sábado, 31 de agosto de 2024

el aullido


 el aullido es un cuento de Daniel Delfino

el aullido (audiolibro)

 

 

el aullido

 

 Y bueno… paremos en esa YPF— soltó resignada Anabel—. Tenés razón, es tarde y en la Ezeiza-Cañuelas va a estar todo oscuro y solitario.

   Anabel tenía fascinación por la autopista Ezeiza-Cañuelas, ella sostenía que era como una maqueta a tamaño real. Había leído en internet que la vegetación era obra de un paisajista y que las innumerables especies de árboles que la rodeaban había sido cuidadosamente seleccionadas.

   Lucía sin contestarle abandonó el asfalto tembloroso de la ruta 6 y con precaución metió la trompa del auto en el oscuro y sinuoso camino que entraba a la YPF, una mancha luminosa que agujereaba la negritud del paisaje rutero.

   Ya está, ya fue, volvió a decir Anabel que parecía no salirse de la frustración.

   Durante toda la tarde habían sacado fotos con sus cámaras analógicas en varios pueblos de la ruta 29, especialmente en Villanueva, el cuál Lucía había elegido durante la tarde como escenario de su trabajo fotográfico para la facultad. Según ella tenía huellas indelebles de lo que había sido, marcas de lo que El Salado se llevó sin llevarse del todo. Eso es lo que pretendo fotografiar, eso que no se ve y está, repetía una y otra vez mientras viajaban y volvía sobre el pueblo de Villanueva. Lo que la gente del lugar no puede decir, ¿viste como evitan el tema? Quiero fotografiar eso que no pueden decir.

   No sé, no sé, muy psicológico todos eso insistía Anabel siempre que Lucía volvía con esta teoría. Para mí esa fábrica semi-abandonada de Jeeper tiene mucha más fuerza. No sé por qué, pero al ponja le gustaría más la fábrica.

   Al ponja ese no se le entiende un corno cuando habla, menos se puede saber qué le gustaría, protestó Lucía.

   La oscuridad del auto lentamente fue invadida por las luces blanquísimas de la YPF. Eran de un blanco duro, insoportable.

   Estacionemos allá bien al costado contra aquellos árboles, mientras tanto yo voy y cargo agua y compro unas Talitas. Vos esperame, dijo Anabel indicándole el lugar que para ella resultaba ideal para detenerse un rato. Lucía le hizo caso y una vez que detuvo el motor, Anabel bajó decidida. Lucía en cambio se quedó sentada en el auto revisando los mensajes del celular.

   Rumbo al Full, Anabel escuchó el aullido. Era un largo y profundo lamento como de un animal que parecía provenir desde el corazón mismo de la noche. Un aullido desgarrador y triste, un lamento, un llanto amplificado y sombrío, una oscura nota musical desafinada que se estiraba hasta lo insoportable a ritmo ininterrumpido y deforme. Los playeros y otras personas en la estación de servicio parecían no darle importancia, como si no lo escucharan o como si fuera algo normal. Pero el aullido se escuchaba fuerte, tan fuerte que creaba una atmósfera enrarecida y que necesariamente desvirtuaba el movimiento normal de la estación de servicio.

   Anabel cargó el termo y compró las Talitas. Si bien en el interior del Full el aullido llegaba muy atenuado, a la vendedora tampoco parecía afectarle, tal vez porque estuviera acostumbrada.

   Al salir, hacia el otro lado del lugar en el que Lucía había detenido el auto, junto a unos árboles tupidos y negros, divisó varios camiones estacionados que se desdibujaban en la oscuridad. Las luces que caían desde el techo trazaban líneas geométricas en el aire que dificultaban aun más la visión. Pero era innegable que el aullido provenía desde ese lado, desde los camiones. Le preguntó a uno de los playeros y en un tono casi inentendible le respondió que “venía” de los camiones que esperaban para entrar al mercado de Cañuelas. Lo dijo con tal naturalidad que no se animó a repreguntar.

   Volvió al auto y Lucía, que ya preparaba el mate, le preguntó por el aullido. ¿Será una vaca que llora? Es insoportable. Ambas eran vegetarianas y esa hipotética situación les provocó tristeza y desconcierto. Y sí boba, si te dijo que van al mercado de Cañuelas deben llevar vacas, ¿qué puede provocar ese aullido sino? El poderoso reclamo que emergía desde la oscuridad no cesaba. Esa vaca o lo que fuera estaba sufriendo un dolor insoportable. Convinieron en que si era inevitable que las maten, ya que la gente no podía dejar de comer carne, al menos las deberían matar en los pueblo de origen y no someterlas al stress del viaje y estas esperas  tortuosas y absurdas.

   En un momento pensaron en ir a hablar con el chofer del camión para que hiciera algo. Pero ¿qué podría hacer más que explicarles que hay un horario para entrar el ganado al matadero? La brutalidad de la mayoría de las personas con los animales siempre les volvía en respuestas violentas a las objeciones que les hacían. Era una constante. El aullido era tan triste, tan hiriente que no podían resistir la idea de intentar algo, de detener de alguna forma el dolor de ese animal. Pero ya ni lo intentaban, y esa inacción las llenaba de impotencia. Péguenle un tiro…, concluyó Lucía con bronca y resignación. Al menos que deje de sufrir.

   Mientras decidían que lo mejor sería irse y dejar de escuchar ese aullido insoportable, se les acercó una nena y las escrutó en silencio. No tendría más de siete años y un gesto por momentos avergonzado y en otros con rasgos de temor. Ambas la saludaron con afecto y Anabel le ofreció una Talita. Ella no respondió ni aceptó la Talita. Con una voz que más que de una nena de siete años parecía ser la de un bebé dijo: ayume, e quiere llevá —señaló disimuladamente hacia un auto que estaba a unos cuantos metros, al costado del Full—. Po favo, favo…

   Anabel le preguntó: ¿a dónde te quieren llevar?

   No é, no é, contestó la nena, po favo.

   En el auto que la nena había señalado se veía a una pareja joven y un nene de cinco aproximadamente. El nene también se acercó y le dijo a la nena: dale que nos vamos. La nena atinó decir algo, pero hizo silencio y las miró con ojos desesperados. Mansamente aceptó la mano del nene y juntos se fueron hacia el auto de la familia.

   ¿No la estarán raptando? —dijo Lucía con el gesto adusto—. Uhm.. no sé qué decir, debe ser un juego de chicos, deben ser hermanos, hasta son parecidos —Anabel concluyó la frase pero su gesto parecía descreer de lo que estaba diciendo.

   Yo no los veo parecidos —concluyó Lucía.

   Decidieron ir hasta el auto de la familia. El hombre y la mujer eran jóvenes, unos treinta y piquito. Anabel le habló directamente a la mujer. Con torpeza trató de preguntarles hacía dónde iban y lo que la nena les había dicho.

   Jaja —contestó la mujer—, Emi es muy fabuladora, le encantan los juegos, juega con el hermano a que es adoptada… Fijate: son dos gotas de agua. El hombre que tiraba un sobrante de agua de un termo en una rejilla, también comenzó a reírse. Llevaba una boina en la cabeza que lo volvía joven y viejo a la vez. Si quieren se la llevan, en dos días nos la devuelven a los gritos —dijo sobreactuando mientras cerraba el termo con una fuerza tal como si jamás volviese a abrirlo. La nena se ruborizó y le clavó los ojos a Anabel. Una mirada entre aterrorizada y recriminatoria. Lo qué pasa es que tiene que hacer tarea en casa —agregó la mujer—. Matemáticas. Una que yo sé es capaz de cualquier cosa por no estudiar matemáticas. 

   Saludaron, se subieron al auto y lentamente encararon hacia la salida de la estación de servicio. Los ojos de la nena continuaron mirándolas por la ventanilla, pero la inquietud en su mirada parecía extraviarse en algo que estaba fuera del alcance de lo que ellas podían ver.

   Entre las dos se repitieron la patente del auto. Pensaron en llamar al 911 por las dudas, Lucía tomó su celular, apretó el 9, el 1 y  con el dedo vacilante finalmente la tecla roja. Es un absurdo se dijeron y el aullido se reavivó en medio de las dudas.

   Todo es un absurdo —escupió Lucía.

   Yo que sé, dijo Anabel, después capaz nos meten en un quilombo. Vamos, este lugar es horrible, ese aullido ya es insoportable. Esa vaca o lo que sea que llora no va a parar de quejarse.

   Subieron al auto y salieron de la YPF. Durante un tramo oscuro de la ruta 6 permanecieron en silencio. Al llegar a las potentes luminarias de la Ezeiza-Cañuelas, inesperadamente Lucía comenzó a llorar, un llanto progresivo y constante. Anabel, sin apartar la vista del parabrisas intentó decirle algo, alguna palabra para consolarla pero, mientras observaba desde la ventanilla que todos los lugares en los que podrían haber parado a tomar mate lucían solitarios y peligrosos, desde su boca emergió un sonido agrio, disonante, como una palabra que no pudo terminar de formarse en su garganta.

 

 

 

 


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