jueves, 3 de junio de 2010

Niña del frío

El sábado parecía congelarse para siempre dentro de la gélida tarde. Una impiadosa ola de frío había llegado para reivindicar al invierno de la benevolencia de años anteriores, con temperaturas que día tras día competían en un descenso feroz por debajo del cero. Caminaba por Corrientes y el aire helado me astillaba la piel. Debía retirar un libro que había encargado sobre Historia de los Ferrocarriles en la Argentina, de Scalabrini Ortiz, y ni bien lo tuve en mi poder me metí en la pizzería Marín de Corrientes y Paraná.
Nunca había intentado seriamente escribir fuera de casa, pero siempre tuve deseos de hacerlo. Predispuesto, elegí una mesa con un inmejorable panorama de la metálica Corrientes.
Llevaba ya largos días en los que no se me ocurría nada (escribo cuentos), y la angustia de esa falta de inspiración intentaba eludirla corrigiendo hasta el cansancio los que tenía prácticamente terminados. (A veces creo que un cuento no se termina nunca de escribir, tan sólo se le da un cierre por aburrimiento e impotencia).
Coloqué una hoja en blanco en la mesa y sobre ella apoyé la lapicera. Me puse a mirar hacia la calle. El frío contraía los músculos en los rostros de los transeúntes, que aceleraban su caminata tratando de achicar la distancia con sus destinos. Pedí un café. Odio el café, pero cuando me siento en la mesa de un bar automáticamente pido café y sólo si hace mucho calor Fanta Tónica. Volví mis ojos al papel y el blanco de la hoja me agobió. Tenía la certeza de que entre tanta gente no se me iba a ocurrir nada. El murmullo me desconcentraba y empecé a extrañar la música que escucho cuando escribo en casa. Retorné a la idea de corregir los otros cuentos, pero de inmediato abandoné ese proyecto. Mis ojos prefirieron el urbano encanto de la entumecida Corrientes.
Mientras tomaba a sorbos el café, una jovencita depositó una lapicera sobre mi mesa. Cuando quise observar su rostro, ya se había alejado.
La lapicera se me presentó como una provocación, un símbolo; pero no lograba animarme. La jovencita regresó. Mirándola a los ojos, le dije que no, que no la quería; pero sus pupilas me detuvieron. Eran de un azul tan profundo y helado que desarticularon mis palabras. Y como si activara una agresiva maniobra de marketing, el brillo de ese cielo invernal de sus ojos se potenció de una forma irreal, de una nitidez insoportable. Aún hundiéndome en el encanto de su mirada, intenté rearmarme; le dije que ya tenía una, que no necesitaba... Pero ella, como si no me oyera, desprendió una servilleta del servilletero y se puso a dibujar. Sus movimientos derramaban una sensual gracia. Me entregó su dibujo: una flor con ojos que según como se la viera se convertía en una persona. Me conmovió profundamente y, vencida mi voluntad, le pregunté por el precio de la lapicera. Me contestó; al menos vi sus labios moverse, pero su voz era imperceptible. Le di una moneda de un peso y me la entregó. Intenté otra vez hablarle, pero nuevamente me fue imposible entender una sola palabra de lo que me dijo antes de alejarse con una sonrisa.
Me quedé hundido en una sensación extraña. La luminosidad de sus pupilas inolvidablemente azules retumbaba destellos en mis ojos, en la luz amarillenta que me envolvía. No tendría más de quince años, pero era hermosa, enigmáticamente hermosa. Su belleza no era convencional, no generaba en mí desequilibrios libidinosos, sino que me provocaba una reconfortante sensación de plenitud. Como si su imagen hubiera sido graduada en el punto exacto en el que mi corazón se conmovía sin remedio. Tomé su lapicera, una desesperada ansiedad me arrastraba a atraparla dentro de una historia. Su aparición, por algún inexplicable motivo, me había resultado milagrosa. Rememoré su última imagen: el óvalo armónico de su cara y su boca levemente impregnada de una tenue sonrisa vacilante, pronunciando aquellas palabras ininteligibles.
Viviría en el barrio de Once, en una vieja casa tomada con mucha gente y con muchos hermanos. Un lugar húmedo y promiscuo. De paredes descascarándose y ropa colgada. Ropa de todos colores. Y mientras fijaba la imagen del lugar, me llegó inesperadamente la figura de ese oscuro hombre que la observaba. Que la codiciaba con sórdido deseo. Y ella era amable con él; no sé por qué, pero yo tenía la desesperante certeza de que ella era amable con él. Su actitud provocaba el crecimiento desmedido de sus miserables instintos. Como el agua de lluvia que desproporciona la maleza. Abruptamente comencé a sentir envidia de que alguien con tan burdas intenciones pudiera verla todos los días y recibir la fulgurante respuesta de sus ojos. La sola idea de no volverla a ver nunca más me sumergió en una pantanosa angustia. Me maldije por no haberla retenido más tiempo, por no haberla invitado a tomar algo caliente. Hubiera podido conocer su fabuloso mundo de niña y de mujer a la vez. La fugacidad de su presencia no me alcanzaba para escribir una historia sobre ella. Sólo podía imaginarla en el interior de esa lúgubre casa de Once y a ese hombre agazapado, deseándola, y ella dejándose desear. Niña y mujer a la vez, haciéndose la tonta, pero sabiendo que es un hombre quien la observa. Sus perversos ojos negros casi rozándole el cuerpo. Debí haberla invitado a tomar un café, comprarle todas las lapiceras. Pero no tuve valor y ese inédito brillo se me diluía para siempre. Ese pobre infeliz, ese instintivo animal, la tenía todos los días y seguramente no podría contenerse y terminaría violándola, pero sin violencia, porque ella disfrutaría junto con él. Sus ojos resplandecientes de un nuevo brillo, el del placer. Mujer, se convertiría para siempre en mujer de esa manera sucia y marginal.
Con todo el resentimiento busqué torcer el destino de la historia. Esa bestia merecía un funesto destino y estaba en mis manos provocárselo; pero que ella no lo odiara abortaba mi impulso de empujarlo hacia la tragedia. Ella permitiría que sus garras desordenen su piel tibia y esa certeza me exasperaba. Ellos disfrutando y yo como un imbécil escribiendo cuentos de porquería, que ni a mí terminaban de conformarme. Una cumbia monocorde prostituyendo el silencio, mientras sus cuerpos se fundían en arrebatos de placer, en sensaciones verdaderas y yo sentado robándole la vida a los demás, perdiendo el sagrado tiempo de estar afuera viviéndola.
Una helado chorro de voces se desplomó sobre mí, las voces de los que me subestiman, las voces de los que me ignoran y hasta las de aquellos a los que por algún extraño motivo les molesta que escriba.
Con violencia, con envidia, con lo más retorcido de mi corazón, me superpuse e intenté revertir el rumbo de esa historia que nunca hubiese querido escribir, pero que avanzaba en el papel. Aún contra la voluntad de ella (me daba cuenta que frenaba mi instinto criminal), lo maté sin piedad. En un emboscado enfrentamiento con la policía, lo dejé caer abatido hasta morirse lentamente en un charco de su propia sangre. Sin saber cómo, sin mediar motivo, lo metí en medio de aquel fatal tiroteo. Y como un eco insoportable, sentía el bullir de su tristeza, su delicado llanto de niña. Lo desoí, no me importó. No quise escribir más sobre ella, como quien se aleja de la escena del crimen sabiéndose impune, con la certeza de no haber sido visto por nadie, por nadie en absoluto, casi ni por sí mismo. Tiré la birome con furia contra la mesa y rompí la hoja en cuatro pedazos.
En los televisores, un insoportable partido entre Velez y Central provocaba aislados comentarios. Me sentía abatido. Todo lo que había escrito era una reverenda idiotez que me frustraba profundamente. Que me hacía sentir un estúpido que juega a ser escritor. Pagué y me levanté de la mesa. Un puñado de camisetas auriazules festejaban un gol en el frío cemento de Liniers.
Abrí la puerta y salí.
Afuera estaba ella, inesperada, esperándome. Yo llevaba la lapicera en la mano y me la quitó con violencia. En sus gestos el enojo se superponía con el fastidio. Hurgó en su bolsillito y me devolvió la moneda de un peso. Traté de hablarle, pero su vértigo ahogó mi reacción. En realidad me detuvo ver que la incandescencia que había sacudido mi corazón, ya no avivaba sus ojos azules.
Cruzó Corrientes y se alejó por Paraná hacia el sur.
Me quedé inmóvil, apretando la moneda de un peso dentro de mi mano, el metal frío me perforaba la piel. Una erupción de angustia me inmunizó del viento helado.
Se había hecho de noche.