domingo, 16 de agosto de 2009

Bautista


Bautista se volvió loco. Bautista quedó tocado después de la muerte de su mujer. Bautista es un hijo de puta. Bautista es un pobre infeliz. Bautista es un enfermito. Bautista y la puta que los parió. Bautista los cagó a todos. Bautista se tiene que oxidar en el Borda.
Cada vez que en el depósito sus compañeros recuerdan a Bautista, desde sus bocas se disparan éstas y otras muchas frases que acompañan su nombre. Hay quien no lo perdona, hay quien le tiene lástima, pero la mayoría, cuando lo recuerda, siente incontenibles ganas de vomitar.
Lo cierto es que nunca nadie se va a olvidar de Bautista. Por su locura y también porque antes del absurdo, fue un entrañable compañero. Porque Bautista no fue únicamente sus últimos dos años, después de la muerte de la Tati, su mujer. Bautista había sido el inimitable protagonista de un montón de aventuras memorables, en el depósito y en las miles de comisiones que hicieron juntos por todo el país. Bautista era también el loco lindo que abrió la compuerta del dique en San Juan, inundando el camping donde se preparaban a comer un asado. Una gancho de chorizos fue lo único que pudieron rescatar de su humorada. Bautista, antes de ser mueca absurda y misterio, había sido también el delirante que le fue a dar la serenata a la vieja de Wheelwright, mientras todos agonizaban de la risa, escondidos detrás de la camioneta del servicio. Pepo, el Trutrulo, el Portugués, Curuzú, Papita, Curriculi, Bailatti, Andrés y Fumanchú, sus amigos de toda la vida de laburo, después de escupir la bronca, en secreto, exhuman aquellas anécdotas.
Pero cuando murió la Tati, ese Bautista se murió también. Y el mismo día en que se reincorporó a trabajar, empezó con las cosas raras, con su enigmático comportamiento. Primero con lo del portero de su edificio. Bautista afirmaba que era el nieto de un policía que había asesinado a su abuelo anarquista en 1917. Durante largos meses estuvo pendiente de sus movimientos. Después, con que un Peugeot 504 celeste lo perseguía por las calles, obsesión que lo llevó a la paranoia absoluta. Y finalmente lo del gato, su delirio final.
Los muchachos del depósito también tuvieron la culpa.
Bautista llegaba al depósito y se ponía a contar hazañas de su gato, como un padre primerizo que relata embobado los avances de su pequeño hijo. Sus compañeros se le burlaban, pero con bronca, con un dejo de tristeza, porque les fastidiaba ese Bautista. Querían al otro. Al Bautista que era parte de ellos mismos. Aquél que seguramente se hubiera mofado de ese ser en el que se había convertido.
Pero a él lo único que parecía importarle era hablar de su bendito gato. Aburría con su gato. Los muchachos, sólo empezaron a prestarle atención cuando con hondo dramatismo les contó que su gato había intentado suicidarse. Las carcajadas trepaban los altísimos techos del depósito y varias veces el capataz Romaglio tuvo que llamarles la atención. Ese ocurrente delirio preanunciaba el regreso triunfal del viejo y añorado Bautista. La espesa bruma de su dolor empezaba a agrietarse.
Sin embargo, cubierto por las risas, relataba algunas cosas que los muchachos no escuchaban. Decía que su gato lo entendía, que mantenían diálogos sin palabras, que se comunicaban con la mirada, con el corazón. Un día dijo que su gato era él mismo con piel felina. Que se habían compenetrado de tal manera, que cada vez le costaba más volver a sentirse un ser humano.
Por supuesto, a esas estupideces nadie les prestaba atención.
Bautista estaba absolutamente convencido de que su gato en dos oportunidades se había querido suicidar. Lo había descubierto parado sobre la reja del balcón de su departamento, erizado por la angustia, como dejándose caer en el abismo de esos siete pisos que lo separaban de la calle. Como tantas veces se había quedado él en ese mismo balcón, volcado temerariamente sobre la baranda, buscando a la Tati en el vacío, en el fondo de la noche infinita.
Pero los muchachos seguían sosteniendo que Bautista mejoraba, a pesar de su obsesión con el gato. Simplemente se había vuelto algo solitario y esquivo. Pero su depresión, la que alejaba sus ojos, parecía empezar a descomprimirse en su corazón. Estaban convencidos de que el tiempo les devolvería sus bromas. A su amigo.
Bautista tenía que volver a ser Bautista.
Tal vez por eso, cuando desayunaban y descubrían su mirada furtiva desde algún rincón alejado, le ofrecían un mate y él huía sin razón y para ellos era broma.
Bromas tristes. Bromas raras. Bromas que se atoraban en la garganta de sus risas. Bromas absurdas como cuando el Trutrulo empezó a apuntarlo con el matagato.
Una mañana llegó desesperado al depósito, afirmando que su gato finalmente se había suicidado. No tenía consuelo. Entrecortado por los sollozos, con la mirada extraviada en algún punto invisible, y mientras todos contenían la risotada en sus bocas, contaba que al regresar a su departamento el gato lo miró con ojos de adiós desde el balcón, dejándose caer al vacío, hasta quedar hecho una bolsa de huesos sobre el duro pavimento de la calle Venezuela.
Todos creyeron que allí había terminado con la obsesión del gato. Por eso días después aceptaron gustosos su regreso a la cocina; sus guisos siempre habían sido memorables, hasta lo ingenieros se acercaban a probarlo. Y más cuando entraron y lo vieron comer con tantas ganas. Todos querían comer nuevamente de su guiso, porque en esa cacerola estaban seguros de que no sólo humeaba su legendario manjar, sino el regreso del Bautista de siempre.
Y festejaron metiéndole con hambre, y cuando Fumanchú preguntó que carne le había puesto al guiso y Bautista le dijo que era rata, volvieron a reír de la nueva ocurrencia de su amigo que volvía en todo su esplendor y cuando siguieron preguntando y él siguió diciendo rata, más risas y más risas. Risas de alegría, como las de antes.
Hasta que fastidiado de responder siempre lo mismo, y tal vez de las molestas risotadas, sacó de la bolsa de basura las cabezas y los cueros ensangrentados de las ratas y huyó como un felino, mientras todos vomitaban sobre la mesa.