domingo, 3 de septiembre de 2023

Música - Daniel Delfino (Cuentos)

 

Música

Daniel Delfino






Índice

Música

 

Fantasma   

Monte Chingolo   

La casa de los pájaros  

Tigre   

Nene  

Fairlane  

M m m mmm   

Mar del Plata en invierno   

Los indios   

La chancha   

Veraneos   

El cantante, no la canción   

La voz   

Música   

El hambre   

La canción de los muertos   

Fuera de línea   

 

 

 

 

 

 





Las melodías que pueden escucharse son dulces, pero aquéllas que no pueden escucharse lo son más.


                                                                             John Keats

 

Fantasma

 

Un hombre brillante es difícil de encontrar, le dijo el presidente del Instituto Janer cuando llegó a Bruselas con veinticinco años y, como único equipaje, un título con honores de la Universidad de Buenos Aires. Al cabo de unos años, las decisiones más importantes del Instituto pasaban por sus manos. Su opinión no solo era respetada en el Instituto, sino que era referencia mundial.

     Pero una mañana como tantas otras a este hombre brillante le llegó un sobre de color madera, mediano, bastante pesado, con un nombre desconocido en el remitente: Nadia Rodríguez. Provenía de su país natal, al que tan solo había regresado una sola vez en diez años. 

     Dentro del sobre, una carta en la que le informaban sobre la muerte de Ivana y un cuaderno Rivadavia que en la tapa tenía el nombre Mirna escrito en diferentes tamaños, tipos de letras, alternando la tinta negra y azul de las biromes. En la carta, Nadia Rodríguez reiteraba varias veces, como justificándose: Porque Ivana siempre dijo que Mirna era hija suya, por eso le escribo y se lo mando.

     Rápidamente se dio cuenta de que el cuaderno era un diario íntimo.

     Al abrirlo encontró un billete falso de mil dólares, que era en realidad una publicidad del Circo Tihany, y otra carta cerrada en la que Ivana le contaba que la hija de ambos estaba desaparecida desde hacía un mes, pero que no había hecho la denuncia porque Mirna no tenía  DNI.      

     Metió todo en el sobre y lo guardó en su atache. Durante la cena, su mujer Inga felicitó a Eloise, la cocinera, por lo delicioso que estaban los moules-frites y sus hijos Noah y Lea le contaron a él sobre el día escolar. Los escuchaba sin dejar de pensar en el sobre. Lea comía una patata frita y le hablaba de una compañera nueva de la escuela. Ya te dije que es francesa pa, Lea se enojaba por su desatención.

     Después de cenar, se encerró en su estudio. Extrajo el sobre del atache y se sentó frente a su escritorio con el diario de Mirna entre las manos. Fue leyendo en orden las entradas; la primera estaba fechada en febrero de 1987.

     Eran anotaciones anárquicas, muy pocas veces registraba fechas. Sin un orden, escribía ocurrencias aisladas: te daría todo, algo / si es que necesitás algo, poemas sin rima, como si fueran pensamientos en verso: cuenta que cuando llueve se escucha pasar el tren / es un monstruo que se come a las personas de la lluvia. Podrían ser también letras de canciones que él desconocía. La tinta de las biromes era cambiante, al negro y azul de la tapa se le agregaban el rojo y el verde, a veces escribía con trazo desganado, otras veces parecía cortar las palabras como si escribiera ansiosa. La mayoría eran pensamientos contra Ivana: es una tarada, ojalá un día se vaya con Nadia en su auto viejo y se maten en la ruta.

     La había visto una sola vez, en su único regreso a Buenos Aires, cuando viajó por la muerte de su padre y Mirna tenía seis años. Una tarde helada en un shopping de Temperley. Era invierno y llevaba un año viviendo en Bélgica. Ivana estaba muy gorda, hinchada, como si padeciera un trastorno hormonal. Era una caricatura de la Ivana menuda y enérgica que recordaba.

     Mirna no pronunció ni una palabra. Hurgaba en la pequeña bolsa de papas fritas y las comía mecánicamente. Sus ojos eran enormes y esquivos. No se parecía a él, ni a Lea, ni a Noah, tampoco a la otra Ivana, ni a esa mujer amargada que hablaba frente a él. Le dejó mil dólares en un sobre. Ivana los tomó con un gesto disimulado, con una palabra atascada en su garganta.

     La última anotación que leyó era de 1990. Debajo se trazaba una línea gruesa, rayones de birome superpuestos que parecía indicar un cierre, un abandono temporario. Porque las entradas subsiguientes eran más prolijas, la misma letra pero más redonda, más ordenada:

     Hoy 4 de abril de 1991 fue el mejor día de mi vida. Hace un tiempo que me tomo el 304 en Caseros y me voy hasta Liniers y vuelvo. Me encanta viajar en colectivo, pensar cosas y no estar en casa. Pero hoy pasó algo muy hermoso. Conocí a geor Tomé el 304 en Caseros y conocí a Georgie. Es negro, negro como los del 25 de mayo y petiso y gordo. Yo era la única pasajera en todo el colectivo que él manejaba. De golpe se desvió del recorrido. Estacionó en una calle y me pidió que me acercara más adelante, cerca de él. Puso una banqueta y se sentó con una guitarra. Se puso a tocar. Al principio me dio un poco de miedo, pero la música era hermosa. Su guitarra era vieja, toda rota, pero la música que tocaba era hermosa. Sin darme cuenta me puse a cantar y mi voz no era mi voz, nunca había cantado así. Podía seguir esa melodía como si la supiera de antes.

     Él se sorprendió, y como si llorara siguió tocando y me pidió que no deje de cantar.

     La voz del diario retumbaba en su cabeza. Tenía cierta candidez, pero era un tono sostenido que tensaba el hilo de la lectura.

     El cuatro de abril, la fecha de la primera de las nuevas entradas, era un mes antes de la carta de Ivana. Estaba seguro de que en el encuentro que relataba con ese negro Georgie, si existiera realmente, se podría rastrear algún indicio de la desaparición de Mirna.

     Se sorprendió de estar pensando en todo este asunto. En un par de semanas comenzaba el congreso en Londres y el Proyecto Anglada era su responsabilidad. Además, ¿cuántas veces, desde que vivía en Bruselas había pensado en Mirna? Casi nunca. Nunca. Si algo distingue a un hombre brillante de un hombre mediocre es el dominio de sus pensamientos y de sus emociones, le había dicho en privado el presidente del Instituto cuando lo nombró gerente general y tuvieron que despedir a los polacos. Las emociones son malas consejeras, pensó pero continuó leyendo:

6-4

     Hoy Georgie me invitó a su casa. Tiene 48 años y tiene 7 hijos. Ahora que me encontró dice que podemos hacer cosas juntos. Él con la guitarra y yo cantando.

     Apoyó unos instantes el diario en su boca. Las hojas olían a algún perfume frutal. Ahora estaba seguro de que todo lo que Mirna escribía deberían ser fantasías. Delirios adolescentes.

     Volvió a tocarme esa canción que dice que se llama Amor en vano y que es hermosa, es la melodía más hermosa que nunca escuché. Hoy la tocó mejor que en el colectivo. Y yo canté tanto hasta que no pude parar de llorar. Me dio una re vergüenza. Georgie dice que esa música se llama blues. Nunca había escuchado blues, al cantar siento que me hundo en una tristeza pero a la vez siento que estoy volando. BLUES.

     Con tan solo dieciséis años, Mirna se expresaba con una sintaxis clara y fluida. Una ortografía impecable. Sintió orgullo. Era innegable que llevaba sus genes, los genes de sus padres que evidentemente él había mejorado ya que ellos nunca habían podido salir de empleados. No habían podido estudiar.

     Hay cosas que no se aprenden, pensó, pero otras que sí. Su padre le había enseñado que en un trabajo nunca se debe decir no hay problema ante un pedido, la sola frase implica que pudo haber sido un problema. Evitar palabras negativas. ¿Qué podía haber aprendido Mirna de él? Alejó esos pensamientos. Tal vez ella estuviera intentando escribir una historia, una ficción. Historias que le gustaría vivir.

     Fijó con un dedo la hoja que estaba leyendo y volvió a las primeras páginas para releer una entrada: trata de vivir con un pterosaurio en la ventana. Se quedó pensando, al principio del diario había muchas de esas ideas sueltas, como si fueran esbozos de argumentos. La historia del negro podría ser otra de esas historias inventadas.

     Volvió a la entrada que había dejado marcada con el dedo:

     Hoy Georgie estaba muy triste. Los colectivos rojos de la 304 ya no funcionan más. Se quedó sin trabajo. Me habló del capitalismo y de todo lo malo qué es. Después tocó canciones muy hermosas y tristes. Es uruguayo y no se llama Georgie, se llama Jorge Ignacio Rivera Arias. Pero a mí también me gusta decirle Georgie. Él es súper conmigo y me dijo que cante otra vez, pero me da miedo. Yo escucho lo que él toca, pero a mí ahora me da miedo cantar. Mucho miedo. La música me gusta pero me da miedo. Él dice que ya se me va a pasar.

     No resistió la tentación de mirar las entradas siguientes. Se percató de que solo le restaba una carilla y media por leer. A partir de ese punto, todas las páginas estaban en blanco. Ese descubrimiento le causó una sensación de ansiedad, de abismo. Dudó: leer el final o seguir entrada por entrada.

     Fue a la cocina por un vaso de agua pero se abrió una Chimay Azul. Eloise ya se había acostado. La luz tenue de las lámparas del living le daban un aire de misterio a la casa. Imaginó a otras personas viviendo en esos ambientes. Apuró el paso para volver a su estudio. Volvió a concentrarse en el diario y siguió el orden.

     Me fui a la casa de Georgie temprano, decidida a cantar. El corazón me latía fuerte. Iba a empezar con Amor en vano, sabía que iba a poder cantarla de un tirón, yo no sé nada de música ni de cantar ni de la letra. Pero la letra estaba en mi cabeza. Georgie tocaba y a mí se me fueron ocurriendo otras melodías, otras palabras. Me dijo que yo era la mejor de todas, que había cantado de una manera sublime. SUBLIME. Notas imposibles, decía, música imposible, decía. Estaba contento, pero también nervioso. Se comía las uñas. Nunca nadie me dijo que soy algo.

     Ahora las entradas del diario se le ocurrían forzadas. Probablemente repitiera un relato copiado de un libro o de una revista. Era un experto en identificar discursos copiados en los congresos. O tal vez Mirna estuviera impulsada por arrebatos, bajo los efectos de drogas o alcohol.

     Georgie me contó que no le van a dar trabajo con los colectivos azules. Estaba muy triste y le canté toda la tarde esas músicas que no son de nadie, que están en mi cabeza y él se puso mejor. Me dijo que mi voz también puede provocar dolor, no sé por qué me dijo eso.

     No sé qué pasó Georgie no

     Era la última entrada. Inconclusa. La tachadura abría una herida en el papel, dejaba media hoja en blanco, el resto del diario en blanco. Un blanco que abría miles de preguntas. Un blanco que solo podía llenarse con ese hombre negro.

     Él debería conocer el paradero de Mirna. No tenía dudas de eso, aunque la sola idea de pensar en ir a buscarlo representara una locura. En las reuniones de directorio evitaba decir frases como puede ser una idea tonta o voy a hacer una pregunta estúpida. Eran muestras de debilidad.

     Ese cuaderno había llegado a sus manos, era un hecho, y debía resolver los pasos a seguir. Pensó en contratar una investigación privada en Buenos Aires. Una chica de dieciséis años andaba sola por algún lugar de esa ciudad y era su hija.

     Guardó el diario en su atache, apagó las luces de su estudio y se fue a la cama.

     Toda la noche se soñó en las calles de Buenos Aires. Se veía a sí mismo como en una película, a su lado había alguien, una figura nebulosa, una presencia que le provocaba sensaciones agradables. Se despertó y la figura permanecía en sus pensamientos.

     Al otro día, en la oficina habló con su secretaria sobre los pasajes a Londres y le pidió que averiguara vuelos a Buenos Aires. Había un vuelo para el día siguiente a la noche y le pidió que hiciera la reserva. Un viaje relámpago. Le mintió a Inga, mintió en el Instituto, inventó la muerte de un amigo. Un nombre cualquiera, a Inga todos los nombres españoles se le olvidaban o se le confundían. Si le hubiera nombrado a Mirna, su nombre también se le habría olvidado. Como se le había olvidado tantas veces a él, desde el día en que decidió que todavía no quería ser padre, que no quería ser padre con Ivana, desde el día en que Ivana le dijo que no pensaba abortar y que se fuera a la mierda.

     De Ezeiza fue directo al hotel. Podría haber visitado algún amigo, pero hacía demasiado tiempo que no se hablaba con nadie en Buenos Aires. Sus padres ya habían muerto. Ni ellos habían sabido de la existencia de Mirna.

     Desde el ventanal asomaba un sol opaco, el obelisco y un fragmento amorfo de la ciudad. Llamó a conserjería y preguntó por la línea de colectivos 304. Le informaron que cubría el recorrido entre San Isidro y Liniers. Cambió mil dólares a pesos en el hotel. Salió a la 9 de julio y tomó un taxi.

     —Es del lado de Provincia de la General Paz, frente al cementerio Israelita, ahora son azules los de esa línea —afirmó el taxista y siguió hablando de cosas que ya no le importaron.

     La ciudad que proyectaba la ventanilla no le pertenecía. No era la misma que recordaba yendo y viniendo a la facultad en colectivo. No era la misma del sueño. Era otra ciudad, podía ser una de las tantas que había recorrido con Inga por Europa. Una ciudad que hubiera olvidado rápidamente.

     Bajó del taxi. No sabía por dónde empezar. En una esquina en forma de punta redondeada en la que confluían dos calles, había un bar. Ahí paran los colectiveros, le indicó el taxista tras darle el vuelto.

     Era un lugar sucio, personas cabizbajas con gestos de cansancio hacían cola para subir a colectivos mal estacionados. A través de las rejas del Cementerio Israelita sobresalían lápidas de mármol negro. Un túnel, atestado de puestos callejeros se metía por debajo de la General Paz. En la vereda del bar, una chica en minifalda voceaba con gracia: remises al barrio, remises al barrio. Se acomodaba obsesivamente la minifalda y metía la mano en el bolsillo delantero de una mochilita que llevaba en el pecho.

     Se quedó mirándola unos segundos y entró en el bar. Estaba atestado de colectiveros, camisas marrones con cuellos azules, máquinas de boletos reposaban en las mesas. Las voces se mezclaban con las risas. Se acercó al mostrador y preguntó por un tal Georgie, uno que manejaba los 304 rojos.

     —El negro —le contestó el hombre del mostrador con seriedad impostada—. En aquella mesa del fondo lo puede encontrar, en su despacho.

     Los colectiveros de una mesa cercana estallaron en risas burlonas, mirando con sorna hacia la mesa del negro.

     El hombre indicado como Georgie tenía la mirada perdida en la ventana. Sobre la mesa había un sifoncito y una copa.

     —Disculpe, ¿Georgie?

     —El mismo.

     —Buenas tardes —se presentó con un nombre falso, un nombre con la inicial P—. Necesito hablar con usted.

     —Si se paga un tinto.

     Se sentó frente al negro, que sin esperar la respuesta le pidió al mozo un vino. Por la ventana, vio a la chica de la minifalda que hablaba con un hombre alto que cargaba un bolso Adidas. Ella gesticulaba, parecía tener un gran dominio sobre lo que estaba tratando de transmitir.

     —¿Usted dirá?

     —Busco a mi hija Mirna.

     El negro recorrió la silueta del sifón con la mano. Inclinó levemente la cabeza y se quedó pensativo. Unos segundos después, largó un suspiro y los labios temblequearon, como si las palabras saltaran dentro de su boca.

     —Hace más de un mes que no sé nada de ella.

     —Ella iba a su casa.         

     —No exactamente. Ella estaba para otra cosa, otra cosa —hizo un gesto resignado que progresivamente se adueñó de su expresión. Un griterío repentino agigantó la distancia entre los dos.

     —¿Qué quiere decirme con eso?

     —¿Usted escuchó a Monk? ¿A Mozart? ¿A Bach?

     —Sí, por supuesto.

     —Su hija era todo eso y más, ella era todo eso y más.

     —¿Por qué dice «era»?

     —Porque no la vi más. Digo era, porque no la vi más.

     —¿Y dónde está?

     El negro se recostó hacia atrás sobre la silla. Cuando en el Instituto debía tratar con un incompetente, nunca se lo hacía saber, tan solo aprovechaba esa ventaja. La voz del mozo irrumpió imitando el cacareo de una gallina y él volvió sus ojos a la ventana: la chica de la minifalda había convencido al hombre del bolso Adidas de subir a un remis destartalado y ahora abordaba a una señora con un bebé en brazos. Sonreía y volvía a meter la mano en el bolsillo de la mochilita, como si fuera un tic nervioso, una descarga de tensión tras convencer a la gente de un viaje o tal vez simplemente guardara las propinas. Pensó que esa sonrisa podría significar algo o tal vez nada.

     —¿Usted no entiende el castellano? —la piel de la frente se le arrugó. Por los surcos corrían gotas de sudor—. No la vi más. ¿Yo qué tengo que ver en todo esto? ¿Quiere saber lo qué sé?: ella era... todas las tónicas, las séptimas mayores, las undécimas, las quintas bemoles y más, mucho más de lo que existe.

     —Yo solo quiero saber dónde está mi hija. Su nombre figura en su diario, en las últimas anotaciones antes de desaparecer. Usted es Jorge Ignacio Rivera Arias y...

     El mozo apoyó el vino sobre la mesa y otra copa para él. El negro le agradeció con una sonrisa burlona. Retomó el gesto adusto mientras se llenaba el vaso.

     —¡No lo sé! Qué quiere qué le diga —apuró la copa de un trago—. Yo no soy nadie. Ni trabajo me dan en esta línea de mierda. Pero yo le estoy hablando de otra cosa —su mirada se intensificó—. Ella tomó conciencia. La música es otra dimensión, pero también es un virus, algo que va carcomiendo la sangre, los huesos.

     —La verdad, ¿no sé dónde quiere ir?

     —¿Y usted qué piensa?

     —Que me está tomando de idiota.

     —No, hombre. ¿Qué piensa que hice yo con su hija? —el negro volvió a clavarle la mirada. El blanco de los ojos se tensó, como si las venitas que confluían en sus pupilas tuvieran tensión eléctrica.

     No le contestó. Alguien cantaba un cantito de hinchada de fútbol y otros abucheaban. Un colectivero gritaba que con Latorre y Batistuta Argentina ganaba la Copa América caminando. Son bosteros son, son bosteros son, repetía una y otra vez.

     —Si se tranquiliza, yo podría ayudarlo. Conozco a alguien que estuvo con ella antes de desaparecer. Es músico, es brillante, tocó con Palito Ortega y después con Julio Iglesias —el negro hizo un gesto de asco—. Tuvo que tocar con esos adefesios para comer.

     —¿Y dónde vive ese hombre?

     El negro apoyó los brazos en la mesa como si quisiera alivianar el peso de su cuerpo.

     —Su hija ya debe haber llegado a los músicos italianos.

     —¿Qué músicos italianos? ¿De qué me está hablando?

     —Yo también voy a tientas en esto, pero sé, algunas cosas sé. Llámelo vislumbres, llámelo cómo se le cante. Usted me vino a buscar, vino hasta acá; si quiere saber más tiene que entrar en otra lógica. Los músicos italianos son apenas una instancia, una instancia previa de....

     —¿Una instancia previa de qué?

     —Escuchemé... esto es complejo. No se lo puedo explicar todo porque ni yo lo sé. Usted con esa ropa tan fina, con sus modales tan delicados, ¿no puede abstraerse de su cerebro racional y tratar de...?

     Lo miró con decisión y fastidio, intentando no perder el control de la situación.

     —El que tiene que explicar qué hacía con una chica de dieciséis años en su casa es usted.

     —Música... La música no es joda. ¿Sabe lo qué fue tener frente a mí una chica que es un genio? Un diamante, algo sin explicación. Yo tan solo ejecuto partituras. Ella crea cosas que no existen y las hace parecer reales. ¡Y las hace reales! Sabe lo que duele la propia mediocridad..., pero lo mejor es pensar... este negro de mierda se la cogía y listo —apoyó con furia las dos manos sobre la mesa, la copa tambaleó—. Ustedes los pitucos creen que nosotros somos como animales.

     —Usted es un delirante que me está tomando de imbécil desde que me senté en esta mesa.

     El negro lo miró impasible y se sirvió el resto del vino en la copa.

     Estaba perdiendo el tiempo. La fila de personas era como un gusano que trabajosamente se subía a un colectivo y le obstaculizaba la visión de la chica de la minifalda. Todos llevaban el gesto del calor en sus caras. Pensó en los negros de Europa, eran más atléticos, tenían otra genética. Pensó en el Proyecto Anglada, en Londres, en Inga. Mirna ni siquiera tenía su apellido, ni siquiera tenía un DNI, ni siquiera estaba seguro de que fuera su hija. Reprimió ese pensamiento, pero no tenía sentido continuar. Se dijo para sí mismo la frase que siempre repetía Vercammen, el gerente de logística: no importa lo talentoso que seas, todo lo que hayas conseguido, la carga negativa de un error puede socavar tu carrera de un plumazo.

     Se incorporó, tiró un billete sobre la mesa y salió. En la calle, lo recibió el calor pegajoso. El aire olía a gasoil quemado, a humedad, a otras cosas que no podía reconocer. No era de noche, pero las primeras luces iban encendiéndose. La gente caminaba de un lado a otro como hormigas, esquivaban los pozos, los colectivos mal estacionados. La chica de la minifalda se reía junto a tres hombres que la rodeaban. No podía dejar de mirarla mientras buscaba un taxi para volver al hotel. Inesperadamente recordó a Ivana gritando, revoleando la plata del aborto en un bar. Los billetes flotaban en el aire, entre la gente curiosa, entre el morbo y la vergüenza. Ivana se iba, los gritos afuera y él juntaba los billetes, hechos un bollo se los metía en el bolsillo.

     La chica de la minifalda ahora estaba frente a él.

     —¿Remis? —le preguntó con la melodía de su cantito.

     La ciudad hizo silencio. ¿Le estaba hablando a él? No supo qué contestarle. No la estaba mirando pero ahora podía verla. La piel blanca, los granos puntiagudos en las mejillas, la nariz perfecta, los dientes amarillentos, la sonrisa.

     —Ya se fue el último, no hay más remises. Invitame a comer, dale, tengo un re hambre, ya salió el último. Estoy libre.

     El modo imperativo en la manera en que le hablaba lo descolocó. Vaciló unos segundos:

     —Es que no..., no puedo...

     —Ufa —dijo la chica con gracia—. Chamuyo viejo ése. Acá nomás en la estación, dale.

     Las luces tenían un brillo dorado que no recordaba. Se dejó llevar. Caminaron hacia el túnel de los puestos callejeros. La chica de la minifalda se llamaba Dalia. Él continuó con su nombre falso con P Al llegar a la estación de Liniers, cruzaron las vías del tren. Las de Rivadavia son más lindas —le dijo como si intentara convencerlo—. Acá es un graserío. En una esquina entraron a una pizzería. Se sentaron a una mesa junto a una ventana. Ella volvió a preguntarle si podía pedir algo para comer y pidió milanesas con papas fritas y una Coca Cola. Le agradó ese gesto de educación. El mozo tomó el pedido. Él solo pidió un agua mineral sin gas. Dalia cortó el pan con delicadeza y tragó un pedazo. Otra vez asomaron los dientes amarillos. Con una buena limpieza podrían verse impecables, ya que eran grandes y bien formados. No llegaría a los dieciocho años.

     —Ponele que tengo diecisiete y ¿vos?

     —Treinta y seis.

     —Uh… parecías más. ¿Qué hacías por la terminal?

     Vaciló:

     —Buscaba a una persona.

     El mozo trajo la milanesa. La luz interior de la pizzería era cálida, amarilla. Dalia comenzó a comer las papas fritas, las saboreaba lentamente como si no quisiera que se terminaran. Después cortó la milanesa y comió un bocado. Los modales con los cubiertos también eran finos. Le contó que pasaba las noches en el Santojanni. Que su abuela estaba internada ahí, que se estaba por morir, que a veces perdía el sentido y que tenía más de noventa años.

     —Nadie quiere estar con ella, pero yo sí, trabajo con los remises y me voy a dormir con ella al Santojanni. Para mí no es inútil, el amor por ella digo.

     Después de la cena caminaron unas cuadras por la avenida y tomaron por calles oscuras que según Dalia llevaban al hospital.

     ¿Cuánto tiempo hacía que no caminaba sin rumbo? Alguna vez en la adolescencia con los compañeros del secundario había caminado esas calles, un recuerdo difuso, un partido de River en la cancha de Vélez. Pero aquella vez era de día y esas calles ahora eran oscuras y misteriosas. Eran otras calles. Después se abocó de lleno a los estudios y solo iba de su casa a la facultad.

     Dalia tenía terror de que su abuela muriera.

     —Ese día sí me voy a sentir absolutamente sola en el mundo.

     La noche tenía una fragancia envolvente, una inercia que lo llevaba, que le hacía disfrutar de la caminata, de escuchar la voz de Dalia junto a él. Sintió hambre, debería haber pedido algo en la pizzería. Ahora disfrutaba de estar en ese momento, en ese lugar. Sin darse cuenta había entrado en un estado de gracia. Aminoró el paso. Tenía la sensación inquietante de estar dentro de una película, de transitar escenas imaginadas previamente. La voz del negro resonaba en su cabeza: en la música hay cosas prohibidas como las cuartas mayores o las quintas descendentes, ella cruzó esos umbrales, abrió otras puertas.

     Las puertas de las casas tenían rejas hasta el techo.

     —Mi abuela fue cantante y actriz. Salió en el cine, en una película con Luis Sandrini, no de protagonista, pero salió en el cine. No sabés lo bien que canta, tiene la voz más linda del mundo.

     Llegaron a un edificio enorme que ocupaba más de una manzana. Era el hospital Santojanni. Dalia le contó que a esa hora no dejaban entrar en las habitaciones, pero que en la guardia, cuando la enfermera se descuidara, entrarían y podría conocer a su abuela.

     —Le voy a decir que sos mi novio, dale, así se pone contenta. Aunque podrías ser mi papá, ja ja ja. Decile que sos actor, algo así, y que la viste en el cine, dale... porfa.

     Caminaron hasta la guardia. Un hombre con un gesto de dolor gritaba: señorita señorita pidiendo atención a alguien que no podían ver. Una chica se miraba obsesivamente las uñas mientras otra a su lado le hablaba sin parar. Parecían indiferentes a los gritos. Dalia le dijo casi murmurando que estuviera atento. Finalmente una enfermera vino a buscar al hombre quejoso y dejó una puerta abierta, por la que Dalia lo tomó de la mano y se escabulleron. Su piel era tibia, pero áspera. Al atravesar el umbral, Dalia le soltó la mano y recorrieron un largo pasillo. Al final de una escalera llegaron a una puerta con el número 107. Entraron. Era una habitación enorme. Había muchas camas, separadas por biombos. El aire olía a desinfectante, a ácido, a sopa, a muerte. La cabeza de la abuela de Dalia asomaba desde una frazada marrón. Parecía dormida, muerta. Parecía una tortuga.

     Dalia le dijo que se quedara con la abuela unos segundos. Iba a lavarse un poco porque estaba muy transpirada. Apoyó la pequeña mochila en la cama y salió de la habitación.

     Entonces, en un acto reflejo, introdujo la mano en el bolsillo y sacó un fajo de plata. Era lo que le quedaba del cambio de los mil dólares. Se quedó con un billete. El resto lo metió en el bolsillo de la mochilita.

     —¿Quién es usted? —irrumpió la abuela con un hilito de voz.

     Tragó saliva. Deseó que Dalia estuviera ahí.

     —Soy el novio de Dalia —escuchó su voz, lo ridículo de sus palabras—. La vine a ver para conocerla, soy actor.

     Había repetido el libreto de Dalia al pie de la letra como cuando el presidente le explicaba su rol estratégico en una reunión.

     Los rasgos de la abuela se iluminaron unos segundos pero rápidamente se puso seria.

     —Sigue ahí, ahí, el pájaro en la ventana —dijo con los ojos clavados en el biombo.

     Salió de la habitación y buscó la escalera. Tratando de recordar el camino recorrió un pasillo hasta la puerta por la que habían entrado. Ahora estaba abierta de par en par. Una médica lo escrutó bajando la cabeza como si quisiera ver por arriba de los cristales de sus anteojos. Resistió su mirada, entró en la guardia y caminó hasta la puerta de salida. Afuera una ambulancia llegaba a los gritos. Recorrió unos metros hasta la calle y se subió a un taxi.

     En el hotel colocó la valija sobre la cama. Ni siquiera la había abierto. Pidió un remis a Ezeiza. En el baño abrió un jabón, se lavó las manos y se mojó la cara. El espejo estaba rajado en una punta. Ya no tenía más nada que hacer en Buenos Aires. Nunca había tenido nada que hacer en Buenos Aires.

     Al llegar al aeropuerto de Zaventem lo esperaban Inga, Noah y Lea, que a pesar de que el vuelo arribó de madrugada, permanecieron despiertos para recibir a su papá.

     Subieron al auto. Lea le contaba que su compañera francesa se llamaba Emma y que ahora era su mejor amiga. En las afueras de Bruselas, lloviznaba.

 

 

 

 

Monte Chingolo

 

Nunca antes había hablado con Juan. Lo conocía de las asambleas del organismo, era de los que siempre hablaba como delegado del sindicato y en esa época de ajustes y despidos se había convertido en nuestro piloto de tormenta.

     Es trosko —decían de Juan por lo bajo—, como si ser trosko debiera decirse a media voz. También se contaba que su padre había militado en el ERP y que era uno de los tantos muertos y desaparecidos del copamiento del batallón de Monte Chingolo.

     Lo del padre de Juan y lo de Monte Chingolo me hicieron acordar de una foto en una vieja revista Gente que había en la casa de mis viejos. Una de esas revistas que por algún motivo permanecen en las casas durante años. Era una imagen en blanco y negro de un colectivo de los trompudos, incendiado, lleno de pandulces —aclaraba el epígrafe—. De chico me encantaba dibujar colectivos y pintarlos con los esquemas de colores de las distintas líneas. Pero como me salían mal, los calcaba de las revistas. Y ese colectivo de los pandulces era de mis favoritos para calcar y pintar. El epígrafe agregaba que había sido utilizado como pantalla por los extremistas en el copamiento del batallón Domingo Viejobueno de Monte Chingolo.

     En una asamblea crucial a la que asistió el presidente del organismo, tras una discusión feroz por los despidos, Juan le gritó ¡quebrado!, y el presidente, enfurecido, lo invitó a pelear en la plaza que está frente a la Casa Central. El hermano del presidente del organismo también era un desaparecido de la última dictadura militar y todo el mundo sabía que había sido compañero y amigo del padre de Juan.

     Aquel día la sangre no llegó a la plaza, pero el valor de Juan fue algo que me causó mucha admiración. Y envidia, ya que yo ni siquiera me animaba a hablar en las asambleas. Cuando no podía dormir, imaginaba grandes intervenciones que podría haber hecho, réplicas arteras a comentarios de otros, pero jamás pronuncié una palabra.

     La efervescencia social del país se fue distendiendo, pero mi vida no.

     Para ese entonces llevaba siete años casado con Regina, nos habíamos conocido en la carrera de Ciencias de la Comunicación de la UBA, la que abandonamos juntos cuando ella quedó embarazada de Iván.

     Hacía tiempo que nuestra pareja estaba terminada. Sin embargo, cuando le planteé separarnos, ella enloqueció. De un día para el otro decidió volverse a Lincoln, su pueblo natal. Se llevó a Iván y me trabó un embargo del sueldo. Era injusto, estaba dispuesto a pasarle el dinero que correspondiera, pero ella actuó por despecho.

     Me aconsejaron denunciarla, pero no lo hice. Darío, un delegado del sindicato, que se enteró de lo que me estaba sucediendo, me contactó con Juan, que es abogado y que tras la pelea con el presidente se había tenido que refugiar en una oficina local de Junín, a un poco más de sesenta kilómetros de Lincoln.

     Le gustó Junín y se quedó. En Buenos Aires iba a terminar en una zanja, me dijo una vez con resignación.

     Viajé a Lincoln para la audiencia, él iba a ser mi abogado. Todavía tenía el Ford Escort diesel, un auto siempre a punto de romperse. Lo pasé a buscar por Junín y fuimos juntos a Lincoln. Lo primero que me dijo al subir al auto fue que había estado bien en no haber hecho la denuncia. Me hablaba desde lo humano, no desde lo legal. Pero la pregunta que me hizo después me descolocó. Desde que Darío le habló de mí, se había quedado pensando, no en mi situación particular, sino en mi nombre y apellido, ya que coincidían exactamente con el de uno de los compañeros caídos junto a su padre en el copamiento del batallón de Monte Chingolo en 1975. Cuando le dije que no, que no tenía nada que ver, en su cara se dibujó un gesto de desilusión que no pudo disimular.

     Con Regina nos casamos porque había quedado embarazada, en realidad para conformar a mis viejos y a los de ella, bastante católicos y tradicionales. Pero al poco tiempo de convivir me encontré encerrado en una vida que no deseaba. Sin embargo, lo que me puso frente al abismo fue no saber lo que quería. Y ya no era un pibe, tenía más de treinta. Juan era más joven que yo, y si de él decían trosko a sus espaldas, de mí no dirían nada. O no mucho más que de cualquiera del montón. Él tenía todo lo que me faltaba: decisión y equilibrio. A veces lo admiraba, a veces le tenía bronca. Antes de la audiencia de Lincoln yo estaba muy enojado con Regina, y me refería a ella con exabruptos, pero él siempre la llamaba la señora. Con ese respeto hablaba de todo el mundo.

      ¡Lo que hubiera dado por tener las ideas claras como Juan!

     Si bien simpatizaba con un pensamiento de izquierda, lo mío no pasaba del deseo, del blabla, de los que dicen ser de izquierda casi por romanticismo. Cargaba con una educación en colegio católico, amigos caretas, chetos de country, rugbiers, pensamientos clasistas inoculados desde muy chico.

     A Iván lo veía muy poco, cuando venían a Buenos Aires. Y en esos primeros tiempos casi no venían, ya que Regina se había juntado con un tipo en Lincoln. Tenía mucho tiempo libre, volvía del trabajo y miraba la tele hasta tarde. Una noche me metí en una página para conocer gente y al poner la ubicación de la búsqueda puse: Monte Chingolo.

     De esa manera conocí a Cecilia.

     Para mi sorpresa, Monte Chingolo pertenecía a Lanús, a Lanús Este más precisamente. Siempre había pensado, sin pensarlo, que estaba en otro lugar y no en el conurbano, me sonaba más lejos, más campo.

     Pero Cecilia no era de Monte Chingolo, era de Lanús Oeste, Remedios de Escalada para los mapas de Google que consulté para ir por ella la noche en que nos conocimos.

     Camino a su casa, la General Paz se volvía Camino Negro y empezaba a sentirme inseguro. Al pasar Puente La Noria entraba en una boca de lobo. Ni una luz, ni nada. En una bajada doblaba a la izquierda y recorría más de veinte cuadras por una calle llena de pozos. Tenía miedo de que me tiraran una piedra, que me forzaran a bajar del auto para robarme. Era un temor clasista, de unitario hubiera dicho un profesor que tuve en la UBA que estaba obsesionado con Lavalle; a decir verdad, el único robo que había sufrido en mi vida había sido en la puerta de mi casa, en Olivos.

     Mientras manejaba por esas calles ignotas de Lanús, no podía dejar de pensar en Juan, que se metía en las villas, que hacía trabajo social, que a pesar de ser profesional y de una clase media como yo, no tenía el miedo patológico que hacía que Cecilia me tratara de nene de mamá.

     Todavía tenía el Ford Escort cuando la conocí. Un tiempo después lo cambié por un Gol Power, casi nuevo, del que me sentía orgulloso. Pero a Cecilia, el Gol nunca le gustó. Ella prefería el Ford Escort. Más pistero, más bajito, más de su estilo. Pero el Ford Escort estaba fundido, había limado tapa dos veces y el mecánico había pronunciado las palabras fatales: sacatelo de encima. Cecilia sostenía que si lo dejaba a dos cuadras de la villa cercana a su casa, cerca de la cancha de Talleres, me lo irían a desarmar y podría cobrar el seguro.

     Era una idea que me seducía, pero no me animaba. Había visto una película de Darín y Pinti en la que Darín intenta una matufia parecida y termina perseguido por Pinti, que era del seguro y si bien aparentaba ser un idiota, en realidad era un tipo pesado. A los que esas maniobras les salen bien, todo en la vida les sale bien y a mí todo me salía mal.

     Cecilia me deseaba, yo la deseaba, iba a buscarla los viernes en que su ex-marido, un poli insufrible, se llevaba a sus nenas. Esos viernes en mi casa cogíamos hasta la madrugada y después dormíamos hasta tarde. Y cuando le tocaba estar con las nenas, salíamos con ellas, las pibas me adoraban. Yo las adoraba también. De golpe fuimos como una familia. En el auto, los cuatro nos volvíamos una familia feliz. Cantábamos temas de Gilda y todas esas cosas que hacen las familias felices.

     Un día finalmente me animé y dejé el Ford Escort con la llave puesta en el lugar que Cecilia me había indicado. Tren/subte/tren al norte, tren/subte/tren al sur y el Ford Escort continuaba allí. Intacto.

     Con Cecilia salí casi dos años hasta que me cambió por el mago. Pasé más de un año sin salir con nadie. La rutina del trabajo y a casa. Algunos viernes tomaba whisky, media botella, a veces más; pero no salía. Cada quince días lo iba a buscar a Iván, que ya se quedaba conmigo hasta los domingos, en que lo llevaba de vuelta.

     Un viernes de esos en que tenía que ir a buscar a Iván a Lincoln, Regina me llamó para decirme que no fuera, que Iván tenía sarampión.

     El otro, mejor, dijo y cortó.

     Cuando Iván venía a casa me sentía invadido, me había acostumbrado a vivir solo. Tenía que darle todo el amor de golpe, me estresaba. No es que no lo quisiera, o que me molestara, todo lo contrario. Lo mismo con Cecilia: cuando se quedaba a dormir en casa sentía esa incomodidad, la misma sensación invasiva. Una amiga sostenía que eran mañas de solterón.

     Pero esa noche estaba entusiasmado con ver a Iván. Lo iba a llevar a la cancha el domingo —el lunes era feriado y podía quedarse un día más—, le había comprado una estación de servicio de juguete, tan linda que daban ganas de ponerse a jugar.

     No sabía qué hacer, toda esa energía de los planes frustrados ahora me generaba angustia. No podía concentrarme en otra cosa. Fui a la cochera por el Gol y salí a la deriva. Por Libertador entré a Capital y seguí hasta llegar a la 9 de Julio. En la plaza del Obelisco había mucha gente, miraban la luna, estaban tan a la deriva como yo. Continué hacia el Sur. En el final del Puente Pueyrredón elegí Pavón. Sin pensarlo decidí seguir hacia Lanús. Era la primera vez que iba a Lanús desde hacía por lo menos un año.

     Una emoción confusa me impulsaba, tenía un lugar donde ir. Un objetivo. Pensé en Juan. Me hubiera gustado pedirle que me metiera en el Partido Obrero, pero después me arrepentía. Me desinflaba. Como cuando pensaba pedirle a Tomás, un compañero del colegio, que me llevara a probarme al club Olivos, ya que él jugaba al rugby ahí. Pero ni a Juan ni a Tomás jamás les dije nada.

     El centro de Lanús no había cambiado. Bajé la ventanilla y le pregunté a un hombre cómo llegar a Monte Chingolo. Habíamos pasado dos años de acá para allá por esas calles de Lanús con Cecilia pero nunca había llegado a Monte Chingolo. El tipo me dijo que debía dar una vuelta manzana y cruzar Pavón hacia el este y continuar por un túnel que me llevaría directo a Chingolo. El tipo dijo Chingolo, a secas.

     Hice varias cuadras por una avenida doble mano, bastante angosta. En una esquina, leí el nombre: Avenida Eva Perón. Seguí varias cuadras. Los focos del alumbrado cada vez alumbraban menos, apenas si escupían una luz opaca sobre el parabrisas. Locales cerrados, vidrieras mal iluminadas, quioscos solitarios. Estaba desorientado, mi aventura se había tornado absurda y era hora de volver hacia el centro de Lanús. Di un par de vueltas para retomar Eva Perón. Me sentí más tranquilo. Compraría algo por el camino para comer en casa y diagramar el próximo fin de semana con Iván. Pero el paisaje se extrañaba cada vez más. No quería detenerme y continuaba avanzando. Al mirar otro cartel me di cuenta de que no estaba circulando por Eva Perón, sino por una calle de nombre Centenario Uruguayo. Un nombre extraño para una calle. Estaba perdido. En el estéreo cantaba Nina Simone, esa canción que también canta Creedence. Su voz me molestaba, estaba fuera de todo. Tomé por una avenida que se desprendía en diagonal, con la intención de recuperar el rumbo hacia Eva Perón. Pero cada vez estaba más desorientado. Giré otra vez en una esquina con el propósito de volver hacia atrás. Un ruido feroz me sobresaltó e hizo temblar la carrocería. El Gol se volvió pesado, el volante duro. Me bajé. Había destrozado una goma en un cráter del asfalto.

     La oscuridad en esa cuadra era absoluta. Las casas se hundían en la penumbra, nadie viviría en ellas. Sentí una sensación de terror.

     De la nada aparecieron unos pibes, re pendejos, casi nenes. Uno se me acercó como quien se acerca a saludar con un abrazo y me apuntó con un cuchillo. Se me vino a la mente un recital de los Stones en el que Jagger abraza a Morrison y luego lo empuja con violencia, un recital que había visto en la casa de no sé quién la primera vez que fumé porro y me pegó raro y nunca más fumé porro. Enseguida aparecieron otros pibes más grandes. Hablaban como si yo no estuviera, planeaban llevarse el Gol que permanecía indefenso, con las luces tristes. Debatían la posibilidad de desarmarlo ahí mismo. Intenté una reacción pero me contuve, el que me apuntaba con el cuchillo lo empujó más sobre mi panza, como si quisiera atravesar el pullover. Entre ellos había un pibito de no más de seis, siete años. Hablándole al que me tenía apuntado con el cuchillo le dijo:

     —Mátalo, mequetrefe.

     Hablaba con un acento extraño, doblado como en las películas.

     El pibito se sacó la cabeza como si fuera un casco y se la colocó debajo del brazo. Desde allí, la cabeza seguía repitiendo: mátalo, mequetrefe, como un disco rayado. Los pibes más grandes lo ignoraban y se abalanzaron sobre el Gol como hienas ante una presa inerte.        

     Las luces azules de un patrullero resplandecieron en la oscuridad. Los pibes y el pibito sin cabeza se esfumaron. No salieron corriendo ni buscaron un lugar dónde esconderse, literalmente desaparecieron. Dos policías me hicieron varias preguntas, me pidieron los documentos del Gol y se quedaron hasta que terminé de cambiar la goma delantera. Uno de los policías tenía una panza grotesca y el otro era casi esquelético, parecían el gordo y el flaco. No se percataron de que me estaban asaltando, se habían detenido porque les extrañó ver el auto parado en medio de la calle. Estaba aturdido y preferí callar. Me iban a tomar por loco. Solo dudé al responder la pregunta de hacia dónde me dirigía. Me perdí, les contesté, tras una breve vacilación, y me indicaron el camino para salir a Pavón.

     Manejaba por Centenario Uruguayo pensando obsesivamente en ese pibito sin cabeza. Debería ser más chico que Iván. Todo me había parecido absolutamente real, pero no faltaba nada en el interior del Gol.

     Al llegar a Eva Perón volví a sentirme seguro y tuve una idea loca: llamar a Cecilia. Era medianoche. La llamé desde el celular a la casa. Atendió ella. Le dije que estaba por Lanús, por Lanús Este. Me dijo que la pasara a buscar.

     Después de mucho tiempo volvía a estacionar frente a su casa. Subió al Gol y arrancamos como si el tiempo no hubiera sucedido. Ni reclamos ni nada, a pesar del final de telenovela barata que habíamos protagonizado. Tras la ruptura y por teléfono, me había exigido que lo dejara de joder al mago con mis amenazas. Me gritó que yo estaba loco, que había dejado de hablarle por doce días —los había contado— y que ahora me hacía el arrepentido. Después agregó: patético, y cortó. Patético es un adjetivo insoportable.

     Cecilia estaba sentada en el lugar en el que en ese momento debería estar Iván. Pero ella hablaba sin parar y no me daba tiempo a pensar en paradojas de la noche. Era mejor, no quería tocar ningún tema traumático, yo había tenido reacciones bastante desubicadas que prefería no exhumar. Cecilia tampoco iba por esos temas, me contaba de las nenas, se reía. Me había olvidado de su risa. Sugirió que fuéramos a Temperley, a un bar sobre Meeks, frente a la estación del tren.       

     El bar se llenó de gente, todos muy pasados. Un gordito estaba tan pero tan duro que giraba sobre su eje con una sonrisa interminable en su boca. Por esa sonrisa se podría salir de cualquier lugar seguro. Cecilia no paraba de hablarme de Skay Beilinson, se había hecho fan de Skay Beilinson, los seguía a todos lados. Yo continuaba embobado mirando al gordito y su sonrisa adictiva. El ruido nos impidió hablar de cosas más íntimas. Los gestos completaban las oraciones que ahogaban la música y el barullo. Tomamos unas diez cervezas.

     Salimos del bar tan borrachos que no podíamos encontrar el auto. Finalmente cuando dimos con él, el desafío fue encontrar Pavón. Yo no conocía y ella no se acordaba. Tras muchas vueltas la encontramos. Ahora el que hablaba era yo. Al pasar por el centro de Lanús le pregunté si quería que la llevara hasta su casa. No me respondió. Parecía ida y su sonrisa me recordó al gordito del bar. Seguí y seguí casi por inercia. El alcohol zumbaba en mi sangre. Puente Pueyrredón, 9 de Julio, Autopista Illia, Maipú, mi casa. Seguimos tomando cerveza. Clareaba en la ventana, una luz azul nos volvía aun más desconocidos. Intenté besarla pero ella no abría la boca y me abrazaba con fuerza. Fue al baño y al salir se metió directamente en el cuarto, se tiró en la cama. Me acosté a su lado y la empecé a tocar. Quería cogerla y me pidió que me pusiera un forro. Me excité pensando en una mujer con pedazos de muchas mujeres. Cecilia nunca abrió la boca y terminé besándole todo el cuello.

     Al despertarnos teníamos resaca de todo. La llevé de vuelta a su casa. Beso en la mejilla y que sigas bien.

     La angustia era insoportable. Pensaba en lo que se piensa cuando uno mira las cosas tan fijamente hasta que pierden todo sentido. Creo que en ese momento tenía una sola certeza: no iba a volver a verla.

     Envidio a esas personas que de todas sus relaciones se traen lindos recuerdos. Hasta se mandan mensajes o se juntan para las navidades.

     En la avenida de los pozos no doblé a la derecha, hacia Camino Negro como acostumbraba al volver de la casa de Cecilia. Giré a la izquierda con rumbo al centro de Lanús. En un semáforo me detuve y por una bocacalle asomó la torre del Parque de la Ciudad. Me quedé perplejo. Imaginaba a la Capital más lejana, esa imagen irrumpía grotescamente la monotonía de las casas bajas y grises. Había pasado muchas veces por ahí y nunca la había visto, pero ahí estaba, erguida como un dinosaurio que observa la ciudad, sin norte ni sur, una ciudad de juguete, una ciudad sin fin.

     Crucé Pavón como si fuera un charco y me metí en el túnel que lleva a Monte Chingolo.

     Tomé Eva Perón. Con la luz del día todo era distinto. Otro lugar, otros colores. De repente, como un déjà vu, otra vez el ruido y la dirección pesada. Bajé del auto, había pinchado la goma de auxilio. Puteé para mis adentros. No tenía otra goma. Me sentí absolutamente solo.

     Estaba frente a una plaza. Caminé en busca de un banco donde sentarme, para respirar un poco y decidir qué hacer. Unos nenes jugaban al fútbol. Me acerqué para observar un rato el partido. Uno de los nenes era muy parecido al pibito sin cabeza. Pero, si era él, ahora tenía otra vez la cabeza en su lugar y jugaba a la pelota con otros nenes. Me acerqué más y más, metiéndome en la cancha improvisada. Era habilidoso, corría con la pelota sin que nadie se la pudiera quitar. Era el mismo pibito, no había duda. En un arrebato me metí definitivamente dentro de la cancha para mirarlo de cerca, para observarle el cuello; una locura, pero lo agarré de los pelos para comprobar que su cabeza no se desprendía de su cuerpo.

     Un tipo, el padre, alguien que estaba con ellos se me vino encima. Solté al pibito, miré al tipo y lo insulté con furia. Toda la angustia del alma la escupí en esa puteada.

     El tipo me pegó una piña.

     Dos policías me sujetaron desde atrás, y ante la gente de la plaza que no paraba de insultarme, me llevaron al patrullero. Eran los mismos policías de la noche, el gordo y el flaco.

     Pasé varias horas sentado en el patio gris de una comisaría. Estaba atontado, la voz de Regina diciendo sarampión, Cecilia hablando, la sonrisa del bar, Skay Beilinson, el pibito sin cabeza, el alcohol, el dolor en la nuca, el sabor de la sangre en la boca, el sueño. Me dolían los párpados. Al rato el policía flaco me dijo: vení, loquito, y me llevó hasta la oficina del comisario. Un tipo avejentado, sesentón, que tenía un bigote amarillento quemado por nicotina.

     —¿Qué te pasó, te volviste loco? —dijo con un tono entre paternal y burlón.

     No le contesté. No sabía qué decirle.

     —Te hice llamar porque al ver tu documento... Un nombre muy raro el tuyo —su gesto se endureció—. ¿Vos no serás algo de un zurdito abatido en los setenta en el batallón que estaba acá nomás?, en Chingolo —hizo una pausa canchera y se acarició el bigote—. Yo estuve ahí, hace una ponchada de años, era para navidad, recién empezaba en la policía. Ése fue el final de la guerrilla —concluyó orgulloso.

     La palabra guerrilla quedó flotando en el aire. Había olor a sopa o a mate cocido. En una pared descubrí un cuadrito con la foto ajada del colectivo de los pandulces.

     La angustia se desvaneció como una muela que de golpe deja de doler. Sonreí y las palabras se me dispararon desde la boca.

 

La casa de los pájaros

 

Un ruidito en la oscuridad, en medio de la noche, como si algo se moviera detrás de la cortina. Será el viento. Intentó volverse a dormir. A través de la persiana se filtraba la luz blanca de la calle. Antes no entraba luz por la persiana. ¿Siempre fue tan blanca la luz de la calle?

     Cerró con fuerza los ojos y en la oscuridad se veía bajando del tren, ni siquiera era medianoche y en el andén no quedaba nadie. Se imaginaba sola, sola en las calles de todos los días. Dio varias vueltas en la cama, afuera se escuchó un auto que pasaba a toda velocidad, las ruedas chirriando contra el empedrado. Estiró la sábana con las manos. Escuchó gente caminando, abajo, en la calle. ¿Irán a un hospital? ¿a un trabajo? ¿o simplemente caminan sin sentido?

     Las cuadras entre la estación del tren y su casa se le representaban ahora como lugares extraños, olían a otra cosa, a otro barrio. Intentó recordar detalles de las casas, de las esquinas, pero no recordó ninguno. Con los dedos del pie recorrió la sábana hasta el hueco en que ajusta con el sommier verificando que no se hubiera salido. Nada peor que la aspereza de la frazada en la planta de los pies. ¿Y si me pasara algo? ¡Qué estupidez! Miles de veces había caminado por esas calles de noche sin que le pasara nada malo. Había hecho toda la carrera en turno tarde, volviendo a su casa muchas veces después de medianoche.

     En el desayuno apuntaba en la agenda frases y giros que podría incorporar a las ponencias, hacer más énfasis en los progresos del tratamiento, opacar el abismo de la no-cura. Ese era el objetivo. En pocos días iba a dar un seminario sobre TDAH en el Instituto Janer; una semana entera hablando sin parar para gente desconocida. Datos nuevos, fuera de la tesis del libro, que nadie pudiera decir que estaba repitiendo como un loro. Chispazos que parecieran derivas ocurrentes, pero que estuvieran calculados y cercados. No, no toda la gente sería desconocida.

     Tenía mucho sueño, había dormido mal por ese ruidito de mierda. Por suerte tras finalizar el desayuno subiría al auto, en la clínica, estacionar no implica un problema, en el Instituto Janer hay que pagar estacionamiento. Mejor no llevarlo. El auto a veces se convierte en una molestia.

     Fin de un día extenuante. Cenó arroz con aceite de oliva y queso. Se acostó.

     Con los ojos abiertos y vigilantes en la oscuridad, el ruidito reapareció. Era intermitente, como una descarga eléctrica, un enchufe o una conexión a punto de descomponerse. Se incorporó y encendió el velador.

     Desde esa posición ya no tenía dudas: detrás de la cortina. Ahora estaba despierta, fuera de la cama, de pie en medio del cuarto. Atinó a correr la cortina pero se contuvo. ¿Y si fuera un bicho? Volvió sobre sus pasos y encendió también la luz cenital. ¿Qué podría ser eso que se movía?

     Estaba sola en el departamento, una obviedad, vivía sola, pero a la vez esa soledad se le revelaba como un descubrimiento inquietante. Desnuda, apenas tenía puesta la bombacha, últimamente le molestaba el camisón. Afirmó sus pies descalzos en el piso, corrió la cortina con decisión y lo vio: un pajarito negro, inmóvil, erguido sobre sus patitas entre los cables enmarañados del televisor.

     Se quedó aferrada a la cortina, el silencio retumbaba. El pajarito la escrutó con temor, parecía asustado. Luego elevó el pico como una uña, como si intentara decir algo y en dos saltitos desapareció entre la cómoda y la pared. Presa de un arrebato tomó la cómoda de ambos bordes y la movió. Una fuerza que pensó que no tenía.

     No estaba. Solo las marcas en la alfombra, la pared ajada por la presión del mueble.

     ¡¿Dónde te metiste?!, gritó y el grito se amplificó en la noche.

     Se llevó la mano a la boca, giraba la cabeza como un radar fuera de control. Los vecinos, pensó. Volvió a mover la cómoda, se tiró al piso para ver mejor, entre la cómoda y la pared no podría haberse esfumado. Pero no estaba, no estaba.

     Permaneció un largo rato recostada sobre la alfombra. Sintió frío, era tarde. Con bronca y resignación se metió en la cama. Las sábanas no estaban suaves, no olían a nada. ¿Las cambié? En algún lugar de la habitación el pajarito estaría escondido, los ojos abiertos, expectante a todo lo que ella hiciera. Al bajar de la estación y caminar las calles nocturnas debería haber miles de ojos observándola desde las ventanas cerradas. Ojos como luces negras, como esas dos lucecitas encendidas en algún lugar de la habitación.

     Al día siguiente salió antes de la clínica. Uno a uno los muebles de la habitación fueron a parar al living. No venía nada mal una limpieza. Muchas veces le rondaba un pensamiento: una debe tener todo ordenado por si se muere de repente. Salir a la calle con medias limpias, con la ropa interior inmaculada. Algo podría sucederle en el trayecto de la estación a su casa y el dueño del departamento no podría decir que le alquilaba a una sucia. Algo podría estar escondido detrás de los autos, entre las sombras, nunca había pensado que algo podría esconderse detrás de los autos. Las calles están llenas de autos. El miedo crea la víctima, en algún lugar leí eso, tal vez en los apuntes del seminario, tal vez se me ocurrió. No creo que sea un pensamiento propio, lo debo haber leído en algún lado, tengo que anotar las cosas que saco de algún lado.

     La habitación quedó desnuda pero el pajarito no aparecía. Continuó buscándolo mientras ordenaba los placares. Nada. Armó la habitación otra vez con leves variaciones en el orden de los muebles y cambió las sábanas. 

     Debió escaparse por la ventana. Tema cerrado.

     El seminario. Pasó el resto del día anticipando preguntas de los asistentes que sobrevolaran la neutralización de la hiperactividad en los niños de 0-5 años, el tema central de la primer ponencia. Debía evaluar las posibles derivaciones de cada uno de los tópicos de las cinco ponencias: los patrones preexistentes, la inquietud excesiva, la impulsividad, las nuevas hipótesis sobre el déficit. Tópico, tengo que usar la palabra tópico, la voy a repetir una y otra vez hasta que me nazca naturalmente. A los que intentaran desviarla de los temas nodulares debería cortarlos al vuelo y encerrarlos entre los bastidores del seminario.

     Con el ruidito se le habían ido las ganas de hacer pis. Desde la época de la escuela, y mucho más en épocas de finales en la facultad, siempre que se enfrentaba a algo importante —era el primer seminario que daba—, se ponía muy ansiosa y le venían incontenibles ganas de hacer pis. Una de las preocupaciones principales era ésa. ¿Qué voy a hacer si me agarran ganas de hacer pis mientras estoy hablando? Era una preocupación que superaba incluso a la de perder el hilo del tema, que se le olvidara lo que tenía para decir y tener que improvisar. Un fantasma que la hiciera caer en el delirio y decir cosas que nunca diría en público.

     ¿Qué cosas?

     Se acostó. Caminaba por las calles, apenas se oía el chasquido de las botas contra la vereda. Nada tras los autos, nada por las calles. Ahora podía verlo todo desde una altura más elevada y comprobar que nunca hay nada detrás de los autos, de los árboles.

     En la oscuridad, de nuevo el ruidito.

     Se levantó enfurecida, corrió la cortina sin rodeos. El pajarito negro estaba allí otra vez.

     No se dejó llevar por el impulso de atraparlo. Esta vez voy a ser metódica. El plan: conducirlo hacia la ventana, tentarlo para que escape volando. Estarás extrañando volar, hijo de mil putas. En puntas de pie caminó hacia la ventana pero el pajarito se metió debajo de la cama. Con furia levantó primero el colchón y después el sommier.

     ¡¿Dónde mierda te metiste?! Me vas a hacer pis por todos lados.

     Cuando se dio cuenta de que estaba hablándole, se llevó la mano a la boca. Los vecinos. ¿Cuánto tiempo hacía que no los veía? ¿Se habrán mudado?

     ¿Los pajaritos hacen pis?

     Antes de ir a trabajar, cerró las persianas y trabó todas las ventanas. Nadie iba a burlarse de ella aunque se equivocara, aunque trastabillara con alguna palabra, aunque no supiera responder una pregunta. Mucho menos ese pajarito insignificante. Sí, iba a retorcerle el cogote hasta arrancárselo. Como se lo retorció a la mesa examinadora en el último final. Habían recibido una respuesta brillante a cada una de sus preguntas mala leche. Tenían que interrumpir su respuesta para que no siguiera hablando. Porque hubiera podido seguir y seguir hablando como un loro. Pensaron que no iba a saber, que no iba a responder con semejante locuacidad. Deseaban humillarme. 10 (Diez). Y ahora me llaman para dar seminarios.

     Durante todo el día en la Clínica estuvo dispersa. Se encerró en el consultorio hasta la hora de salida. Si le preguntaran a qué niños atendió no los recordaría. Al llegar a su departamento, se acostó temprano para esperar el ruidito.

     Las horas pasaban, trataba de no dormirse, que ningún otro ruido la distrajera. Nada. Otra vez las calles nocturnas. Ahora la vista era cenital y su figura más pequeña, una manchita movediza bajo los focos del alumbrado. Se pasaba las manos por la cara para sentir la piel, la humedad y el calor de la piel, continuaba hacia la cabeza hasta el pelo. Su pelo suave, sentía ahora su mano acariciándolo. Una mano borrosa en un auto. Un nombre: David o Braulio. ¿David o Braulio? Un novio de mi mamá. Faltaba el aire en ese auto enorme. Las ventanillas cerradas y un olor. El hombre manejando, hablaba, sonreía y tenía un olor, a perfume, a respiración. Un olor como el aire. Un olor que no se iba. Afuera los árboles eran verdes y luminosos como nunca los había visto. La mano del hombre continuaba acariciándole el pelo, un brazo peludo, una mano de piel oscura, tostada por el sol. ¿Dónde está mi mamá? En el interior de ese auto todo era amarillo. La casa de los pájaros, la casa en donde viven todos los pájaros, los pájaros de todos los colores, donde todos los pájaros tienen otro nombre y ahora tu nombre es Constanza. Un nombre hermoso, un nombre a su medida. Constanza es una música. En la voz de ese hombre amarillo todo parecía acariciarla. La mano sobre su pelo. Una y otra vez, mientras miraba incansablemente la persiana cerrada. Ya no entraba más luz.

     Eran las ocho. Se había quedado dormida. Llamó a la Clínica. Pidió una licencia por una semana argumentando un viaje. Correrían los turnos. No podían negársela, la necesitaban.

     Mejor quedarse.

     Una y otra vez volvía a revisar las trabas de las ventanas, asegurarse de que la puerta tuviera media vuelta con la llave puesta. El perfume amarillo se le había evaporado, quería imaginarlo otra vez pero ahora en la casa de los pájaros había otro olor, un olor más intenso. Un olor penetrante que volvía como un recuerdo olvidado; alpiste, huevo, manzana, sí, ahora los podía individualizar uno a uno, alpiste, huevo, manzana mezclados en un mismo olor. Un olor que recorría todo el departamento.

     El lunes a la hora del seminario llamaron del Instituto Janer. Atendió cambiando la voz:

     —Hola.

     —Hola, ¿Gabriela? Soy Ingrid, Ingrid del Instituto Janer. ¡Te estamos esperando, Gabriela! ¡Está lleno de gente! Ya deberías estar acá, muchos ya compraron tu libro.

     —Soy Constanza, la hermana de Gabriela.

     —¿Y dónde está Gabriela? ¿Está viniendo para acá? La estamos esperando.

     —Gabriela no está. Se fue.

     Cortó. Apagó el celular.

     Ahora podía hacer pis sin miedo, todo el día y toda la noche, ahora a la casa de los pájaros llegaba un montón de gente, manzana, alpiste, sí, no, ahora ya no tengo miedo, horas y horas sentada haciendo pis, mamá grita, tío Pablo grita, los policías gritan, las cáscaras de huevo hacen ruido, las manos del hombre, el pelo de alpiste, la voz de manzana, los pajaritos cantan en su pelo, blanco, amarillo, no, no tenía miedo mientras hacía pis, largas horas sentada en el inodoro. El pis tibio no se acababa nunca, acariciaba la entrepierna, la piel, y volaba, sentía el cuerpo ágil y pequeño, suspendido en el cielo nocturno. Todas las ventanas de todas las casas abiertas y abajo, una chica camina sola por las calles, acelerando el paso, como si estuviera asustada.

 

Tigre

 

Cerró el libro que intentaba leer cuando las chicas volvieron de bañarse en el mar. Se arrojaron sobre las reposeras al sol, tenían sed y pidieron algo fresco. No había nada más que mate. Se puso las ojotas y fue por unas gaseosas.

     Había accedido a que su hija trajera a una amiga, por miedo a que se aburriera con él. Una adolescente sola es de temer; dos, en cambio, crean un mundo inaccesible. Pero esa estrategia lo había hundido todavía más en la introspección. En el viaje, los ojos clavados en la ruta transformaron sus imágenes mentales en situaciones tensas, en voces, en palabras que lo rondaban anárquicamente como bichos enloquecidos en derredor de un foco nocturno. Una y otra vez hacía el ejercicio de verse desde afuera, de tomar distancia, hasta forzar el corto-circuito que lo arrancara de esos pensamientos.

     Mientras se alejaba, volteó a mirarlas. El sol les pegaba de lleno, se estiraban en las reposeras como si quisieran crecer de golpe. La pequeña villa balnearia era un lugar solitario y despoblado, de playas amplias y tranquilas. ¿Dónde iría a conseguir una gaseosa? Subió al pequeño médano/límite entre la villa y la playa, y se largó a caminar por una calle de tierra y arena. Una propagadora emitía una voz publicitaria, palabras inentendibles, la voz aguda y melosa de un locutor deformada por las frituras del bafle. Intentaba entender lo que decía, pero no entendía nada. De fondo se escuchaba un tema de esos viejos, de Abba o de Queen.

     Recorrió varias cuadras sin encontrar ningún negocio. El sol estaba quieto en lo más alto del cielo. Todas las casas eran bajas, a medio terminar o mal terminadas o terrenos baldíos en los que los yuyos crecían libremente. Dio vuelta una esquina y se alegró al ver un cartel de Coca Cola oxidado. Parecía ser un pequeño almacén, pero enseguida se dio cuenta de que estaba cerrado. Cerrado de una manera que resultaba difícil imaginárselo alguna vez abierto. Siguió caminando con la ilusión de toparse con algún quiosco o con cualquier lugar en el que alguien le vendiera una gaseosa.

     Lejos del mar, el calor se volvió agobiante. No le gustaba caminar con ojotas y mucho menos por calles de tierra reseca y con arena. Tantas vueltas lo habían desorientado. Por la ventana de una casa modernosa, racional, de las de tipo bloque cuadrado, observó una escena: un hombre se tomaba la frente como si volara de fiebre mientras una mujer hablaba enfurecida. El vidrio cristalino de la ventana le daba a las imágenes una vivacidad hiperreal que le generó la compulsión de seguir mirando. Él parecía vacilante, débil; ella ejecutaba movimientos seguros y decididos. Un diálogo entre un moribundo y una inmortal. Podría ser la escena de una película, de esas películas extrañas que se dan por TV en las madrugadas de desvelo. No se escuchaban las voces, pero ella movía la boca y le lanzaba ráfagas de palabras mientras él permanecía ensimismado. En los momentos en que la mujer no hablaba, la escena se volvía aun más tensa. Empezaba a resultar insoportable. Él iba a rebelarse y la mataría, o ella terminaría pisándolo como a una cucaracha. Una tragedia ante sus ojos. Eran las primeras personas que encontraba desde que había bajado del médano. No quiso ver más y decidió continuar.

     Todas las demás casas parecían vacías, cerradas, como si nadie hubiera elegido ese pueblo para alojarse y todos estuvieran parando en balnearios cercanos y más populares. Candados en las puertas, el abandono de los jardines delataba la ausencia de los dueños o de habitantes temporales. Tampoco circulaban autos. El sol y el calor parecían haber espantado a todo el mundo.

     En una esquina, tuvo dudas sobre el rumbo a seguir. Continuó por una calle que parecía ir al mar. En el final de la cuadra había un viejo Torino estacionado junto a un sauce llorón.

     Al acercarse, entre el árbol y el Torino, observó una cabeza enorme como la de un perro. Los ojos desproporcionados, la mirada intensa, y detrás de su cabeza, en el lomo, las rayas inconfundibles de un tigre.

     Se detuvo abruptamente y volvió sobre sus pasos. Pensó: tal vez haya visto mal y reconsideró la idea de que fuera un perro, de una de esas razas cruzadas o exóticas. Pero por otro lado estaba convencido de que había visto las rayas negras, beige y blancas de un tigre, y aun con el efecto distorsivo de la distancia, era evidente que tenía un cuerpo mucho más corpulento que el de un perro.

     Estimó que los separaban un poco más de cuarenta metros. No se animó a acercarse más, la mirada que le llegaba desde el coche era muy potente, atenta a cualquier movimiento. Volvió a la esquina para observarlo con más resguardo desde una ubicación que pudiera darle más tiempo para huir en caso de un ataque. Entre el Torino y el árbol, la cabeza enorme se distinguía a pesar de la distancia. Ya casi no podía verle los ojos, pero la potencia de su mirada persistía.

     Dio la vuelta manzana para observarlo desde otra perspectiva. Decidió arriesgarse ya que la distancia desde esa esquina era bastante menor. Ahora el Torino estaba en primer plano. Era de color amarillo y con muchos saltones en la pintura que también parecían manchas. Guiado por el instinto, el animal volteó la cabeza y lo apuntó con la mirada.

     Una fuerza lo arrancó de sí mismo, sintió un apagón en el cuerpo, en la sangre, como si le faltara el aire, como si hubiera demasiado aire, como si el mundo se hubiera enmudecido. El instinto lo empujó a moverse, a alejarse, a caminar sin rumbo. Paulatinamente el sonido de la propagadora lo fue rescatando del aturdimiento. La voz decía algo que sonaba como «libertad» o «realidad» y cerraba la frase con una palabra terminada en «mismo». Deslizó las palmas de las manos por la piel de la cara y se aferró a la carne, como si siguiera hundido en la ferocidad de esos ojos, en la intensidad de esa mirada. Como si no hubiera visto a través de esos ojos algo horrible, algo tan propio como imposible de recordar.

     Subió el médano y se quedó un largo rato de frente al mar. Nadie hubiera escuchado el ataque en esas calles desoladas. La propagadora hizo un ruido, como el de una descarga eléctrica, y enmudeció.

     A lo lejos divisó a las chicas. Cuando se acercó hasta ellas ya no tenían sed, y todo lo que querían era un choclo.

 

Nene

 

—Vivo con tía Paula, es como mi mamá, vivo con ella desde siempre —le digo al pibe que tengo sentado a la mesa frente a mí. Me escucha con atención, hago una pausa y sigo—: Mi mamá se fue al poco tiempo que yo nací. Se fue y nunca nadie la vio más. Me llevo bastante mal con tía Paula, discutimos todo el tiempo, pero bueno, no es mi mamá, ¿entendés?

     La moza trae las cervezas. El pibe se esfuerza por agradecerle. Sobreactúa.

     —Con lo de mi papá también tía Paula no sabe lo que yo quiero. Si no le pregunto dice que no me interesa, si le pregunto me contesta cosas que podría creerme a los ocho años, pero ahora no le creo nada. Y lo que más le molesta es que no me importe —digo con énfasis y el pibe abre los ojos, se queda embobado. Lo conocí ayer por Tinder—. No es que no me importe, simplemente que lo que ella me dice no me importa porque son mentiras. Que mi papá tiene problemas psicológicos, que está internado en Uruguay, que estafó a una multinacional y si lo encuentran lo matan, todos los días inventa una nueva. Tiene una distorsión con la figura de mi papá, porque es su hermano menor, su único hermano. Además dice que yo soy así porque leo cosas raras de filosofía como leía mi mamá, mirá qué delirio.

     —Pero, ¿la querés? —me pregunta.

     —Tía Paula es buena y mala. Es tía Paula, yo que sé —le contesto.

     De todos los pibes que fui seleccionando por Tinder, éste parece ser el más reprimido. Podría ser él. Es de acá, siempre vivió en Banfield. Esos anteojos que lleva puestos, tan Godard, tan culturosos, fueron lo que más me atrajo de él en su foto de perfil. Le quedan bien, tan inseguro. No deben ser recetados.

     —¿Vos tenés papá y mamá? —le pregunto.

     —Sí, como todo el mundo.

     Se ruboriza. Se da cuenta de que metió la pata. Le hago un gesto para rescatarlo, para que no se sienta mal.

     —Yo de mi papá solo me acuerdo de la noche del vidrio. Cuando era una nena, tenía ocho, él volvió. Me acuerdo perfectamente de esa noche, la del vidrio. En realidad, debería decir la noche en que lo conocí porque hasta ese momento yo nunca lo había visto. Un día apareció en casa. Tía Paula se emocionó mucho y él me dijo que era mi papá y empezamos a salir a caminar la noche. Así decía él: caminar la noche. Era raro, solo me hablaba de las luces, del color de las luces, del color ámbar de las luces. Decía que en las películas solo miraba de qué color eran las luces de las ciudades, ya fueran París o Moscú. Ahora Ámbar es un nombre que las chetas y las actrices cool les ponen a sus hijas, pero en ese tiempo era una palabra rara. Para mí las luces eran simplemente naranjas o amarillas o blancas. Pero él decía las luces ámbar. Portaban algo trascendente para él.

     —¿Trascendente? —me pregunta y me doy cuenta de que le cuesta entender algunas palabras.

      —Sí, que escapan a la razón, a lo que se puede razonar.

     Se queda en silencio, parece avergonzado. Los pibes de mi edad son ignorantes. Con todos con los que me cité fue lo mismo. Por eso me gustan más grandes. Vuelvo a la noche de mi papá, parece interesarle lo que le cuento.

     —Esa noche caminamos por Alsina. Las calles a la noche son tan solitarias, es como si tuvieran otra configuración que de día. A lo lejos, los focos del alumbrado confluían en una gran bola luminosa donde la ciudad parecía incendiarse.

     El pibe me mira, me sigue escuchando con mucha atención. Es muy literal, pero mis imágenes parecen imantarlo a mi voz.

     Le gusto.

     —Mi papá me dijo que iba a cuidar un local por la noche, que un amigo le había ofrecido ese trabajo. Era una casa de muebles, un lugar dónde vendían muebles en el centro de Banfield. Mi papá pronunciaba manfield, lo decía con la m. Yo entendía sus palabras pero a la vez era como si hablara en otro idioma. Después supe que hubo una actriz de Hollywood con ese apellido que murió decapitada. Él me hablaba como si yo lo entendiera. Me hablaba de una película que nunca pude ver, de un sol negro creo, de un ciego y no sé qué. Después de recorrer las calles nocturnas, entrábamos al local y nos sentábamos en una mesa con sillas. A mí me encantaba eso. Era como si tuviéramos una casa para nosotros solos. Era como un juego. Mi papá desde ese punto seguía mirando las luces afuera. Decía que muchas veces las luces al chocar contra el asfalto de las calles generaban cosas. Que él podía verlas. Yo le preguntaba: ¿qué cosas? y él intentaba explicarme. Solo me acuerdo de algo que repetía una y otra vez: que se le iban a explotar los ojos de ver esas cosas que creaban las luces.

     Mi papá era lindo, alto, tenía las piernas muy largas y la cara angulosa como un cantante de rock.

     El pibe me pregunta por la noche del vidrio. Es un buen síntoma que me pregunte eso, que quiera saber más.

     —Ah, la noche del vidrio, sí. Algo terrible. Estábamos los dos sentados en esa mesa suave como de madera, yo acariciaba esa superficie con la palma de la mano. Y él hablaba, hablaba todo el tiempo, yo escuchaba lo que decía, pero eran cosas que pasaban lejos, me contaba cosas que pasaban lejos. Contaba historias, no me hablaba de cosas comunes, pero a veces yo ya no entendía lo que decía y su voz empezaba a sonar como una música, viste esas melodías que no conocés pero sabés cómo siguen. Yo lo escuchaba y acariciaba la mesa, pero para él era como si yo entendiera todo, como si conociera todos esos lugares de los que me hablaba. La noche del vidrio, él estaba hablando y de repente se quedó en silencio. Yo seguí su mirada que se perdía afuera. Había un nene como de mi edad, parado frente a la vidriera. Nos miraba con odio, con bronca; nos miraba como si le hubiéramos robado algo, no sé bien cómo nos miraba ese nene, pero nos miraba con ojos reclamantes. Sus ojos eran dos bolas heladas y blancas, tenían el brillo filoso de un cuchillo. Era…

     —¿Qué era? —me pregunta el pibe, que había seguido mi relato con mucha atención.

     —¿Vos te podrías olvidar de algo así? Digo, si te pasara algo así.

     Se queda en silencio. Contrariado. Continúo:

     —Era…, era un nene angustiado, profundamente angustiado y mi papá se puso mal. Muy mal. Desencajado. Se puso pálido como si le hubiera bajado la presión de golpe. El nene caminó hacia nosotros, y cuando la vidriera lo detuvo, mansamente apoyó su cara contra el vidrio y su gesto se descompuso, se deformó, la carne de la cara se enrojeció, de sus labios brotaba saliva como si algo se hubiera soltado dentro de su boca, sus ojos parecían romperse como dos huevos. Yo me quedé quieta observando esa cara pegoteada, los ojos derramándose en el vidrio y a mi papá que lo miraba. No sabía qué hacer. Un rato después el nene se apartó del vidrio pero su rictus violento quedó impregnado en el cristal, como si todavía estuviera ahí, como si continuara mirándonos. Quedó grabado su rostro, su expresión. Una imagen que permanecía a pesar de los minutos que pasaban y pasaban. Era horrible, el nene se fue y nos seguía mirando a través del vidrio.

     Esa noche me dejó en casa y se fue. Nunca más volvió. Nunca más lo vi.

     Ensayo un gesto para suavizar mis palabras, como que ya no me importa. Cambio de tema.

     —Tengo dieciocho, igual que vos, pero yo soy de marzo —le digo y parece molestarle ser menor que yo—. ¿Cómo era tu nombre?

     Renso se llama el pibe. Qué vergüenza, no me acordaba de su nombre. Me aclara dos veces que es con S. Parece importante para él que yo sepa que su nombre se escribe con S o tal vez su insistencia en la S es una recriminación velada por haberlo olvidado. Me cuenta que salió desde los quince con una chica que es la más linda del mundo. Martina. Pronuncia el nombre Martina como si fuera miel. Salió hasta hace poco con esa chica pero ella lo dejó por uno que estudia sistemas. Martina también estudia sistemas, pero igual siguen siendo todos amigos, un gran grupo de amigos que se reúnen siempre, pero él sufre, sufre porque ella lo dejó por poca cosa.

    —Sos lindo.

     Trata de decir algo, pero no puede.

     Es un pibe lindo. Detrás de los anteojos me sigue mirando, tiene unos ojos grandes, brillantes, pero una mirada débil, debe tenerle miedo a la oscuridad.

 

Fairlane

 

Son las nueve de la mañana en punto. Daniel escucha el ruido de un motor que viene desde afuera y se asoma por la ventana: un Fairlane acaba de estacionar en la puerta. Cuatro cabezas dentro del auto giran a la vez hacia la puerta de su casa. Parecen astronautas dentro de una nave.

     Saluda con un gesto amigable, con la seguridad de que son ellos y automáticamente se abre la puerta trasera del lado izquierdo. Sale a la vereda. Va a ser un día caluroso. Sube al auto y saluda. Son cuatro hombres contándolo a él y una mujer, tres atrás y dos adelante, por lo que supone que el grupo está completo.

     Uno a uno van presentándose. Héctor, taxista sesentón, rápidamente se revela como un optimista buscaladobuenodetodo. La única mujer del grupo se llama Nadia, de unos cincuenta y pico, elegante y seria, al subir Daniel, ella queda en el medio entre él y el taxista, pero el asiento trasero es anchísimo, los tres viajan con comodidad. Santiago, desde el asiento de adelante, dice ser relator de la campaña de Chacarita Juniors en una FM de barrio. De unos cuarenta años largos, barba descuidada, ropa deportiva y cultor del chiste fácil con las palabras, de esos que le fuerzan sufijos como mamadera o frescolari. Le hace acordar a un tío que de chico lo llamaba Danielingui. Finalmente se presenta Ángel, bastante más de sesenta, de esos tipos que a cierta edad su aspecto se estabiliza hasta que les llega la muerte. Es quien conduce el Fairlane y el organizador del tour Julio Iglesias con quien había hablado en la semana.

     Daniel ve su barrio alejarse por la ventanilla. Todo el último mes, desde la muerte trágica de Evangelina, había pensado muchas cosas, hasta tuvo la idea loca de acercarse a sus padres. Después pensó que no deberían estar vivos y que tampoco correspondía. Y de estar vivos, ni se acordarían de él. Unas semanas más tarde, al convencerse de que nadie de la policía vendría a verlo, le contó a Marcela, una profesora amiga del colegio, sobre la muerte de Evangelina. Necesitaba hablar de ella. Fue mi primera novia, le dijo. En la charla salió la figura de Julio Iglesias, del fanatismo que compartían por él con Evangelina cuando eran jóvenes.

     —¿Y por qué escuchaban eso? —le preguntó Marcela con inocultable desencanto—. Vos que te la das de culto y de asquerosito, escuchar esa grasada…

     Daniel la miró desentendido, como pensando en otra cosa.

     —Ahora que me hablás de Julio Iglesias —recordó Marcela—, una amiga me contó que hizo una salida con un grupo que escuchan sus canciones. Una cosa muy kitsch. Es como un paseo, algo así.

     Unos días después le consiguió el número del organizador del tour. Hablar de Julio Iglesias era hablar de Evangelina. Y si de algo quería hablar Daniel era de Evangelina. Lo llamó unos días después. Ángel fue muy amable en el teléfono aunque parecía repetir una fórmula:

     —El tour consiste en pasar un día entero a bordo de mi Fairlane escuchando en orden cronológico la discografía oficial de Julio Iglesias, pero además rarezas y grabaciones de las que soy uno de los pocos poseedores. Le va a gustar mucho y no tiene fines de lucro, el único fin es difundir la obra de este gran artista.

      Solo le cobrarían la parte proporcional del GNC, de la comida y de los peajes. El recorrido establecido era General Paz, Richieri, Autopista Ezeiza-Cañuelas, ruta 6, Las Heras, San Andrés de Giles, ruta 7, otra vez ruta 6 y regreso por Panamericana.

     Podría ser una estupidez, pero arregló para el sábado siguiente.

     Tras las presentaciones, Ángel anuncia con tono ceremonial que con Yo canto de 1969 comienza oficialmente la discografía de Julio José Iglesias de la Cueva. Nunca supo que se llamaba así. Con los primeros acordes del tema, Daniel se acuerda de que ese disco lo tenía Evangelina. El que se compraba uno no lo compraba el otro y los intercambiaban. La acústica en el interior es envolvente y acolchonada. El volumen de la música no es excesivamente alto, pero rápidamente comprende que nadie habla encima de las canciones. Apenas un comentario breve y siempre aprobatorio en las pausas entre tema y tema.

     Los primeros longplay propios que tuvo Daniel fueron los de Julio Iglesias, se los compraba su papá en una disquería frente a la plaza del barrio. Después empezó a escucharlos con Evangelina, que era mucho más fanática que él. En fiestas y cumpleaños, su mamá lo vestía con un saquito de pana azul y una camisa blanca con cuello grande igual a la que luce Julio en la tapa de su disco A mis 33 años.

     En la autopista Ezeiza-Cañuelas hacen la primera parada. Ángel elige un agradable paraje entre unos álamos que el calor del fin de la primavera mantiene inmóviles. Del baúl saca sillas plegables, una mesa, mate, termo con café y otro con té. Cremona y medias lunas de grasa y manteca. Para todos los gustos.

     La segunda parada es en el pueblo de Las Heras. Bajan en una plaza sombría detrás de la estación del tren, los árboles tupidos no permiten que pasen los rayos del sol. Van a almorzar unos sándwiches de vacío y pollo que Ángel retiró al pasar por una rotisería del pueblo. Arma una mesa más alta que la del desayuno y se sientan en unas sillas plegables de madera sobre la tierra reseca. En el baúl del Fairlane parece entrar el mundo entero.

     Ángel cuenta la historia de sus tours Iglesias. Los hace desde 1976. Dice que representan para él una especie de promesa/homenaje a su fallecida esposa Graciela, quien como él había sido fanática del cantante madrileño.

     La palabra fallecida le trae la imagen de Evangelina con su vestido blanco de primera comunión, con guantes y un rosario entre las manos. Una foto en el living oscuro de la casa de ella. Una imagen que siempre se le ocurrió fuera de la realidad.

     Todos cuentan anécdotas de recitales de Julio. Las de siempre, las que deben contar los fanáticos de cualquier cantante. El taxista había pasado noches enteras haciendo cola por una entrada. Me morí de frío una noche helada en Mar del Plata, dice, por verlo en una actuación exclusiva en el Hotel Hermitage, en vacaciones de invierno, con las Trillizas de Oro y la mar en coche. El relator había llegado a escucharlo cantar en un recital en Miami con cena show de más de mil dólares que le había pagado una amante de Villa del Parque cuando él era joven. Nadia dice que nunca va a haber otro cantante romántico como Julio Iglesias, que no puede ni quiere escuchar a otro y que nunca entendió a los que lo comparan con Roberto Carlos. Daniel cuenta que lo escuchaba de chico con una amiga y lo de la tapa de A mis 33 años. Ángel alardea una y otra vez sobre su colección. La discografía oficial firmada de puño y letra por el mismo Julio —aclara y agrega–, que tiene miles de long play, de los de antes, los discos de pasta.

     —De vinilo —le dice Daniel y Ángel lo mira como si no entendiera la corrección.

     Nadia le lanza una mirada severa a Ángel y con una sonrisa forzada aclara:

     —Sí, de vinilo —y rápidamente agrega—: de vinilo, de vinilo, los de pasta eran los de Gardel.

     Todos se ríen. Daniel observa con disimulo a Nadia —su sonrisa parece controlada por hilos invisibles— y piensa que un coleccionista de discos no podría confundir los discos de pasta con los de vinilo. Tal vez solo fuera fanático de Julio, de la figura, pero le parece muy rara esa confusión y la inmediata corrección de Nadia. Sospecha que podrían conocerse previamente con Ángel.

     Pero en realidad, sigue pensando en Evangelina, en cuando la dejó por Verónica, en el personaje que se construyó para Verónica, un personaje que había representado durante veinte años y del que estaba hastiado, cansado, aburrido. Un personaje que había crecido escuchando a Yes, a Pink Floyd, a Spinetta y después cuando fue avanzando en la facultad, ya lejos de Verónica, había crecido escuchando a Miles Davis, a Thelonious Monk y hasta algunas veces contaba que su padre escuchaba los cuartetos de cuerdas de Bela Bartok los domingos por la mañana.

     Porque no tenés espíritu crítico, le había dicho Verónica en el bar de la esquina de la facultad cuando lo dejó.

     El calor emite un zumbido en el silencio. Ángel, recompuesto de la mirada de Nadia, declara que siempre fue fan y que Graciela se hizo fan por él.

     —Creo que fue mi culpa —afirma compungido—. Ella era muy joven, en el año 75 tenía dieciséis años y yo ya era grande. El día que cumplió los dieciocho nos casamos. Juntos fuimos a los primeros recitales que Julio dio en Argentina.

     Ángel no toca su sándwich. El relator trata de fingir buenos modales cuando Nadia lo observa. El taxista escucha con atención.

     —Julio por esos tiempos quería hacerse amigo de Palito Ortega para salpicarse de su fama. Graciela conocía a un plomo que trabajaba en los recitales de Palito y que había sido también contratado por Julio.

     —No sabía ésa de Palito —comenta sorprendido el taxista.

     —Ése era un desafineitor  —agrega el relator con mofa.

     Ángel parece no escucharlos y continúa:

     —Un día él la llevó a conocer a Julio en el Sheraton y así, así nomás, se terminó acostando con él esa misma tarde. Y cuando llegó a casa me lo contó, sin ningún rodeo. Me lo contó con emoción.

     Los ojos de Ángel escarban la tierra. Un viento leve despeja el calor y hace murmurar las hojas de los árboles.

     —Le había puesto un reproductor de magazines al Fairlane. Esa noche salimos a la ruta a probarlo. Ella no paraba de hablar de Julio, de lo caballero que era, de lo bien que la había tratado. La voz de Julio se confundía con la voz de Graciela. Pero yo solo escuchaba la voz de Julio.

     Ángel hace un silencio abrupto, como si se le hubiera atravesado algo en la garganta, como si quisiera llorar. Nadia gira la cabeza levemente y mira hacia el Fairlane.

     A unos metros de la plaza, en un pequeño hospital, Daniel y el relator van a hacer pis. En los mingitorios se miran como para decirse algo pero no se dicen nada.

     La tarde que se reencontró con Evangelina, mientras ella hablaba de sus hijos y de la escuela, de su marido Rubén, un tipo simple como ella, repartidor de un mayorista de golosinas, Daniel sabía que no era Evangelina ni esos hijos lo que había perdido, era algo más, y que no era tampoco la emoción de cuando se emborrachaba y volvía a escuchar los temas de Julio Iglesias a todo volumen con los auriculares.

     Era algo que no era nada.

     Vuelven al Fairlane y Ángel maneja vacilante. La sonrisa que le iluminaba la boca ante cada tema de Julio Iglesias ahora está apagada. Daniel siente el agobio de la mirada de Nadia y cuando decide voltear la cabeza hacia ella, en el movimiento también colisiona con los ojos de Ángel que lo observan por el retrovisor. Suena ésa de quiero enseñarte un camino en el mar.

     Frente a un bosque de álamos, Ángel detiene abruptamente el Fairlane a un costado de la ruta. Baja y el ruido pesado de la puerta al cerrarse retumba en el interior del auto. Lo observan caminar hacia los álamos. El taxista dice con gracia irónica: éste se fue a mear. Nadia tose, parece nerviosa, como si de repente se hubiera dado cuenta de la situación absurda, del tour, de los misterios de Ángel.

     —Éste está actuando —agrega el relator con un tono al límite entre la risa y el fastidio—. Está haciendo una… ¿cómo se llama…?

    Perfomance, piensa Daniel. ¿De dónde habría sacado la amiga de Marcela el contacto de Ángel?

     Nadie habla. Ángel ya no se ve entre los álamos. El primero en bajar del auto es el relator, lo siguen Daniel y el taxista. Nadia se queda en el Fairlane. Caminan unos treinta metros hasta los álamos, pero Ángel no está. El relator hace un chiste, ya sin gracia, con fastidio. El taxista camina hacia el alambrado de un campo donde el bosque finaliza. Pega un grito:

     —Allá está, allá ¿no lo ven?

     Por el campo distinguen a Ángel corriendo a toda velocidad hacia las entrañas del paisaje. Su espalda se desplaza por un andarivel entre dos surcos abiertos. La inmensidad vuelve la figura cada vez más diminuta, más graciosa la forma de correr. Como un dibujito animado. En pocos instantes es un punto que se borronea en el horizonte. El relator salta el alambrado e intenta ir tras él, pero desiste a los pocos metros.

     —La culpa es nuestra —dice antes de saltar nuevamente el alambrado.

     —¿La culpa de qué? —reacciona el taxista.

A lo lejos escuchan el motor del Fairlane. Lo observan avanzar unos metros corcoveando hasta detenerse, como si se hubiera apagado el motor. Corren hacia el auto. Escuchan el reintento de arranque, pero el motor tose y se apaga. Nadia, sentada en el asiento del conductor, permanece con la mirada clavada en el parabrisas.

     —La reconciencia de la lora —la voz del relator rompe el silencio, pero Daniel lo contiene. Abre la puerta y trata de decirle algo, pero no le sale nada.

     Ella aparatosamente se corre hacia el asiento del acompañante. Daniel se sienta en el lugar del conductor para reintentar el arranque, pero se percata de que la llave se partió y una parte quedó atascada en el tambor.

     —Santísima madre de Dios que me pariste de ternero —la puteada del relator es lírica, como si la situación confundiera su humor.

     —Tranquilos, no pasa nada, le hago un puente y lo arranco. Yo nunca me quedo en la vía. Hay que rajar de una vez por todas de este lugar de mierda —el optimismo del taxista se sostiene a pesar de todo.

     Vuelve la vista hacia los álamos y el alambrado, concluye:

     —El loco éste no vuelve más.

     Le ordena a Daniel que le abra el capot. Pasalo a nafta, es la perillita debajo del tablero, le grita. Daniel baja la palanquita, la respiración de Nadia entrecorta el silencio. Por una hendija del capot abierto puede observar las manos seguras del taxista moviéndose con destreza. La carrocería vibra y el motor ruge como un león. Cierra el capot, al ver a Nadia y Daniel en el asiento de adelante le dice al relator: se ha formaaadoo una pareja, y ambos, disimulando la risa, se suben al asiento de atrás.

     El taxista le indica el rumbo con tono autoritario. Ya no es ni optimista ni simpático. Daniel obedece sin mirarlo. En un acto de rebeldía prende el estéreo y Julio Iglesias vuelve a cantar. Nadie habla ni se queja, como si al volver a la ruta hubieran vuelto a ser lo que fueron desde el principio: un grupo de desconocidos.

     Los temas que suenan no los conoce. La voz perdió frescura, arrastra las sílabas. Nunca había escuchado esas canciones. Ese Julio Iglesias que canta ya debería haberse acostado con Graciela; ni siquiera la recordaría, a pesar de que una vez había leído que un fiel asistente llevaba todas sus amantes anotadas y que eran varios miles. Muchas de ellas estarían muertas como Graciela.

     Como Evangelina.

     En Liniers, el relator y el taxista se bajan sin saludar en las paradas de colectivos de la General Paz. Arranca ni bien siente el ruido de la puerta cerrarse. Nadia le dice que siga hasta Beiró.

     Acelera y retoma el carril central. La presencia de Nadia es agobiante. Sube a Beiró, el semáforo los detiene. Ella le dice que se baja ahí mismo, que está bien. La voz ahora es firme, los ojos marrones se suavizan.

     —Te mando un mail por el Fairlane. Cuidalo —sentencia y se baja.

     ¿A qué mail?, piensa Daniel mientras la observa perderse entre los autos.

     Las luces de la General Paz se encienden en el cielo todavía azul. Aferrado al volante de ese auto inmenso piensa en cuando la llamó a Evangelina, en su voz sorprendida en el teléfono, algo distante al principio. Después se sintió alagada y no le costó mucho llevarla al hotel y sacarla un rato de su mundito. Y verla otra vez en el desayuno, en el diario; su marido la había asesinado para después pegarse un tiro.

     Una novela mexicana... hubiera dicho Verónica con cinismo.

     El indicador de nafta marca un poco más de medio tanque. Sabe que no va a poder detener el motor, que ya no hay una Evangelina para ir a buscar y tratar de ser alguna otra cosa.

     Acelera el Fairlane. En algún momento la nafta tiene que acabarse.

 

M m m mmm

 

Mi mamá siempre repite eso: que cuando yo era bebé Raquel me tuvo que dar la teta porque ella no tenía leche. Siempre cuenta eso de su amiga Raquel. Ojalá se callara o que fuera otra la amiga de mi mamá que tenemos que ir a buscar a no sé dónde. No me acuerdo nada de ella. No me gusta que mi mamá diga eso. Cuando lo dice, Dani se burla de mí y me enojo con todos y no les hablo más.

 

Raquel es un nombre horrible. La tenemos que pasar a buscar antes de salir a la ruta y mi papá le dice a mi mamá que no le gusta ir con el Coronado flamante por lugares que no conoce. Me gusta la palabra flamante, parece volar. Mi papá protesta porque el auto es del tío Luis, que vive en Guardia Escolta, y como allá no venden autos nuevos se lo tenemos que llevar nosotros desde Buenos Aires.

     Doblamos por una calle de tierra. Mi papá le dice a mi mamá que ésa es la calle, que vamos bien. Es un lugar feo, las casas están todas rotas. Unos chicos corren atrás de nosotros mientras Dani les hace burla por el vidrio. Todo es feo. En todas las esquinas hay basura, yuyos, autos oxidados. No me gustaría vivir en un lugar como éste. Paramos en una casita. Una nena descalza, con la ropa sucia, me mira y se mete un dedo en la nariz. Los chicos que nos corrían nos alcanzan y se ponen a mirar el Coronado. Una mujer sale de la casa con un bolsito, es flaca, se ríe y les grita a los chicos que dejen de molestar. Mi mamá dice que es Raquel y con mi papá se bajan del auto.

     Raquel y mi mamá se abrazan, no paran de darse besos. Cuando me ve por la ventana grita: ¿ella es la que me chupó la teta? ¡No lo puedo creer! ¡Está enorme! ¿Cuánto tiene ya?

     Mi mamá le contesta que tengo diez, que en febrero cumplo once.

     Se sienta al lado mío; me quedo en el medio, entre Dani y ella. No me gusta que se siente al lado mío. Dani como hace siempre se seca el beso de la cara que le dio Raquel. Mi mamá lo reta, pero Raquel se ríe. Ojalá no diga más lo de la teta.

 

Paramos en una estación de servicio. Mi papá lo lleva a Dani al baño. Mi mamá, Raquel y yo vamos al de mujeres. Mientras hago pis, Raquel habla a los gritos con mi mamá. Y cuando se calla, canta con la boca m m m mmm. Cada m la dice con un sonido distinto, creo que es una canción que conozco. Salgo a lavarme las manos y la veo sentada en el inodoro haciendo pis con la puerta abierta. Fuma. Una bombacha amarilla se estira en sus rodillas. Me mira y me guiña un ojo. La miro con odio.

     Salgo corriendo del baño y voy a buscar a Dani y a mi papá. Ojalá pudiera ir al baño con ellos. Mi papá nos compró alfajores y Dani grita: ¡carrera hasta el auto! Lo dejo correr primero, y cuando quiero lo alcanzo y le gano. Se enoja. Subimos al Coronado y le digo que se quede en el medio, que ahora me toca a mí la ventanilla. Dani se enoja otra vez. Enseguida suben mi mamá y Raquel y mi papá arranca. Raquel le pregunta a Dani por qué está enojado y él le contesta porque yo le saqué la ventanilla. Lo alza como si Dani fuera una bolsa, lo cambia de lugar y ahora ella se queda en el medio. Dani me mira y me saca la lengua. Es un tarado. Listo el pollo, dice Raquel. Se ríe y me abraza. Trato de hacerme chiquita para que no pueda apretarme. Me paso todo el viaje mirando por la ventana. Raquel a cada rato canta m m m mmm con la boca. Es insoportable. No quiero dormirme.

 

Mi papá dice que llegamos a Tostado, que ya falta poco para Guardia Escolta. Bajamos en una estación de servicio y mientras mi papá carga nafta, un hombre le dice que la ruta está complicada, que los caminos son de tierra y que estuvo lloviendo hasta recién. Pero mi papá le dice que los conoce y que el Coronado no va a quedarse. Es un tractor, le dice.

     Dani grita que el Coronado no es un tractor, que es un transatlántico y le digo que es un tonto y se enoja. Me grita: chupa teta, chupa teta larararará... Lo persigo por la estación de servicio y lo empujo. Se cae y el hombre que vende nafta lo levanta del piso como un trapo. Se pone a llorar. Qué nene tan estúpido. Ojalá la hubieran dejado venir a Mariel conmigo. Aunque no quisiera que Mariel supiera lo de la teta de Raquel. Mi mamá nos reta. La miro con rabia. Ella es la culpable de todo.

 

En la ruta embarrada empezamos a ir de un lado a otro del camino. El auto se desliza y mi papá se pone nervioso. Manotea el volante pero no lo puede enderezar. Mi mamá le dice que tenga cuidado. Tengo miedo. Mi mamá se queda callada, mi papá dice malas palabras y Raquel se ríe. El auto empieza a moverse de costado, a torcerse en cámara lenta. Raquel deja de reírse y hace m m m m mmm pero ahora suena distinto. Mi papá manotea otra vez el volante pero no le responde. Raquel le da indicaciones. Damos una media vuelta y quedamos mirando hacia el lado por el que veníamos. El motor del auto se para de golpe y nos quedamos en silencio.

     Nos bajamos. Hay barro por todos lados. Mi papá se queja porque le vamos a llenar de barro el Coronado al tío Luis. Mi mamá le dice que eso ahora no importa y cuando me quiere dar la mano se patina en el barro y grita, dice que se dobló el tobillo. Nunca le vi esa cara de miedo a mi mamá. Es como si quisiera llorar. Raquel y mi papá la llevan otra vez al auto y la acuestan en el asiento de atrás a lado de Dani que duerme. Raquel la consuela. Mi mamá se acomoda y estira la pierna en el asiento. Mi papá levanta el capot del auto y con Raquel miran el motor. Raquel fuma. Todo el tiempo fuma. Ella le ordena a mi papá que se siente y le de arranque. Mi papá la obedece. El Coronado arranca. Raquel cierra el capot. Le dice a mi papá que va a manejar ella. Que ella sabe manejar en el barro. Yo me siento al lado de mi papá contra la puerta. Nadie habla en el auto, solo Raquel que a cada rato hace m m m mmm. No quiero escucharla, cómo me gustaría que ella no estuviera. Muy despacio volvemos a Tostado.

 

Vamos a pasar la noche en un hotel horrible. Los cinco en la misma pieza y con el baño compartido con todo el hotel. No hay otro hotel porque hay un partido de básquet o no sé qué. Mi mamá no quiere que mi hermano y yo vayamos a ese baño, pero Raquel le dice que no nos críe como maricones. A mi mamá el dolor del pie no se le va con nada. Raquel averigua sobre una señora que cura.

 

Subimos todos en el Coronado. Maneja Raquel. Mi papá al lado de ella no dice nada. Cada vez hay menos casas y las calles son de tierra. La señora vive en un ranchito. Es una viejita que tiene verrugas en la cara, en los brazos, por todo el cuerpo. Le dice a mi mamá que pase y Raquel entra con ella. Dani, mi papá y yo nos quedamos afuera, en un patiecito. Hay olor a sopa. Un perro nos ladra. Por la ventana se escucha a mi mamá que grita. Un rato después salen. Raquel dice que la viejita le tocó el punto y que no le va a doler más.

 

Mi mamá quiere saber a dónde se metió Dani. Otra vez le duele el tobillo. Salgo al jardín a buscarlo. El pasto está muy alto y hay olor a podrido. Me encuentro con Raquel. Ya sos una señorita, ya te debe venir, me dice y se ríe. Me pregunta si quiero ir al baño, que podemos ir juntas a hacer pis entre unos árboles que hay por ahí atrás, que nadie nos va a ver, que el baño es un asco, que está lleno de caca. Le digo que no tengo ganas de hacer pis y me meto otra vez en el hotel a buscar a mi mamá.

 

Es de noche. Vamos a comer milanesas a un lugar que parece un rancho pero tiene muchas mesas bajo un techo de chapas oxidadas. En la esquina hay una mujer altísima que camina de un lado a otro. Parece reírse y habla con una voz rara. La luz de la calle es naranja y la mujer parece un dibujo. Raquel grita que es un travesti. No sé qué es un travesti, pero me da vergüenza preguntarle a mi mamá delante de Raquel. El mozo dice que es el hijo de Barrales y que ahora se llama Perla. No entiendo por qué dice eso. El vestido le queda muy apretado y tiene rulos. Su pelo es rubio, casi blanco.

    

No tengo hambre, no puedo dejar de mirar a esa mujer. Los bichos vuelan enloquecidos alrededor del foco de la luz. Hacen mucho ruido. Los autos le tocan bocina y ella se mete entre los autos como si quisiera que la atropellaran. Se levanta el vestido cuando le tocan bocina. A veces mira hacia la mesa, hacia dónde estamos nosotros y después se apoya en el Coronado hasta que pasa otro auto.

 

Mi papá acompaña a mi mamá al baño porque ella no puede pisar bien. Dani juega con un autito. Vuelvo a mirar a la mujer entre los autos. Ahora les muestra las tetas y se mueve como un payaso. Raquel hace chistes con el que nos sirvió las milanesas. Habla como si fuera un hombre. Me dice que me tengo que pintar los labios como esa mujer para tener muchos novios. Yo no quiero tener muchos novios. Me mira, no se ríe. Prende un cigarrillo. Le grita a la mujer para que venga. Miro hacia el baño pero mi mamá y mi papá no vuelven. Todo se queda en silencio. Vuelvo a mirar a Dani pero no está. La mujer se acerca, es gigante. Fuma y mira. Raquel le dice algo. La mujer la mira con odio. Todos se callan. Raquel no le lleva el apunte y me mira a mí. Yo no la miro. Sé que va a hacer m m m mmm con la boca pero no hace nada.

 


Mar del Plata en invierno

 

Dos días juntos. Una noche entre esos dos días juntos. Despertarme con ella, saber cómo duerme, cómo sueña, así fantaseaba él, en eso consistía el loco proyecto que tenía con Stella Maris. Y de tanto buscar y buscar la manera, finalmente un viaje de trabajo para él, la excusa de visitar a una prima inventada para ella. Todo el mundo tiene una prima lejos. La ciudad de los sueños: Mar del Plata. La feliz. En eso consistiría la gran conspiración.

     Vivía deslumbrado por Stella Maris, llevaban más de un año de salidas furtivas. Ella estaba en pareja con un tipo básico, de ocupaciones turbias. Él nunca lo había visto pero lo imaginaba. Era un tipo grande, Stella Maris tenía veintitrés, él veinticinco y el tipo más de cuarenta.

     Toda la semana se la pasó preparando el viaje. Era además una gran oportunidad para sacar a la ruta su flamante Renault 12 L que se había comprado un mes atrás. Alicia, su jefa en la empresa, que le hacía la gamba en todo, le armó una comisión a la feliz. La excusa: llevar unos papeles de vital importancia al jefe de la regional de Mar del Plata.

     Cuando todo estuvo arreglado, llamó a Stella Maris para avisarle pero su celular daba apagado. Mandaba directo al contestador. Stella Maris jamás levantaba los mensajes del contestador. Debían salir el sábado tipo cuatro de la madrugada y ya era viernes a las seis de la tarde y su celular seguía apagado. La angustia conspiraba contra cualquier preparativo. Si ella no contestaba igual tendría que ir; el tipo de Mar del Plata esperaba los papeles y le daba vergüenza contarle a Alicia que Stella Maris lo había plantado. Ella era muy crítica con esa relación y con su obsesión por Stella Maris. Imaginar esos cuatrocientos kilómetros, solo, le resultaba insoportable.

     A las once de la noche Stella Maris lo llamó. Había tenido un problema que no quiso contarle pero que le impedía viajar. Más de lo de siempre. Se enojó y le dijo que no podía hacerle eso. Ella dijo que iba a tratar de zafar pero no le prometía nada. Tampoco hubiera creído en su promesa.

     Mar del Plata en julio y solo. Pensó en llevarse música para el viaje, cualquier cosa que pudiera entusiasmarlo. Al fin y al cabo, Stella Maris siempre tenía mil problemas y la mayoría de las veces, después de una ardua ingeniería de engaños, no podía.

     A las cuatro de la mañana se aprestaba a salir solo y ella llamó. Venía. Lo esperaba en San Justo; después le explicaba.

     En Arieta y Provincias Unidas subió al auto. Le costó reconocerla. En su cara y en su cuello varios moretones confluían en un ojo negro. Un negro que parecía pintado en la piel. Atinó una pregunta y ella le respondió con violencia que no le preguntara nada.

     Viajaban en silencio. En Ricchieri se durmió. Durmió todo el viaje. En la Ruta 2, entre dos atados gigantes de Marlboro, tuvo el impulso de abrir la puerta y tirarla del auto. Un instante salvaje grabado en su memoria. Puede sentir nítidamente ese momento, esos pensamientos efímeros que se fijan a los recuerdos como un feto maligno. Una breve actividad mental que se materializa de alguna manera extraña y no puede salir de las paredes del cráneo. Pensó que tal vez sean esas las secuencias de la película que proyectan antes de la muerte.

     Con la seguridad de que no se iba a despertar, puso Alma de diamante en un casete que no paró de girar y girar en todo el viaje. Su video mental de «Casas marcadas» son las imágenes de esa Ruta 2 invernal y soleada.

     La relación con Stella Maris era absurda y autodestructiva. Pero si algo conocía de sí mismo era justamente eso: que era absurdo y autodestructivo. Ella le había confesado que le gustaban más las mujeres que los hombres, pero que con él gozaba tanto que no podía dejar de quererlo. Pensó que el verbo gozar es un verbo indefinible. Esas cosas lo desconcertaban; cualquier tipo normal hubiera cortado esa relación por bastante menos.

     El hotel quedaba sobre Güemes, un hotel de un sindicato de petroleros que también tenía convenio con su obra social. Stella Maris bajó del auto y se registraron. Los ojos del conserje se fijaban a los moretones de Stella Maris. Sentía vergüenza y de los nervios firmó el libro de viajantes en cualquier lado. Sentía que el conserje lo miraba como el responsable de la paliza.

     En la habitación ella se arrojó en una cama individual y en segundos estaba durmiendo.

     Se fue a ver al jefe de la regional. Quería sacarse cuanto antes ese tema de encima. El tipo controló los papeles y le firmó los remitos. No le dio tiempo al chusmerío de la empresa ni a ninguna otra cosa. El tipo era amigo de Alicia, pero eso era lo que menos le importaba en ese momento.

     Casi las dos de la tarde. Volvió al hotel y Stella Maris seguía roncando. Se tiró en la cama matrimonial y se durmió.

     Al abrir los ojos, era de noche. Stella Maris estaba en el baño. Cuando salió, su cara lucía peor, más hinchada. Ella se clavó dos Trapax y se metió otra vez en la cama. Le preguntó si quería que fuesen a cenar, pero no quiso.

     Bajó con bronca. Caminó a la deriva por el centro. Los turistas invernales de Mar del Plata son una fauna uniforme. Jubilados, afiliados a gremios pobres que no les da para el verano y que se conforman con venir a chupar frío a esta ciudad sucia y desabrida. La única diferencia con Buenos Aires es que tiene alfajores, pensó. El mar no le importa a nadie.

     A él sí. Lo único que le interesaba era ver el mar. Desde la rambla se fue caminando para el lado de La Perla. El mar nocturno rugía entre las sombras como un animal herido de muerte. Caminó bastante y se sentó a descansar para fumar un Marlboro.

     Una chica rellenita se sentó a su lado. Era inquieta. Llevaba un jogging gastado, pelo oscuro y el equilibrio de sus rasgos se desestabilizaba en dos ojos enormes. Dos lamparones que miraban con la seguridad de un lenguaje propio. Sintió ganas de tocarlos, de humedecer sus dedos en ese brillo. Le calculó unos diecisiete.

     —En invierno esto es la muerte —dijo la chica bufando.

     —Parece, ¿no?

     —Sí, es la muerte. Yo laburo acá, pero con este clima ni el loro quiere un poco de cariño. ¿No querés estar conmigo? Me das lo que podés y me quedo toda la noche con vos, dale.

     La deseó. Ahora el mar latía con la potencia inútil de un corazón no correspondido.

     Ella le pidió un Marlboro.

     —La verdad me encantaría estar con vos pero...

     —Pero qué... ¿No te gusto?

     —Sí, me gustás, pero estoy con una chica en el hotel.

     —Ah... ¿Y qué hacés acá más solo que un perro?

     Sus palabras le dolieron.

     —Nada, paseo.

     —¿Y tu chica?

     —Está durmiendo.

     Un silencio pesado se interpuso entre los dos. Ella metió sus pequeñas manos regordetas en los bolsillos del jogging. El mar histérico se escuchó más que nunca.

     —¿Estás angustiado no?

     —Algo así. Pero si querés vamos a comer algo.

     —Dale. ¿Cómo te llamás?

     —Pablo.

     Siempre decía Pablo en lugar de su nombre cuando conocía a alguien en la calle, o fuera de sus circuitos.

     —Yo me llamo Sofía.

     Cenaron en un tenedor libre del centro. Salieron y caminaron para el lado del Torreón del Monje; según Sofía: territorio de las Barbies. Eran las más voluptuosas y dominaban la zona de la Rambla. Ella no podía laburar ahí, pero la crudeza del frío de esa noche había guardado a las Barbies en sus casas de muñecas.

     Se besaron; su saliva era una sustancia dulce, adictiva. Su lengua entrelazaba la de él con violencia, aferrándose a su carne como si quisiera herirlo. Era un beso torpe, un abrazo sin gracia, pero la dejaba hacer. Su boca concentraba el único calor de la noche, un lugar fuera de la intemperie. Los moretones de Stella Maris parecían de otra vida, de la vida de otro.

     Le contó de sus hermanitos, los mellizos; ella los cuidaba.

     —Cuando yo era chica, muy chica, no éramos pobres. Mi mamá era nadadora, nadadora profesional. Vivíamos en Buenos Aires, en Ramos. Nosotros veraneábamos siempre en Calamuchita, en lo de mi abuela.

     El cigarrillo se le apagó. Se lo volvió a encender y ella ensayó una cuevita con sus manos para que el viento no apagara la llama. Pegó una pitada corta y continuó:

     —Pero un año mi mamá insistió que viniéramos de vacaciones a Mar del Plata. Ese verano se ahogó, acá en La Perla. Ella que sabía nadar mejor que nadie, se ahogó. Mi mamá era hermosa. Me decía que mis ojos eran planetas. Mi papá nunca aceptó que ella se muriera y empezó a tomar y tomar. Al poco tiempo nos vinimos a vivir acá, a Mar del Plata. Después tuvo los mellizos con una piba que lo abandonó.

     El cigarrillo la hizo toser. Lo arrojó con gracia y concluyó:

     —Hace como seis meses que mi papá desapareció. Yo hago lo que puedo, tengo dieciséis...

     Fueron a buscar el auto a la cochera del hotel y recorrieron sin rumbo la ciudad desierta y nocturna. Pensó que Mar del Plata es una ciudad innecesaria. Sofía quería mostrarle el lugar en el que vivía, una villa miseria de las afueras. A un costado de la ruta observaron unas luces de colores que titilaban en la oscuridad, en medio de la nada. Es un parque, es un parque de diversiones, dijo Sofía. Al acercarse más, el pequeño parque de diversiones dibujaba sus contornos angulosos en la noche, solitario y mal iluminado. Que estuviera abierto un día de semana y a esa hora era un milagro. Él le sugirió ir a buscar a los mellizos y llevarlos al parque. Sofía se entusiasmó con la idea y fueron por ellos. Por precaución, le previno que la dejara unas cuantas cuadras antes, sobre Juan B. Justo.

     En veinte minutos volvió con los mellizos. Una nena y un nene. Tendrían cuatro años. Estaban bien vestidos, prolijos y eran muy educados. Se fueron directamente al parque de diversiones. Eran los únicos clientes, tal vez por el frío o por la hora, pero los empleados, no más de cinco, se alternaban para abrirle los juegos que iban eligiendo.

     Sofía ejercía sobre los tres una atracción que los imantaba, las risas y las emociones confluían en ella, ella elegía el siguiente juego y la seguían sin objeción. Y cuando terminaban corrían a abrazarla hasta el nuevo desafío que les proponía.

     En las tazas subieron los cuatro juntos, en los autitos chocadores se repartieron los mellizos con Sofía y en el tren fantasma los mellizos entraron a presión en el medio de los dos.

     Después de los panchos, los mellizos se durmieron. El parque se detuvo pero las lamparitas de colores continuaron titilando. Ese parque parecía no cerrar nunca.

     Subieron al auto y volvieron hacia el lado del mar.

     Los mellizos dormían en el asiento de atrás. Al llegar a la zona de La Perla, Sofía le indicó un lugar para que estacionara el auto. Era su lugar. Una plaza que lindaba con la avenida que bordea la costa. Bajaron del auto y caminaron hasta la playa. En una carpa ella se le tiró encima. Se bajó el jogging y se quedó en tanga. Una tanga de la Sirenita. De pronto estaban cogiendo sobre la arena. Le acabó adentro mientras ella lo besaba y le mordía los labios sin importarle que pudiera lastimarlo.

     Se sacudieron la arena, se vistieron y volvieron al auto. Los mellizos seguían durmiendo. Sofía se acurrucó a su lado y se quedaron dormidos con los vidrios empañados.

     Cuando un sol débil atravesó el vapor de los cristales abrió los ojos. Pensó en el hotel, en Stella Maris. Despertó a Sofía y arrancó el auto. En una panadería compró facturas, le dio plata y se despidieron en Juan B. Justo, en el mismo lugar en el que la había esperado la noche anterior. Sin control sobre sus palabras le dijo que quería volver, ayudarla. Sofía anotó su teléfono en un papelito y prometió llamarlo. Le dolió saber que ella no lo iba a hacer, que seguramente iba a ser uno de tantos, que a los pocos días iba a olvidarse de él.

     Antes de irse ella le dijo con un tono amargo:

     —¿A vos te parece lógico que una nadadora profesional se ahogue en la orilla del mar?

     Volvió al hotel. Eran las nueve de la mañana. Stella Maris no estaba. La esperó un rato tirado en la cama hasta que le avisaron que debía abandonar la habitación. Avergonzado, preguntó en conserjería y le dijeron que había salido temprano, bastante antes de que él llegara.

     Esperó hasta las doce en la puerta del hotel, pero Stella Maris no apareció. Aturdido manejó por las calles del centro y sin darse cuenta estaba circulando por la avenida que bordea el mar y luego por la que sale a la ruta 2.

     En las zapatillas todavía tenía arena de la noche anterior. Le costó mucho sacarla; la arena sobrevivió varias lavadas hasta eliminar el último granito.

     Durante varios días llamó al celular de Stella Maris. Siempre daba apagado. Insistía, más por el orgullo herido de que ella lo hubiera abandonado por voluntad propia, que por ponerse a pensar en que podría haberle pasado algo grave en Mar del Plata.  Una noche sonó el celular, número anónimo y se escucharon voces en la línea, pensó que podría ser ella, su voz, pero la comunicación se fue apagando hasta que se cortó definitivamente. Durante un tiempo volvía a llamarla y siempre lo mismo.

     Una tarde Sofía lo llamó al celular. Le dijo que aquella noche había quedado embarazada, que no le reclamaba nada, que sabía que era alguien distinto y que los mellizos siempre preguntaban por él. Se había puesto en pareja con una chica un poquito más grande que ella y que vivían juntas con los mellizos y con la beba.

     —Ella también es de Buenos Aires —le dijo entre risas.

     Esa risa le molestó. Parecía de burla.

     —Y qué tiene, Buenos Aires está lleno de gente —le contestó con tono agresivo.

     —Está bien, no te enojes.

     —No me enojé.

     —Bueno las cosas son así. Chau —dijo Sofía con contundencia y cortó.

     Debía existir una razón para cortar de esa manera. ¿Lo había llamado por su nombre? No, no puede ser, se dijo. Durante toda la tarde pensó en Stella Maris más de lo que había pensado en el último tiempo. Se propuso ubicarla, hablar con ella, debería tener una explicación lógica, pero el celular ahora estaba fuera de servicio. Pensó que podría haberse quedado a vivir en Mar del Plata. Era una posibilidad. Se le ocurrió ir por su barrio, tratar de verla, pero esas ideas se encendían en su mente y rápidamente le parecían una locura. Además, hubiera sido inútil la payasada del merodeador, ni sabía en qué lugar exacto vivía. Ella, como Sofía, no parecía necesitarlo. Con el paso del tiempo el impulso de encontrarla se fue enfriando.

 

Los indios

 

Lucio está jodido, cada vez peor, dice Rodrigo al entrar al bar. Se saca la campera y apoya la máquina de boletos sobre la mesa. Cuenta que hoy le subió una prima de Lucio en Caseros y le chusmeó que Lucio sigue encerrado, que no sale ni para hacer las compras, que no le abre a nadie.

     Rodrigo maneja el 123, los que éramos de la línea 304 roja siempre nos mantuvimos como un grupo muy unido. La peleamos todos juntos por no perder el laburo cuando la 3-43 copó de prepo la 304 con sus colectivos azules y flamantes, el coche más viejo no tenía más de cinco años, los nuestros los había traído Colón en las carabelas.

     ¡Tendríamos que ir a verlo a Lucio, che!, grita Alcaráz que maneja el 95. Podríamos juntar unos mangos entre todos y llevárselos. O morfi, si no sale a comprar, podríamos comprarle cosas de almacén, no sé, boludeces, dice el Ruso mientras le entrega la recaudación a Molina.

     Lucio es un misterio. Siempre lo fue. Nunca contaba nada. No llegó a trabajar ni un año con nosotros. Lo trajo Georgie a la línea pero después de que a Georgie lo amasijaran en el baño del bar, desmejoró mucho.

     Sí, yo creo que Lucio debe necesitar cosas, debe estar más solo que un perro, digo mientras prendo un cigarrillo. Todos piensan igual que yo así que hacemos una colecta y juntamos bastante guita. Hasta algunos pendejos azules pusieron unos mangos.

     Lucio era un buen tipo, dice el Chancho Insaurralde, el que lo llevaba para el lado de los tomates era Georgie, que con los boletos chiveaba de lo lindo. Sabés las veces que le dije, dale negro, no jodás más, es mi laburo. Siempre andaba en asuntos turbios, con gente rara. Pero Lucio parecía un buen tipo.

     El Chancho Insaurralde nunca lo quiso a Georgie. Georgie era uruguayo, negro mota, de esos del Virreinato. Cuando lo reventaron a Georgie, Lucio se volvió todavía más chúcaro. Lucio se mandó varias cagadas y la empresa lo licenció. Los de la 3-43 no tienen pulgas. Después de la licencia empezó a faltar y faltar. Hace poco lo despidieron con causa.

     Los del sindicato no pudieron hacer nada porque Lucio nunca los fue a ver, se ataja Rodrigo, que es amigo del delegado, y agrega, ahora cuando llegue Mandinga nos hacemos una escapadita a la casa de Lucio.

     Salimos del bar de la terminal de Liniers y nos subimos al 123 de Rodrigo. El Polaco, Cacho Fresia, Lucas, Mandinga, el Chancho Insaurralde y yo. Bajamos en un almacén y le compramos de todo. ¿Nos abrirá la puerta? De última, le dejamos las cosas afuera y le pasamos la guita por debajo de la puerta, digo, en algún momento va a salir a buscarlas.

     Nosotros también nos quedamos en el molde, dice el Polaco a los gritos, esa historieta que hizo correr el negro de que Lucio había sido músico de varios cantantes conocidos era un chamuyo de Georgie. Ese negro estaba del tomate. De boca de Lucio nunca escuchamos nada de eso. Lucio nunca hablaba de su vida. Casi no hablaba, mirá si iba a decir que era guitarrero. Además el negro le agregaba el plus, decía que Lucio no hablaba de eso porque había tenido una denuncia penal por una turrita, una fan de Miguel «conejito» Alejandro. Una piba menor decía el grone, qué turro qué era ese Georgie.

     Nadie mea agua bendita, escupe Insaurralde.

     ¡Vos meás ese vino rasposo que chupás!, le grita el Polaco entre risotadas.

     Cortenlá, che, no sean pelotudos, acá vive Lucio, dice Rodrigo mientras intenta estacionar frente a una casa tipo americana. Bajamos del colectivo. La casa de Lucio tiene un pequeño porche y un portoncito verde con la pintura saltada. Insaurralde toca el timbre. Nadie responde. Toca otra vez, dos timbrazos seguidos que retumban como disparos. Por la ventana se asoma un rostro, es Lucio. Nos mira como abombado, pero al cabo de unos minutos se escucha el ruido de la llave en la puerta.

     Lucio parece un fantasma. Está mucho más flaco, más alto. La barba le hace la cara más ancha. Adentro, la casa es un quilombo, todo tirado por el piso, las ventanas cerradas, las persianas bajas, el olor a humedad es insoportable, parece venir desde todos lados, se pega en la ropa, en la piel. Lucio medio boleado quiere atendernos. Tiene marcas en la cara como si hubiera estado apoliyando tres días de corrido. Lo miro a Rodrigo, duda en darle el sobre con la plata. Me voy con Cacho Fresia a la cocina y acomodamos las bolsas. Una pila de platos sucios se amontona en la pileta. Cacho Fresia me mira con un gesto de asco. Le digo que ahí no meto las manos ni mamado. Cacho Fresia se arremanga y prende la canilla.

     Vuelvo al living. Rodrigo finalmente saca el sobre del bolsillo y se lo entrega. Lucio clava los ojos en el sobre, no sabe qué decir. Dice: no hace falta, no necesito. Rodrigo lo apoya en la mesa. Es de corazón, insiste. Es de los muchachos. El 58, el coche que manejabas vos, lo tiene el Gringo Scola. Es un burro.

     A Lucio parece chuparle todo un huevo, la guita, el Gringo Scola, el 58, nosotros.

     Lucas quiere preparar unos mates, pero no encuentra la pava. Se rompió, dice Lucio. Se siente invadido, se le nota en los gestos. El Polaco sale, va a comprar una pava a Rivadavia. Lucio saca ropa de un sillón y nos sentamos en el living. Rodrigo abre la cortina y puedo ver los ojos enrojecidos de Lucio, las ojeras debajo de los ojos parecen dos morcillas. Hablamos de la empresa. De que hay más policía en Fuerte Apache. Que al Turco Gatás el otro día le robaron dos guachitos en la Tomkinson, allá por San Isidro, en La Cava.

     Lucio está en otra parte. En algún momento me pareció que amagó a decirme algo. Una sensación, qué se yo. Yo era el que más hablaba con él cuando coincidíamos en alguna terminal. Una vez me habló de un recital pirata de Pink Floyd en Wembley de 1974. A mí nunca me dijo nada de que hubiera sido músico, pero sabía de música. El Polaco vuelve con una pava azul y ahora prepara unos mates. Pava de puto, le dice Mandinga y el Polaco lo insulta. Lucio se queda en el sillón con la mirada en la ropa tirada en el piso. Nos damos cuenta de que lo estamos molestando.

     Bueno, Lucio querido, nos tomamos el palo, no queremos escorcharte más, dice Rodrigo y Lucio parece agradecer con los ojos. Le digo a Rodrigo que me voy por las mías, que me tomo el 1 en Rivadavia.

     Camino un par de cuadras masticando la bronca de ver a Lucio tan detonado. ¿Qué carajo le habrá pasado? ¿Una mina? ¿Tendrá la papa? Pego la vuelta, me voy a jugar un tiro, tal vez conmigo a solas largue el rollo.

     Toco el timbre. La misma escena. Otra vez Lucio se asoma a la ventana. Me abre. Me pregunta si me olvidé algo. No, nada, le digo. Che, Lucio, disculpá que te rompa los quinotos, pero... ¿Qué pasó, Lucio? ¿Qué pasó?

     Por la calle pasa una moto que emite un ruido espantoso.

     Lucio me mira, duda. Sus ojos parecen dos agujeros. Me hace pasar y nos sentamos en el sillón. Ahora parece más atento. Me dice que él nunca fue músico. Me cuenta que antes de trabajar en la línea fue disk-jockey en Pinar de Rocha. Era el mejor del Oeste, dice. Georgie iba a Pinar casi todos los fines de semana. Desde la época en que Lucio era seguridad en la puerta de Pinar y no lo dejaba entrar por ser negro. A pesar de eso, se habían hecho amigos. Lucio cumplía órdenes.

     Y sí, le digo. Qué le vamos a hacer... así son las cosas en esos lugares. Una cagada. Pero Lucio sigue. Me cuenta que una noche salió de Pinar, una madrugada de invierno, de esas que te congelás vivo, me remarca lo del frío una y otra vez, que se tomó el tren en Ramos y se bajó en Floresta. Lucio vive a dos cuadras de la estación Floresta. Cruzó la vía. Caminaba tranquilo, con sueño, con ganas de llegar, tomarse unos mates y meterse en el sobre y de golpe aparecieron dos indios. Se frena, me habla de los indios como si los estuviera viendo ahora: dos indios con plumas y todo el cuerpo pintado de colores. Dos indios en pleno Floresta. Como los de las películas de cauboy, dice y abre los ojos que vuelven a ser celestes. Lo miro afirmando. Está nervioso. Tiro la onda de hacer otra vuelta de mate para aflojar la tensión. Pero Lucio no me contesta nada y vuelve sobre esa madrugada. Él estaba creído de que era una joda, dos tipos disfrazados de indios, cualquier cosa que se te ocurra, me dice. Pero no, no era ninguna joda... Lucio se para y me cuenta que no sabe de dónde, de la nada, uno de los indios sacó un palo larguísimo y le pegó un palazo en la cabeza. Agarra un palo imaginario con las dos manos y lo estrella sobre mi cabeza. Dice que después del golpe se le partió el cráneo y que se cayó al piso como un muñeco de felpa.

     La puta, Lucio, pero ¿cuándo pasó esto que me contás?

     Me mira, no me contesta pero dice que todavía estaba atontado y de golpe apareció Georgie ayudándolo a levantarse y que lo subió al fitito. Me acuerdo del fitito blanco de Georgie, estaba detonado, le digo. Durante un tiempo Georgie lo tuvo encerrado en esa casa. No se acuerda mucho, pero parece que trajo un médico. Georgie tocaba la guitarra todo el día, me cuenta. Era un genio tocando la guitarra. Lucio dice que lo escuchaba y se dormía. Soñaba con su música. Unos sueños en los que siempre estaba Georgie.

     Tocan el timbre, Lucio me mira y dice que son los evangelistas. Qué a esta hora siempre rompen las guindas.

     Me sigue contando, parece que necesitara contarlo. Cuando se repuso, Georgie lo hacía pasar por músico con gente amiga que le traía a su casa. Una vez le preguntó qué hubiera hecho Lucio si hubiera sido el dueño de Pinar de Rocha y Lucio no supo qué responderle, solo que las cosas eran así, se cuidaba mucho el ambiente.

     Vuelvo a decirle que esos lugares son una mierda, que a mí una vez me rebotaron en Bamboche por ir en zapatillas.

     Yo no tenía la culpa, me dice Lucio, el asunto todavía lo angustia, y me cuenta que el Grone después lo hizo entrar en la línea, que jamás había manejado un colectivo pero que Georgie le enseñó el recorrido con un método de hipnosis y que lo aprendió de una. Hago una broma sobre el laberinto del recorrido de la 304, pero a Lucio no le importa lo que digo y me dice que el día en que ese tipo lo mató al Grone en el baño del bar con el cuchillo, pensó que todo ese mambo se había terminado. Le digo que me acuerdo como si fuera hoy, ya nos habían dejado sin los colectivos rojos, la Secretaría de Transporte los había confiscado a todos.

     Bueno ahí, me dice, ahí empezó lo peor, ahí fue que me empecé a confundir, a olvidarme el recorrido.

     Lucio se queda en silencio. A veces es como si no me estuviera viendo. Pienso y le digo que puede ser un flash del momento, cansancio, estrés, cualquier cosa. No sé qué más decirle.

     Lucio clava los ojos en la puerta, y dice que una mañana no pudo salir más de su casa. Que solo una vez se animó a salir, que quería volver a Pinar y recuperar su vida. Caminó hasta la estación con un cagazo espantoso, el viento era alguien invisible, alguien que quería frenarlo. Pero igual siguió, era como si de golpe una fuerza lo empujara a seguir.

     Al llegar a la estación, estaban ahí, eran las cinco de la tarde, estaba lleno de gente y los indios estaban ahí, con el palo, esperándolo.

 

La chancha

 

Y una tarde la volví a ver. Pasó delante de mí mientras esperaba en el auto el cambio de luz en un semáforo de Holmberg y Congreso. La primera sensación fue agria, como ver a la mujer que uno amó en brazos de otro. La segunda fue más compleja: la realidad como algo ficticio, una puesta en escena que sucede en un segundo eterno y se estira en una órbita alargada y elíptica.

     Era mi chancha.

     Hacía mucho calor y la ciudad se derretía. El semáforo se puso en verde y como chupado por un imán empecé a seguirla. Por la luneta trasera de la chancha observé que manejaba una chica joven con anteojos negros. Las ventanillas bajas y el pelo al viento. No debería funcionar el aire acondicionado. Todavía sentía culpa por habérsela vendido al cadi de Pilar a sabiendas de que el compresor del aire tenía los días contados. Varias veces me preguntó: ¿el aire funciona bien? Parecía ser lo único que le importaba. Ese día funcionó a la perfección.

     La seguí varias cuadras por Congreso. En Balbín giró a la derecha, yo también. Cuando cambiaba de carril, me pegaba detrás de ella. No podía perder a la chancha de vista. ¿Cuándo volvería a verla otra vez? La chica aceleraba y movía el cuello como si tratara de ver mi cara por el espejo retrovisor. Pareció percatarse de que la estaba siguiendo y comenzó a acelerar. Más aceleraba ella, más aceleraba yo. Me aferré al volante y clavé mis ojos en la patente.

     En Olazábal giró en rojo a la izquierda, la chancha se ladeó de una forma tan violenta que pareció doblar en dos ruedas. No podía perderla, doblé también en rojo. ¿Por qué escapaba? ¿Escapaba o era su forma de manejar? Se escondió hábilmente delante de un colectivo de la línea 133. El colectivo avanzó y pude ver la chancha doblar por Crámer hacia el centro. Aceleraba a fondo, hacía zigzag para esquivar a quien se le pusiera en el camino, pero yo la seguía sin perderle pisada. La chancha es diesel, mucha reacción no podía tener, pero la chica era una conductora audaz, a pura muñeca le sacaba todo el potencial. ¿Pensaría que intentaba recriminarle una mala maniobra? ¿Estaría escapando de algo o de alguien? Fuera lo que fuera no dejaba que la alcanzara.

     La ciudad está llena de cámaras. Alguien podría estar mirando a esos dos autos jugando una carrera vehemente por las calles. Era consciente de eso, pero no era solo alcanzarla, al huir, se ponía en juego algo más. Una vez había perseguido a un tipo que en una avenida me hizo un gesto de que me corriera de carril, al de los lentos. Un gestito sacando la mano por la ventanilla que me enfureció. Lo seguí como cuarenta cuadras y cuando lo alcancé, en una calle sin salida, bajé del auto y no le dije nada, como si hubiera olvidado la ofensa. Pero esta persecución era distinta, siempre que veo una chancha en la calle no puedo dejar de mirar la patente. Y cuando descubro que no es, me desilusiono.

     En la avenida De los Incas tomó el carril izquierdo y yo el derecho. La avenida se bifurca en un boulevard parquizado que la divide en dos calles paralelas que tienen el mismo sentido. La chica giraba una y otra vez la cabeza hacia mí, como intentando determinar quién era yo. Ensayé un gesto, pero rápidamente contuve la mano. ¿Cómo poner en un gesto lo que quería decirle?

     Además, lo único que quería era alcanzarla. Verla de cerca, tocar la chapa.

     Casi nadie extraña sus autos, la mayoría se los saca de encima como si fueran un lastre. Pero para mí, los autos son los caballos modernos. Te llevan a todos lados, en las buenas y en las malas. Hay una comunicación no verbal con ellos, una empatía más profunda. Queda mucho de la historia de uno en el interior de esos vehículos que habitamos tantas horas, impregnado en el tapizado como una marca indeleble.

     Como describiendo una coreografía, doblamos al mismo tiempo por la anchísima avenida Forest. Con espacio, la carrera fue a muerte. Varias veces logré colocarme a la par de la chancha. Ella seguía mirándome, casi que perdía la vista del camino. Los movimientos de su cuello eran abruptos, sus gestos violentos y primitivos. Cruzamos Álvarez Thomas en amarillo y me aventajó otra vez. Habían tocado a ese motor. Me convenció de venderla un mecánico que me dijo: estas chanchas después de la gamba se caen. Indudablemente, habían tocado a ese motor. Al venderla, hice un duelo. Me acompañó por muchos caminos. Era una chancha difícil. Me quitó años de vida, horas de sueño y plata de la billetera. Se descomponía todo el tiempo. Si bien la cambié por un 0 Km., no pude evitar la sensación culposa del abandono.

     Varié la estrategia: preferí dejarla ir un poco y seguirla desde corta distancia, ir a la par implicaba un riesgo innecesario y podríamos llamar la atención de un policía o de un patrullero. Para huir de esa manera debería tener una motivación más potente que el temor a un insulto por una mala maniobra, que tampoco había hecho. Un enigma que ya no podía dejar sin develar.

     Al cruzar Lacroze hizo un par de cuadras y frenó de golpe. Metió la trompa de la chancha en una pequeña dársena de giro para cruzar Corrientes y seguir por Jorge Newbery a la derecha. Yo chupado a ella. Inesperadamente, cuando creí que iba aprovechar la soledad de Jorge Newbery para acelerar a fondo, se metió en uno de los portones de acceso lateral del cementerio de la Chacarita. 

     Me detuve, pensé que ya estaba bien. El azar de la ciudad me había permitido reencontrarla. Ya era suficiente.

     Sin embargo, ingresé por el mismo portón y avancé por las calles internas del cementerio. Tras un par de vueltas, observé a la chancha estacionada frente a una bóveda de mármol blanco. La chica se bajó de la chancha como desesperada y trabajosamente trataba de abrir la puerta de metal. Era joven, flaquísima y llevaba un vestido blanco todo sucio. Estacioné detrás de la chancha, la toqué apenas con el paragolpes. Bajé del auto y caminé hasta la bóveda. Al manotear el picaporte pesado de la puerta de metal, a través del vidrio, pude ver que la chica se metía en un ataúd.

     Entré.

     Le hablé mirando hacia el ataúd cerrado. Era un cajón de madera blanca.

     —¿Qué te pasa, estás loca?

     Ella empezó a gritar. Su voz se deformaba por el retumbo seco que le daba el encierro.

     —Andate, pelotudo, andate. ¿Quién mierda sos para seguirme, hijo de puta? ¿Quién sos para seguirme? Sos amigo de Hernán, seguro que sos amigo de Hernán. Hernán se envenenó porque quiso, porque era un depresivo de mierda, un enfermo, yo no tuve la culpa, yo no tuve la culpa...

     ¿De qué me estaba hablando? Acerqué la mano a la tapa del ataúd con la intención de abrirla. Oí su respiración, que se entrecortaba como si empezara a llorar, atravesando la gruesa tapa blanca. Detuve mi mano antes de tocar la madera. Ahora lloraba. La persecución bizarra que había protagonizado minutos antes volvía como una película acelerada y grotesca.

     Quise gritarle, pero me salió una voz débil:

     —Te seguí porque ese auto fue mío…

     Ella continuó encerrada en el ataúd. Arriba del que ocupaba había otro del mismo diseño y tonalidad. Otros dos más del otro lado, dispuestos uno sobre otro. Todos idénticos. La muerte olía a rancio. Un rayo de sol, filtrado por el vidrio sucio de la puerta, inundó la bóveda de una luz blanquísima que volvió asfixiante ese espacio diminuto.

     Salí.

     Una ráfaga suave atenuó levemente el aturdimiento. El calor ya no era tan insoportable.

     Sobre la puerta de la bóveda se leía: Familia Janer. El sol se chocaba contra las letras de metal y salpicaba esquirlas de luz hacia todas partes. Me acerqué a la chancha, acaricié el capot (la chapa estaba todavía caliente) y por la ventana del acompañante observé el interior.

     La punta de la tapa de la guantera seguía rota: la había roto Brisa, la hija de María, en Atalaya, una tarde volviendo de Las Toninas. Por retarla, María se enojó conmigo y después con ella. Traje las medialunas y nadie las comió. Las dejamos en la mesa. Esa tarde me di cuenta de que no nos amábamos. Más adelante, en la autopista Buenos Aires-La Plata, un cartel anunciaba la salida a La Plata centro. La Plata es una ciudad de otros, una ciudad en la que siempre viven otros. Volvimos en silencio, como si todos estuviéramos enojados con todos.

     Subí a mi auto y manejé hasta el portón por el que había entrado al cementerio.

     No sabía adónde ir.

 

Veraneos

 

Hace más de una hora que doy vueltas por estos caminos de tierra. El auto levanta una polvareda espesa que se mete por las ventanillas cerradas. En cada cruce de caminos me dejo llevar por el impulso, por el azar. Candia en el mail no decía nada de este laberinto de sauces llorones y campos abandonados. Solo me indicó el punto de desvío de la ruta provincial hacia el camping.

     Siento ganas de volver pero a esta altura tampoco sabría cómo. Desde que salimos de casa, Matías y Ana se durmieron en el asiento de atrás. Mejor, una forma de evitar los comentarios sarcásticos de Ana. El calor es insoportable; nunca me gustaron los campings. Por más baratos que sean prefiero los hoteles. Los traigo para evitar el mal mayor de tenerlos encerrados tantos días en casa.

     Bajo del auto. Me consuelo pensando que son solo un par de días. En el cielo ni una nube. Una ráfaga de calor me toma la cara. Al bajar los ojos, escondido entre yuyos, descubro un cartelito oxidado: Camping Don Saturnino 150 mts.

     El lugar está muy lejos de ser el de las fotos de Internet. Los pastos resecos y el abandono le dan un aspecto descolorido, como el de una foto vieja y desteñida.

     Matías y Ana se despiertan. Bajan del auto y corren hacia el río. De la casucha de administración sale el encargado, un hombre alto, panzón, de pelo rubio y enrulado. Parece alemán. Tiene manchas en la piel y la ropa arrugada. Se mueve muy despacio, con desgano. Se presenta: es Candia. La voz se le afina en algunas vocales, como si tuviera un leve acento brasilero o ruso.

     Entramos y me toma los datos en un cuaderno de hojas amarillentas. Arreglo las condiciones para lo que queda del viernes y el sábado. Toma la plata y sin contarla la apoya sobre un freezer de los que se abren desde arriba. No pago más días porque Ana se aburre de todos los lugares.

 

Nos instalamos bajo unos árboles frente al río. En realidad, en un recodo en forma de lagunita que invade en semicírculo el territorio del camping. Armo la carpa lo mejor que puedo. Matías y Ana están muertos de hambre y se sientan a la mesa redonda de cemento junto a la carpa. Voy por algo para comer a la casucha, había registrado un olor a comida y un cartel pegado en la pared: minutas y bebidas.

     Minutas es una palabra vieja. Solo hay pizza. El mismo Candia la prepara con las manos sucias, o tan curtidas que nunca podrían limpiarse del todo. Me cuenta que están esperando lluvia. Habla en plural. Presumo que los que esperan lluvia con él deben ser los vecinos de la zona, aunque no vi ninguna casa cerca. Todo lo que vi fue campo y vegetación descontrolada. Tal vez se refiera a los de las otras carpas.

     Vuelvo con la pizza y se la devoran. Parecen caníbales. Les pregunto si van a jugar al Dixie, un juego que les regaló Eugenia. Ana dice que ese juego le aburre, y con la boca llena le pregunta a Matías si quiere meterse a la lagunita. Le digo que no pueden meterse al agua porque recién están terminando de comer. Convencido de que ese argumento no va a conformarla, Ana nunca se conforma con ninguna respuesta, agrego que el dueño del camping me advirtió que en esa lagunita vive un cocodrilo. Las expresiones en sus caras se oscurecen. Que se metan en esas aguas tan sucias, que pisen el fondo barroso, lleno de suciedad, me resulta aún más angustiante que la posibilidad de un calambre estomacal o de que se los coma un cocodrilo.

     El olor que van a tener después, dentro de la carpa, no se saca con nada.

 

Los únicos que la armamos en un lugar central fuimos nosotros. Las otras cuatro carpas, desperdigadas en los bordes del camping, parecen abandonadas, como si sus ocupantes se hubieran ido o no quisieran salir de ellas. Con el paso del tiempo, esporádicamente observo algún hombre tirando yerba en los latones de basura, los de color verde o rondando el sector de los baños. Solo hombres. Son carpas pequeñas, casi unipersonales. Nadie se acerca a la lagunita, menos al río. Tal vez en los camalotes realmente vengan cocodrilos o yacarés desde el norte. Víboras deben venir; no creo que haya cocodrilos en Sudamérica. Candia tampoco sale de la casucha. Al darle nuestros nombres, a los de Matías y Ana no les agregué el apellido. Él simplemente los anotó.

 

Atardece y nos sentamos a la mesa a cenar unos sándwiches que preparó la abuela de los chicos. Nos habíamos olvidado de que estaban en el baúl. Son de peceto y Ana se queja porque quiere de milanesa. La miro mientras protesta, tiene el cuello largo y el pelo le cae con gracia. Sus rasgos de niña son también los rasgos de una mujer madura. Protesta pero igual muerde el sándwich. Tienen un hambre voraz y voy por otra pizza. Otra cosa no hay. Ni se me ocurrió traer provisiones.

     Candia de lo único que me habla es de los tres meses que no llueve y que cada vez le cuesta más hacer pozos porque la tierra parece cemento. Me cuenta que entierra materia orgánica (aclara que es el motivo por el que los tachos tienen dos colores) para que los árboles y las plantas mantengan el color suave. El amarillento de las hojas es más bien enfermizo.

 

Ana está perdida. Odio este juego. Salimos a buscarla en la oscuridad del camping. Dos focos solitarios intentan iluminar el predio pero son de un ámbar tan agónico que no alumbran nada. Trato que Matías y Ana no se alejen de mí. Dentro de las carpas hay resplandores tenues, sombras alargadas. Parecen iluminarse con velas. Ana dice que le daría terror estar perdida dentro de cualquiera de esas carpas. Yo también lo pienso. Nos acercamos a la casucha y Matías le pregunta a Ana en qué lugar está perdida, que se lo diga, que ya tiene sueño y no tiene más ganas de seguir buscándola.

     Yo tampoco.

     —En el fondo de la lagunita del cocodrilo —dice Ana.

     Como ya sabemos dónde está, no vamos a buscarla y nos preparamos para dormir.

 

Me quedo un largo rato sentado a la mesa de cemento mientras Matías y Ana se acomodan dentro de la carpa. Se pelean, se ríen. Por cada venecita de la mesa hay una que falta. Los carozos de aceituna quedaron atrapados en esas pequeñas grietas. No comí nada, pero no tengo hambre. Por el río angosto asoma la trompa de una barcaza desplazándose con lentitud. El motor emite un ruido sordo. Dos tipos apoyados en la baranda me miran. Uno levanta una mano como si fuera a saludarme pero cuando voy a devolverle el saludo, me detiene un chasquido detrás de mí. Es Candia que levanta la mano y lo saluda. En sus labios se dibuja un gesto parecido a una sonrisa. Me ignoran, como si fuera invisible. El otro tipo tira la colilla de un cigarrillo al río y Candia le hace un gesto moviendo la mano con los dedos hacia abajo, como imitando la lluvia caer. La colilla flota unos segundos encendida en el agua hasta que se apaga al entrar en el perímetro de la lagunita.

     El zumbido del motor se potencia en la oscuridad, como si hubiera cambiado de marcha. Me doy vuelta otra vez, Candia ya no está. La barcaza sigue camino por el río.

     No sé qué hacer y me voy a dormir.

 

Durante toda la noche sueño que me como a Matías y a Ana. Les arranco los pedazos de carne, a tarascones, con gula, con desesperación, pero ni ellos ni yo sentimos dolor. Me miran resignados, con indiferencia. En el mismo sueño pienso que estamos jugando, como juegan los leones en los documentales de televisión.

 

Unos rayos potentes perforan la carpa y hacen virar los colores de la tela. Matías y Ana no están en las bolsas de dormir. Sus voces se escuchan afuera, gritan y se ríen. Salgo de la carpa. Se están bañando en la lagunita y juegan arrojándose agua. Se divierten, se olvidaron del cocodrilo.

     A lo lejos alguien escucha una radio. Es un día luminoso. Ana como siempre lo convenció a Matías. Los observo en el agua, Ana hace que no me ve.

     Camino en diagonal hacia la casucha. En ese punto el camping se termina contra una ligustrina. Mis zapatillas rebotan en la tierra dura, puedo sentir los esqueletos de los pastos secos en la planta de los pies. Al verme llegar, Candia sale. Está mordiendo un sándwich.

     Le pega una mirada al río y me dice:

     —Esto no es lo mismo.

     No entiendo a qué se refiere.

     —Yo veraneaba en la costa —agrega—. Antes. Antes... —amaga a decir algo pero se contiene. Continúa—: Me gustaban las playas solitarias, las playas entre balnearios. Veraneaba con mi hija Vera. A ella también le gustaban las playas sin nadie. La gente nos molestaba. Íbamos con el auto y cuando veíamos una playa solitaria, ahí nomás nos bajábamos y empezábamos a correr por la arena. Vio, la arena no es como la tierra. Vera no tenía mamá. No era una nena de hablar, pero cuando nos íbamos de vacaciones se volvía más parlanchina.

     Lo miro sin saber qué decirle, sin saber por qué me está contando eso. Pienso en Eugenia, nunca quiere acompañarme cuando me tocan los chicos. Pone mil excusas, siempre inverosímiles. Nunca me lo dijo, pero no la soporta a Ana. No se soportan.

     Candia retoma el relato:

     —Esa tarde caminamos mucho por la playa y después nos metimos al mar. ¿Vio que el agua del mar al principio es fría? Después la piel se acostumbra. Uno cree que el agua se calienta pero es la piel de uno la que se acostumbra. A Vera le encantaba el mar. El mar es más que todo. Es superior.

     Le pega un tarascón al sándwich que parece ser de milanesa. Me quedo en silencio pensando en que la anécdota se termina ahí. No sé qué hacer. Empieza a hablar de nuevo:

     —Y de repente, sentí un puntazo de dolor. Mi pierna izquierda... —se toma la pantorrilla con la mano—, pensé que se me quebraba y me desplomé en el agua. Una ola enorme me empujó hacia la playa. Creí que me ahogaba, la boca se me llenaba de agua, de sal. ¿Alguna vez sintió la fuerza de una ola enorme? Me paré como pude y la busqué a Vera. No estaba por ningún lado. A pesar del dolor en la pierna, me metí en el mar buscándola por todos lados, pero Vera no estaba. La desesperación hacía que me moviera como un idiota, de un lado al otro, como un loco. Quise gritar, pero no pude.

     Mordisquea otra vez el sándwich y continúa el relato con una voz monocorde, como si me estuviera contando algo que le sucedió a otro.

     —Después de buscar y buscar y buscar debajo del agua y no encontrarla, me senté en la arena. Las olas me mojaban el cuerpo. El silencio era insoportable. Un silencio irreal como si el mundo se hubiera detenido. Me quedé sentado horas y horas mirando pero no podía ver nada. Usted me entiende. El mar iba y venía, iba y venía como si estuviera jugando.

     Intento imaginar a Vera.

     Candia se sonríe y me invita a pasar como si quisiera mostrarme algo. Abre el freezer y saca una bandeja repleta de carne cruda. Anuncia que esta noche cambia el menú:

     —Sánguche de milanesa.

     Escucho la voz de Ana que me llama y voy hacia la lagunita. Salieron del agua. Tienen hambre otra vez.

 

Me despiertan los truenos. Parecen explosiones. El sonido del agua cayendo genera un murmullo extraño. Matías dice que la carpa se está inundando. Me asomo por la ventanita de plástico: hay una claridad pálida, una luz grisácea que atraviesa cada partícula de agua. Es una lluvia densa, pero puedo ver la forma de las gotas.

     Huimos de la carpa para meternos en el auto; en segundos el agua nos empapa, las gotas nos traspasan la piel. Ana con el pelo mojado es otra persona. Desarmo la carpa como puedo e intento meterla a la fuerza en el baúl. No me importa romperla. Busco la salida del camping intentando que el auto no se encaje en el barro. Matías me mira desde el asiento de atrás, sus ojos marrones son transparentes; a su lado, Ana, quieta, completamente cubierta debajo de mi campera.

     A través del vidrio empañado, veo la figura deformada de Candia que se acerca con un largo arpón en las manos. Lo esquivo. Él también me esquiva; va en dirección a la lagunita. Antes de atravesar el arco de salida del camping, freno y vuelvo a observarlo: camina hasta el borde de la lagunita y clava el arpón en el fondo. Lo clava y lo saca del agua una y otra vez con vehemencia. Algo más lejos, la barcaza permanece inmóvil en el río. Cuatro hombres contemplan la maniobra con atención bajo la lluvia torrencial, hasta que Candia, resignado, suelta el arpón.

 


El cantante, no la canción

 

Hernán viaja en el último asiento del 55. Cumplió diecinueve hace un mes, piensa que los Beatles a su edad ya eran famosos, que Charly ya había grabado con Sui y él estuvo toda la mañana tratando de sacar «Miss Misery» de Elliott Smith en la guitarra y no le salió. El colectivo está casi vacío. Se reparte el espacio y la parsimonia de la tarde con un pasajero y el chofer que maneja despreocupado.

     Viaja nervioso, va a encontrarse con Antolín, un cantante que conoció a través de YouTube. La canción «Pandillas de verano» lo llevó a forzar este encuentro. Está obsesionado con esa canción. La escucha una y otra vez en YouTube. Nadie aparece cantando, solo acompañan a la música imágenes de un atardecer en La Plata.

     El video arranca con un plano de un edificio en construcción, el plano se abre y aparecen unos nenes caminando, un colectivo que parece de juguete se aleja por una calle arbolada, una canchita de fútbol, basura. La imagen se mueve mucho, como si fuera la filmación de un aprendiz. Finalmente la cámara se va con tres pibes que caminan despreocupados y a la deriva, cada uno con una remera de un color distinto, azul, blanco y rojo, juntos forman la bandera de Francia. El tema esta subido a un canal que solo tiene diez seguidores pero mil quinientas reproducciones.

     La canción le produjo una sensación confusa, no sabe si le gusta pero no pudo dejar de escucharla una y otra vez. Hay una parte de la letra que tiene que cambiar. En un comentario del canal preguntaban: ¿alguien sabe los acordes? Él después de mucho probar combinaciones, los sacó. Otro comentario al pie del video: lo bello es tan simple... y otro: es una canción que todos tuvimos en la cabeza pero solo Antolín pudo cantarla... Esos comentarios tan chupamedias lo fastidian. Otro, de Tartamudo Stanley: Me gusta que esté escrita en La Plata. Los odia, los piensa incapaces de poder hacer algo por sí mismos y por eso alaban sin remedio. Él en cambio sabe que lo que tiene para decirle sobre la letra de la canción es más importante que todos esos elogios fáciles.

     El colectivo da vueltas y vueltas como si no tuviera ganas de llegar a Palermo.

     En el video no había a nadie en primer plano que pudiera ser Antolín. Presumió que sería el nombre de la banda, después averiguó que era un cantante solista. Buscó por todos lados un mail donde escribirle pero todos los que encontraba por la WEB le volvían rebotados. Finalmente en una página, que tenía un tema de él subido con la letra incluida, encontró un link: ContacAntolín. Copió el texto de los otros mails, lo pegó y lo mandó. A los pocos días, Antolín le respondió y aceptó encontrarse con él en Palermo. Hernán piensa que debe haber aceptado por intriga, por «eso» tan importante que tiene que decirle sobre «Pandillas de verano», por simple curiosidad, o porque no tendría fanáticos tan insistentes. La única canción que le interesa es «Pandillas de verano». No escuchó otras canciones de Antolín ni tampoco las buscó.

     Suena la notificación de un audio de WhatsApp. Se pone el celular al oído. La tía Beatriz: Hernancito ya no quiero saber más nada con las dalias, me parece que las voy a sacar del jardín de una vez por todas; no es una planta fácil y la flor que da es una flor de viejas. Tu mamá hacía una ceremonia cuando florecían las dalias. Hoy la gente quiere plantas fáciles y la dalia no es fácil. Se viene alta y la gente hoy quiere plantas bajas. La gente hoy quiere plantas dóciles.

     No le contesta, casi nunca le contesta a la tía Beatriz. Desde la muerte de su mamá, la tía Beatriz le manda audios todo el día. ¿Cuánto le rogó para que se fuera a vivir con ella? Pero él prefiere quedarse en el departamento que compartía con su mamá: es su casa, su lugar, y los fantasmas no hablan, y si hablaran, hablarían menos que la tía Beatriz.

     Se baja en Honduras. La cita con Antolín es en El Taller, no conoce ese bar, pero se lo imagina un bar intelectualoide, queda frente a la plaza Serrano, le escribió Antolín en el mail.

     Entra al bar y en una mesa hay un pibe solo. Le pregunta si es y es. No tiene cara de nada, piensa mientras se presenta y lo saluda. Su edad le resulta indefinible, tiene un peinado modernoso de raya al costado, unos ojos negros y grandes como los de un animal y la barba semicrecida. Hernán odia las barbas semicrecidas. Le parecen de sucios, de abandonados. Ni en los días posteriores al velorio de su mamá dejó de afeitarse. Eran los días que escuchaba «Pandillas de verano» sin parar. Dándole obsesivamente una y otra vez a la flechita de return de YouTube con el mouse, emborrachándose con Gancia y fernet. Primero Gancia y después fernet. Primero llorando y después vomitando.

     Se da cuenta de que Antolín lo mira con desgano, que está apurado, Hernán va directamente al punto:

     —Esta estrofa la tenés que cambiar —Se la recita—: los edificios en construcción / del tiempo en que nos conocimos / ya están todos terminados / y yo / también ya estoy listo /para vos.

     Hernán se queda en silencio, expectante a la reacción de Antolín que ensaya una sonrisa nerviosa, inconclusa, como si no supiera qué decir. La situación parece desbordarlo. Se toma una mano con la otra, a Hernán no le parecen manos hábiles, tampoco sensibles, pero las mueve con una seguridad que las vuelve firmes.

     —Para mí tiene que decir ya están todos derrumbados y no terminados, si le cambiás esa palabra la canción se vuelve absolutamente poderosa e irreversible.

     Hernán se enorgullece del adjetivo irreversible.

     —¿No te das cuenta del poder que tendría así?

     —No gracias, me gusta así, como está.

     —¿No la vas a cambiar?

     —No.

     Antolín intenta salir de ese silencio incómodo.

     —Es depresiva así como vos decís, te agradezco, pero no... no me gusta. No es mi onda, además es solo una diferencia de adjetivos.

     —Pará, loco, es de buena onda que te lo digo. No soy un freaky, no soy David Chapman, che, vos tampoco sos John Lennon para no aceptar una sugerencia de buena onda.

     Ahora el silencio es hostil. Antolín se levanta enérgico y aduce que tiene que encontrarse con una chica en otro bar. A Hernán le parece más pendejo, más insulso que cuando llegó y lo encontró sentado a la mesa. Antes de que Antolín se vaya le lanza con bronca:

     —La verdad... sos más pelotudo de lo que pensé. Escuchate, tarado, desafinás.

      Antolín le dedica una última mirada de lástima y se va. Hernán lo insulta de nuevo y queda girando en su bronca.

     Se pide una cerveza y otra al rato. Cada uno de los ataques previos al suicidio de su mamá se le representan como uno solo. Un gran uno solo. Podría recordarlos uno por uno si quisiera, pero cada uno de esos «uno solo» son como las distintas tomas con las que un director monta el corte final de la película. Los de la ambulancia psiquiátrica forcejeando, él forcejeando, ella forcejeando, la tía Beatriz forcejeando, el portero forcejeando. Una yegua salvaje que se escurre una y otra vez con la fuerza de los mil demonios que la carcomen. Una comedia burda y patética. Todas las pesadillas que podría haber soñado me las hiciste realidad, piensa y ese pensamiento le parece tan injusto como necesario. ¿Tendría un plan para los dos? ¿Irnos lejos de esta ciudad? ¿Qué habrá pensado al recorrer esas cuadras hasta las vías del tren? ¿Se habrá acordado de cuando le enseñó la letra de «You´ve got to hide your love away» y le decía que era como si John cantara en castellano? Imagina sus pasos vacilantes en la noche, en los instantes previos a que llegara el tren. Imagina la gente viajando en ese tren nocturno rumbo a sus casas y su cuerpo todavía entero viajando rumbo a las vías. Imagina la luz cruda de las calles.

     ¿Habrá dudado?

     En Corrientes se sube al subte. Le suena el celular. Otro audio de WhatsApp, otra vez la tía Beatriz: Hernancito te preparé un frasco de berenjenas cuando puedas pasá a buscarlo. El vagón está lleno pero no tanto. Queda espacio para que un barbudo, de unos sesenta y tantos, con una derruida guitarra criolla se presente y se ponga a cantar «Raros peinados nuevos». Una versión muy personal; la canta con autoridad, vocaliza a la perfección. La voz del barbudo es filosa, los ojos azules e intensos. La gente lo escucha con una mezcla de admiración y temor; pronuncia cada verso como una sentencia. Hernán sigue atentamente su mano izquierda sobre el diapasón de la guitarra. El tipo pone los mismos acordes que él sabe, no se complica demasiado con séptimas ni dedos estirados como chicles. Pero canta con una autoridad conmovedora. La palabra final de cada verso es una esquirla que se clava en el vagón, en las personas, en el paisaje negro que va quedando atrás. Eso es lo que nunca logro, piensa: cantar con esa seguridad, con esa autoridad. La voz independiente de los acordes. Él, como Antolín, se pega a los acordes y todas las melodías se desdibujan. ¡Cantar de esa manera! ¡Cómo le gustaría cantar de esa manera! Si pudiera cantar de esa manera, cantaría en su casa, en los subtes, cantaría, lo único que haría sería cantar.

     En el departamento reintenta con «Miss Misery» en la guitarra. Otro audio de WhatsApp de la tía Beatriz: No sabés Hernancito, no sabés..., lo tuve que sacrificar al Jerry, pobre gato, pero el veterinario dijo que ya no se podía hacer nada, ¡qué tristeza Hernancito!

     La voz de la tía Beatriz se va desflecando, el audio se consume como un hilito inaudible que se funde con el silencio de la cocina donde ella pasa casi todo el día. Se conmueve y la llama. La consuela un rato y queda en pasar al otro día por el frasco de berenjenas.

     Con «Miss Misery» no hay caso. Los acordes los pone bien, los dedos firmes sin trastear, pero no puede cantar como el tipo del subte. Dm-C-Bb-F. Canta la estrofa: Send the poison rain down the drain y no le sale esa voz potente y segura.  No le sale. No le sale.

     Con bronca le pega un rasguido a la guitarra con toda la mano y siente el cric inconfundible de una cuerda que se corta. La tres. Sol. Y se va a dormir.

     Se despierta temprano y sin desayunar se va a lo de la tía Beatriz. Al Ciclo Básico fue dos clases y no apareció más. Entre todas las cosas que dice la tía Beatriz, que ya parece animada como siempre, le cuenta sobre Guzmán, un vecino de la vuelta que volvió al barrio y que toca la guitarra y canta como un jilguero. Se vino a vivir a la casa que era de los padres. Todas las tardes lo escucha cantar desde el jardín mientras riega las plantas.

     —Toca las zambas que a mí me gustan, no sabés Hernancito, no sabés lo bien que las toca, y ¡cómo las canta! ¡No te das una idea de cómo las canta!

     Hernán piensa en Guzmán, tal vez pueda ayudarlo, enseñarle a tocar y cantar con más seguridad. Antes de irse podría pasar y preguntarle.

     La tía Beatriz le cuenta que Guzmán tocó en grupos importantes, con Palito Ortega, viajó por todo el mundo con Julio Iglesias, que cuando ella era chica y su mamá era un bebé jugaba con la hermana de él, la Gloria, pero que a él nunca le veían el pelo, que siempre estaba encerrado meta y meta con la guitarra. Se quemó los dedos estudiando con esa bendita guitarra. Ahora está retirado. Siempre fue sapo de otro pozo en el barrio.

     La tía Beatriz deja por un rato a Guzmán, y le insiste en que se quede a comer. Hernán le dice que no puede, que la disculpe, que el domingo, que tiene que comprar una cuerda para la guitarra en Alberdi y Montiel antes de que la casa de música cierre.

     —Viste como son en Mataderos, todos duermen la siesta. Este barrio ya no es el de antes, Hernancito, ahora es un cementerio.

     La tía Beatriz envuelve el frasco de berenjenas y lo llena de besos. Hace un nuevo intento de que se venga a vivir con ella, aunque sea un tiempo.

     —Estoy sola como un clavo.

     En un segundo se le representan toda clase de clavos, clavados en maderas, sobresalientes, torcidos, oxidados.

     Con el frasco de berenjenas en la mano camina por Montiel. La idea de ir a ver al tal Guzmán ahora le parece una estupidez. Le suena el celular, por el sonido sabe que entró un mail. Lo saca del bolsillo: es un mail de Antolín. La ilusión dura un segundo: es un reboot de la primera casilla a la que le mandó un mensaje.

     Un 49 asoma la trompa en la avenida, corre y lo alcanza.

    En el departamento, le lleva un buen rato romper el envoltorio con el que la tía Beatriz blindó el frasco de berenjenas. Tiene hambre. Abre la tapa y con un tenedor pincha una y se hace un pequeño sándwich con dos galletitas. Desde el umbral de la puerta de la cocina asoma la guitarra apoyada en la pared del living. Se da cuenta de que se olvidó de ir a comprar la cuerda.

 


La voz

 

En la entrada de Tostado hay dos estaciones de servicio: una YPF a la izquierda y una Shell a la derecha. Entro en la Shell. Bajo del auto y estiro las piernas. En un bosquecito me preparo unos mates. Quiero dormir unas horas y continuar hacia Guardia Escolta.

     Fue una excelente idea buscar un Coronado por páginas de Internet del interior; me encanta ese auto, siempre quise tener uno y por las fotos que pude ver en la publicación parece impecable. El tipo que lo vende, un tal Luis, que lo tiene de 0 Km, me toma mi auto como parte de pago y me vuelvo con esa joya para Buenos Aires.

     Prendo el mini grabador y pongo REC: a Romina le apareció un tatuaje. STOP. REC: tipo que guarda los espacios por los que ella circuló. STOP. REC: una pensión en la que solo viven muertos. STOP. REC: tipo que llama a gente por teléfono y les dice nombres que no quieren escuchar. PAUSA. REC: nombres que sabe que odian. STOP. REC: tipo que entra a una casa cuando todos duermen y después no pueden encontrarlo. STOP. REC: todos gritan la misma palabra en el mismo momento, en la misma noche, en la misma ciudad. STOP. Pensamientos, ideas en bruto que se me fueron ocurriendo durante el día por la ruta, a la deriva por pueblos santafecinos. Saqué miles de fotos. Grabé gente hablando. Sonidos. Cosas que van a servir de material para el programa de radio que hacemos los sábados a la noche con Ezequiel. A él le encanta este tipo de mixturas, son disparadores, después los transformamos en otras cosas. A veces se transforman solas, en cosas muy extrañas. Tal vez suene new age, pero hoy fue uno de esos días en que me sentí conectado con el universo.

     Apago el grabador. El cansancio puede más. Me estiro en el asiento e intento dormir. La Shell es muy solitaria. Llevo conmigo el efectivo para la diferencia entre mi auto y el Coronado. Decido irme a la YPF, que parece tener más movimiento. Lo tiene: voces, música gomosa, camiones estornudando. Trato de dormirme. Alguien golpea la puerta del auto. No parece hombre ni mujer, no parece humano. Es una travesti. Me ofrece sexo.

     Fastidiado arranco y me meto en el pueblo. Ahora siento que el universo se desconecta y deja cables chispiantes por todos lados. Recorro varios hoteles pero en ninguno hay habitación disponible. Un trascendental partido de básquet tomó la exigua plaza hotelera del lugar. Al cabo de muchas vueltas, doy con una habitación en un hotelito de mala muerte algo alejado del centro. Lo peor de todo: baño compartido. No importa, descanso un poco y mañana me baño en un hotel de Guardia Escolta.

     Bajo las cosas de valor del auto y me acomodo. Abro una petaca de whisky, enciendo la radio —suena música melódica, música vieja, de otra época— y me pongo a mirar las fotos en la pantalla de la cámara, a revivir las imágenes del viaje.

 

El sol se filtra a través de la cortina color lavanda de la habitación. Es una mañana helada. En la radio, que quedó encendida toda la noche, una voz trasnochada, una voz vieja, dice: El amor es dos personas que no se conocen. Se metió en un berenjenal y a cada rato pregunta: ¿Está bien, no? Intenta explicarlo y se hunde cada vez más en el sinsentido. Su voz, más allá del absurdo que plantea, parece vencida, como si no quisiera ser el que habla, como si decir un absurdo le diera un placer enfermo, como si hubiera bajado los brazos, como si los años y las circunstancias lo hubieran abandonado en ese laberinto de aburrimiento, con la triste misión de agradar a un montón de personas al otro lado, ansiosas y esperando obviedades como si fueran el maná de cada mañana. Con Ezequiel, en nuestro programa, no nos pasan esas cosas, una mirada basta para corregir cualquier desvarío. La mayoría de las veces es él quien me saca del delirio con un simple golpe de ojos. Él es más racional. Él es el conductor, no podría hacer radio con otra persona. Pero la voz que escucho ahora está sola.

     Preparo todo, paso por conserjería, subo al auto y salgo feliz a otro día de rutas. El Coronado me espera.

     En el GPS busco la localidad —Guardia Escolta— y la misma dirección de siempre: San Martín al 100. Fórmula infalible para llegar a la plaza central de cualquier pueblo. Prendo la radio y encuentro a mi amigo, el de el amor es dos personas que no se conocen. Ahora está machacando con la identidad de Tostado. Rezo para que no intente definir el odio.

     El GPS se vuelve loco. Me fuerza a tomar calles de tierra, me marea en rodeos innecesarios y caprichosos. Finalmente me saca a una ruta, pero no es la misma ruta de las estaciones de servicio. Se parece, pero no es la misma. La voz en la radio se vuelve un zumbido insoportable. El pavimento se termina y el camino se continúa en un sendero de tierra que lleva a alguna finca invisible o a ningún lugar. Ignoro el GPS y trato de recordar el camino por el que entré al pueblo la noche anterior. Todo lo que quiero es llegar al punto de las dos estaciones de servicio, ésa es la ruta que lleva a Guardia Escolta. Pero me pierdo y me vuelvo a perder por rutas que no llevan a ningún lado, que me vuelven a meter en el pueblo.

     En las calles no hay nadie, todos parecen dormir, todos parecen estar muertos. Solo esa voz tortuosa en la radio. Los nervios me ponen tenso, pierdo el control y sigo dando vueltas y vueltas. Una infinidad de imágenes, de situaciones extrañas en las que me reconozco se suceden en el parabrisas. Una película infinita proyectada a toda velocidad; la luz de AL AIRE encendida y busco desesperadamente los ojos de Ezequiel y no los encuentro. Me escucho la voz, vieja, desconocida; escucho cada una de las palabras que voy diciendo: saludos a Julia tu perrita / ante todo siempre una sonrisa / en este pueblo hay hijos y «entrenados» / listo el pollo y pelada la gallina y me avergüenzo. Pero las palabras se escurren en mi boca, como vómito, como diarrea. No tengo control sobre las palabras. La imagen de Ezequiel en el ataúd, los ojos abiertos y muertos, desaprobando cada una de las estúpidas palabras que pronuncio.

     El motor tose, el auto se queda sin nafta y se detiene. Estoy frente a la plaza principal del pueblo. Un sol helado mantiene los árboles quietos. Me hundo en la butaca y miro a través del parabrisas. En la plaza varios tigres caminan con paso cansino hacia el auto. Desde las calles que desembocan en la plaza llegan más y más tigres. Me miran, los miro, y se recuestan con desgano alrededor del auto.

     En la radio, la voz se despide hasta mañana.

 

Música

 

No puede verlos, los escucha. Gritan. Son voces de niños, muchos niños que gritan como si fueran a morir, gritan como si fueran a matar. Quiere cantar y no escucharlos. Quiere salirse. Quiero no ser yo, se dice, voy a ser Re, no, mejor Fa, no no, soy Sol.

     Soy Mi.

     Mi abre los ojos, la boca seca, empapado en sudor, aturdido, hundido en la cama, intenta reconocer su departamento; los cuadros, los frascos de colores, el palo borracho recortado por la ventana. El aire tiene un olor dulce como si estuvieran cocinando una torta. La imagen oscura de un puente sobre un río negro, y la pibita pálida asomada temerariamente hacia el vacío es parte del óxido del puente, es parte del abandono. La ve, la ve todo el tiempo, con una nitidez insoportable. La desesperación le contrae la cara de pibita, pálida, amarilla. Enferma. Su imagen es una piedra pesada que se le viene encima.

     Vuelve a recorrer los objetos del departamento. Los dos cuadros. Los compró en una feria americana de Martínez y no pararon de generar comentarios estrambóticos. Dos óleos de verdes sombríos. Trazos vacilantes, torpes, de principiante. Uno tiene árboles pelados y un barco alargado y solitario. El otro, un pueblito bocetado con desgano al borde de un arroyo; unas mesetas apenas trazadas sumergen la escena en un aura de gravedad. Lo valioso eran los marcos, pero los lienzos terminaron ganándose las paredes por derecho propio.

     Son las diez de la noche y Mi necesita hablar con alguien. La llama a Silvana al celular. Salta el contestador. Apagado. El teléfono de su casa se lo cortaron hace como una semana por falta de pago. Pendeja de mierda, para qué se compra un celular si siempre lo va a tener apagado.

     Llama a la casa de Siro. Atiende el contestador con la voz de Siro y de fondo un tema de Lenny Kravitz. Debe haber salido con Dolores.

     Llama a Solange. Los domingos a la noche su marido trabaja y se la puede llamar sin problemas. Tampoco atiende. Rarísimo, Solange suele estar en su casa los domingos y siempre atiende. En la primera cogida, se sentó sobre Mi con la bombacha puesta y dijo con gracia: ¿Quiere usted hacer el amor con Solange Domínguez? Tal vez haya salido a comprar cigarrillos. Las calles de Domínico a la noche y una Solange nocturna con la eterna ilusión de encontrar a su mamá muerta por Centenario Uruguayo.

     Debería escribir sobre los sueños obsesivos de Solange. Pero ya no escribe más.

     Le gustaría ser fumador. Toma un lexotanil. Prepara mate mientras son las diez y treinta y uno y afuera el mundo parece calmarse.

     Mi no.

     Busca en el celular el número nuevo de Mirko. Que devuelva el cd de Pink Floyd que se llevó hace como un año; quiere volver a escuchar la versión pirata de «Shine on you crazy diamond» de Wembley ‘74. En esa versión alguien habla sin parar antes de que la música empiece a sonar y parece decir cualquier cosa, parece estar abismadamente solo, parece pronunciar palabras que solo él entiende. En todo YouTube no está. La puta madre el contestador directo. Este pelotudo también compra celulares para apagarlos.

     Los mates meten más angustia en el cuerpo. La yerba tiene un sabor rancio, un gusto final impregna la saliva. Los milagrosos antidepresivos del psiquiatra no hacen un puto efecto.

     —¿La tomé? —piensa Mi en voz alta.

     Lee un par de párrafos de Los subterráneos, no puede concentrarse en su vértigo. Las letras son letras, pero por momentos se vuelven símbolos incomprensibles. Hace más de un mes que no pasa de la página 85; el descalabro emocional que Mardou le provoca a Leo le hace sentir la piel negra, un aullido en el corazón.

     Fátima. Fátima siempre está en su casa, odia dejar a su perra Dominique sola. Llama y llama y nada. Marca otra vez. Llama y llama y nada.

     Abre una Coca light, toma del pico. El gas le hace doler la nariz. Todas las cosas frías a sorbos porque le hacen doler la nariz. Con los helados también. Se prepara un whisky y la voz de Laura aterriza en la cabeza de Mi: no seas boludo, no podés tomar alcohol con los antidepresivos. Se manda el whisky de un trago a la salud de Laura y del pelotudo del psiquiatra. ¿Alguien podría explicar para qué mierda sirven los psiquiatras? Mano-confecciona-recetas. Amantes crónicos de la guita como todos los médicos y los abogados.

     Fabio tiene que estar, o al menos tiene que contestar el celu. Contestador de Telecom. Celu  apagado.

     La piel se tensa. Otro whisky. Nadie quiere atender (los teléfonos cayeron. La conspiración. Bla). ¿Dónde está todo el mundo? Desde el balcón una imagen que alivia. Un tipo alto y flaco pasa corriendo por la vereda del hipódromo. Parece una langosta. Uno nunca va estar solo en el mundo mientras haya un pelotudo entrenando. Las cucarachas también están, caminan de un lado a otro del departamento a su antojo. Son de las chiquititas, de las alemanas.

     Silvana. Podría venirse. Cogerla hasta que diga basta. Pero la pendeja nunca dice basta. Está reloca, pero su piel. No es amor; pero es buena, se deja querer hasta que se vuelve insoportable. A Mi le gusta mucho Silvana, el deseo salvaje, ¿a quién no podría gustarle Silvana? ¿A quién no podría gustarle el deseo salvaje?

     Apagado. Apagado. Apagado.

     ¿Qué mierda pasa? Siro. Todo apagado.

     Contestador-voz-de-boludo-hola-soy-Siro-dejame-tu-mensaje. Y Lenny Kravitz atrás cacareando como una gallina degollada. Un mareo de baja presión y a la cama. La cara lánguida de la pibita del puente. No se la puede sacar de encima.

     Silvana otra vez y otra vez y otra vez. Nada. Apagado. La guitarra, tocar algo, acordes sueltos sol-re-mi. Nick Drake. Los dedos duros.

     Hay que salir. Un pantalón, el Montgomery. Los botones. Hay abrigos que protegen de algo más que del frío. Encuentra las llaves en el bolsillo. La puerta no abre. No abre. Intenta de nuevo pero no pasa de la primera vuelta. Reintenta. La fuerza, pero no hay caso: no pasa de la primera vuelta.

     Silvana, tal vez lo hayan pagado, un milagro...

     Llama.

     La misma voz del contestador de Telefónica la del versito usted está intentando comunicarse a un número imposibilitado para recibir llamadas—, le dice:

     —Estimado cliente, debe dirigirse ahora a la localidad bonaerense de San Martín en el colectivo 3-43 cartel rojo 304, tomar asiento del lado izquierdo hasta encontrar un individuo durmiendo sobre un portón de chapa gris de un taller mecánico. Debe llegar antes de las siete de la mañana. Mátelo.

     En la línea se hace un silencio. A lo lejos se escuchan voces de niños. Vuelve la voz mecánica.

     —Si desea escuchar nuevamente el mensaje presione 1. Si desea finalizar este llamado presione 2.

     1.

     —Estimado cliente, debe dirigirse ahora a la localidad bonaerense de San Martín en el colectivo 3-43 cartel rojo 304, tomar asiento del lado izquierdo hasta encontrar un individuo durmiendo sobre un portón de chapa gris de un taller mecánico. Debe llegar antes de las siete de la mañana. Mátelo.

     —¡La puta que te parió! —le grita Mi y golpea el teléfono.

     —Muchas gracias por comunicarse con Telefónica de Argentina.

     Llama otra vez.

     —Usted está intentando comunicarse a un número imposibilitado para recibir llamadas.

     Redial. Lo mismo. Redial. Lo mismo. Redial. Lo mismo. Redial. Lo mismo. Redial. Lo mismo.

     Celu de Silvana. Apagado. A Siro. Apagado. A Fátima. Contestador. Otra vez trata de abrir la puerta, la llave ahora ni siquiera entra en la cerradura.

     Son las tres y cuarenta y siete.

     Desde el balcón el mundo parece abandonado. Mi sabe que debe ir a ese portón de chapa gris. Llegar hasta allí como sea. Se pone el Montgomery y sale al balcón. Tiene miedo de lastimarse, pero engancha la mano hasta el borde de los ladrillos y desde ahí salta a la vereda.

     Cae bien.

     Camina hasta las paradas de colectivos al otro lado de la avenida, pasando la rotonda de Acassuso. Las calles están vacías. De a ratos pasa algún auto. Remiseros. Colectivos, ninguno. En la parada, una chica cool lo mira desde un póster de Coca Cola. ¿Un remis? Pero tendría que ir por el recorrido del 3-43 cartel rojo 304 y ¿quién carajo se lo sabe? No, no sirve un remis. A esta hora todo parece irreal. Puede ver la pantalla roja del velador del mueble de los frascos de colores, el cono de sombra que describe en la pared. Así lo deben ver los otros desde la parada.

     ¡El celular! ¿Cómo entrar ahora? No, no da para volver. A la madrugada solo llaman los muertos. Casi una hora y no viene ningún 3-43 ni cartel rojo ni de ningún color. En el semáforo para un 60. Un instante eterno en los ojos del chofer. Tristes como un perro. Una especie de diálogo, pero verde y arranca. El ruido del motor es infernal y destroza el silencio de la noche.

     El frío en su sangre es más helado que el aire.

     Las cinco. Un día que viene. Un 3-43 con el cartel rojo 304. El chofer abre la puerta. San Martín. Mi se instala en uno de los asientos individuales sobre la izquierda. Los vidrios verdosos enrarecen las calles, pero se puede ver hacia afuera; su mirada fija parece no estar mirando nada. Mirar una cosa y ver otra que está en otro lado, en cualquier otro lado. En el asiento del fondo dos tipos hablan de fútbol. Uno habla y el otro escucha. Uno estira las palabras: así nooo se juegaa al fooobal, eseee Massotooo es un fiooolo y el otro se ríe a ritmo. El chofer escucha una versión eterna de «It´s my life». I've asked myself, how much do you commit yourself? La música se interrumpe en descargas intermitentes. Masooootooo y la puuutaaa que te parióóó. Ballester queda atrás. El colectivo escala un puente que va a derrumbarse de un momento a otro. Atraviesa el centro de San Martín y se interna en calles oscuras. Ni las primeras luces en el cielo las vuelven menos lúgubres. Casas amontonadas con desgano, casas rotas, descartes, una pegada a la otra como si quisieran hacer espacio para que entre una nueva.

     Mi lo ve al tipo en una esquina, la cabeza sobre una cortina metálica oxidada de un tallercito. Corre a tocar el timbre y a una cuadra y media el chofer abre la puerta. En la calle no hay un alma. El tipo parece muerto. Debe tener unos sesenta años. Ropa prolija. Lo zamarrea varias veces hasta que el tipo se despierta y abre los ojos asustados. Se sorprende. Se apoya sobre la cortina de metal y se incorpora.

     —Es frío el metal —dice, la voz parece desfasada del movimiento de la boca.

     Caminan. Las calles ya son grises. En una esquina hay un café, una pocilga, un lugar donde estar.

     La mesa más apartada. Dos cafés dobles. El mozo pregunta: ¿Dos?

     —Sí, dos —dice Mi.

     El tipo parece no escuchar y habla:

     —Creo saber lo qué pasa. No hay nadie, ya no hay nadie.

     La voz sigue desfasada del movimiento de la boca. Vacila, todo a destiempo.

     —Nunca hubo nadie –agrega.

     —¿Cómo que no hay nadie? ¿Quién tendría que haber?

     —Y los que están, están durmiendo.

     —¿Quiénes?

     —No lo sé, lo que sé es que son torpes, son brutos.

     —¿Pero quiénes?

     —Yo veía, durmiendo veía.

     —¿A quién?

     En los ojos del tipo no hay nada. Mi lo ve entrar al baño. Pasan los minutos y no sale. Mi agarra un cuchillo de una mesa y entra al baño. No hay nadie. Hay dos mingitorios y una puertita. La empuja. No hay inodoro, hay un hueco en la pared. Lo atraviesa y entra en un espacio oscuro. Escucha una respiración, alguien que se le viene encima. En la oscuridad Mi le clava el cuchillo y escucha un quejido. El quejido dura unos segundos hasta que todo se queda en silencio.

     Mi sale de la oscuridad, del baño y del bar. La mañana es blanca. Desde la niebla emerge un 3-43 cartel rojo 304.

     El colectivo avanza lento, como paseando. El colectivero escucha una cumbia suave, romántica. Un hormigueo por todo el cuerpo. Calmarse. Hundirse. El mundo está ahora en Mi. Están durmiendo. Aguanta las arcadas, la piel arde, la cabeza de Mi a punto de estallar. Cierra los ojos como si apretara los dientes. Las voces de los niños lloran como de risa. El olor dulce llega a oleadas, es cada vez más intenso, cada vez más dulce.

     La rotonda ahora es verde. El sol duele en los ojos. Crudo y blanco. Violento. El portero saluda desganado. Las llaves en el bolsillo del Montgomery. Ahora la puerta del departamento abre.

     Mi se tira en la cama.

     Se despierta. Son las siete de la tarde. Ni la menor idea de qué día es. Hay sol afuera. Abre la heladera, toma Coca light con desesperación. Un lexotanil y otro más. Más sueño. Respirar, tranquilizarse, detener el tiempo. Algo en la compu para escuchar tomando la Coca y pensar en un whisky. La soundtrack de Black sun, la película que se bajó el otro día. Primero se imagina un sabor. Se acuerda de algo que alguien dijo que dijo Marilyn: un whisky antes y un cigarrillo después. La música suena sola. Un tipo que lo afanan y lo vuelven ciego y descubre otras cosas ciego. Más sol en la ventana. Bocinazos, gente que va y viene. En el reloj pulsera mon 9. Es lunes y Mi no fue a trabajar. Llamadas perdidas y mensajes de la oficina en el celu. Personas, nombres como chispazos.

     Silvana. Atiende. Bien, está bien. Hasta el jueves no puede venir porque su mamá está enferma. Tiroides.

     —Te extrañé —Mi no sabe quién de los dos lo dijo. O los dos a la vez. O nadie.

     Sale al balcón, dicen que el aire sana. La pibita del puente, parada en la vereda de la rotonda, mirando hacia arriba. Mi entra. La persiana hasta lo más abajo que cierra. Por la hendija de la persiana ella sigue ahí. Como si supiera de Mi tras la persiana. La pibita hace una seña con la mano.

     Las horas pasan, por la hendija no se la ve más. Se fue. Se cansó. Pudo haberse escondido en algún lugar para forzar la bajada de guardia. Podría hablar con el portero para que no la deje pasar aunque quede mal. Aunque parezca una vigilanteada. No importa. Actuar rápido antes de que se mande sola y llegue a la puerta y no pueda, y sea inevitable. Mejor no.

     Mi no sabe cuántas horas durmió. Son las siete de la mañana. No puede salir a la calle. Ella debe estar afuera. Por la hendija no se ve. No está. Debe estar afuera. Timbre. El del portero y el de la puerta suenan igual. Por el portero eléctrico se escucha el barullo de la calle, nadie habla. Es la puerta. Por la mirilla la pibita. Abre. Ella entra. Se queda frente a Mi. Sus ojos están vacíos. Es frágil, parece enferma, parece buena. Mi le habla:

     —¿Por qué venís a mi casa?

     La pibita revolea los ojos por todo el departamento. Se aquietan en los frascos de colores. Mi continúa:

     —¿Quién te dijo que vengas?

     —¿Qué tienen adentro esos frascos? —la voz de la pibita es grave.

     Mi se fastidia todavía más.

     —Unas gelatinas. Unas gelatinas tienen.

     La pibita le habla sin quitar los ojos de los frascos:

     —Están solos, tienen hambre.

     —¿Quienes? ¿De quiénes me estás hablando?

     El tono violento contrae el cuerpo de la pibita como el de un animal débil ante un peligro. Tiene una verruga en la frente. Mi la ignora y va a la cocina. Necesita tomar algo, tiene la boca seca. Al darse vuelta siente un dolor profundo en la nuca.

     El violeta gelatinoso de uno de los frascos de colores se derrama en el piso, en su cuello. El aire ahora no huele a nada. Los niños dejaron de gritar y ahora cantan.

 

El hambre

 

Cuando iba a la trunva y tenía la vida normal que se puede tener a los diez, era como si el hambre nunca hubiera existido. Ni vos ni yo lo habíamos pensado como alternancia, ni como mecanismo de nada. Esas cosas que un día se empiezan a hacer y se continúan haciendo como si siempre se hubieran hecho. Así como hay otras que se hacen un día o dos y después no se hacen nunca más. A vos nunca te gustó pensar, a mí sí. Cuando digo una vida normal no sé muy bien qué estoy diciendo. Nunca sé por qué digo algunas cosas pero las digo, me las digo, las pienso, las dejo de pensar, las vuelvo a pensar. Pero había cumplido once y esas cosas no las pensaba cuando tenía diez y volvía de la trunva y me encerraba a escuchar música porque todavía no vrumaba. Las empecé a pensar desde ese día que ya tenía once y te fui a contar que gramaba. Te alteraste y me dijiste que era normal, que no debía preocuparme por nada. Pero después dijiste que no, que no era normal. Que la grama no tenía que tener ese color. Yo había dejado de ir a la trunva y ya nos habíamos mudado a la casa del barrio de Las Antenas. Te olvidaste de que tenía que volver a la trunva después del verano y a mí me encantaba no tener que volver a la trunva después del verano y quedarme en mi cuarto vrumando todo el día mientras vos rezabas, encendiendo velas en el comedor a la imagen de la Mign de La Nug. Una señora con cuerpo de pájaro, con boca de pájaro y esqueleto de pájaro, todas las tardes venía a casa a rezarle con vos a la Mign de La Nug y yo me quedaba en mi cuarto, en silencio, escuchando tu voz y la voz de pájaro, las voces anudadas rezando milenarias a la Mign de La Nug. Escuchando me aprendí las siete milenarias del Fighiera. Un día te pregunté si la Mign de La Nug también gramaba y vos te enojaste y me gritaste que no te hiciera preguntas que no podías responder. Desde que le rezabas a la Mign de La Nug te violentabas por nada y te volviste distante conmigo. A mí todavía no me importaba, vos todavía no me importabas, ni cuando me contabas que Lei (nunca decías el nombre: decías Lei, Lei era Lei), me decías que Lei se había ido y que ni le importó conocerme. Esa historia de vos y Lei una noche en la esquina de la pizzería donde dobla el 5555 y que vos estabas sin hambre porque habías vomitado en el árbol y Lei se comía lo que vos no comías y te decía que el queso no estaba o que se había pegado al útero de la empanada. Lo contabas una y otra vez, lo contabas de la misma manera, con las mismas palabras. Lei nunca supo lo que yo era. Nunca supieron. Nunca supimos. ¿Por qué mi grama tiene ese color? Hubo un tiempo en que hablabas de ir a ántokos, a wromèraz, pero fuimos a ese biyer de los anteojos pegados con cinta pitch de la calle Onaux y después te olvidaste de la tierra de gambofa y de matar a las afomas negras y no fuimos más. Nunca más. Nos encerramos en casa, no salíamos a ningún lado. Fenel te abstrajo de todo. Lo escuchabas en la radiecita. Fenel le atendía el teléfono a un oyente y el oyente hablaba con Fenel. Ring ring ring siempre al tercer ring Fenel atendía con una voz límpida y cantarina y al otro lado del teléfono la otra voz emergía entre los ruidos de la línea y de la radio, desgajada, tembleque, nerviosa, perdida entre lloriqueos intermitentes como descargas eléctricas, la gula por decirlo todo en un minuto, por vomitar el corazón en pocos segundos, corazones podridos, corazones de pus, mientras la respiración agazapada de Fenel, atenta a que las voces tullidas se rompieran del todo, se transformaba en palabras acolchonadas, esquemas matemáticos de respuesta que me conocía de memoria y cuando al otro lado, la voz se extraviaba en el llanto, Fenel anunciaba a los cuatro vientos: valago sea el Gradiente y la voz al otro lado también decía valago. Vos también decías valago y colocabas un dedo de cada mano apuntando a tu cabeza como si fueran dos gusanos hurgando tu cerebro. Los apretabas como si quisieras perforarte el cráneo y cerrabas los ojos y yo sabía que Fenel y todos los que estaban escuchando estarían haciendo lo mismo al mismo tiempo, pero yo no, yo no podía hacerlo, no podía, no me salía aunque lo deseara, me pesaban los brazos, me pesaban las manos, mis dedos eran gusanos muertos. Te fanatizaste tanto con Fenel que te olvidaste de todo lo demás. Una tarde gritabas de alegría porque Fenel venía a nuestro awee y fuimos a la creecheería de la Bredda y compramos el creech y al llegar a casa te pusiste a escuchar el creech en el popacreechs. Un sabueso de trufas decía Fenel en el creechito y yo no entendía qué quería decir «trufas» y qué quería decir con un «sabueso de trufas» y me quedaba mirando un trombón amarillo naranja girando en la etiqueta del creech de Fenel que daba vueltas y vueltas y mis ojos daban vueltas y vueltas y vi tu brazo y te lo mordí con toda la fuerza de mis dientes y vos te quedaste inmóvil, en silencio, y me acariciaste con amor mientras mis dientes hendían más hondo en tu carne. El creech seguía girando pero la música ya no sonaba y mirábamos el agujero en tu piel después de que te arrancara un pedazo de carne roja, jugosa y sangrante. Mirabas el hueco en tu piel con orgullo mientras yo masticaba tu carne que como un chicle se resistía a fragmentarse en mi boca. Sentías fascinación por lo que había hecho. Era la primera vez que algo que yo hacía te desbordaba toda la cara con esa expresión que no se terminaba nunca y que nunca se terminó porque dijiste que era como cuando te jablaba, dejaste que te jable hasta los cinco años porque te gustaba, te encantaba que te jable. Como cuando me comías desde adentro, dijiste, así dijiste, así dijiste. Disfrutábamos cada mordisco; tu carne dulce, tu grama astringente, incolora, tu grama incolora mientras temblabas de placer al sentir mis dientes urdiendo en tu cuerpo. No te importó más Fenel, y retornaste a la Mign de La Nug con una devoción renovada, como si volvieras a lo verdadero, a lo no contaminado por el alma humana, por la estupidez. Porque el día que fuimos a ver a Fenel al estadio Antián toda esa locura, toda esa gente que bramaba con ferocidad, te confundió y en el colectivo de vuelta tus ojos viajaban atornillados en la ventanilla sin pronunciar una sola palabra. La ventanilla vibraba, el vidrio vibraba. Algo se rompió esa noche en el Antián y siguió rompiéndose en el colectivo. Rescataste del placard la imagen de la Mign de La Nug y la reinstalaste en el modular vidriado del comedor. Ni se te ocurrió llamar a la señora pájaro, me pediste que rezara con vos, a tu lado, que no reprimiera el hambre, que te mordiera mientras rezábamos. No me lo pedías, no me decías: mordeme. Yo te mordía, te hablaba con los dientes, te decía cosas y vos me respondías en tu grama. Lo de las siete Angladas de la Mign de La Nug no fue un plan, no fue una estrategia no fue nada que hayamos hecho a conciencia. Surgió sin pensar y salimos el primer día a buscar la primera Anglada de la Mign de La Nug por el barrio de Las Antenas. ¡Qué felicidad sentimos cuando a escasos metros de la Antena Gigante encontramos la primera Anglada de la Mign de La Nug! Entramos en puntas de pie y buscamos el lugar más solitario y oscuro, donde nadie rezara ni llorara ni estuviera buscando nada y mientras vos rezabas yo te mordía frente a la enorme imagen de la Mign de La Nug que nos miraba con una compasión infinita y sublime. Las Angladas de la Mign de La Nug no están a la vista, no son fáciles de encontrar. No son para cualquiera. Nos llevó años y mucha grevf develar una por una las Angladas en el barrio de Las Antenas. A las últimas llegabas con tu cuerpo débil, desmembrado, que se mantenía vivo con una dignidad luminosa y yo con mi cuerpo pesado que ya no gramaba más y que engordaba de tu carne. Era la promesa, una promesa que se formuló sin que la pensáramos, como el número siete, el límite, el borde que debíamos alcanzar en la Mign de La Nug. Un mensaje encriptado, que se potenciaba en cada Anglada que encontrábamos en el puñado de cuadras que conforman el barrio de Las Antenas. El imperativo de esa promesa fue y es tan potente que la imposibilidad de encontrar la séptima Anglada nos angustia y nos desespera, nos empuja a pensar que solo deben existir seis Angladas de La Mign de la Nug en todo el barrio de Las Antenas. Pero también nos pasó con las otras seis, cuando nos abatíamos y creíamos que ya no la encontraríamos, misteriosamente aparecían. Pero entonces ni tu cuerpo estaba reducido a un pequeño pedazo de carne ni mi cuerpo estaba tan enorme como ahora. Todo lo que vos fuiste está dentro de mí y solo falta ese pequeño pedazo de carne en el que te refugiaste. Tu alma, tu voz, tu mente, tu conciencia, tus miedos en un fragmento insignificante de carne. Perfectamente podrías entrar en mí, porque no paro de engordar y de seguir comiéndote. El hambre nunca se termina y eso me hace seguir, me angustia y me da esperanza. Ahora es mi responsabilidad encontrar la séptima Anglada de la Mign de La Nug. Cuando nací también yo fui un pedazo insignificante de carne con vida. Como vos, que seguís respirando y que deseas que siga, que siga mordiéndote, ingeniándomelas para meter los dientes hasta desprender otro minúsculo pedazo de vos, uno más, uno imposible, con delicadeza y evitando tragar el que debemos preservar hasta cumplir la promesa, que una vez cumplida, será el eslabón final de nuestra cadena, para volver una y otra vez sin necesidad de nadie.

 

 

La canción de los muertos

 

Debí haber hecho noche en Cafayate, se repetía una y otra vez Raúl mientras reintentaba darle arranque al auto. El motor se había apagado abruptamente. Con el impulso estacionó en la banquina angosta, junto a la montaña trunca por el trazado del camino.

     Bajó del auto, abrió el capot, tocó los bornes de la batería y reintentó el arranque. El motor seguía muerto. Tanque de nafta casi lleno. Celular sin señal. Con bronca e impotencia se apoyó sobre la puerta. La silueta desproporcionada del valle, apenas bocetado entre las sombras, lo hundió todavía más en el abatimiento. ¿Quién podría animarse a manejar de madrugada y por esa ruta de cornisas? Solo yo, se dijo con resignación. Era improbable que alguien pasara. Las estrellas resplandecían en el cielo con un brillo irreal, como si estuvieran enchufadas a la red eléctrica.

     Entre las sombras emergió el sonido fresco de un río. Se sentía la única criatura viva en la soledad de ese paraje. Ni siquiera en el campamento de Vialidad, kilómetros atrás, le había parecido que hubiese alguien. Casillas cerradas, ninguna máquina vial, ningún perro, la tierra cubriéndolo todo. Aflojó la tensión: algún otro loco como él circularía por esa ruta infernal y al verlo, avisaría en Cafayate al ACA o en Salta para que vinieran a socorrerlo.

     Un silbido irrumpió en el silencio. Era un silbido humano que interpretaba una melodía que le resultó desconocida, pero que sería respetada con celo en cada nota. Un silbido lleno, sin fisuras, que se acercaba. Desde el lado en el que el valle se hacía más profundo apareció una figura. Al acercarse más, observó que era alguien alto, en la cabeza llevaba una especie de gorro con un pompón en la punta. La figura habló:

     —¿Qué le anda pasando? ¿Se le quedó el vehículo?

     La figura cruzó la ruta. Al acercarse pudo observarlo mejor, a pesar de la poca luz que llegaba desde las estrellas, que ahora parecían más opacas. Era un pibe joven, flaco, de huesos alargados. Parecía amigable.

     —Hola, la verdad pensé que estaba absolutamente solo, pero por suerte me equivoqué.

     —Escuché su motor apagarse de golpe.

     —Se clavó, no quiere saber nada. Como si se hubiera muerto.

     La oscuridad no le permitió observar los rasgos de la cara. En el cuello llevaba un colgante como de arcilla. 

     —Vamos hasta el rancho, tomamos unos mates y después vemos qué se puede hacer.

     El pibe hablaba con voz serena, sus gestos eran pausados. Raúl permaneció inmóvil, como si no quisiera alejarse del auto.

     —¿No sería mejor esperar a que pase alguien?

     —Uhm... a esta hora, medio difícil. Tomamos unos mates y en un rato, quién no le dice que arranca.

     El pibe, sin esperar la respuesta, había cruzado la ruta y caminaba decidido hacia el mismo rumbo por el que había llegado. Raúl dudó un segundo, pero lo siguió.

     Bajaron por una pendiente alfombrada de piedras y yuyos. El pibe le iba indicando el camino, y a cada rato le decía: por acá, cuidado... En fila india recorrieron una especie de llanura. De frente, una montaña enorme concentraba el nudo central de la oscuridad del valle. El sonido del río se oía cada vez más cercano. Entre las sombras apareció un rancho de barro. El pibe se adelantó, acarició a un perro manso, y abrió una puerta precaria.

     —Pase, voy a prender otra vela.

     El rancho olía a humedad, al barro de las paredes. La luz de la nueva vela le permitió ver el desorden que había en el interior. En un rincón observó una cama como hecha con paja y encima una colcha de colores desteñidos. El piso era desparejo, con piedras aplastadas para volverlo más estable. Un fueguito agonizaba bajo una olla vieja de metal. Era un espacio en el que apenas entraba una persona. De ninguna manera iba a pasar la noche en ese lugar.

     El pibe quitó la olla del fuego y colocó una pava no menos herrumbrada.

     —¿Cómo se llama este lugar? —preguntó para romper el silencio.

     —Tía Jacinta, es el kilómetro 40 de la Ruta Nacional 68.

     Raúl pensó que era extraño que el pibe no tuviera acento al hablar. Pero le costaba escuchar la última palabra de sus frases, como si su voz perdiera potencia. La luz débil de las velas tampoco permitía la completa percepción de su rostro. El gorro con el pompón tenía el escudo de Boca Juniors.

     —¿Vivís solo acá?

     —Sí. ¿Usted es de Buenos Aires?

     —Sí, de Ranelagh, del sur. Soy corredor de golosinas. Estoy visitando por primera vez clientes del NOA.

     —Yo soy de Taco Ralo, un pueblito de Tucumán, de chango viví ahí, pero cuando cumplí los dieciocho me trajeron acá, a Tía Jacinta. Me la rebusco vendiendo ocarinas que fabrico yo mismo. —Le mostró el colgante que llevaba puesto—. Se las vendo a turistas que paran en la Garganta del Diablo. ¿Ha conocido la Garganta del Diablo?

     El pibe hablaba pausado, entre cada palabra que pronunciaba se producía un vacío, un tiempo muerto. En esos momentos de silencio Raúl volvía a recorrer el interior del rancho con la mirada. Trataba de no interrumpirlo pero el ritmo parsimonioso de las palabras del pibe lo exasperaba. En uno de esos silencios, un sonido potente irrumpió entre ellos. Parecían gritos, afuera. Una oleada breve y disonante que rápidamente se transformó en silencio.  

     —¡¿Qué fue eso?! —Raúl se puso de pie trabajosamente.

     El pibe permaneció sentado y lo miró sin alterarse.

     —Tranquilícese, no pasa nada, solo son ecos, ecos que retumban en el valle.

     —¡Pero eran gritos! —Raúl manoteó los cigarrillos de la campera. Extrajo uno y lo encendió. La mano le temblaba—. Eran gritos, nene, no me jodas.

     —Tranquilo, tranquilo. —El pibe se puso serio—. Son los gritos de los accidentados —hizo una pausa y agregó—: de los muertos. Según los giros del viento vuelven a hacerse oír. El valle atesora los sonidos por siglos, son de su pertenencia. Pero no tiene por qué tener miedo. En valles tan cerrados como éste el eco es algo normal. En la ciudad el ruido lo tapa todo. Yo tengo un don, sabe. Un hombre de Buenos Aires habló con mis padres y les explicó que yo era uno de los elegidos, que tenía la percepción. Nos dio todas las facilidades para que mi familia se trasladara a Tucumán, a la ciudad, a una casa más linda. La única condición fue que me quedara en este lugar.

     El humo del cigarrillo y la luz tenue de la vela volvieron a impedirle descubrir los rasgos de su cara.

     —Estaba tirado en la cama cuando escuché el aullido de su vehículo. Cuando el sonido de un motor es como un aullido humano, sé que ese vehículo va a sufrir un accidente. Hay veces que pasan largos meses sin que perciba ninguno, pero cuando escucho los gritos de un motor, tengo que concentrarme para detenerlo. En dos años que estoy acá, sólo tres autos no he podido detener, y sus cruces están en las curvas de la ruta, en las curvas que siguieron de largo. Le digo los nombres: Julio Nieto, Renán Chaile y Kackir Cari, una enorme cruz blanca que debe haber visto; en otro accidente Néstor Volpini y su hijo Fabián y hace poquito, una chica que era maestra en San Carlos: María Luján Vitren. Sus nombres son inolvidables para mí. Seis cadáveres sobre mi conciencia por no haber logrado la concentración necesaria.

     Agachó la cabeza, compungido, y juntó las manos en un gesto como de rezo que rápidamente desarticuló.

     —¿Me convida un cigarrillo? —dijo de pronto.

     Raúl le alcanzó el atado con una risa entre nerviosa y burlona.

     —Muy lindo el cuentito.

     El pibe se quedó en silencio. Raúl tomó consciencia del lugar en el que estaba. Sintió temor.

     —No es que no te crea, es que a mí me cuesta creer en esas cosas, soy muy mental, los pies en la tierra… todo tiene que tener una explicación lógica, no sé si me explico.

     El pibe lo escuchó con atención, le pegó una pitada corta al cigarrillo y volviendo a entrelazar sus manos, suavizó sus palabras:

     —Lo entiendo, a mí tampoco me ha sido fácil, se lo aseguro. Lo único bueno de todo esto es poder charlar con alguien de noche en cuando, conocer gente. A mí también me atemorizan esos gritos, y cuando escucho los del changuito Volpini, paso muchos días de angustia. Una vuelta, mientras vendía ocarinas en la Garganta del diablo, hablé con la madre. Había venido a ponerle flores en la cruz que recuerda a su hijo y a su marido. Está acá nomás, en un paraje que se llama Casas enterradas. Me sentí como esos asesinos que van a los velorios de sus víctimas. Una vez leí que el Petiso orejón hacía eso.

     —El Petiso orejudo —lo corrigió Raúl.

     El pibe soslayó la corrección.

     —Por eso trato de no distraerme y de escuchar los motores hasta que desaparecen. La mayoría de las veces lo que se escucha en el valle son esos gritos. No puedo dejar de mortificarme por mis distracciones. Pero hay otras noches en que esos gritos se transforman en otra cosa. En una voz, una voz como de otro mundo. Una voz que canta una canción hermosa. En un idioma extraño. He escuchado muchos idiomas en la Garganta del diablo, de todas partes del mundo, pero esas palabras que canta la voz no se parecen a ninguno. Y por más que intente e intente con la ocarina jamás he podido reproducir ni una sola nota de esa melodía.

     Se hizo un silencio profundo. El pibe le dijo que si lo deseaba podía dormir en su cama. Él se quedaría junto al fuego. 

     —En pocas horas amanece, yo estoy acostumbrado a no dormir a la noche —dijo el pibe mientras tiraba una pequeña madera al fuego.

     El perro salió de la oscuridad y empezó a oler un rincón del rancho, como si hubiera escuchado un movimiento.

     —Te agradezco, pero tengo que seguir. Trabajo, viste...

     —Como quiera, el vehículo ya va a arrancar, pero todavía está oscuro y se levanta niebla.

     Raúl se puso de pie y se encaminó hacia la puerta. Salieron del rancho y caminaron hacia la ruta. Se subió al auto y le dio arranque. El motor rugió al primer giro de llave. Bajó exultante, abrió el baúl y le regaló dos alfajores. Rápidamente se despidió.

     Arrancó. Por el espejo retrovisor, pudo ver por unos instantes la sombra espigada del pibe parado en medio de la ruta.

     En las curvas el motor bajaba las revoluciones, volvía a acelerarlo a fondo y rápidamente respondía. Pensaba en el pibe, tal vez mucha gente creyera sus delirios y le diera plata, cosas.

     El mundo está repleto de gente que cree en esas pavadas, pensó y prendió el estéreo.

     La radio emitía un zumbido. Buscó un CD en la guantera. Al levantar la vista, solo vio el vacío, las luces del auto alumbraban la nada.

 

 

Fuera de línea

 

Me duele el último mensaje, el último en el chat de Whatsapp con Romi. Lo escribí yo. No quiero borrarlo. No puedo borrarlo. No puedo pensar más en Romi y prendo la tele.

     En la pantalla de la tele, una rusa muerta posa con un pulóver de lana blanco. Se aferra a una baranda y empieza a sonreír en el preciso instante en que la foto congela su imagen para siempre. Tras ella, una enredadera de trompetas de guerra naranja chillón enmarca su figura irresistible. Esa imagen, en una sucesión de fotos que se repiten en loop, reaparece una y otra vez mientras el periodista relata nuevamente la tragedia: la joven nacida en Rusia había resbalado en una fiesta de un importante hotel de Puerto Madero. Un golpe en la cabeza contra un escalón le había provocado la muerte. Una muerte absurda, repite el periodista que no puede dejar de hablar de la belleza de la rusa trágicamente muerta.

     A mí también me resulta insoportable que su belleza ya no tenga vida.

     No puedo asociar su imagen con la muerte. Es vida en estado puro, vida en estado salvaje. Miro las fotografías una y otra vez en la pantalla, imagino que en alguna morgue gris y mal iluminada, ese mismo cuerpo yace inerte y fantasmal.

     En una de las fotos, la boca permanece entreabierta, a un instante de iniciar una sonrisa; en la otra está pegándole a una bolsa de boxeo, con un shorcito superajustado y una musculosa diminuta en la que ondulan los colores de la bandera rusa entre sus pechos. La piel suave y tirante se ajusta a la perfección a su cuerpo como las sábanas finas de los hoteles caros. En ambas fotos, su rostro me resulta insoslayable, el verde abismal de los ojos, todo en ella despide una sensualidad perturbadora.

     En las otras fotos, está tanto o más atractiva, pero su figura no alcanza a impactarme como en esas dos imágenes. Tal vez por los colores contrastados hasta el paroxismo. En esa fiesta exclusiva a la que había concurrido, ella era una belleza para el deleite de pocos, de los afortunados hombres que transitan esos espacios. Ahora es de todos los que miramos la televisión; muerta, pero de todos.

     Las chicas muertas son de todos y son de nadie. Del periodista también, que continúa hablando de ella, la llama Sveta y un apellido impronunciable que evita valiéndose una y otra vez del apelativo la hermosa joven rusa. Nos cuenta que era oriunda de un pueblito llamado Verjoyasnk, en la Siberia Nororiental, que no era como otras rusas que son de Ucrania, que era master en relaciones internacionales y que apenas tenía veinticinco años.

     Apago la tele. Abro el placard, lo primero que encuentro son las Nike rosas de Romi. Me pongo mis zapatillas y salgo a la calle. Pienso en ir a tomar aire al Parque Domínico, pero tengo ganas de fumar. Hace más de diez años que dejé de fumar. Camino dos cuadras hacia el quiosco. ¿Qué marca voy a pedir? Cuando fumaba, fumaba Parliament, a pesar de la leyenda de que provocaban ceguera. ¿Existirán todavía? No tengo idea ya sobre esas cosas. Ese mundo de las marcas de cigarrillos es un mundo que abandoné, un mundo dentro de otro mundo, de ese gran mundo que la rusa abandonó al rodar por las escaleras.

     Pero yo sigo en este mundo. El quiosco está abierto pero adentro no parece haber nadie. En la puerta hay un colectivo azul de la línea 3-43 con el motor encendido, sin chofer ni pasajeros. Qué raro ver por el barrio un colectivo de esa línea que va de Liniers a Tigre. Debe estar fuera de línea.

     Entro en el quiosco y espero. Nadie viene a atenderme. Estiro el brazo y alcanzo un paquete de Parliament. El atado es muy similar a cuando los fumaba. Un poco más azul, antes predominaba el blanco.

     Salgo del quiosco. El colectivo continúa con el motor en marcha. Siempre soñé con manejar un colectivo. Cuando era chico vivía obsesionado con los colectivos. Solo quería que me regalaran colectivos de juguete. Con Diego, mi amigo de la infancia, soñábamos con ser colectiveros. Nos sentábamos en Mitre y mirábamos pasar los colectivos mientras hablábamos de miles de cosas. El olor del gas oíl quemado, el rostro de los choferes y de los pasajeros con los que nos mirábamos un segundo efímero. Diego decía que el gas oil eran dinosaurios y se reía. ¿Dónde estará ahora toda esa gente? Los colectivos de todas las líneas pasaban cada tantos minutos, como cometas. El vislumbre de que algunas cosas funcionaban dentro de un orden, de una órbita.

     Miro una y otra vez para ver si aparece el colectivero o el dueño del quiosco. Es raro, es como si se hubieran escondido, o escapado, dejando todo abierto y encendido. El tiempo pasa y no aparece nadie, ni clientes ni gente caminando por la calle. Me subo al 3-43. Es un coche nuevo, flamante, huele a plástico crudo. Desde las ventanillas polarizadas el mundo afuera parece otro. Miro hacia el fondo, pero el volante nacarado me tienta y me siento en la butaca del chofer.

     El volante es sólido, lo tomo con las dos manos. Siento el cuerpo suspendido en la comodidad del asiento. Es automático, lo único que debo hacer es acelerar. Acelero apenas y el colectivo se desliza unos metros. Levanto el pie. Por el parabrisas observo el quiosco que ahora está más solitario que antes. Vuelvo a pisar el acelerador y el quiosco va quedando atrás, ahora lo veo por el espejo. Tomo conciencia del tamaño del colectivo y del ancho de las calles. Todo va bien. Piso más fuerte el acelerador y me empiezo a desplazar por el barrio.    

     Avanzo y avanzo por Centenario Uruguayo. El motor es mudo. Aunque parezca apagado, anda. El chofer habrá hecho la denuncia y la policía debe estar buscando este colectivo. En un hueco lo estaciono y me bajo. No sé cómo llegué a avenida Eva Perón. A unas cuadras encuentro un bar y entro. Pido una cerveza. En un televisor encendido pasan las imágenes de la rusa muerta.

     Ahora dicen que alguien podría haberla empujado. Es otro canal, otro periodista, todavía más excesivo al referirse a su belleza. Cada vez que pasan las fotos de las trompetas o de la boxeadora, la rusa se embellece un poco más. Es armónica, los ojos penetrantes enverdecen el aire del bar. Un puñado de hombres solitarios miran el televisor, embobados con su imagen.

     Pago la cerveza que ni probé y salgo. Camino un par de cuadras y me acuerdo del colectivo. Lo voy a buscar. Ahí está, esperándome como un perro fiel. Me vuelvo a subir y lo arranco.

     No tengo ni idea hacia dónde ir pero necesito moverme. Imagino un recorrido. Mi terminal tiene que ser en Parque Patricios, en el Garrahan, sobre Pichincha cruzando Brasil. Visualizo el lugar bajo la arboleda de Pichincha. Por algún motivo la imagen de esa cuadra está fijada en mi mente. Al cabo de unas vueltas doy con la estación Lanús, y me largo por Pavón hacia Capital. Imagino gente que sube, el colectivo que se va llenando. El volante me es absolutamente obediente, fiel, me brinda un dominio absoluto de todo. La gente sentada, parada, bajando, subiendo, hablan, tosen, transpiran, discuten. La ciudad se abre a mi paso: la penetro sin obstáculos como si estuviera muerta.

      Al llegar a Pichincha estaciono en la terminal del recorrido. Saco la llave, trabo la puerta manualmente y camino por Brasil hacia Constitución. Ya no necesito el colectivo. Me tomo el 148. ¿La carne de vaca se pudrirá antes que la carne humana? Disfrutamos naturalmente de un asado de carne muerta; de la misma manera que alguien, en la morgue donde habrán depositado a la rusa, podría estar disfrutando también de su cuerpo como se disfruta de un asado. Tengo tendencia a engordar y muchas veces, cuando me sometía a dietas muy estrictas, trataba de compensar la abstinencia cogiendo con Romi. Pero después, el hambre retornaba con mayor voracidad.

     La piel de Romi cambiaba de olor cuando cogíamos muchas veces seguidas.

     Los empleados de la morgue se estarán turnando para disfrutar de su cuerpo todavía irresistible.

     ¿Qué olor debe tener su piel ahora?

     Domínico. En el quiosco de los Parliament ahora hay un quiosquero. Entro y le explico la situación. Intento pagarle pese a que le devuelvo el atado que nunca saqué del bolsillo. Le pido disculpas por haberlo tomado, pero no me acepta el dinero. Me cuenta que lo peor fue que se habían robado un 3-43 de un chofer que se descompuso, y que tuvo que llevarlo de emergencia al hospital. Pongo cara de compungido y le digo que muchas veces los colectivos robados aparecen por Parque Patricios. Me mira extrañado. Le sonrío y agrego: los colectivos robados se van siempre a Parque Patricios, hay un imán que atrae hacia Parque Patricios a los colectivos robados.

     El quiosquero me mira sin entender y me voy. Camino hacia mi departamento. Se hizo de noche. La temperatura bajó bastante y corre un viento raro. Entro, prendo la compu y me pongo a buscar fotos de la Rusa en Google. Me bajo la del fondo de trompetas y la de la boxeadora. Se están descargando. En el momento de posar para esas fotos todavía no había sido deseada ni por los viejos del bar ni por los enfermos de la morgue. Ese hallazgo le agrega valor a las fotos, como si atesoraran alguna virginidad en sí mismas.

     No tengo hambre. Me doy cuenta de que me había olvidado el celular. Hay varios mensajes, de todo el mundo, pero bajo y bajo hasta el chat con Romi.

     No creo que vuelvan a interesarme los colectivos. A la rusa tal vez ya la estén velando o todavía se la sigan cogiendo en la morgue. Nunca me animé a entrar en una morgue.

     Saco la llave de la puerta y en el bolsillo encuentro las del colectivo. Tienen un escudo de Platense. Las cuelgo en el portallaves. Me acuesto con el placer de haber sido colectivero. Fuera de línea, pero un colectivero al fin, como aquellos que veíamos pasar pensando en cosas que no terminábamos de entender y que hubiera sido mejor que no hubiéramos terminado de entender nunca.

     Algunas veces las imágenes que bajo de Internet se van a carpetas extrañas y se vuelven inhallables, como si Windows se divirtiera escondiéndomelas. Estoy muy cansado, pero me levanto. Compruebo que las fotos de la rusa se hayan guardado en la carpeta descargas.

     El escudo de Platense de las llaves del colectivo brilla en la oscuridad del living. No quiero que estén ahí, que la luz de la calle las alcance. Las agarro y las guardo en el cajón del placard donde escondo algunos dólares que tengo de épocas más prósperas y el celu de Romi, que hace días se quedó sin batería.

 

 

                                          

 


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