lunes, 26 de octubre de 2009

domingo, 23 de agosto de 2009

Cambio de Luces

A la mágica hora del cambio de luces, cuando el sol emprende su demorada retirada, clavándose los contornos del mundo, ensangrentándose, derrumbándose en el horizonte, las pequeñas luces del alumbrado comienzan a hacerse fuertes, a cada segundo, un poco más de su encanto nocturno embriaga los ojos de los que ven....
A esa hora a mí se me ocurren las cosas. En medio la confusión de luminosidades, mis ojos ven lo profundo, y aun más todavía: lo invisible.
Hubiera preferido que lo escribiese Ray Bradbury, ya que me remota a ese fabuloso cuento que es “Remedio para melancólicos” o por lo menos tener su celular para charlar con él antes de escribirlo, pero el viejo Ray me queda lejos y el cuento se tiene que escribir, y bue..., intento. “Pastillas para curar la tristeza”, de eso quiero escribir, de unas mágicas pastillas que curen definitivamente la tristeza y las recete una psiquiatra infinitamente bella y complaciente.
Pastillas sin formula ni receta, pastillas inocuas, pastillas que nos convenzan de que el miedo es una creación de nuestra mente y los demás, la misma sustancia confusa que nos da vida a cada uno de todos nosotros.
Pero la noche comienza a oscurecer sus rumbos y las luces penetran cada vez con mas pasión las sombras.
Miro el cielo, arrebolado, un coágulo desparramándose por esa llanura inaccesible y pienso en el infinito. Siempre navegue en los ojos del astronauta de 2001 Odisea del Espacio, cuando desactiva a Hal 9000 y se lanza al infinito, la nave a la deriva y un despliegue de inverosímiles colores estallando en sus ojos.
Los ojos.
Es la hora que lo muertos se vuelven a quedar solos en los cementerios, en los hoteles alojamiento tienden las sábanas bien tirantes y los melancólicos buscan fantasmas detrás del cristal de las ventanas.
Los autos parecen multiplicarse. Parecen ser conducidos por seres extraños.
El universo tal vez sólo se componga de miles y miles de ojos viendo cosas que no existen.
El universo tal vez sea todo lo que vos imaginás, incluido yo mismo escribiendo ahora.
Tolstoi dijo que el fin del mundo va a ser un gran bostezo.
El infinito quizá sea tu aburrimiento.
Mientras dioses y demonios libran el combate eterno de las almas.
Ahora mismo, bajo el cambio de luces, una joven sin sonrisa, se queda mirando las luces agónicas. Otra, pletórica de ilusión y vanaglorias contempla el fulgor de la noche naciente.
Es la hora mágica del cambio de luces.
El nacimiento y la agonía.
Madrugadas, atardeceres, una sola palabra: Crepúsculo.

La Muerte es un Gamulán

Lo que más bronca me da, es cuando me preguntan con esa cara de boludos por qué lo hice. Y como yo les respondo nada, como los miro como si nada, después ponen en los diarios que soy un cumbiero genocida. ¿me entendé? Te das cuenta que son unos mal paridos estos quías. Son poronga, eso son. Antes, como yo siempre dije lo que se me cantaba, me invitaban a todos esos programas de giladas, esos programas de poronga donde lo único que dicen son giladas. Pero me invitaban, como si invitaran a un animal extraño que además habla, ¿me entendé? Los negros cabeza como yo somos una atracción. En las fiestas llenas de conchetos bailan nuestros temas y se ríen y se divierten con la música de los bufones. Se divierten hasta que se aburren. Por eso cuando me preguntan por qué lo hice, yo no digo nada, porque yo soy cabeza pero no boludo ¿me entendé? Estos puntos en la puta vida van a saber lo que es ser tropa, de segunda, nunca lo van a entender, ¿me entendé? Yo tuve suerte, yo pude triunfar, gané mucha guita, pasta de la grosa y anduve con ellos. Vos sabé lo que son las minas finas, son suaves como flores. No son como las nuestras. Esas minas no cagan, padre. Y si cagan nunca te vas a enterar. Siempre están perfumadas y hablan tan bien que te calientan. A mí me daban bola cuando estuve ahí arriba, pero yo no soy boludo, yo no como vidrio. Ellas sólo querían estar con el grone de moda, con el cantante de cumbia. Porque a ellas también les gusta que le den maza como Dios manda, ¿me entendé? Ellas creen que nosotros la temenos más larga y gruesa. Muchos cuando llegan ahí arriba y se voltean a las pibas finas, piensan que les dan bola por ellos mismos. Son pelotudos, no se dan cuenta que son un capricho y que al otro día se aburren y quieren otro. Pero yo siempre la tuve así de clara, a mí sí me funciona la zabiola, ¿entendé? Nosotros nunca vamos a ser como ellos por más que tengamos toda la pasta del mundo. Esto no cambia más. Dios a ellos los hizo con ganas, a nosotros nos vomitó, fiera. Yo la entendí, ¿entendé?, yo siempre la entendí, esto nunca va a cambiar. Además hay un perfume que tenemos los gronchos, yo desde el escenario lo siento, es el perfume de los negros. Y te digo negros en sentido de cabeza ¿me entendé?, no por la piel ¿me entendé?, los de las provincias, los que ves en los hospitales, en las villas. Los que están hecho mierda, ¿me entendé? Ese perfume yo lo sentía cuando iba con mi vieja a ver a Los Mirlos a la costa de Quilmes. Es inconfundible ese perfume. Esas eran cumbias loco, no la mierda que hacemos nosotros, las cumbias colombianas, las de el Cuarteto Imperial, pero el perfume ése yo ya lo olía, es parecido al de la espuma del carnaval, la del Rey Momo.

Este mundo es una cagada, fiera, una reverenda cagada para los que estamos cagados pa’ siempre. Esto debe pasar en la Argentina, en Africa en todo lado. Vo por qué creé que muchos se la juegan por dos mangos. Porque saben que la vida no vale nada y mejor afanar y comprarse las birras que haiga que comprá para no quedarse con sed. Ellos la junan sin darse cuenta, saben que la muerte es el final de su infierno. Espichás y listo, se detiene la película de terror. ¿Qué es lo que hay que perdé?, me queré decir que e’ lo que hay que perdé. Yo tuve suerte, si no tengo moneda hago una cumbia de la poronga y me lleno de moneda. Ellos no, máquina, ellos no. Por toda esta historia es que llevé la ametralladora. Yo esa noche los veía desde el escenario y me dieron lástima. Una sensación de mierda, ¿entendé? Estaban saltando, contentos de estar condenados a ser bofe toda la vida. Y por eso casé la metralla y entré a disparar. Porque me harté de ver que nada va a cambiar nunca. Porque ellos son yo mismo. Cuando los giles estos dicen que los maté, deberían decir que los salvé, ¿entendé? Pero eso no conviene, eso no vende. No le conviene a nadie que un negro cabeza piense. Mejor decir cumbiero genocida y listo. Pero yo la tengo clara, yo no la pifié, yo no traicioné a nadie. La muerte es como un gamulán ¿ me entendé? Te cubre del frío, del frío horrible del desprecio, es muy fiero el desprecio ¿me entendé?

domingo, 16 de agosto de 2009

Bautista


Bautista se volvió loco. Bautista quedó tocado después de la muerte de su mujer. Bautista es un hijo de puta. Bautista es un pobre infeliz. Bautista es un enfermito. Bautista y la puta que los parió. Bautista los cagó a todos. Bautista se tiene que oxidar en el Borda.
Cada vez que en el depósito sus compañeros recuerdan a Bautista, desde sus bocas se disparan éstas y otras muchas frases que acompañan su nombre. Hay quien no lo perdona, hay quien le tiene lástima, pero la mayoría, cuando lo recuerda, siente incontenibles ganas de vomitar.
Lo cierto es que nunca nadie se va a olvidar de Bautista. Por su locura y también porque antes del absurdo, fue un entrañable compañero. Porque Bautista no fue únicamente sus últimos dos años, después de la muerte de la Tati, su mujer. Bautista había sido el inimitable protagonista de un montón de aventuras memorables, en el depósito y en las miles de comisiones que hicieron juntos por todo el país. Bautista era también el loco lindo que abrió la compuerta del dique en San Juan, inundando el camping donde se preparaban a comer un asado. Una gancho de chorizos fue lo único que pudieron rescatar de su humorada. Bautista, antes de ser mueca absurda y misterio, había sido también el delirante que le fue a dar la serenata a la vieja de Wheelwright, mientras todos agonizaban de la risa, escondidos detrás de la camioneta del servicio. Pepo, el Trutrulo, el Portugués, Curuzú, Papita, Curriculi, Bailatti, Andrés y Fumanchú, sus amigos de toda la vida de laburo, después de escupir la bronca, en secreto, exhuman aquellas anécdotas.
Pero cuando murió la Tati, ese Bautista se murió también. Y el mismo día en que se reincorporó a trabajar, empezó con las cosas raras, con su enigmático comportamiento. Primero con lo del portero de su edificio. Bautista afirmaba que era el nieto de un policía que había asesinado a su abuelo anarquista en 1917. Durante largos meses estuvo pendiente de sus movimientos. Después, con que un Peugeot 504 celeste lo perseguía por las calles, obsesión que lo llevó a la paranoia absoluta. Y finalmente lo del gato, su delirio final.
Los muchachos del depósito también tuvieron la culpa.
Bautista llegaba al depósito y se ponía a contar hazañas de su gato, como un padre primerizo que relata embobado los avances de su pequeño hijo. Sus compañeros se le burlaban, pero con bronca, con un dejo de tristeza, porque les fastidiaba ese Bautista. Querían al otro. Al Bautista que era parte de ellos mismos. Aquél que seguramente se hubiera mofado de ese ser en el que se había convertido.
Pero a él lo único que parecía importarle era hablar de su bendito gato. Aburría con su gato. Los muchachos, sólo empezaron a prestarle atención cuando con hondo dramatismo les contó que su gato había intentado suicidarse. Las carcajadas trepaban los altísimos techos del depósito y varias veces el capataz Romaglio tuvo que llamarles la atención. Ese ocurrente delirio preanunciaba el regreso triunfal del viejo y añorado Bautista. La espesa bruma de su dolor empezaba a agrietarse.
Sin embargo, cubierto por las risas, relataba algunas cosas que los muchachos no escuchaban. Decía que su gato lo entendía, que mantenían diálogos sin palabras, que se comunicaban con la mirada, con el corazón. Un día dijo que su gato era él mismo con piel felina. Que se habían compenetrado de tal manera, que cada vez le costaba más volver a sentirse un ser humano.
Por supuesto, a esas estupideces nadie les prestaba atención.
Bautista estaba absolutamente convencido de que su gato en dos oportunidades se había querido suicidar. Lo había descubierto parado sobre la reja del balcón de su departamento, erizado por la angustia, como dejándose caer en el abismo de esos siete pisos que lo separaban de la calle. Como tantas veces se había quedado él en ese mismo balcón, volcado temerariamente sobre la baranda, buscando a la Tati en el vacío, en el fondo de la noche infinita.
Pero los muchachos seguían sosteniendo que Bautista mejoraba, a pesar de su obsesión con el gato. Simplemente se había vuelto algo solitario y esquivo. Pero su depresión, la que alejaba sus ojos, parecía empezar a descomprimirse en su corazón. Estaban convencidos de que el tiempo les devolvería sus bromas. A su amigo.
Bautista tenía que volver a ser Bautista.
Tal vez por eso, cuando desayunaban y descubrían su mirada furtiva desde algún rincón alejado, le ofrecían un mate y él huía sin razón y para ellos era broma.
Bromas tristes. Bromas raras. Bromas que se atoraban en la garganta de sus risas. Bromas absurdas como cuando el Trutrulo empezó a apuntarlo con el matagato.
Una mañana llegó desesperado al depósito, afirmando que su gato finalmente se había suicidado. No tenía consuelo. Entrecortado por los sollozos, con la mirada extraviada en algún punto invisible, y mientras todos contenían la risotada en sus bocas, contaba que al regresar a su departamento el gato lo miró con ojos de adiós desde el balcón, dejándose caer al vacío, hasta quedar hecho una bolsa de huesos sobre el duro pavimento de la calle Venezuela.
Todos creyeron que allí había terminado con la obsesión del gato. Por eso días después aceptaron gustosos su regreso a la cocina; sus guisos siempre habían sido memorables, hasta lo ingenieros se acercaban a probarlo. Y más cuando entraron y lo vieron comer con tantas ganas. Todos querían comer nuevamente de su guiso, porque en esa cacerola estaban seguros de que no sólo humeaba su legendario manjar, sino el regreso del Bautista de siempre.
Y festejaron metiéndole con hambre, y cuando Fumanchú preguntó que carne le había puesto al guiso y Bautista le dijo que era rata, volvieron a reír de la nueva ocurrencia de su amigo que volvía en todo su esplendor y cuando siguieron preguntando y él siguió diciendo rata, más risas y más risas. Risas de alegría, como las de antes.
Hasta que fastidiado de responder siempre lo mismo, y tal vez de las molestas risotadas, sacó de la bolsa de basura las cabezas y los cueros ensangrentados de las ratas y huyó como un felino, mientras todos vomitaban sobre la mesa.

Ford


Manejo
en la radio dicen:
chocaron un Ford y un Volkwagen.
El conductor del Ford murió
en el acto.

Manejo un Ford
me zambullo
en las constelaciones del parabrisas.

El líquido de tus ojos me frena,
me salpica frío áspero.
Hay espíritus negros
asesinando moribundos
en tus pupilas.

Suena el celular
no voy a abrirte la puerta del túnel,
el acto inconcluso
y el Ford se detiene.

viernes, 17 de julio de 2009

La Cometa del Gordito


El frío de agosto se adormecía bajo los rayos tibios que bañaban el extenso verde del parque, en el borde de la General Paz. Los picados salpicaban los mil colores de sus camisetas corriendo en pugna de balones escurridizos. Los números en las espaldas planteaban ecuaciones caprichosas. Los barriletes le inventaban ojales al cielo azul. Los sándwiches daban su último adiós e ingresaban en los túneles rojos de las bocas ansiosas. El domingo se aceleraba en el relato vertiginoso de una radio futbolera.
El gordito movía dificultosamente sus brazos, aprisionados en la voluminosa campera, tratando de que su barrilete no pierda altura en el cielo. Apenas si se distinguía el escudo de Chacarita Juniors metido en el altísimo azul. El de Chacarita le había pedido al vendedor de barriletes, aún cuando su padre pretendía, sin fortuna, que eligiera el que tenía el escudo de River Plate. Pero el gordito sólo quería el de Chacarita, el cuadro de Judith. Su papá, vencido, debió aceptar la voluntad firme de su hijo y tras elevarlo en el cielo, le entregó el palito en el que se anudaba el hilo y se sentó en el banco para seguir discutiendo con su ex-mujer los pormenores de la separación.
Todo era motivo de discusión. Para Noelia, la mamá del gordito, a los barriletes se los “debía” llamar cometas. En contraposición, para Gustavo, su ex-marido y papá del gordito, a los cometas se los “debía” llamar barriletes. El gordito, que escuchaba el diálogo, no entendía el motivo de la discusión; para él se llamaban cometas, como los llamaba Judith.
Yo tengo que llevarlo al jardín, irlo a buscar, todo eso me significa guita, decía la mamá, mientras el papá resoplaba con fastidio. Escuchame Noelia, yo no puedo hacer magia; para qué te peleaste con Judith, ella te lo cuidaba por dos mangos, contraatacaba Gustavo. Mirá Judith estaba muy confundida, la madre del gordito soy yo, aparte esa pendeja es una insolente, Noelia se enfurecía. Lo que pasa es que vos no te bancás que el gordito la quiera a ella más que a vos, eso es lo que no te bancás, Gustavo sabía perfectamente que esa daga era dolorosa para Noelia. Que diseminaba esquirlas mortales en la sangre de su orgullo. Sabés qué pasa, yo laburo todo el día, que querés que me mantenga con la miseria que vos me pasás, magia todavía no sé hacer, mi vida.
El viento sostenía firme el barrilete en el cielo. El gordito le soltaba más cuerda y el hilo describía un arco, un puente cóncavo entre él y su cometa lejano. Giró su cabeza para ver si sus padres lo observaban, pero desilusionado comprobó que seguían discutiendo enfurecidos.
Y ahora te lo tiene que cuidar tu vieja, ya me la imagino, a las puteadas limpias, si hay algo que le agradezco a Dios es no verle más la trucha a esa arpía, Gustavo prendió un cigarrillo y escupió el humo inmediatamente, como si fuera su suegra. Vos me hablás de Judith, pero la dulce Judith no es todo lo santita que vos te imaginás, el novio la visita cuando ella lo cuida, ¿te parece bien eso?, el gordito me lo contó, Noelia buscaba, agrandado sus ojos, la aprobación de su ex-marido. ¿Y qué tiene de malo eso?, Gustavo no adhería a la presunta mala conducta de Judith. ¿Qué tiene de malo?, ¿Me preguntás que tiene de malo?, ¿A vos te parece que el gordito tiene que ver ese puterío?, Noelia vomitaba las palabras. Vos sos una exagerada, vos ves fantasmas en todos lados.
El gordito recordó una canción que le había enseñado Judith, la de “mi hermanito toca el piano...”, y se la puso a cantar buscando neutralizar las voces de sus padres. No quería escucharlos. Sólo deseaba escuchar a Judith. Ella nunca hablaba en voz alta, su voz era dulce, armónica. Su voz encendía luces de colores en su pequeño corazón. Y desde que su mamá no lo llevaba más a su casa, vivía extrañándola.
Enrolló el hilo en el palito y su cometa se elevó aún más en el cielo. Después empezó a tironear con fuerza, con mucha fuerza, tanta, que sintió sus pies desprenderse del suelo y la fresca caricia del viento. El griterío de la gente abajo y las voces de su mamá y de su papá se volvían remotas. Miró hacia ellos y los observó moviendo los brazos ampulosamente, con desesperación. Los ignoró y colocó sus ojos en su cometa. Al ganar altura el viento frío le helaba la cara y levantó sus pies para esquivar el inmenso tanque. Progresaba en el aire y el mundo debajo era cada vez más pequeño.
Sin embargo, desde lo alto reconoció el patio en el que jugaba con Cascote, el perro de Judith. El patio con la mesa redonda de cemento donde ella le leía los cuentos que tanto le gustaban. Que no entendía del todo, pero que le permitían escuchar su voz por un largo rato.
Cuando lo tuvo exactamente debajo de sus pies, soltó su cometa.




El 7 de mayo de 2002,
en el borde de la General Paz.