domingo, 3 de septiembre de 2023

Fantasma

 

Fantasma




                                                                                                      por Daniel Delfino

Fantasma - Narración oral


música (audiolibro) Daniel Delfino


Fantasma

 Un hombre brillante es difícil de encontrar, le dijo el presidente del Instituto Janer cuando llegó a Bruselas con veinticinco años y, como único equipaje, un título con honores de la Universidad de Buenos Aires. Al cabo de unos años, las decisiones más importantes del Instituto pasaban por sus manos. Su opinión no solo era respetada en el Instituto, sino que era referencia mundial.

     Pero una mañana como tantas otras a este hombre brillante le llegó un sobre de color madera, mediano, bastante pesado, con un nombre desconocido en el remitente: Nadia Rodríguez. Provenía de su país natal, al que tan solo había regresado una sola vez en diez años. 

     Dentro del sobre, una carta en la que le informaban sobre la muerte de Ivana y un cuaderno Rivadavia que en la tapa tenía el nombre Mirna escrito en diferentes tamaños, tipos de letras, alternando la tinta negra y azul de las biromes. En la carta, Nadia Rodríguez reiteraba varias veces, como justificándose: Porque Ivana siempre dijo que Mirna era hija suya, por eso le escribo y se lo mando.

     Rápidamente se dio cuenta de que el cuaderno era un diario íntimo.

     Al abrirlo encontró un billete falso de mil dólares, que era en realidad una publicidad del Circo Tihany, y otra carta cerrada en la que Ivana le contaba que la hija de ambos estaba desaparecida desde hacía un mes, pero que no había hecho la denuncia porque Mirna no tenía  DNI.      

     Metió todo en el sobre y lo guardó en su atache. Durante la cena, su mujer Inga felicitó a Eloise, la cocinera, por lo delicioso que estaban los moules-frites y sus hijos Noah y Lea le contaron a él sobre el día escolar. Los escuchaba sin dejar de pensar en el sobre. Lea comía una patata frita y le hablaba de una compañera nueva de la escuela. Ya te dije que es francesa pa, Lea se enojaba por su desatención.

     Después de cenar, se encerró en su estudio. Extrajo el sobre del atache y se sentó frente a su escritorio con el diario de Mirna entre las manos. Fue leyendo en orden las entradas; la primera estaba fechada en febrero de 1987.

     Eran anotaciones anárquicas, muy pocas veces registraba fechas. Sin un orden, escribía ocurrencias aisladas: te daría todo, algo / si es que necesitás algo, poemas sin rima, como si fueran pensamientos en verso: cuenta que cuando llueve se escucha pasar el tren / es un monstruo que se come a las personas de la lluvia. Podrían ser también letras de canciones que él desconocía. La tinta de las biromes era cambiante, al negro y azul de la tapa se le agregaban el rojo y el verde, a veces escribía con trazo desganado, otras veces parecía cortar las palabras como si escribiera ansiosa. La mayoría eran pensamientos contra Ivana: es una tarada, ojalá un día se vaya con Nadia en su auto viejo y se maten en la ruta.

     La había visto una sola vez, en su único regreso a Buenos Aires, cuando viajó por la muerte de su padre y Mirna tenía seis años. Una tarde helada en un shopping de Temperley. Era invierno y llevaba un año viviendo en Bélgica. Ivana estaba muy gorda, hinchada, como si padeciera un trastorno hormonal. Era una caricatura de la Ivana menuda y enérgica que recordaba.

     Mirna no pronunció ni una palabra. Hurgaba en la pequeña bolsa de papas fritas y las comía mecánicamente. Sus ojos eran enormes y esquivos. No se parecía a él, ni a Lea, ni a Noah, tampoco a la otra Ivana, ni a esa mujer amargada que hablaba frente a él. Le dejó mil dólares en un sobre. Ivana los tomó con un gesto disimulado, con una palabra atascada en su garganta.

     La última anotación que leyó era de 1990. Debajo se trazaba una línea gruesa, rayones de birome superpuestos que parecía indicar un cierre, un abandono temporario. Porque las entradas subsiguientes eran más prolijas, la misma letra pero más redonda, más ordenada:

     Hoy 4 de abril de 1991 fue el mejor día de mi vida. Hace un tiempo que me tomo el 304 en Caseros y me voy hasta Liniers y vuelvo. Me encanta viajar en colectivo, pensar cosas y no estar en casa. Pero hoy pasó algo muy hermoso. Conocí a geor Tomé el 304 en Caseros y conocí a Georgie. Es negro, negro como los del 25 de mayo y petiso y gordo. Yo era la única pasajera en todo el colectivo que él manejaba. De golpe se desvió del recorrido. Estacionó en una calle y me pidió que me acercara más adelante, cerca de él. Puso una banqueta y se sentó con una guitarra. Se puso a tocar. Al principio me dio un poco de miedo, pero la música era hermosa. Su guitarra era vieja, toda rota, pero la música que tocaba era hermosa. Sin darme cuenta me puse a cantar y mi voz no era mi voz, nunca había cantado así. Podía seguir esa melodía como si la supiera de antes.

     Él se sorprendió, y como si llorara siguió tocando y me pidió que no deje de cantar.

     La voz del diario retumbaba en su cabeza. Tenía cierta candidez, pero era un tono sostenido que tensaba el hilo de la lectura.

     El cuatro de abril, la fecha de la primera de las nuevas entradas, era un mes antes de la carta de Ivana. Estaba seguro de que en el encuentro que relataba con ese negro Georgie, si existiera realmente, se podría rastrear algún indicio de la desaparición de Mirna.

     Se sorprendió de estar pensando en todo este asunto. En un par de semanas comenzaba el congreso en Londres y el Proyecto Anglada era su responsabilidad. Además, ¿cuántas veces, desde que vivía en Bruselas había pensado en Mirna? Casi nunca. Nunca. Si algo distingue a un hombre brillante de un hombre mediocre es el dominio de sus pensamientos y de sus emociones, le había dicho en privado el presidente del Instituto cuando lo nombró gerente general y tuvieron que despedir a los polacos. Las emociones son malas consejeras, pensó pero continuó leyendo:

6-4

     Hoy Georgie me invitó a su casa. Tiene 48 años y tiene 7 hijos. Ahora que me encontró dice que podemos hacer cosas juntos. Él con la guitarra y yo cantando.

     Apoyó unos instantes el diario en su boca. Las hojas olían a algún perfume frutal. Ahora estaba seguro de que todo lo que Mirna escribía deberían ser fantasías. Delirios adolescentes.

     Volvió a tocarme esa canción que dice que se llama Amor en vano y que es hermosa, es la melodía más hermosa que nunca escuché. Hoy la tocó mejor que en el colectivo. Y yo canté tanto hasta que no pude parar de llorar. Me dio una re vergüenza. Georgie dice que esa música se llama blues. Nunca había escuchado blues, al cantar siento que me hundo en una tristeza pero a la vez siento que estoy volando. BLUES.

     Con tan solo dieciséis años, Mirna se expresaba con una sintaxis clara y fluida. Una ortografía impecable. Sintió orgullo. Era innegable que llevaba sus genes, los genes de sus padres que evidentemente él había mejorado ya que ellos nunca habían podido salir de empleados. No habían podido estudiar.

     Hay cosas que no se aprenden, pensó, pero otras que sí. Su padre le había enseñado que en un trabajo nunca se debe decir no hay problema ante un pedido, la sola frase implica que pudo haber sido un problema. Evitar palabras negativas. ¿Qué podía haber aprendido Mirna de él? Alejó esos pensamientos. Tal vez ella estuviera intentando escribir una historia, una ficción. Historias que le gustaría vivir.

     Fijó con un dedo la hoja que estaba leyendo y volvió a las primeras páginas para releer una entrada: trata de vivir con un pterosaurio en la ventana. Se quedó pensando, al principio del diario había muchas de esas ideas sueltas, como si fueran esbozos de argumentos. La historia del negro podría ser otra de esas historias inventadas.

     Volvió a la entrada que había dejado marcada con el dedo:

     Hoy Georgie estaba muy triste. Los colectivos rojos de la 304 ya no funcionan más. Se quedó sin trabajo. Me habló del capitalismo y de todo lo malo qué es. Después tocó canciones muy hermosas y tristes. Es uruguayo y no se llama Georgie, se llama Jorge Ignacio Rivera Arias. Pero a mí también me gusta decirle Georgie. Él es súper conmigo y me dijo que cante otra vez, pero me da miedo. Yo escucho lo que él toca, pero a mí ahora me da miedo cantar. Mucho miedo. La música me gusta pero me da miedo. Él dice que ya se me va a pasar.

     No resistió la tentación de mirar las entradas siguientes. Se percató de que solo le restaba una carilla y media por leer. A partir de ese punto, todas las páginas estaban en blanco. Ese descubrimiento le causó una sensación de ansiedad, de abismo. Dudó: leer el final o seguir entrada por entrada.

     Fue a la cocina por un vaso de agua pero se abrió una Chimay Azul. Eloise ya se había acostado. La luz tenue de las lámparas del living le daban un aire de misterio a la casa. Imaginó a otras personas viviendo en esos ambientes. Apuró el paso para volver a su estudio. Volvió a concentrarse en el diario y siguió el orden.

     Me fui a la casa de Georgie temprano, decidida a cantar. El corazón me latía fuerte. Iba a empezar con Amor en vano, sabía que iba a poder cantarla de un tirón, yo no sé nada de música ni de cantar ni de la letra. Pero la letra estaba en mi cabeza. Georgie tocaba y a mí se me fueron ocurriendo otras melodías, otras palabras. Me dijo que yo era la mejor de todas, que había cantado de una manera sublime. SUBLIME. Notas imposibles, decía, música imposible, decía. Estaba contento, pero también nervioso. Se comía las uñas. Nunca nadie me dijo que soy algo.

     Ahora las entradas del diario se le ocurrían forzadas. Probablemente repitiera un relato copiado de un libro o de una revista. Era un experto en identificar discursos copiados en los congresos. O tal vez Mirna estuviera impulsada por arrebatos, bajo los efectos de drogas o alcohol.

     Georgie me contó que no le van a dar trabajo con los colectivos azules. Estaba muy triste y le canté toda la tarde esas músicas que no son de nadie, que están en mi cabeza y él se puso mejor. Me dijo que mi voz también puede provocar dolor, no sé por qué me dijo eso.

     No sé qué pasó Georgie no

     Era la última entrada. Inconclusa. La tachadura abría una herida en el papel, dejaba media hoja en blanco, el resto del diario en blanco. Un blanco que abría miles de preguntas. Un blanco que solo podía llenarse con ese hombre negro.

     Él debería conocer el paradero de Mirna. No tenía dudas de eso, aunque la sola idea de pensar en ir a buscarlo representara una locura. En las reuniones de directorio evitaba decir frases como puede ser una idea tonta o voy a hacer una pregunta estúpida. Eran muestras de debilidad.

     Ese cuaderno había llegado a sus manos, era un hecho, y debía resolver los pasos a seguir. Pensó en contratar una investigación privada en Buenos Aires. Una chica de dieciséis años andaba sola por algún lugar de esa ciudad y era su hija.

     Guardó el diario en su atache, apagó las luces de su estudio y se fue a la cama.

     Toda la noche se soñó en las calles de Buenos Aires. Se veía a sí mismo como en una película, a su lado había alguien, una figura nebulosa, una presencia que le provocaba sensaciones agradables. Se despertó y la figura permanecía en sus pensamientos.

     Al otro día, en la oficina habló con su secretaria sobre los pasajes a Londres y le pidió que averiguara vuelos a Buenos Aires. Había un vuelo para el día siguiente a la noche y le pidió que hiciera la reserva. Un viaje relámpago. Le mintió a Inga, mintió en el Instituto, inventó la muerte de un amigo. Un nombre cualquiera, a Inga todos los nombres españoles se le olvidaban o se le confundían. Si le hubiera nombrado a Mirna, su nombre también se le habría olvidado. Como se le había olvidado tantas veces a él, desde el día en que decidió que todavía no quería ser padre, que no quería ser padre con Ivana, desde el día en que Ivana le dijo que no pensaba abortar y que se fuera a la mierda.

     De Ezeiza fue directo al hotel. Podría haber visitado algún amigo, pero hacía demasiado tiempo que no se hablaba con nadie en Buenos Aires. Sus padres ya habían muerto. Ni ellos habían sabido de la existencia de Mirna.

     Desde el ventanal asomaba un sol opaco, el obelisco y un fragmento amorfo de la ciudad. Llamó a conserjería y preguntó por la línea de colectivos 304. Le informaron que cubría el recorrido entre San Isidro y Liniers. Cambió mil dólares a pesos en el hotel. Salió a la 9 de julio y tomó un taxi.

     —Es del lado de Provincia de la General Paz, frente al cementerio Israelita, ahora son azules los de esa línea —afirmó el taxista y siguió hablando de cosas que ya no le importaron.

     La ciudad que proyectaba la ventanilla no le pertenecía. No era la misma que recordaba yendo y viniendo a la facultad en colectivo. No era la misma del sueño. Era otra ciudad, podía ser una de las tantas que había recorrido con Inga por Europa. Una ciudad que hubiera olvidado rápidamente.

     Bajó del taxi. No sabía por dónde empezar. En una esquina en forma de punta redondeada en la que confluían dos calles, había un bar. Ahí paran los colectiveros, le indicó el taxista tras darle el vuelto.

     Era un lugar sucio, personas cabizbajas con gestos de cansancio hacían cola para subir a colectivos mal estacionados. A través de las rejas del Cementerio Israelita sobresalían lápidas de mármol negro. Un túnel, atestado de puestos callejeros se metía por debajo de la General Paz. En la vereda del bar, una chica en minifalda voceaba con gracia: remises al barrio, remises al barrio. Se acomodaba obsesivamente la minifalda y metía la mano en el bolsillo delantero de una mochilita que llevaba en el pecho.

     Se quedó mirándola unos segundos y entró en el bar. Estaba atestado de colectiveros, camisas marrones con cuellos azules, máquinas de boletos reposaban en las mesas. Las voces se mezclaban con las risas. Se acercó al mostrador y preguntó por un tal Georgie, uno que manejaba los 304 rojos.

     —El negro —le contestó el hombre del mostrador con seriedad impostada—. En aquella mesa del fondo lo puede encontrar, en su despacho.

     Los colectiveros de una mesa cercana estallaron en risas burlonas, mirando con sorna hacia la mesa del negro.

     El hombre indicado como Georgie tenía la mirada perdida en la ventana. Sobre la mesa había un sifoncito y una copa.

     —Disculpe, ¿Georgie?

     —El mismo.

     —Buenas tardes —se presentó con un nombre falso, un nombre con la inicial P—. Necesito hablar con usted.

     —Si se paga un tinto.

     Se sentó frente al negro, que sin esperar la respuesta le pidió al mozo un vino. Por la ventana, vio a la chica de la minifalda que hablaba con un hombre alto que cargaba un bolso Adidas. Ella gesticulaba, parecía tener un gran dominio sobre lo que estaba tratando de transmitir.

     —¿Usted dirá?

     —Busco a mi hija Mirna.

     El negro recorrió la silueta del sifón con la mano. Inclinó levemente la cabeza y se quedó pensativo. Unos segundos después, largó un suspiro y los labios temblequearon, como si las palabras saltaran dentro de su boca.

     —Hace más de un mes que no sé nada de ella.

     —Ella iba a su casa.         

     —No exactamente. Ella estaba para otra cosa, otra cosa —hizo un gesto resignado que progresivamente se adueñó de su expresión. Un griterío repentino agigantó la distancia entre los dos.

     —¿Qué quiere decirme con eso?

     —¿Usted escuchó a Monk? ¿A Mozart? ¿A Bach?

     —Sí, por supuesto.

     —Su hija era todo eso y más, ella era todo eso y más.

     —¿Por qué dice «era»?

     —Porque no la vi más. Digo era, porque no la vi más.

     —¿Y dónde está?

     El negro se recostó hacia atrás sobre la silla. Cuando en el Instituto debía tratar con un incompetente, nunca se lo hacía saber, tan solo aprovechaba esa ventaja. La voz del mozo irrumpió imitando el cacareo de una gallina y él volvió sus ojos a la ventana: la chica de la minifalda había convencido al hombre del bolso Adidas de subir a un remis destartalado y ahora abordaba a una señora con un bebé en brazos. Sonreía y volvía a meter la mano en el bolsillo de la mochilita, como si fuera un tic nervioso, una descarga de tensión tras convencer a la gente de un viaje o tal vez simplemente guardara las propinas. Pensó que esa sonrisa podría significar algo o tal vez nada.

     —¿Usted no entiende el castellano? —la piel de la frente se le arrugó. Por los surcos corrían gotas de sudor—. No la vi más. ¿Yo qué tengo que ver en todo esto? ¿Quiere saber lo qué sé?: ella era... todas las tónicas, las séptimas mayores, las undécimas, las quintas bemoles y más, mucho más de lo que existe.

     —Yo solo quiero saber dónde está mi hija. Su nombre figura en su diario, en las últimas anotaciones antes de desaparecer. Usted es Jorge Ignacio Rivera Arias y...

     El mozo apoyó el vino sobre la mesa y otra copa para él. El negro le agradeció con una sonrisa burlona. Retomó el gesto adusto mientras se llenaba el vaso.

     —¡No lo sé! Qué quiere qué le diga —apuró la copa de un trago—. Yo no soy nadie. Ni trabajo me dan en esta línea de mierda. Pero yo le estoy hablando de otra cosa —su mirada se intensificó—. Ella tomó conciencia. La música es otra dimensión, pero también es un virus, algo que va carcomiendo la sangre, los huesos.

     —La verdad, ¿no sé dónde quiere ir?

     —¿Y usted qué piensa?

     —Que me está tomando de idiota.

     —No, hombre. ¿Qué piensa que hice yo con su hija? —el negro volvió a clavarle la mirada. El blanco de los ojos se tensó, como si las venitas que confluían en sus pupilas tuvieran tensión eléctrica.

     No le contestó. Alguien cantaba un cantito de hinchada de fútbol y otros abucheaban. Un colectivero gritaba que con Latorre y Batistuta Argentina ganaba la Copa América caminando. Son bosteros son, son bosteros son, repetía una y otra vez.

     —Si se tranquiliza, yo podría ayudarlo. Conozco a alguien que estuvo con ella antes de desaparecer. Es músico, es brillante, tocó con Palito Ortega y después con Julio Iglesias —el negro hizo un gesto de asco—. Tuvo que tocar con esos adefesios para comer.

     —¿Y dónde vive ese hombre?

     El negro apoyó los brazos en la mesa como si quisiera alivianar el peso de su cuerpo.

     —Su hija ya debe haber llegado a los músicos italianos.

     —¿Qué músicos italianos? ¿De qué me está hablando?

     —Yo también voy a tientas en esto, pero sé, algunas cosas sé. Llámelo vislumbres, llámelo cómo se le cante. Usted me vino a buscar, vino hasta acá; si quiere saber más tiene que entrar en otra lógica. Los músicos italianos son apenas una instancia, una instancia previa de....

     —¿Una instancia previa de qué?

     —Escuchemé... esto es complejo. No se lo puedo explicar todo porque ni yo lo sé. Usted con esa ropa tan fina, con sus modales tan delicados, ¿no puede abstraerse de su cerebro racional y tratar de...?

     Lo miró con decisión y fastidio, intentando no perder el control de la situación.

     —El que tiene que explicar qué hacía con una chica de dieciséis años en su casa es usted.

     —Música... La música no es joda. ¿Sabe lo qué fue tener frente a mí una chica que es un genio? Un diamante, algo sin explicación. Yo tan solo ejecuto partituras. Ella crea cosas que no existen y las hace parecer reales. ¡Y las hace reales! Sabe lo que duele la propia mediocridad..., pero lo mejor es pensar... este negro de mierda se la cogía y listo —apoyó con furia las dos manos sobre la mesa, la copa tambaleó—. Ustedes los pitucos creen que nosotros somos como animales.

     —Usted es un delirante que me está tomando de imbécil desde que me senté en esta mesa.

     El negro lo miró impasible y se sirvió el resto del vino en la copa.

     Estaba perdiendo el tiempo. La fila de personas era como un gusano que trabajosamente se subía a un colectivo y le obstaculizaba la visión de la chica de la minifalda. Todos llevaban el gesto del calor en sus caras. Pensó en los negros de Europa, eran más atléticos, tenían otra genética. Pensó en el Proyecto Anglada, en Londres, en Inga. Mirna ni siquiera tenía su apellido, ni siquiera tenía un DNI, ni siquiera estaba seguro de que fuera su hija. Reprimió ese pensamiento, pero no tenía sentido continuar. Se dijo para sí mismo la frase que siempre repetía Vercammen, el gerente de logística: no importa lo talentoso que seas, todo lo que hayas conseguido, la carga negativa de un error puede socavar tu carrera de un plumazo.

     Se incorporó, tiró un billete sobre la mesa y salió. En la calle, lo recibió el calor pegajoso. El aire olía a gasoil quemado, a humedad, a otras cosas que no podía reconocer. No era de noche, pero las primeras luces iban encendiéndose. La gente caminaba de un lado a otro como hormigas, esquivaban los pozos, los colectivos mal estacionados. La chica de la minifalda se reía junto a tres hombres que la rodeaban. No podía dejar de mirarla mientras buscaba un taxi para volver al hotel. Inesperadamente recordó a Ivana gritando, revoleando la plata del aborto en un bar. Los billetes flotaban en el aire, entre la gente curiosa, entre el morbo y la vergüenza. Ivana se iba, los gritos afuera y él juntaba los billetes, hechos un bollo se los metía en el bolsillo.

     La chica de la minifalda ahora estaba frente a él.

     —¿Remis? —le preguntó con la melodía de su cantito.

     La ciudad hizo silencio. ¿Le estaba hablando a él? No supo qué contestarle. No la estaba mirando pero ahora podía verla. La piel blanca, los granos puntiagudos en las mejillas, la nariz perfecta, los dientes amarillentos, la sonrisa.

     —Ya se fue el último, no hay más remises. Invitame a comer, dale, tengo un re hambre, ya salió el último. Estoy libre.

     El modo imperativo en la manera en que le hablaba lo descolocó. Vaciló unos segundos:

     —Es que no..., no puedo...

     —Ufa —dijo la chica con gracia—. Chamuyo viejo ése. Acá nomás en la estación, dale.

     Las luces tenían un brillo dorado que no recordaba. Se dejó llevar. Caminaron hacia el túnel de los puestos callejeros. La chica de la minifalda se llamaba Dalia. Él continuó con su nombre falso con P Al llegar a la estación de Liniers, cruzaron las vías del tren. Las de Rivadavia son más lindas —le dijo como si intentara convencerlo—. Acá es un graserío. En una esquina entraron a una pizzería. Se sentaron a una mesa junto a una ventana. Ella volvió a preguntarle si podía pedir algo para comer y pidió milanesas con papas fritas y una Coca Cola. Le agradó ese gesto de educación. El mozo tomó el pedido. Él solo pidió un agua mineral sin gas. Dalia cortó el pan con delicadeza y tragó un pedazo. Otra vez asomaron los dientes amarillos. Con una buena limpieza podrían verse impecables, ya que eran grandes y bien formados. No llegaría a los dieciocho años.

     —Ponele que tengo diecisiete y ¿vos?

     —Treinta y seis.

     —Uh… parecías más. ¿Qué hacías por la terminal?

     Vaciló:

     —Buscaba a una persona.

     El mozo trajo la milanesa. La luz interior de la pizzería era cálida, amarilla. Dalia comenzó a comer las papas fritas, las saboreaba lentamente como si no quisiera que se terminaran. Después cortó la milanesa y comió un bocado. Los modales con los cubiertos también eran finos. Le contó que pasaba las noches en el Santojanni. Que su abuela estaba internada ahí, que se estaba por morir, que a veces perdía el sentido y que tenía más de noventa años.

     —Nadie quiere estar con ella, pero yo sí, trabajo con los remises y me voy a dormir con ella al Santojanni. Para mí no es inútil, el amor por ella digo.

     Después de la cena caminaron unas cuadras por la avenida y tomaron por calles oscuras que según Dalia llevaban al hospital.

     ¿Cuánto tiempo hacía que no caminaba sin rumbo? Alguna vez en la adolescencia con los compañeros del secundario había caminado esas calles, un recuerdo difuso, un partido de River en la cancha de Vélez. Pero aquella vez era de día y esas calles ahora eran oscuras y misteriosas. Eran otras calles. Después se abocó de lleno a los estudios y solo iba de su casa a la facultad.

     Dalia tenía terror de que su abuela muriera.

     —Ese día sí me voy a sentir absolutamente sola en el mundo.

     La noche tenía una fragancia envolvente, una inercia que lo llevaba, que le hacía disfrutar de la caminata, de escuchar la voz de Dalia junto a él. Sintió hambre, debería haber pedido algo en la pizzería. Ahora disfrutaba de estar en ese momento, en ese lugar. Sin darse cuenta había entrado en un estado de gracia. Aminoró el paso. Tenía la sensación inquietante de estar dentro de una película, de transitar escenas imaginadas previamente. La voz del negro resonaba en su cabeza: en la música hay cosas prohibidas como las cuartas mayores o las quintas descendentes, ella cruzó esos umbrales, abrió otras puertas.

     Las puertas de las casas tenían rejas hasta el techo.

     —Mi abuela fue cantante y actriz. Salió en el cine, en una película con Luis Sandrini, no de protagonista, pero salió en el cine. No sabés lo bien que canta, tiene la voz más linda del mundo.

     Llegaron a un edificio enorme que ocupaba más de una manzana. Era el hospital Santojanni. Dalia le contó que a esa hora no dejaban entrar en las habitaciones, pero que en la guardia, cuando la enfermera se descuidara, entrarían y podría conocer a su abuela.

     —Le voy a decir que sos mi novio, dale, así se pone contenta. Aunque podrías ser mi papá, ja ja ja. Decile que sos actor, algo así, y que la viste en el cine, dale... porfa.

     Caminaron hasta la guardia. Un hombre con un gesto de dolor gritaba: señorita señorita pidiendo atención a alguien que no podían ver. Una chica se miraba obsesivamente las uñas mientras otra a su lado le hablaba sin parar. Parecían indiferentes a los gritos. Dalia le dijo casi murmurando que estuviera atento. Finalmente una enfermera vino a buscar al hombre quejoso y dejó una puerta abierta, por la que Dalia lo tomó de la mano y se escabulleron. Su piel era tibia, pero áspera. Al atravesar el umbral, Dalia le soltó la mano y recorrieron un largo pasillo. Al final de una escalera llegaron a una puerta con el número 107. Entraron. Era una habitación enorme. Había muchas camas, separadas por biombos. El aire olía a desinfectante, a ácido, a sopa, a muerte. La cabeza de la abuela de Dalia asomaba desde una frazada marrón. Parecía dormida, muerta. Parecía una tortuga.

     Dalia le dijo que se quedara con la abuela unos segundos. Iba a lavarse un poco porque estaba muy transpirada. Apoyó la pequeña mochila en la cama y salió de la habitación.

     Entonces, en un acto reflejo, introdujo la mano en el bolsillo y sacó un fajo de plata. Era lo que le quedaba del cambio de los mil dólares. Se quedó con un billete. El resto lo metió en el bolsillo de la mochilita.

     —¿Quién es usted? —irrumpió la abuela con un hilito de voz.

     Tragó saliva. Deseó que Dalia estuviera ahí.

     —Soy el novio de Dalia —escuchó su voz, lo ridículo de sus palabras—. La vine a ver para conocerla, soy actor.

     Había repetido el libreto de Dalia al pie de la letra como cuando el presidente le explicaba su rol estratégico en una reunión.

     Los rasgos de la abuela se iluminaron unos segundos pero rápidamente se puso seria.

     —Sigue ahí, ahí, el pájaro en la ventana —dijo con los ojos clavados en el biombo.

     Salió de la habitación y buscó la escalera. Tratando de recordar el camino recorrió un pasillo hasta la puerta por la que habían entrado. Ahora estaba abierta de par en par. Una médica lo escrutó bajando la cabeza como si quisiera ver por arriba de los cristales de sus anteojos. Resistió su mirada, entró en la guardia y caminó hasta la puerta de salida. Afuera una ambulancia llegaba a los gritos. Recorrió unos metros hasta la calle y se subió a un taxi.

     En el hotel colocó la valija sobre la cama. Ni siquiera la había abierto. Pidió un remis a Ezeiza. En el baño abrió un jabón, se lavó las manos y se mojó la cara. El espejo estaba rajado en una punta. Ya no tenía más nada que hacer en Buenos Aires. Nunca había tenido nada que hacer en Buenos Aires.

     Al llegar al aeropuerto de Zaventem lo esperaban Inga, Noah y Lea, que a pesar de que el vuelo arribó de madrugada, permanecieron despiertos para recibir a su papá.

     Subieron al auto. Lea le contaba que su compañera francesa se llamaba Emma y que ahora era su mejor amiga. En las afueras de Bruselas, lloviznaba.


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