amanda (audiolibro)
amanda
Amanda ya no era Amanda. Si bien su belleza desgastada
se potenciaba en su desorden, en su abandono; su ser o lo que parecía su ser,
se hundía en el delirio, en el desconcierto.
Debería
comenzar este relato contando una historia de amor, que como todas las
historias de amor se componen de un sinfín de sentimientos que poco tienen que
ver con el amor. Porque si algo nos unió profundamente con Amanda, no fue
precisamente el amor; fue nuestro idioma. Un complejo sistema de signos
construido noche a noche, con la paciencia de un artesano que construye objetos
sin saber qué son, pero que se deja llevar por el vértigo de sus formas.
Palabras
simples que fuimos deformando hasta convertirlas en un espacio excluyente.
Elevado en el sentido menos pretencioso de la palabra, en el sentido más
espiritual y etéreo. La mayoría, todas, no tenían sentido, podrían resultar
absurdas, pero nos resultaba imposible no interpretarlas en la profundidad de
su desconcierto. Habían sido construidas con por lo menos una silaba aportada
por cada uno y cuando uno de nosotros inventaba un monosílabo, el otro le
cambiaba una vocal. Con el tiempo dejaron de ser algo parecido a las palabras y
se convirtieron en otra cosa, como esas metáforas sin referencia, sin similitud
a nada, metáforas de sí mismas que no convocan a ningún sentido, se
convirtieron en gestos primordiales sin forma, sin voluntad de imitación. Se
convirtieron en el único territorio que podíamos habitar.
Cuando se
fue, cuando tuvo que irse, seguimos fuertemente unidos por nuestro idioma.
Brillantes mensajes nocturnos rápidamente encontraban su par, su complemento en
otra luz reflejada en ojos expectantes, ansiosos.
Pero una
noche Amanda dejó de responder mis mensajes. Durante unos meses no supe más
nada de ella. La angustia me sumió en una existencia irreal. Meses infierno.
Como en toda historia de amor, la lejanía potenció mi obsesión por Amanda, como
nunca antes me había obsesionado con otra mujer en mi vida.
Cuando
empezaba a perder las esperanzas, alguien me envió un mensaje. Amanda había
sido atropellada por un auto. Amanda había sido atropellada. La imagen de su cuerpo
frágil volando por los aires continuó flotando en mis pensamientos como si
nunca terminara de caer. No había sufrido daños físicos importantes, pero mucho
tiempo estuvo en estado de inconsciencia. En otro lugar. Cuando volvió, no
recordaba absolutamente nada. Ni un rostro ni un nombre ni nada.
El azar nos
unió y el azar nos separó. Nuestra historia de amor estuvo plagada de
acontecimientos que no hacían otra cosa que alejarnos. (Sería tan aburrido
contarlos que prefiero omitirlos). Sin embargo, cuando parecía que ella no
volvería jamás y que yo no viajaría nunca, Amanda volvió.
Una noche me
envió un mensaje de texto diciéndome que estaba en Buenos Aires. Alguien le
había hablado de mí y sintió mucha curiosidad de conocerme nuevamente. Jamás
voy a encontrar las palabras para definir lo que sentí al leer ese mensaje.
Inesperadamente, la vida dejaba de ser insoportable. Unos días después, nos
encontramos en la rotonda de Llavallol, en el café de una estación de servicio.
Amanda ya no era Amanda. Sólo permanecía su belleza
desorientada en sus nuevos gestos, en la inmovilidad de sus expresiones
temerosas, en la nubosidad de sus ojos. Mantuvimos una charla fría, era casi
imposible que ella me dedicara un segundo de su atención y que dejara de
destruir sus uñas mientras le hablaba.
Sus ojos estaban
lejos. Sus ojos estaban sobre los estantes de galletitas, en las heladeras,
afuera de ella misma. En el único instante que logré que dejara su mirada en
mis ojos, comencé a hablarle en nuestro idioma.
Sus ojos se
derrumbaron y el espacio entre nosotros se volvió asfixiante. Con fastidio me
dijo que no entendía nada de lo que estaba diciendo y que se quería ir, que se
sentía mal. En realidad, a mí también todos esos vocablos inventados o lo que
fueran me resultaron absurdos, como cuando uno nombra un objeto y se da cuenta
que la palabra que lo define es un artefacto sin sentido.
Amanda otra
vez se escurría entre mis manos. En la desesperación intenté hablarle con las
palabras más simples, con las palabras de todos, con cualquier palabra.
Pero todos
los idiomas se me habían olvidado.