la boina en la mano, la pelada transpirada, la humillación desordenando sus rasgos.
Carraspeó sin ganas, como ensayando las palabras y sentí que con desesperada dignidad sacudía su orgullo herido. Sus ojos estaban aún inyectados de pánico, inquietos. Forzó una sonrisa nerviosa y desafiante y nos dijo:
-Si no me lo sacaban, lo mataba.
Diego y yo lo alentamos, festejando sus palabras.
Esa tarde comprendí que algunas mentiras son mucho más justas que la verdad.

El Otro Lado

No quiero que tengas una forma, que seas
precisamente lo que viene detrás de tu
mano,

Poema,
Julio Cortázar






Ignacio, al escuchar la voz del hombre, corrió levemente la persiana americana e intentó observar la escena en el departamento de enfrente, al otro lado del pulmón. Desde su ubicación, lo único que alcanzó a ver fue la mano de una mujer aferrada a una plancha. La deslizaba una y otra vez obsesivamente sobre un pantalón de jean azul. La voz del hombre no se detenía ni un segundo. Como las otras veces que lo había oído, le recriminaba con furia, mientras ella continuaba planchando con indiferencia. Pero la distancia entre su ventana y la del otro departamento, si bien no era demasiada, le impedía entender los reclamos del hombre. Sin embargo, su tono iba in crecendo. En un momento determinado pudo contemplar el rostro de la mujer. Su pelo era castaño oscuro y tendría unos treinta y cinco años. Ella observó vagamente por la ventana y retomó su actividad. Unos segundos después el hombre apareció también en escena. Estaba en calzoncillos y aparentaba más edad que ella, unos diez años más, tal vez. Su voz quejosa se detuvo y se asomó a la ventana mirando hacia abajo. Ignacio, temeroso de que ser sorprendido espiando, quitó con delicadeza su dedo de la persiana.
Pero había percibido nítidamente su rostro. Tenía la cara chata y pelo peinado hacia atrás con algunas incipientes entradas. Le resultó muy parecido al Profesor Tabárez, el uruguayo que había sido técnico de Boca Juniors. Pese a haberlo observado fugazmente, el parecido le resultó notable.
Había alquilado ese departamento de Versalles un mes atrás. Pero sólo desde hacía una semana había empezado a escuchar esa voz en queja permanente.
Con el paso de los días la escena comenzó a repetirse todas las tardes minutos después de las cinco. Ella siempre planchando mientras el Uruguayo protestaba sin empacho. Esporádicamente, ella le respondía, con frases cortas, desganadas. Su voz era opaca y frágil. Ignacio trataba de ignorarlos, pero la compulsión de espiarlos lo ganaba. Aquella visión fugaz de la mujer le había causado una agradable sensación y el deseo de volver a contemplar su rostro lo empujaba mecánicamente hacia la ventana. Mientras los espiaba pensaba que ella era una mujer que todavía estaba “muy bien” para tener que soportar semejante catarata de recriminaciones. Desperdiciando horas de pasión escuchándolo refunfuñar sin retorno. Sin embargo, parecía soportarlo con estoicismo.
Una tarde se la cruzó en el pasillo. Ella se detuvo un segundo y lo miró. Fue un instante, pero la intensidad de su mirada pareció prolongarlo indefinidamente en el tiempo. Cuando bajó sus ojos, esa intensidad devino en una sonrisa de saludo. Ignacio le devolvió la mueca y ella reinstaló la sonrisa en su boca, pero esta vez con una fugaz complicidad. En un primer momento pensó que tal vez ella se hubiese dado cuenta que él la espiaba, pero inmediatamente se tranquilizó, concluyendo que si estuviera molesta, la mirada hubiera tenido otro tizne.
Al día siguiente tocaron el timbre de su departamento. Observó por la mirilla y al otro lado de la puerta estaba la imagen de ella, desformada por el lente del visor.
Se arregló un poco el cabello y abrió.
-¿Hola, cómo te va? Yo soy tu vecina del departamento de acá al lado, del 4d. Sabés que como a veces te escucho que ponés música quería saber si entendés algo de equipos, porque no me está funcionando bien el mío.
Ignacio le sonrió. Cara a cara sus facciones le parecieron mucho más atractivas.
-Sí, algo entiendo, pero bueno, habría que ver, no sé cuál será el problema.
Las voces se amplificaban en la resonancia del pasillo. Parecían extrañas.
-Se escucha mal, no sé, yo no entiendo nada. ¿No me lo podrías mirar?
-Sí. Esperá que apago la pava que puse en el fuego.
Ella lo esperó en el umbral de la puerta. Ignacio volvió a sonreírle. Cerró la puerta y juntos recorrieron el pasillo hasta la puerta del 4to. D. En el trayecto, dijo llamarse Karina y él le dijo su nombre. Karina abrió la puerta de su departamento y lo invitó a pasar, y una vez dentro, le indicó el lugar donde se hallaba el equipo de música.
-Acá está, no sé, suena mal, como si los cantantes estuvieran desganados -dijo con gracia.
Mientras se agachaba para ver el equipo, el perfume de Karina invadió el aire. Trató de concentrarse en el equipo musical.
-Pude ser que esté sonando en mono.
Ella, que permanecía de pie, lo miró sin entender.
-Es decir que no suena en estéreo -reafirmó Ignacio con una sonrisa.
-¿Y eso cómo se arregla?
-¿No tenés un compact de los Beatles?
-Sí, tengo Rubber Soul.
-Sí ése, con ése te lo pruebo.
Karina le alcanzó el compact. Ignacio lo introdujo en la compactera e inmediatamente emergió la voz de un remoto Paul mcCartney cantando Drive my car.
-Sí, no está sonando en estéreo, eso es lo que pasa. A ver, dejame ver los cables que salen a los baffles.
Ignacio los colocó correctamente y John Lennon se largó a cantar Nowhere man de forma nítida y cristalina.
-¡Qué bueno, ahora suena bien!
-Estaban mal puestos los cables.
-Gracias Ignacio. ¿Ignacio era, no? Esto lo colocó el imbécil de mi pareja. Yo no sé para qué mete mano si no tiene la más mínima idea.
Ignacio, al escucharla hablar de tan mala manera del Uruguayo, disfrutó en silencio. Definitivamente era muy atractiva para tener que aguantar semejante tortura de protestas y reclamos.
Karina lo acompaño hasta la puerta, agradeciéndole una y otra vez, e inesperadamente cuando se despidieron le dio un beso en la mejilla.
Un cruce eléctrico de pupilas magnetizó el aire.
Ignacio atravesó el pasillo aturdido por el roce de sus labios sobre su rostro. Toda la tarde permaneció hundido en el fantasma de su imagen, mientras escuchaba a lo lejos un disco de Serrat que comenzó a oírse al concluir el de los Beatles. Un par de horas más tarde llegó el Uruguayo y el encanto se quebró en mil pedazos con el insoportable concierto de recriminaciones.
Durante esa semana Ignacio comenzó a desear encontrársela en el pasillo, pero no tuvo suerte. Muchas veces salía sin motivo de su departamento con el afán de que Karina apareciera por la escalera. Se dio cuenta que pensaba en ella obsesivamente y por más que deseara olvidarla, al escuchar su voz desdibujada desde el otro departamento, todo intento de olvidarla se derrumbaba.
Unos días después tomó vacaciones en su trabajo.
La primer mañana de ocio, mientras desayunaba, golpearon la puerta. Observó por la mirilla y al otro lado otra vez estaba Karina. Le abrió con ansiedad. Ella lo miró penetrante y le preguntó si podía pasar. Ignacio afirmó y la mujer entró sin dejar de mirarlo a los ojos. Cuando Ignacio cerró la puerta, Karina lo abrazó y le dio sin rodeos un beso profundo. La estrechó con fuerza. Un largo rato estuvieron besándose y manoseándose con desesperación. La fue empujando hacia la habitación y sin mediar palabra hicieron el amor apasionadamente. Cada vez que Ignacio atinaba a pronunciar alguna palabra, ella le ponía el dedo en la boca, acallando su voz.
Así sucedió durante todas las mañanas de esa semana en que estuvo de vacaciones. Ignacio vivía esperando ese momento de éxtasis. Ella comenzó a contarle que no soportaba más a Mario, ése era el nombre del Uruguayo. Que lo había conocido hacía sólo un par de meses, pero que él la maltrataba psicológicamente y que ella no resistía más su presencia.
Cuando Ignacio se reincorporó a su trabajo y retornaba a las tres de la tarde, ella se venía con él y varias veces hicieron el amor aún con el Uruguayo en el departamento de enfrente. Esa perversidad parecía potenciar su gozo. Cuando lo escuchaba entrar, detenía abruptamente la relación, se acurrucaba a un lado de la ventana mirando hacia el otro lado y al cabo de unos minutos retornaba a la cama poseída por un deseo turbulento.
A Ignacio ese comportamiento de ella lo inquietaba. No sólo por la posibilidad de ser descubiertos por el Uruguayo, sino porque sentía que amaba a Karina, y esa perversión descomponía sus incipientes sentimientos. Cuando ella retornaba al departamento de enfrente, los celos lo trasladaban al mismísimo infierno.
Una noche después de una fuerte discusión, escuchó un violento portazo que sacudió los vidrios de su departamento. En el silencio que precedió a ese estruendo, el llanto de Karina se volvió nítido. Desesperado se asomó a la ventana y la llamó, y ella le hizo un gesto para que fuera hasta allí.
Rápidamente recorrió el pasillo hasta el 4to. D y tocó el timbre. Karina no paraba de llorar. En el departamento, objetos tirados por el piso, hablaban de una lucha feroz. Ella aún sollozando dijo de manera tenue.
-Se fue, gracias a Dios se fue, Ignacio, mi amor, se fue, no va a volver jamás.
-¿Vos estás bien? Me asusté, escuché tantos gritos, que me asusté. Tenía miedo que te pegara.
-Lo intentó el muy hijo de puta, pero ya no va a volver nunca más. Si vuelve lo mato, te juro que lo mato -los ojos se le envilecían-. Lo mato de cuatro tiros.
-Bueno tranquilizate, ya pasó.
-Sí, ya pasó, gracias a Dios que estás vos Ignacio. Quiero que te quedes acá conmigo.
-No te preocupes, no me voy a ir.
-Pero quiero que te vengas a vivir acá conmigo. Mañana hablás con la dueña en la planta baja y anulás tu contrato. Yo la conozco, no te va a hacer historia, vas a ver.
-Pero ¿estás segura Karina?
-Sí, quiero vivir con vos.

Ignacio a los pocos días se mudó definitivamente con ella. Karina se encargó de cancelarle el contrato de alquiler y con el paso de los días, la vida a su lado se tornó idílica. Contaba las horas para volver del trabajo y estar con ella, cada día estaba más enamorado. Ella le devolvía con creces la pasión y nada parecía turbar la felicidad que juntos animaban.
Sin embargo, cuando se alquiló el departamento de enfrente, el que había ocupado Ignacio, la actitud de Karina lentamente comenzó a cambiar. Se volvió distante, nerviosa, como si una turbación la desestabilizara. Un joven había alquilado el departamento de enfrente y eso a Ignacio le producía un malestar inocultable. Las actitudes perversas que ella había practicado con el Uruguayo se reavivaban en sus pensamientos. No veía la hora de volver del trabajo para estar con ella, pero ella ya no quería hacer el amor y cuando después de mucho insistirle, Karina finalmente accedía, su frialdad era insoportable. Ignacio comenzó a reclamarle con insistencia por su actitud ausente, pero ella parecía perdida, y mientras él le hablaba enardecido, se dedicaba a planchar ropa, la planchaba una y mil veces, muchas prendas quedaban prácticamente arruinadas de tantas pasadas. Pero a ella parecía no importarle. Ignacio recordaba cuando los espiaba y ella hacía lo mismo mientras el Uruguayo le recriminaba sin detenerse. Ahora era él el que recriminaba su falta de interés.
Sus celos se le volvieron incontrolables. Muchas tardes volvía del trabajo y la encontraba en ropa interior sensual, pero cuando él intentaba abrazarla, ella lo evitaba.
-¿Qué carajo te pasa?
-No me hablés así.
-Te hablo como te tengo que hablar, es como si yo no existiera para vos. Para qué te ponés esa ropa si no me dejas ni tocarte.
-¡Qué..., no puedo ponerme esta ropa, qué está prohibido acaso ponerme esta ropa!
-Vamos Karina...
-¿Vamos qué…?
-¿Ya estás caliente con el pendejo de enfrente?
Ella lo escrutó furiosa, pero no le contestó.
-No contestás porque tengo razón.
-Vos sos un boludo. Mirá..., si querés irte nadie te frena.
-Pero, ¿qué te pasa?, ¿no me querés mas?, ¿qué mierda te pasa?
-Ignacio, vos estás muy violento, yo no quiero hablar en este nivel de violencia.
-Pero si me ignorás.
Ella volvía a hundirse en un irritante silencio.
Con el paso de los días la relación fue empeorando. Muchas veces, Ignacio regresaba de trabajar y Karina no estaba. Hipnóticamente se quedaba mirando hacia la ventana del cuarto del departamento de enfrente. Tenía la certeza que ella estaba allí, revolcándose como una prostituta, seduciendo a ese pendejo como lo había hecho con él.
Una tarde cuando entraba al edificio, la dueña lo detuvo abruptamente.
-Señor, señor, sus cosas están aquí, la señora Karina las bajó esta mañana. Me dijo que por favor se fuera, que si no va a llamar a la policía.
-¿Pero qué locura es ésta? Disculpeme pero yo vivo aquí.
-Discúlpeme usted señor, pero si no se va ahora mismo yo misma voy a llamar a la policía, le recuerdo que esta es mi propiedad y usted no tiene ningún contrato de alquiler en este edificio -la dueña lucía un gesto duro e inmutable.
-¿Usted no me puede hacer esto?
-Señor, si quiere le presto el teléfono, llama a un flete y se lleva todo.
Con bronca e impotencia Ignacio se llevó las cosas. Pero esa misma tarde comenzó a merodear el edificio tratando de cruzarse a Karina. Su corazón a la deriva. La crueldad de Karina había sido despiadada.
Durante varios días esperó en vano, escondido detrás de los árboles y los autos. Finalmente una tarde la vio salir del edificio. Sigilosamente la siguió y en una esquina solitaria la abordó.
-Karina, ¿no te parece que tenés cosas que explicarme?
-Dejame en paz.
-¿Pero qué fue lo que te hice?, yo te amo Karina, ¿no te das cuenta que te amo? ¿Por qué sos tan cruel conmigo?
-Dejame en paz, ¿querés?
-Pero explicame qué te hice.
-¿Qué me hiciste?, ¿querés saber que me hiciste? –por un instante pareció extraviarse en sí misma, pero resurgió-. Te fuiste, te fuiste. Si me amaras, si realmente me amaras, nunca te hubieras ido, nunca..., y no se puede volver, no se puede.
-Pero... –dijo Ignacio extrañado. Sin embargo rápidamente entendió a lo que se refería- Pero vos me lo pediste, Karina.
-Si me hubieras amado, nunca lo hubieras hecho, nunca -hizo una pausa y reafirmó- Nunca entendiste nada idiota.
Lo miró con un odio inolvidable. Ignacio, vencido, la dejó partir. Estaba loca, irremediablemente loca y la amaba con locura.
Pero ya estaba del otro lado.

El Rostro de las Luces Nocturnas


Mi papá siempre fue un loco. Un artista, aunque no lo fuera formalmente. Yo lo adoraba, era mi ídolo y gracias a su magia transité la mejor de las infancias. Ni por todo el oro del mundo cambiaría mi niñez a su lado. Todos los sueños delirantes que hasta hoy anido entre mis pensamientos, son su incalculable herencia. Él hizo de mí una niña soñadora. Cuando le contaba mis delirios me sentía única y maravillosa. En realidad copiaba sus ideas, sus estrambóticas historias. Lo imitaba con orgullo.
Nunca tuvimos demasiado dinero, pero tampoco fuimos pobres. Mi papá era empleado público. Sus ambiciones jamás fueron de dinero. Él soñaba con que viviéramos en un departamento, con la única pretensión que tuviera un gran ventanal con panorámica a una avenida iluminada. Él decía que las luces de la noche eran sabias, que animaban a fabulosos personajes. Él mismo fue uno de sus valientes habitantes. Le apasionaba contemplar la ciudad cubierta por el capote misterioso de la noche.
Pero lamentablemente, siempre vivimos en un PH, en el que las ventanas sólo permitían la frustrante visión de otro PH. De paredes grises, de humedades y de cielos escondidos. Para papá no había pecado más burdo que pegar calcomanías en los vidrios de las ventanas. Hablaba con desprecio de quienes lo hacían.
Siempre, después de cenar, salíamos a caminar por el laberinto de sus noches, a la deriva, y él, ensimismado, me relataba historias de lumínicos seres nocturnos. Una tras otra, mientras sus ojos se extraviaban en el reflejo de aquellas luces silenciosamente enfiladas de las avenidas. Sus mágicas palabras eran ángeles que se acomodaban confortablemente en mis oídos, en mi almita fascinada. Y allí se quedaban. Yo, a su lado, viajaba en un fantástico sidecar empujado por el sinfónico motor de sus visiones.
Y hoy, recién hoy, puedo descifrar el fabuloso enigma de su obra. Día tras día contemplo el fruto de su heroica victoria. De su creación colosal y dolorosa, tal vez definitivamente inescrutable para este mundo.
Cuando tía Paula lo ayudó a instalar aquel negocio sobre la Avenida Lope de Vega, ella y yo sabíamos la razón exacta de su felicidad. El local era una ferretería. Y si bien no configuraba su soñada vista panorámica desde las alturas, le fue suficiente para iniciar su comunicación definitiva con el espíritu de las luces nocturnas. Mi tía Paula era su hermana y lo valoraba tanto como yo, porque sabía interpretar el rumbo de sus obsesiones. A ella también la seducían los misteriosos fantasmas de papá. Entre ellos había un código secreto, un extraño idioma de miradas que me arrastraba a un infierno de celos. Siempre sentí ese resquemor hacia tía Paula. Yo era muy posesiva con él. En cambio para mi mamá era un delirante, un bohemio sin remedio. Por eso sólo sentía a tía Paula como rival. Por eso la odié durante toda mi infancia.
El local distaba unas pocas cuadras de casa y casi todas las noches nos preparábamos una vianda y nos íbamos a cenar en la vidriera, a oscuras, mientras observábamos el equilibrado despliegue de sus luces.
Hasta la noche en que vino aquel rostro.
Aquella noche, mi Papá me relataba la fascinante historia de La Dama de Candiles, una bella princesa nocturna que se despegaba del pavimento al ser acariciado por las luces, y se largaba por la ciudad en busca de espíritus solitarios y fronterizos. Y quebrando su relato, apareció aquel extraño niño. Su aspecto agredía de sólo mirarlo y abruptamente clavó sobre nosotros sus ojos nítidos, con esa escalofriante expresión de silencio, de violento terror, que infectó mi corazón de una infinita tristeza. Un largo rato nos observó con sus dos universos gélidos, escupiéndonos moribundos brillos de repugnancia. Luego apoyó brutalmente su rostro sobre el cristal de la vidriera y su cara reventada contra el vidrio se deformó de una manera monstruosa. No era sólo temor lo que sentí, esa deformación agudizaba la sensación de aquella pesadumbre insoportable. Un líquido helado transitándome las venas a toda velocidad.
Fueron instantes eternos.
Hasta que sucedió lo inexplicable. El niño se alejó, pero su rostro, con aquel tenebroso rictus aplastado, permaneció intacto detrás del cristal. Como una mosca reventada con desprecio contra un vidrio. Mi Papá se puso muy nervioso e inmediatamente salimos a la vereda. Pero del lado de afuera no se percibía nada anormal. En el cristal, no se observaba el rostro que claramente se veía desde adentro. Sin embargo, reingresamos y continuaba allí.
Esa misma noche papá llamó a tía Paula y cuando ella llegó hablaron largamente en el interior del local. De ninguna manera podían disimular sus gestos de consternación, de absurdo. Los recuerdo inmóviles, hundiéndose en las profundidades de pensamientos interminables.
Por la mañana retiraron aquel cristal y colocaron uno nuevo en su lugar. A mi mamá no le contaron nada. Yo tampoco lo hice.
Mi papá pacientemente recortó el fragmento del vidrio en el que permanecía estampado el rostro de aquel niño tenebroso y la guardó en un lugar que descubrí mucho tiempo después.
Mi papá no volvió a ser el mismo y cada vez que le preguntaba por el rostro del cristal, sus ojos se entenebrecían y, al cabo de algunas vacilaciones, nerviosamente eludía mi pregunta, valiéndose de sus historias.
A pesar de todo continuó con sus excursiones nocturnas. Pero la mayoría de las veces salía muy tarde, mientras yo dormía; era evidente que trataba de no llevarme. Yo, pese a ser una niña, comprendí que algo muy oscuro turbaba su corazón de una manera tortuosa. Y pese a que por todos los medios intentaba ser el de antes, jamás volvió a ser el mismo.
Yo tenía once años cuando sucedió aquello. Poco tiempo después contrajo una enfermedad terminal. Estoy convencida de que fue el lacerante crepitar de su angustia lo que derrumbó todas sus defensas. Al cabo de unos meses murió.
Yo tampoco volví a ser la misma.
Cuando murió mi mamá y tuve que retirar todas sus pertenencias del PH, en un viejo armario encontré el recorte de cristal con el rostro horroroso de aquel niño. Estaba intacto, era la misma expresión de angustia que tan profundamente ensombreció mi alma aquella noche. Que había comprimido tan cruelmente mi pequeño corazón de niña. Con bronca lo guardé en una bolsa. Ese pedazo de cristal era un recuerdo maldito, era lo que me había arrancado para siempre a mi papá.
Pero tía Paula, que estaba conmigo aquella tarde, lo extrajo de la bolsa y al volver a verlo, se puso a llorar. Se puso irreconociblemente triste. Visiblemente afectada me relató un suceso de la infancia de papá, una historia que jamás había escuchado antes. Cuando tenía cinco años, una noche en la que habían salido con mis abuelos a pasear por el centro, papá se extravió. Y estuvieron muchas horas hasta encontrarlo. Pero al hallarlo, se dieron cuenta que no podía hablar, como si durante el tiempo en que había permanecido perdido, hubiera visto algo que lo horrorizó de una manera tan brutal como para quitarle el habla. Sólo tiempo después se recuperó pero, según ella, el rostro del cristal era su rostro, la reproducción exacta de aquél que desfiguraba sus facciones cuando regresó desde las entrañas de la noche.
Violentamente comprendí todo. Ese rostro en el cristal era mucho más que el reflejo de sí mismo. Era su recreación fantástica de aquella tenebrosa noche. Pero era también la descripción exacta de la desesperación que tanto tiempo llevó fermentando en su alma, como un pintor que combina mil colores durante toda su vida hasta encontrar el de su obsesión. Ese rostro en el cristal era el compulsivo vómito de su horror, un nocturno espíritu maligno al que debía exhumar para alcanzar el vedado secreto de sus luces, de su noche misma. Qué orgullosa me sentí de él cuando comprendí su valentía, la temeridad de inmolarse atravesando el infierno de su horror, porque pudo entrever el maravilloso secreto que celosamente ocultaban los candiles que quiebran las sombras. Un verdadero artista es quien desciende hasta lo más profundo de su noche, el que puede vislumbrar la belleza inmortal que se esconde detrás del monstruo del dolor. Por eso amaba con tanta pasión las luces de la ciudad. Esas luces que como una rosa presumida y enigmática nos clava su belleza de espinas al querer atraparla. Por eso le inventó un ejército de luminosos habitantes.
Sin importarme lo que pudieran decir mi marido y mis hijos, colgué el recorte de cristal en el comedor. Y lentamente, día tras día, una insignificante línea de ese rostro se fue moviendo. Nadie lo percibió, pero al cabo de un tiempo de estar allí colgado, se fue convirtiendo en un rostro resplandeciente, que hoy provoca un incontrolable fulgor en todo el que lo observa, una sensación que nadie puede definir con palabras, pero que instala una pletórica expresión de paz en sus rostros. La misma expresión que tenía mi papá, cuando ahogaba sus retinas en las profundas luminarias de la noche.

Las Lagartijas


“...nadie puede negar el poder diabólico de la belleza. Se trata en realidad de una fuerza muchos más irresistible que la del dinero o la prepotencia...”

Alejandro Dolina
(La conspiración de las mujeres hermosas)


Es el fin de la tarde y la agónica luminosidad crepuscular remolonea sobre las tumbas más altas. Los contornos de la ciudad se desdibujan a lo lejos, en el horizonte amorfo. Pongo el disco de Al Johnson y lo dejo girar. Adoro ver el logo del sello dar vueltas y vueltas. El suave bostezo de las primeras luces nocturnas me acaricia la cara. Ya lleva más de una semana sin venir. Una semana en la que vuelvo a unir las piezas absurdas y maravillosas de este rompecabezas infinito que unió nuestros inciertos destinos.
Viajo, a esta hora en que la tarde se descompone en la ventana, siempre viajo hacia a aquella mañana en la que Capito me llamó por teléfono. Me encanta pensar en él, infectarme de su esperanza. Desde que no nos veíamos periódicamente, cuando me buscaba, algo importante se traía entre manos. Una vez requirió de mí custodia para sacar una fortuna del Hipódromo de San Isidro. Yo no puedo custodiarme ni a mí mismo, pero al parecer mi presencia le inspiraba confianza. Quiso pagarme, pero entre amigos no se cobran los favores. Sin embargo, acepté gustoso su invitación a cenar en un coqueto restaurante italiano de Belgrano, y que como corresponde, terminó en una orgía de vinos de alta alcurnia.
En otra oportunidad, me estuvo buscando para obsequiarme una colección valiosísima de libros históricos de la Ciudad de Buenos Aires. Un apreciado tesoro para mí.
Y así otras veces, desde que se jubiló, me ha buscado para alguna que otra cosa más que importante.
Capito, Ulises Andrés Cassinelli para los papeles, fue siempre un tipo pintoresco. Solterón vocacional y descendiente de una familia de la alta burguesía de principios de siglo. Su vida ha generado una cantera de anécdotas dignas de ser evocadas. Jamás le importó el prestigio de apellidos o de status sociales. Otros estúpidos en su lugar hubieran exacerbado ese origen hasta lo ridículo. A él, las únicas pasiones que lo tallaron en la vida fueron: las mujeres y el juego, a las cuales les ha mantenido una fidelidad inquebrantable. Verdaderas fortunas ha abandonado en sus impiadosas manos.
Sin embargo, como corresponde a un calavera de ley, jamás lo escuché lamentarse.
De poca altura, rubión casi pelado, sus ojos cristalinos se espejaban como un dócil arroyo. Algo descuidado en su vestimenta y de profundos conocimientos. Hasta aquel día de su llamado llevaba adelante en su casona del barrio de Belgrano, una voluntariosa Fundación Teosófica
En su juventud había trabajado en el diario El Mundo, codeándose con buena parte de la intelectualidad más notoria del país. Su humildad lo vuelve absolutamente accesible. El tipo te puede estar hablando de filosofía profunda mientras chispea con un ojo el extracto de la quiniela vespertina en el televisor del bar.
Pero bueno, lo cierto es que Capito me andaba buscando y sin vacilar fui a verlo a su casona de la calle Arcos en el barrio de Belgrano.
Me recibió ansioso y rápidamente me hizo pasar. Nos sentamos en la cocina. Capito, salteando preámbulos, extrajo de la heladera una botella de Riesling Navarro Correas, su favorito para esas horas tempranas de la tarde.
-Capo, es temprano –le dije entregado.
-Mejor que sea temprano y no tarde –me contestó empuñando el destapador con entusiasmo.
El perlado líquido iluminó los vasos de vidrio.
-Siempre vinos baratos... –dije con ironía.
Capito hizo una mueca inconclusa y me miró fijamente.
-Danielito, necesito de tu ayuda. Vos sos un tipo que puede entender algunas cosas, sos la única persona que puede ayudarme.
-Capo ¿qué martingala te traés entre manos?
-La más maravillosa de mis locuras. Lo tengo todo en la cabeza. Los estudios me dan la razón.
Capito se quitó las gafas y se refregó los ojos. Sin los lentes siempre me pareció un ser extraño. Sus ojos se vuelven los de un pájaro. Después de algunos rodeos, se dispuso a hablar.
-Vos sabés lo que todo el mundo piensa de mí, lo sabés. Que soy mujeriego, escolacero, que me gusta el vino y todas esas cosas.
-Y sí Capo, tampoco nunca lo ocultaste. ¿Qué te agarró: la vergüenza tardía?
-No, qué vergüenza tardía me va a agarrar. Pero tampoco soy tan díscolo como parezco.
Afirmé con mis ojos.
-Vos sabés que hay mujeres que vuelven locos a los hombres. Hay mujeres que sin ser definitivamente bellas trastornan a los hombres. Son sensuales e ineludibles. Uno se cruza con una de ellas por la calle y debe, debe (pronunció enfáticamente) volver a mirarla. Si no lo hace, siente que ha perdido para siempre algo irrecuperable y a la vez tan necesario como el agua y el aire.
-Capo, lo que pasa es que a vos te gustan demasiado las minas.
-Como a cualquiera, pero yo voy más allá de eso. Voy a que hay mujeres que están en el mundo sólo para generar esa locura, esa sensación de que no tenerlas es el infierno mismo. Pero esas mujeres, las mujeres absolutamente sensuales, no le pueden pertenecer a nadie. ¿Vos te animarías a acompañarme a Jujuy?
Lo miré extrañado.
-Sí, ¿pero que tiene que ver con lo que me estabas contando? ¿O vamos a ver al Rojo?
-No, el glorioso Independiente esta vez puede esperar -se mandó un vaso de vino como si tomara valor- Si yo te contara algo, algo que descubrí, aún cuando no me creyeras, ¿me ayudarías?
-Los amigos se cotizan en las buenas y en las malas –le respondí echando mano a la letra de un tango.
-Gracias finito (Capito siempre llama así a todo el mundo), sabía que podía contar con vos. Yo te voy a contar. Hace un año, más o menos, yo conocí a una mujer. Su nombre es Sofía y al verla me di cuenta que era la más hermosa, la más irresistible y sensual mujer que yo haya contemplado jamás. Y me enamoré de ella, me enamoré de ella de una manera violenta. Pero, como todo lo absolutamente bello en este mundo, su posesión encierra secretos, misterios (al pronunciar esa palabra pareció hundirse en sí mismo). Mirá, no quiero darle muchas vueltas a la cosa: ella también se enamoró de mí, milagrosamente mi amor fue correspondido con la misma pasión. Pero Sofía forma parte de una oscura Organización de Mujeres Sensuales. Sí, así como te lo cuento. Yo al principio creí que era un chiste, pero te puedo asegurar que la cosa iba en serio. Esta Organización no les permite enamorarse de ningún hombre. El amor para ellas es un disvalor, una vulgaridad digna de gente defectuosa. La misión en el mundo de estas mujeres sensualmente irresistibles es la de provocar la locura de los hombres. Un refinado post-feminismo que tiende a la esclavización absoluta del hombre. Para ellas la sensualidad es La Virtud. El sexo de estas mujeres es el portal de la felicidad infinita, pero irreal para este mundo. Cualquier hombre enloquecería ante el vislumbre de la felicidad infinita. Pero yo resistí y también estoy resistiendo las consecuencias del amor que Sofía siente por mí. Porque ellas nunca pueden pertenecerle definitivamente a alguien, ¿entendés? Todo lo excesivamente bello, lo inolvidable, no puede tener un dueño. Las obras de arte inmortales escapan a las manos que quieren eternizarlas en su propiedad. El dueño muere y la obra lo sobrevive.
Pero yo no me quedé quieto. Esta Organización es conducida por una mujer llamada Vannesis. Ella es la que dirige a este ejército de mujeres fatídicas. Yo, gracias a Sofía, he conocido detalles de su funcionamiento y encontré una estrategia para eludir su maleficio.
-¿Maleficio?
-Sí finito, ma-le-fi-cio. Vannesis ha hecho un pacto... (hizo un silencio extraño), digamos... con los oscuros Dioses de la Sensualidad y ese pacto condena a cualquiera de estas mujeres fabulosas, a convertirse en una lagartija en el momento que se enamoren y decidan abandonar la Organización.
-Capo ¿desde qué hora le estás dando al Riesling?
-No, no estoy borracho, no; estoy más sobrio que nunca y gracias a mi intuición he descubierto un antídoto para esta maldición. Y el antídoto se llama Palma Sola, provincia de Jujuy.
Lo miré como quien mira a un marciano por primera vez. Capito, ignorando mi expresión, tomó una cajita de cartón sobre la heladera y extrajo de ella una pequeña lagartija.
-Te presento a Sofía –dijo orgulloso.
Estallé en una carcajada tan estridente que se prolongó en los ladridos de un perro.
Esa tarde se convirtió en madrugada con Capo urdiendo el complejo entramado de su delirio. Finalmente, a pesar de no creerle nada, acepté ayudarlo. Mi misión consistía en trasladarlo junto a su lagartija Sofía hasta la localidad jujeña de Palma Sola, distante unos 1600 Km de la Capital Federal. Su trasnochada teoría concluía, según sus afiebrados estudios, que el clima de ese lugar, de sus coordenadas exactas apenas debajo del trópico de Capricornio, devolvería a la bella Sofía su forma, desactivando así el maleficio de la temible Vannesis.
Para que yo pudiera cumplir con mi tarea, Capito adquirió una fabulosa 4x4 y me convertí en su empleado. Su ofrecimiento triplicaba mi sueldo en el laboratorio, por lo cual solicité licencia sin goce de sueldo por seis meses. Yo debía hacer viajes hasta ese remoto paraje cada quince días para llevarle las provisiones que necesitara. No hubo manera de negarme. Si bien sentía que lo estaba, por decirlo de alguna manera, estafando; su ímpetu alocado terminó por derrumbar todos mis pruritos.
Al cabo de unos días partimos hacia Palma Sola.
A pesar del absurdo que nos movilizaba, aquel viaje fue maravilloso. Capito, exultante de felicidad, desplegó en él toda la magia de su retórica. La lagartija Sofía y yo escuchábamos extasiados sus increíbles anécdotas. Su vida había sido una sucesión de hechos estrafalarios y a la vez mágicos. Era evidente que había hecho de su existencia algo fantástico. Pero, como nunca antes, parecía tan enamorado de esa lagartija como no lo había estado de mujer alguna en su vida.
Palma Sola se nos presentó en la fisonomía de un pequeño poblado. Le calculé unos 100 kilómetros de San Salvador de Jujuy y muchísimos más de Dios. Desde la ruta comprendimos que era gobernado por una extrema pobreza. Los changuitos caminaban descalzos, inmunizados de las piedras y del calor. Ante semejante panorama, intenté convencer a Capito de que buscáramos otro pueblo, pero su respuesta fue contundente: éste es el lugar, finito, éste es el lugar.
Alquilamos una casa frente a la pequeña iglesia y al cabo de un par de días, Capito me pidió que volviese a Buenos Aires para que me ocupara de sus cosas.
Como pude me hice cargo de sus asuntos. El doctor Dulce, un amigo de él, fue quien tomó las riendas de la Fundación Teosófica que funcionaba en el primer piso de su casa. Lo demás parecía no presentar demasiadas complicaciones.
Una mañana me llamó por teléfono. Con una inocultable alegría me comentó que todo marchaba mejor de lo previsto. La largatija Sofía comenzaba a mostrar inequívocos síntomas de reversión. Sin embargo, y para mi sorpresa, antes de hablar conmigo, Capito había hablado con Vannesis y me encargó ir a verla. La única instrucción que me dio fue que me pusiera a sus órdenes, que seguramente ella me pediría que la traslade a Palma Sola.
Esa misma tarde me dirigí a Corrientes y Estado de Israel. La dirección indicada por Capito correspondía a una lúgubre galería, en la cual, a excepción de los dos primeros locales con vidrieras a la calle, parecía no desarrolarse actividad comercial visible. Luego comprobé que algunos negocios sobrevivían en oscuros rincones. Yo buscaba ansioso el local 17, que aparentemente se encontraba en el fondo de la galería.
Entrevistarme con Vannesis no podía dejar de provocarme una gran perturbación. Tanto me había hablado Capito de su belleza y de su poder, que su figura se sobredimensionaba en mi imaginación. Aquietaba mi ansiedad pensando en que allí no encontraría a ninguna beldad llamada Vannesis, ni organización alguna. Que todo era parte de un Capito trasnochadamente enamorado.
Al local 17 se accedía por una sombría escalera. Subí. En el final de los escalones me encontré en un pequeño y asfixiante hall. Una desproporcionada puerta negra de madera hablaba más de una organización de gigantes que de mujeres fatalmente sensuales. Ese pensamiento distendió en parte mis cavilaciones.
Toqué el timbre. Al cabo de unos segundos una mujer bellísima abrió la puerta.
-Hola..., mi nombre es Daniel, estoy buscado a Vannesis –dije tragando saliva.
La mujer me hizo un gesto amistoso e inmediatamente me invitó a pasar. El interior era un paraíso. Una decena de mujeres, tan hermosas como la que me había recibido, descansaban despreocupadas sobre mullidos sillones. Al verme sonrieron. Inferí que se trataba de un prostíbulo de alto nivel. Capito, viejo festivalero, me había engañado. Pero algo no tenía lógica. Pudiendo estar como un rey entre semejantes féminas, ¿qué necesidad tenía en irse a Palma Sola a achicharrarse de calor con la lagartija?
La mujer que me había abierto la puerta interrumpió mis veloces interrogantes y me condujo hacia un salón contiguo. Tomé asiento. Ceremoniosamente me anunció que Vannesis vendría enseguida.
Al cabo de unos minutos de espera, una puerta se abrió y ante mí apareció la mujer más hermosa que haya visto en mi vida. Su belleza estallaba en su rostro. Vestía un diminuto vestido blanco que dibujaba con gracia las armónicas formas de su cuerpo. Calculé su altura en 1,70 aproximadamente. Su pelo era castaño, claro y brillante. Cuando meneaba la cabeza, los reflejos de sus cabellos encendían estrellas fugaces en el espacio. No aparentaba más de veinticinco años. Ni un sólo segundo pude apartar mis ojos de ella. Mi corazón latía a destiempo.
-Bueno, vos sos el enviado de Ulises -dijo suavemente. Su voz era una dulce melodía.
-Sí, Capo, perdón Ulises me mandó a hablar con Usted.
-Muy bien, muy bien. Así que se han fugado esos dos tortolitos.
Permanecí en silencio. La mujer más hermosa del mundo retomó la palabra.
-Sofía está obnubilada. Nosotras no podemos amar.
-Pero Sofía ahora es una lagartija -dije ruborizado del absurdo que animaban mis palabras.
En sus ojos creí ver una remota centella de dolor. Sin embargo su belleza no se resintió.
-Es una pena -dijo recuperando su tono altivo, casi beligerante.- Pero las cosas deben estar ya en su justo lugar. Ulises en un hombre muy inteligente, pero su estrategia fracasará irremediablemente. El amor es vulgaridad. El amor desgasta la belleza. Yo logré detener esa degradación.
Sus ojos gélidos se inmovilizaron en la repulsiva resonancia de la palabra degradación.
-¿Y de qué sirve la belleza como fin en sí mismo? –dije sabiendo que desataría su furia.
-La belleza es Dios.
Vannesis me pidió entrevistarse con Capito personalmente. Así fue que a la mañana siguiente me encontré viajando en la 4x4 hacia Palma Sola en su compañía. Yo no podía resistir su presencia a mi lado. Su belleza era absolutamente perturbadora, generándome un centenar de sensaciones que se volvían arrebato en mi mente. Pero a la vez, su dureza y su aire ausente, me provocaban una cierta incomodidad. Sus aislados comentarios se circunscribían a circunstanciales sucesos de la ruta. Después de esas lacónicas palabras retornaba a su autismo.
Al llegar, desde la camioneta divisé a Capito y a una hermosa joven a su lado. Vannesis, al verla, escupió unas palabras en un extraño idioma, pero no dudé que se trataban de un insulto, una maldición. La situación se tornaba violentamente absurda. Vannesis bajó decidida y yo detrás de ella. Capito la saludó, y me presentó con el nombre de Sofía a la mujer que lo acompañaba. El delirio atropellaba a la razón. Pero a excepción de mí, todos parecían aceptarlo naturalmente.
En un funerario silencio ingresamos en la casa. Capito invitó a Vannesis a un cuarto contiguo y durante una hora se los escuchó discutir en voz alta. Sofía, que se puso a cebarme mate, me manifestaba su ambivalente sensación. Por un lado era inmensamente feliz de haber recuperado su aspecto y de la dicha de estar junto al hombre que amaba y por otro lado, sabía que inevitablemente, esto significaría el fin de Vannesis.
Al salir del cuarto, los ojos de Vannesis lucían enrojecidos. Me suplicó que nos marcháramos. Capito asintió con la mirada y pese a mi cansancio, no encontré manera de negarme.
Durante centenares de kilómetros su silencio fue absoluto. La camioneta parecía deslizarse por el camino impulsada por un combustible apocalíptico. La sensación de estar llevando a alguien hacia su estrepitoso final me acongojaba. Atrás quedaba la felicidad de Capito, y a mi lado la tristeza de Vannesis que me destrozaba el corazón. Yo me sentía uno de sus verdugos. Un conspirador significativo en el descalabro de su Imperio. Pero, ¿realmente creía todo aquello? No lo sé, estaba tan confundido que no podría determinar que pasaba por mi cabeza en aquellas largas horas de regreso a Buenos Aires.
A través del parabrisas se abría ante nosotros una tarde de apacible belleza, que silenciosamente enturbió la noche.
Navegando esa oscuridad, sólo corrompida por las tenues lucecitas de la ruta, inesperadamente Vannesis se acercó a mí y recostó su cabeza sobre mi pecho. Yo detuve la camioneta en la banquina. Luego levantó su rostro hacia mis ojos. Sentí que el brillo de sus pupilas atravesaba las penumbras, mi corazón. Nos besamos con pasión. El sabor tibio de su boca se entremezclaba con el gusto salado de sus lágrimas.
-Gracias por estar a mi lado. Quiero que estés conmigo Daniel, para siempre quiero que estés conmigo.
Sus palabras eran tan sentidas como irreales. La mujer más hermosa del mundo, tras la caída de su Imperio, me elegía. Comprendí que durante todo el viaje, la esperanza ridícula de que ella se fijara en mí, había contenido mis sentimientos incipientes. En realidad, desde el momento en que la vi estuve perdidamente enamorado de ella, como lo hubiese estado cualquier hombre en mi lugar.
Su espíritu no era superficial. Su vocabulario sofisticado escondía detrás de cada una de sus palabras un disimulado acento extranjero que entrecortaba sus frases.
-En la edad media, la mujer se transformó en un símbolo del pecado. Los pintores, malditos hombres, exacerbaron el rasgo redentor del vientre fecundado en sus asquerosas obras. Así llegamos a la mujer como una máquina de procrear -me decía mientras yo observaba que la pasión de sus palabras exageraba en su rostro su belleza salvajemente natural, desprovista de innecesarios ornamentos.- Una mujer es el deseo que genera. ¿Alguna vez viste algo más triste que una mujer frente a un espejo observando como el tiempo corroe su belleza? ¿Alguna vez lo viste?
Después de pronunciar esa última frase, un sollozo la arrastró al silencio. Como si hubiera vomitado una verdad descompuesta en su interior y el agrio sabor de sus desechos raspara su garganta.
Sus fuerzas parecieron extinguirse. Se acurrucó en mi regazo. Debe haber sido ése, el momento más intensamente feliz de toda mi existencia.
Pero aquella felicidad tan absoluta fue efímera.
Juntos vivimos un par de días maravillosos en mi departamento de Villa Adelina. Yo vivía fuera de la realidad a su lado. Pero cuando creí ser el hombre más dichoso del mundo, acariciando su piel de seda, reflejándome en el enigmático universo de sus ojos; los acontecimientos se precipitaron de una forma absurda y trágica.
Día tras día su aspecto desmojaraba. En su rostro se abrían pequeños surcos quebrando la tersura de su piel, su cuerpo se encorvaba. Con lágrimas en los ojos me relató su patética historia.
Una noche de marzo del año 1947, ella había iniciado el siniestro maleficio de las lagartijas. Según su relato, su aspecto actual, antes de que comenzara a desmejorarse, era el mismo que el de aquella noche de 1947. Pertenecía a una familia judía que había escapado de los campos del horror nazi. Su madre, antes de morir en el barco que las traía desde Polonia hacia estas remotas tierras, fue la que le dio la fórmula del maleficio que eternizaría su belleza. Al parecer, era uno de los proyectos que desarrollaba un delirante científico nazi del cual su madre había sido amante. Vannesis tenía setenta y tres años. El maleficio que Capito había quebrantado en Palma Sola, la condenaba a un envejecimiento vertiginoso. Mis propios ojos horrorizados comprobaban la veracidad de sus afirmaciones. Vannesis envejecía frente a mí segundo a segundo. Sin embargo no me importaba, yo la amaba, la amaba de cualquier manera.
-Yo te amo Vannesis, yo te amo con todo mi corazón. A mí no me importa nada, yo te amo -le dije desesperado.
Vannesis rompió a llorar.
-Yo también te amo. Yo jamás hubiera creído que alguien como vos pudiera amarme cuando mi belleza se extinguiera. Si lo hubiera sabido, no hubiera generado este maldito maleficio. Me equivoqué, Daniel, me equivoqué e hice sufrir a mucha gente con toda esta locura. He provocado centenares de suicidios, he animado la llama mortal de la demencia. Mi madre quiso inmortalizarse en mí, mi madre era tan bella como yo. Pero todo terminó. Ya ninguna mujer se volverá a convertir en lagartija. Ya no habrá más dolor. El maleficio ha de terminar si yo me enamoro y todas las consecuencias recaerán sobre mí. Ojalá Dios se apiade de mí y me perdone. Avisale a Ulises que ya no deberá permanecer en aquel lugar remoto. Ya todo terminó. Lo tengo merecido. El amor ha triunfado -dijo vencida mientras la estridencia de sus ojos se apagaba para siempre.
Nos abrazamos. Yo sentía su cuerpo contraerse, envejecer a cada instante. Me besó profundamente y pareció morir en mis brazos.
Pero Vannesis no murió.
Esa misma noche, integrantes de su Organización arribaron a mi departamento. Ya lo habían hecho un par de veces durante los días previos para reunirse con Vannesis. Esas agraciadas mujeres me explicaron que Vannesis estaba dormida, pero que igualmente la llevarían al Cementerio Israelita de Ciudadela.
Yo no entendía, pero después de haber sido testigo de su acelerado y tenebroso envejecimiento, nada me resultaba inverosímil.
Al otro día, tras una ceremonia muy íntima, depositamos su féretro (que no había sido cerrado) en una lujosa bóveda del Cementerio Israelita.
Una de las mujeres me volvió a decir que ella sólo estaba dormida y que no deje jamás de ir a visitarla. Es más, Vannesis había ordenado que se me permitiera habitar una casa en la parte de atrás del cementerio, una lúgubre vivienda prácticamente engarzada dentro la necrópolis.
En otro momento de mi vida no hubiera aceptado ni loco vivir en ese lugar. Pero estar cerca de ella, era lo único que me interesaba.
Y tenían razón, Vannesis no murió. Ella misma me contó que a pesar de que su cuerpo lentamente fuera descomponiéndose, no lo iba a poder abandonar jamás. Que iba a permanecer viva aún en su último hueso.
Nunca habrá Dios para ella. El infierno es la inmortalidad, la permanencia eterna en esta tierra del dolor.
Y he decidido no abandonarla jamás. Yo la amo. Algunas noches, cuando despierta, viene a mi lado. La observo acercarse desde la ventana, eludiendo las sombras y las lápidas de mármol negro.
Su imagen es espectral, pero en sus ojos todavía hay luz. Si bien ya casi no puede hablar, yo conozco sus gustos. Primero pongo sus viejos discos de Al Johnson y los escuchamos largamente, mirando a lo lejos las amarillentas luces de Rivadavia.
Y después Rubisntein. Ella sonríe al escuchar al pianista de Lodz, de su lejana tierra polaca, mientras en su mente corretea una remota niña de cabellos soleados.
Y ésta es una de esas noches en la que deseo con todo mi corazón que ella despierte. Capito regresa mañana, ya no voy a sentirme tan solo. Porque cuando ella no viene me mortifico pensando en lo que será de su suerte cuando yo muera. Son las noches en las que con desesperación le suplico a Dios que también me olvide, que también me abandone a la deriva en este absurdo mundo.