las inquilinas es un cuento de daniel delfino que pertenece a "cuentos incontables"
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las inquilinas
La
misma tarde en la que se instaló en el departamento f del tercer piso de la
calle Rodríguez Peña 24, sonó por primera vez el teléfono. Lo atendió asomado a
la ventana. Tuvo la sensación de que escucharon su voz y cortaron. Le restó importancia
y permaneció mirando a través del vidrio en dirección a la esquina de la
pizzería Santa Mónica de Rodríguez Peña y Rivadavia. El techo de un 60, en el
que en letras muy grandes se leía: 347 MONSA, desvió su atención. Esos
caracteres desproporcionados, y la comunicación fallida, le recordaron que no
conocía el número de su teléfono y buscó entre los papeles de la inmobiliaria
uno en el cual se lo habían anotado. Finalmente dio con él, los últimos tres
números eran iguales a los del techo del 60: 347. La coincidencia lo entretuvo
un rato, le pareció un buen augurio, las coincidencias siempre encierran algo
mágico e incierto. Había tenido suerte en alquilar ese departamento amueblado,
ahora de lo único que debería preocuparse era de la facultad y del trabajo. Si
bien los muebles eran anticuados, tenían estilo. Una oportunidad que encontró
por azar, pasó frente a esa inmobiliaria de Almagro, cerca de la casa de su tía
Beba y sin pensarlo entró. La tía Beba y el tío José le firmaron la garantía.
Eran de Saladillo como él, pero hacía años que vivían en Buenos Aires. Volvió a
sonar el teléfono.
-Hola –dijo casi gritando.
-Hola, ¿Usted es la persona que alquiló el departamento? -una voz
femenina.
-Sí, sí, soy yo.
-Disculpe la molestia pero, si llama una chica, una chica de nombre
Celia, sería tan amable de decirle que Bernardita ya no está conmigo.
Era la voz de una mujer, una voz joven, suave, pero algo tensa.
-Sí, no te preocupes, ya lo anoté. Bernardita no está con vos. ¿Así está
bien? Pero..., no sé tu nombre.
-Nadia, mi nombre es Nadia. No sabés cómo te lo agradezco -también comenzó
a tutearlo-. Yo vivía ahí, antes, por eso mi pedido, porque Celia no tiene como
contactarme. ¿Cuál es tu nombre?
-Alejandro.
-Chau, y gracias Alejandro.
La chica cortó. No le había dejado un teléfono para que Celia se
comunicara con ella. Infirió que no pretendía hablarle directamente.
Continuó ordenando sus cosas. Al rato
tuvo hambre y bajó hasta la pizzería Santa Mónica a comer un par de porciones
de pizza. Corrió las doradas y ordinarias cortinas y buscó con sus ojos la
ventana de su departamento en el edificio de enfrente. Contó los pisos y en el
tercero reconoció su ventana. Cuando volvió a su departamento, se tiró a dormir
sobre el colchón sin sábanas. Lo despertó la campanilla del teléfono.
Semidormido se puso de pie y atendió.
-Hola.
-Me das con Nadia -una voz de mujer entre grave y afónica.
-No, mirá, Nadia no vive más acá. Pero por casualidad, ¿vos sos Celia?
-Sí, soy Celia –dijo la voz con firmeza.
-Ah, qué tal, yo soy Alejandro y alquilé este departamento. Nadia llamó
acá a la tarde y me pidió que te diga que Bernarda, perdón Bernardita, no está
con ella.
Se hizo un silencio profundo y la voz de mujer irrumpió con violencia.
-¡Qué hija de puta! Así que ahora ya no está con ella. ¿Se piensan que
soy idiota? Qué dé la cara esa pendeja de mierda. Decile que conmigo no se
jode.
Escupió esa última frase y cortó. El tutuú
de la comunicación interrumpida le invadió el oído. Fastidiado con todo ese
drama ajeno, y que no le importaba en lo más mínimo, intentó volver a dormirse.
Se despertó sobresaltado, sintió que no
había dormido nada pero eran las siete. Era tarde. Saltó de la cama y se vistió
para ir a trabajar.
Por la tarde volvió al departamento y
reanudó la búsqueda de un lugar para cada una de sus cosas. Por suerte no son muchas, se dijo
mientras encendía un cigarrillo. Abrió la ventana. No había balcón, sólo una
pequeña reja y el vértigo de Rodríguez Peña bramando abajo. Aspiró el aire
ruidoso y le pareció que la ciudad estaba viva y de mal humor. Lloviznaba. La
gente corría graciosamente por las angostas veredas como en una película muda.
Sonó el teléfono. Levantó el tubo, esta vez esperó a que hablaran
primero del otro lado. Se hizo un silencio profundo en la línea.
Progresivamente comenzaron a escucharse ecos confusos, voces remotas,
conversaciones entrecruzadas e incomprensibles. Desde esa maraña de sonidos
entrelazados, emergió una voz nítida.
-Hola, hola, ¿quién habla? ¿Habla Alejandro? -parecía la voz de Nadia,
pero más aguda.
-Sí, habla Alejandro, ¿quién habla?
-Soy yo, Alejandro, Bernardita- la voz sonaba tenue, temblorosa.
Alejandro dudó un instante.
-Hola, mirá yo ayer atendí un llamado de una chica de nombre Nadia. Me
dejó un mensaje para una tal Celia, decía que vos no estabas con ella.
La voz de Bernardita se quedó en silencio. Las conversaciones lejanas
volvieron a un primer plano. Se escuchó una respiración y la voz de Bernardita
reapareció:
-Llueve, ahora llueve más fuerte –su voz era triste, transparente.
Alejandro sintió que el diálogo era un absurdo. Con un tono burlón
reanudó la conversación.
-Y sí, y siempre que llovió paró.
-Siempre te voy a agradecer lo que hiciste, siempre –Bernardita parecía
estar llorando.
-Eh..., pero no es para tanto.
-Tuviste el valor de hacerlo y eso me basta. Yo sé que lo volverías a hacer.
Si te llama Celia, no le digas lo que dijo Nadia. Por favor.
-Pero, ¿de qué me estás hablando?
-No quiero que vuelva a suceder. Gracias Alejandro, te voy a agradecer
que no le des ese mensaje.
Cortó. El tuutuu en su oreja quedó resonando como una burla. Estaba
molesto con todos esos llamados, pero la curiosidad atenuaba el fastidio. La
voz de Bernardita era tan dulce como triste. Algo grave sucedía entre ellas. No
se animó a decirle que ya le había dado el mensaje a Celia. En realidad, tampoco
le había dado tiempo de hacerlo. Ella hablaba como una autómata. No entendía la
situación y era evidente que nadie tenía ganas de explicarle nada. El excesivo
agradecimiento de Bernardita lo descolocaba, y de alguna manera le daba cierta
culpa. Tras pensarlo una y otra vez, concluyó que no había sido con mala
intención y que lo más probable era que lo estuvieran haciendo víctima de una
broma. Al próximo llamado terminaría de una vez por todas con el asunto.
Siguió ordenando su departamento y
encendió el equipo de música. Tenía ganas de escuchar la canción Azafata del tren fantasma de Invisible,
la tarareaba desde que había subido al micro en Saladillo. Buscó ese CD en la
caja en que los había traído pero no pudo encontrarlo. Estaba seguro de que lo
había guardado en esa caja, había tomado especiales recaudos en no olvidarse
ninguno. Con bronca por no encontrarlo, desistió en escuchar otro CD. Odiaba
perder las cosas.
A la noche, cenó un par de huevos fritos
con una hamburguesa y se fue a dormir.
Tuvo un sueño horrible, y aun cuando su pesadilla
no guardara relación con las extrañas mujeres del teléfono, las escuchaba
permanentemente, como si discutieran de forma violenta, a los gritos.
Eran sus voces.
Se despertó sobresaltado. El silencio corría por el departamento como un
gas espeso. Se dirigió hacia la ventana. Las estrellas, filtradas por el cristal
del vidrio, parecían apagarse en el cielo de la ciudad. Miró hacia abajo y en
la puerta de la pizzería vio tres mujeres que parecían discutir, movían sus
brazos ampulosamente. Se acercaban y se alejaban formando por momentos una
ronda. No pudo ver sus caras. Al cabo de unos instantes doblaron por Rivadavia
hacia el bajo. Eran tres mujeres y discutiendo. Pensó en los llamados, en las
voces. Desarticuló rápidamente cualquier asociación. Se preparó unos mates.
La resaca de su pesadilla estaba generando fantasmas inexistentes. Puso
la radio en tono bajo, y se acordó del CD de Invisible, sin poder encontrarle
explicación a su extravío. Eran las cuatro y media, un rato después volvió a la
cama.
Al otro día no hubo llamados extraños.
Pero resultó curioso que tampoco su mamá o la tía Beba lo hicieran. El día
anterior, desde la oficina, se había comunicado con ellas para pasarles el número.
Tras dos días de silencio, durante la
madrugada el teléfono volvió a llamar. Alejandro saltó de la cama, el teléfono
sonando a esas horas es siempre un mal augurio.
-¡Hola!
Al otro lado se escuchaba a alguien llorisquear, de fondo sonaba música.
-Hola…, hola, soy Bernardita -su voz se entrecortaba por el llanto.
-Hola, pero ¿qué te pasa? ¿Por qué llorás?
-Celia, Celia, te dije que no le dieras el mensaje. Me habías prometido
que no se lo iba a dar.
-Pero...
-Ya es tarde. Ella ya lo sabe –su llanto finalmente se desencadenó.
Detrás se reavivaron los acordes musicales. Bernardita cortó sin violencia,
como algo que muere naturalmente.
Volvió sobre los acordes detrás de la
voz de Bernardita. Tenía la certeza de conocerlos. Rápidamente dio con ellos.
Eran los primeros y confusos acordes del tema Jugo de lúcuma, de Invisible un tema que formaba parte del mismo CD
que no había encontrado. Un pánico frío lo asaltó: alguien había entrado en su
departamento, alguien había tomado ese CD y evidentemente era la voz que se
presentaba como Bernardita. Era demasiada casualidad, no podía ser una simple
coincidencia, no podía ser una broma telefónica.
A la mañana siguiente, como apenas había dormitado durante
breves lapsos, decidió no ir a trabajar. La inquietud no decrecía. Por más que
lo intentara una y otra vez su pensamiento volvía sobre lo mismo.
Sonó el teléfono. Era la voz de un hombre.
-Hola, eh..., mire mi nombre es Raúl, le explico..., yo era el inquilino
anterior de ese departamento, del que usted ocupa, necesito hablar un minuto
con Ud. ¿Podría ser?
-Sí, ¿pero cuándo?
-Ahora, yo estoy enfrente, en la pizzería Santa Mónica, si se asoma por
la ventana me va a poder ver.
Se asomó. Un hombre de impermeable negro le hacía ampulosas señas desde
la puerta de la pizzería. El cable del teléfono le colgaba desde la oreja. Lo
sujetaba a la pizzería como a un astronauta a su nave. Era una escena grotesca, de
ficción, absurda. La situación se le estaba a yendo definitivamente de las
manos.
-¿Me ve?
-Sí lo veo, pero ¿por qué no sube y charlamos?
-No, no, ¿no puede bajar usted hasta la pizzería? -su voz tambaleaba.
-Bueno, está bien, ya voy.
Bajó por las escaleras. En el palier del edificio se topó con el
portero. Lo saludó rápidamente, pese a que amagó a hablarle. No le dio tiempo.
Dejó las presentaciones para otro momento. Cruzó Rodríguez Peña y se metió en
la pizzería. En una mesa contra la ventana estaba el hombre del impermeable.
-Hola, ¿usted me llamó recién?
-Sí sí sí, siéntese. Voy a ser breve. No quiero permanecer demasiado
tiempo por esta zona. Mire, está en usted creerme o no, pero es mi obligación
moral y humana ponerlo en conocimiento.
Alejandro le hizo un gesto inconcluso.
-¿Ya empezaron los llamados de esas tres mujeres? -el hombre miró
furtivamente hacia los costados, como si temiera que alguien lo escuchase.
Alejandro se inquietó y nerviosamente encendió un cigarrillo. Vaciló un
instante, pero al fin le contestó.
-Sí...
-Mentiras, esas son todas mentiras. Mire, acá tengo un listado de gente
que tuvo que abandonar ese departamento. Hojas y hojas. Esto no es joda. Esas
tres mujeres son tres fantasmas, ellas vivieron allí hace más de cincuenta
años, y mire estas fotos (las fotos, fotocopias de un viejo diario, mostraban
los rostros de tres mujeres, en primer plano, visiblemente muertas). ¿Reconoce
el departamento? Es el suyo. ¿Reconoce los muebles? Ésta (le señaló una de las
fotografías) es Nadia (un cadáver con los ojos semiabiertos con el rostro
deformado). Un crimen pasional. La pendeja fue la piedra del escándalo. Sacó
los pies del plato, ¿me entiende?, y se enamoró de un tipo, de un muchacho.
Ellas no se lo perdonaron, la creían de su pertenencia y por eso la mataron.
Parece que el tipo estaba ahí con ella y nadie sabe cómo, pero terminaron todos
muertos, los cuatro muertos. Así lo dice acá en el diario, lee, lea...
Alejandro volvió a observar el diario con más detenimiento. A un costado
de la página había pequeñas fotos de las mujeres vivas. Sus ojos se clavaron en
el epígrafe que decía: La joven
Bernardita. Bernardita en la foto no tendría más de quince años. Sus ojos
parecían transparentes, probablemente verdes. El tipo hablaba frente a él como
un paranoico; pero su historia guardaba algún sentido con las llamadas. Volvió
sus ojos al diario, sobre las fotos de los cadáveres.
-Yo no sé qué es lo que buscan estos espíritus, pero algo muy retorcido
buscan. ¿Entran de noche? ¿Discuten
mientras usted duerme? ¿No es así? ¿Miento? No, sabe que no miento. ¿Le
faltaron cosas? Sí, le faltaron cosas. No lo dude ni un minuto, váyase ya mismo
de ahí. Vaya a la inmobiliaria y dígales que se va hoy mismo, va a ver que no
le dicen nada. Yo averigüé muchas cosas, muchas cosas. Yo estoy seguro de que
el dueño de ese departamento lo sabe todo. Una de las tantas personas que
vivieron allí me dijo que las llama “las inquilinas”, así
me dijo que las llama y que jamás las pudo desalojar. Hacen negocio con el
horror. No tienen escrúpulos. Los de la inmobiliaria lo saben también. Ellos
hacen negocio con esta maldición. Cobran las comisiones y plin caja. Váyase ya
mismo, hágame caso. Yo cometí el error de desafiarlas y casi terminan conmigo.
Ellas son algo muy oscuro, muy tenebroso. No es algo de este mundo. Hágame
caso, usted es un hombre joven. No se arruine la vida.
El hombre se incorporó y se alejó como un fugitivo. Alejandro se quedó
inmóvil observándolo irse.
Permaneció un largo rato en la mesa,
solo pensaba en la imagen de Bernardita.
Corrió las cortinas y miró hacia arriba, hacia su departamento. Una luz
titilaba en su ventana.
Salió de la pizzería y atravesó
Rodríguez Peña. El portero estaba en la puerta.
Trató de hablarle, pero de su boca no salió ni una palabra. Subió las
escaleras corriendo. Abrió la puerta de su departamento. La luz estaba apagada.
Todo estaba en su lugar, no parecía que alguien hubiera estado ahí. Prendió y
apagó varias veces la perilla de la luz del comedor. Agarró las llaves y salió.
Caminó muchas cuadras, hasta la casa de
la tía Beba.
-¿Así que ya tenés novia?
-¿Novia? ¿De dónde sacás eso?
- Sí un amor la chica, cada vez que llamo me dice que vos no estás, Ale.
-¿Quién te dice eso?
-Bueno está bien, no será tu novia, tu amiga jajaja. Los D’annuncio todos iguales, escondedores.
La ciudad no tiene árboles, pensó. Tiene
pocos árboles, casi ninguno. Desde su ventana apenas si se veían los de Plaza
Congreso. En la caja de los libros encontró el CD de invisible. Ya no tenía
ganas de escucharlo. Afuera estaba por llover, el cielo se había puesto verdoso,
casi transparente.