miércoles, 24 de septiembre de 2008

60 del Bajo nocturno



El viejo amagó a abrir la ventanilla, pero antes de hacerlo, se dirigió a la jovencita que se había sentado a su lado después de subir en Pueyrredón y Las Heras.
-¿Te molesta si abro un poquito?
-No, para nada -dijo la joven sonriéndole.
-Es que ando con calor, viste.
-Abrala, no me molesta para nada.
El breve diálogo y los aparatosos movimientos del viejo, provocaron alguna curiosidad en los otros pasajeros, que habían observado, atentamente y con admiración, a la agraciada jovencita obtener su boleto y tomar asiento.
-Es que me agarra como un incendio en la cara -dijo de forma risueña.
-Sería lindo sacar la cabeza como los chicos -le respondió la joven prolongando su humorada.
El viejo era flaco, de cara rojiza. Llevaba la barba semicrecida al ras de los agudos ángulos de su rostro. Era casi tan blanca como su pelo. Sus ropas gastadas y descoloridas le brindaban un aspecto desprolijo. Su cara era de otro tiempo. Sus ojos celestes y profundos parecían de otra persona.
-Seguro que sos de Géminis -dijo con contundencia.
-No, nada que ver. Soy de Aries –le replicó la joven entre risas.
-Parecías de Géminis, por lo dada, por lo espontánea –el viejo pronunció con énfasis la palabra espontánea, como si fuera una extravagancia de su vocabulario.
-No, pero soy de Aries.
El viejo carraspeó y su pecho estalló en una tos rota. Afuera, la ferocidad del tránsito rugía en ruidosos bocinazos.
-¿Estás estudiando?
-Sí, ingeniería de sistemas.
El viejo hizo un gesto de no entender.
-Todo con computadoras, todo lo que se hace con la computadora –amplió la joven tratando de hacerse entender.
-En mi época la ingeniería era para hacer puentes.
Los otros pasajeros del colectivo continuaban esforzándose por escuchar, disimuladamente, el diálogo entre el viejo de aspecto descuidado y la jovencita, que pese a sus delicados modales, demostraba una soltura que hacía que la conversación no decaiga. La abulia del viaje y el tono alto en que hablaban hacían irresistible la tentación de oírlos. Eran de dos mundos distintos. Como si una de las invisibles cuerdas con las que la noche tensaba su rutina cotidiana, imprevistamente hubiera comenzado a desafinar.
-Yo un día me voy a poner con la computadora. ¿El abecedario es el mismo que el de la máquina de escribir, no?
-Sí -dijo la joven comprendiendo rápidamente que se refería al teclado.
-Sí, un día de estos me voy a poner. Pero ahora se disparó todo, ahora ya no es como antes.
-¿Por qué?
-El modernismo -dijo el viejo pesadamente.
-Ah sí, ahora las computadoras reemplazan a los que trabajan. Eso es lo malo. La gente es reemplazada por las máquinas.
-Mirá nena, es este país no trabaja el que no quiere.
La joven lo miró con un gesto inconcluso, disintiendo.
-Yo la tuve toda y la perdí toda. Ahora me arrepiento. La joda está bien hasta cierto punto pero..., hay que joder hasta cierta edad.
-Sí porque sino después uno se acostumbra y ...
-¿Vos que edad tenés?
-19, cumplí el 23 de marzo, hace poco.
-Todavía tenés hilo en el carretel. Yo a tu edad estaba en la Marina, dos años y ocho meses estuve metido en un barco.
-¿Estuvo en las Malvinas?
-No en la Marina, en la Ma-ri-na, haciendo la conscripción, casi tres años metido en un barco.
-¡Qué barbaridad!
El viejo se tomó la barbilla con preocupación.
-Yo iba a tomarme el tren en Barrancas del Belgrano, pero llego a Córdoba y Ayacucho y ¡zas!, me encuentro con uno del bajo. No pude resistir la tentación. Este me deja a tres cuadras, el tren a doce. Yo voy a Punta Chica, soy cuidador de una propiedad, pero ahí no hay nada, te falta yerba te falta azúcar y no tenés donde comprar, no hay almacenes, hay que ir al Coto, pero está lejos, a quince cuadras está. Aparte estoy con los paquetes, compré mercadería. Compré yerba, azúcar, arroz, fideos y un montón de estupideces y me olvidé el detergente y la lavandina. Es para limpiar, porque yo soy solo, para limpiar la ropa. Es jodido estar solo, vos dejás todo pata pa’ arriba y así lo encontrás cuando volvés.
-Dígamelo a mí.
-¿Vivís sola?
La furtiva audiencia, ante la pregunta, no pudo dejar de agudizar ansiosamente su audición, convencidos de que el viejo se lanzaba irracionalmente en un ataque kamikaze.
-Con mi papá, pero él trabaja todo el día.
-Antes no hacía falta laburar tanto. Vos no tenías para ir a milonguear y alguien siempre te daba. Era todo distinto antes. Los cafés, los bares, la milonga estaban así (haciendo un gesto con sus dedos juntos) de llenos. Era todo distinto. Pero ahora están todos medio piantados.
-Y la droga, muchos chicos de mi edad se drogan y no saben lo que hacen. Tienen problemas que resuelven de esa manera.
-Mirá querida, problemas hubo siempre. Yo estuve en todas las jodas. No me casé por estar con mi viejo. Era un fenómeno el gallego. Nosotros nos íbamos de joda juntos y eso que mi hermano era el favorito, pero yo andaba siempre con él. ¿Vos no te aburrís con el jovato?
-No, mi papá es un genio, nos llevamos re-bien. Somos re-compinches. Dicen que los hijos varones son más pegados a la madre y las mujeres al padre.
-Puede que sí. ¿Y con tu mamá como te llevás?
-Mi mamá murió, hace como dos años -dijo la joven sin conmoverse, como quien relata un hecho natural.
-¿Por dónde vivís?
-Por Saavedra.
-Yo tengo una prima que vive en Deheza entre San Isidro y Cabildo.
-Ah... Yo de calles no conozco nada.
-Yo sí, yo las calles me las conozco todas. ¿Estás de novia?
-Sí, hace un año y siete meses. Hace un montón.
-Eh no tanto. Para conocer a la gente hace falta más tiempo. Aunque lo que vale es el primer golpe de vista.
-Y para la edad que tengo es un montón.
El colectivo arribaba a las Barrancas de Belgrano. Muchos pasajeros se bajaron con la frustración de no poder seguir escuchándolos.
-Ves, acá tendría que haberme bajado yo, pero el 60 del bajo es una tentación. Tardás más, pero son nueve cuadras menos. Y estoy con la mercadería. Este (por el colectivo), si anda a esta hora es por los curas de San Isidro, por los clubes de los ricachones, sino no viene ni a palos. Yo siempre vuelvo más tarde, pero hoy estoy con la mercadería.
-Y peor ahora que las cosas aumentan a cada rato.
-Es que la gente se había acostumbrado a comprar muchas porquerías. Sino, de qué viven los supermercados, del pan y de la leche, ¡vamos! La gente quiere chupar y vivir bien. El otro día, por acá el colectivo se llenó de pibes tomando cerveza, iban a bailar cerca del puente.
-Sí, se llena ahí.
-Vienen los negros del Fantástico. ¿Vos vas a bailar con tu novio?
-Sí, pero por el centro. El vive en San Cristóbal.
-Y me imagino que te acompaña.
-No, yo no lo dejo. Tiene que gastar el doble y ¿a qué hora llega a su casa?
-Yo cuando tenía una novia la acompañaba hasta la casa, en Ituzaingo vivía y me volvía a Almagro donde yo vivía, nena. Y antes no había tantos colectivos como ahora, no te das una idea de las cuadras que me caminaba.
-Los tiempos cambiaron –concluyó la joven.
El viejo miró por la ventanilla. La noche desparramaba generosa su guirnalda de luces. La avenida administraba la intensidad de sus brillos.
-Me bajaría en lo de mi prima, pero si le caigo a esta hora a la gallega, me mata. Además estoy con la mercadería. A todo esto, ¿qué hora es?
-Deben ser como las once.
Al cruzar el Puente Saavedra la joven se puso de pie.
-Bueno hasta luego, que le vaya bien.
-Chau querida.
Los que estaban detrás aprovecharon para observar nuevamente el rostro de la joven. En la esquina de Maipú y Agustín Álvarez se bajó. El viejo giró levemente el cuerpo en el asiento y se encontró con los ojos de un joven que lo escrutó con mirada cómplice.
-Se le escapó la palomita –dijo riendo.
El viejo lo miró con un leve desdén, ignorando la humorada y se puso serio. El celeste de sus ojos se tiznó de un maravilloso brillo, como si sus retinas fueran de la misma sustancia del cielo.
Finalmente, saliendo de un breve ensimismamiento, le dijo:
-No nene, esa piba es mi vieja. Mi vieja murió cuando yo nací, tenía 19 años la pobrecita, y siempre me busca para charlar un rato. Hace cuarenta años que me encuentra, así, en la calle, detrás de la cara de cualquier mocosa. La vieja es la única que nunca te abandona.
El pibe levantó las cejas y avergonzado le hizo una mueca agria, que una invisible escarcha le congeló en su boca. Después clavó sus ojos en la ventanilla, mirando sin ver la noche que afuera el colectivo iba dejando en el camino. Los otros, los que atentamente habían permanecido escuchando, también, como ocultándose a sí mismos su complicidad.
El viejo sacó un cigarrillo del bolsillo de la camisa y en voz alta le pidió permiso al chofer para fumar.

2 comentarios:

El inconsistente dijo...

Muy bello. Me gustó mucho

María Daniela Lescano dijo...

Creo haber alabado y admirado este cuento varias veces, pero cada vez que lo releo vuelvo a sentir esa magia inefable que provocan los cuentos de pura cepa. Está bien logrado hasta el hastío. Es de puta madre.
No sé si me repito, pero tiene algo de "Noche de Epifanía", de Abelardo.
Es IMPRESIONANTE, Maracho. Los diálogos, un tema aparte. Te pasaste.