jueves, 13 de junio de 2024

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Arteaga

 

La tía Naide es la hermana de mi viejo. Es alta, rubia y según repetía mi vieja hasta el cansancio, una mujer hermosa. La imagen que retengo de la tía Naide joven es la de su pelo largo y rubio y sus dos ojos celestes y enormes como los de mi papá. Pero hoy es una vieja de ochenta y nueva años. El martes salió de una operación de cadera y solo me tiene a mí en el mundo.

   Para estar con ella en la operación y encargarme de los trámites del Pami, me tomé cuatro días de vacaciones en la empresa. Vivo en Flores, y ella en Arteaga, al sur de la provincia Santa Fe y a trescientos kilómetros de mi casa.

   La operación se hizo en Casilda, que es a una hora de micro de Arteaga, y según el médico fue un éxito.

   Un éxito que no deja de ser un despropósito. Pedir vacaciones, gastar la plata que no tengo. ¿Qué otra cosa podría haber hecho? ¿Abandonarla a su suerte? Tuve que tomar decisiones rápidas, internarla en un geriátrico de Casilda, uno a la altura de mis posibilidades económicas. El único que hay Arteaga es impagable.

 

Es viernes a la noche y estoy en Retiro esperando el tren a Rosario. Un día muy intenso de trabajo y me vuelvo para Casilda. No creo ser un tipo con suerte, pero qué es tener suerte.  Pido un pancho en un bar de la estación y en una radio se escucha un tema: el día menos pensado tengo que aprender a desaparecer, dice el cantante con acento gallego. Ni un solo día dejó de llover en Casilda durante toda la semana pasada. El tren sale en media hora. Si todo va en horario, en Rosario engancho los Ranqueles directo hasta Casilda. Todo esto es una locura, pero no puedo abandonarla. La tía Naide será jodida, agria, pero a su forma siempre me quiso. Hay otros sobrinos, primos míos, el Arielito, que según me contó la tía Naide es gay y que se habría hecho travesti o algo así en Gualeguaychú o en Villaguay.

   Su vida sentimental, otro misterio. A pesar de que todos digan que fue un minón, jamás se casó, apenas si se cuenta de un novio con el que tuvo una experiencia traumática que nadie conoció.

   También tiene otras dos sobrinas, hijas de mi tía Emilse, que creo que son abogadas o escribanas, algo así. Ellas son de Iriville, un pueblo cercano a  Arteaga, pero que ya pertenece a la provincia de Córdoba.

   Pero la tía jamás los quiso. Los Vigna siempre fueron muy ariscos al cariño. A la tía Emilse creo que la vi una o dos veces y el tío Manolo era un tipo muy misterioso. Fueron criados en el campo, como chanchos, sin demostrarles amor. A mi viejo lo sacaron de la escuela en segundo grado y lo mandaron a trabajar en el campo. Cosas parecidas habrán sucedido con la Naide y sus hermanos. A principios de los cuarenta, los hijos serían como perros, no se les daría la más mínima bola que se les da ahora que son el centro del universo. Se los criaba y listo. Antes, y tal vez ahora un poco también, y mucho más en aquellas zonas remotas, un puñado de casas y puro campo, la gente era muy básica, muy bruta. Hacían lo que podían.

   Tampoco yo soy un gran padre para andar juzgando. La Vale puede dar fe de eso. Desde que se junto con el pibe que labura conmigo en Iacob está un poco más cercana. Fue una casualidad, yo no los presenté, se conocieron en un boliche, pero el pibe me buscó en la empresa y nos relacionamos bien, ella se mantuvo muy distante desde que me separé de la madre.

 

Por los altoparlantes anuncian que el tren a Rosario Norte está entrando a plataforma 10.

 

Soy empleado de seguridad y ya tengo los treinta años de aporte, pero recién cincuenta y cuatro de edad. Para jubilarme todavía soy joven. Y me siento tan viejo, la sensación agria de ya haber vivido lo suficiente. Cuando la tía Naide propuso dejarme la casa de Arteaga, al principio dudé. ¿Y los otros sobrinos? Pero ella insistió en ir a la escribanía del tal Aponte y hacer el documento para que una vez que ella no esté, la casa de la calle Francia quede para mí. Me repetía una y otra vez: la vida no me dio hijos, pero vos fuiste el único que se preocupó por mí durante todos estos años, el único. Pero con ese versito me saca de todo, que la tele que es más barata en Buenos Aires, que el lavarropas, que las cuotas. Y después remata con el yo quiero que esta casa te quede a vos, no es gran cosa pero quiero que sea tuya.

   Una casa en el culo del mundo, pero para un inquilino crónico, una casa es una casa.

   ¿Me acostumbraría a vivir en ese pueblo? Cuando era chico e iba con mi vieja a visitarla era un paraíso para mí. Es innegable que Arteaga es parte de mi vida. Ahí podía hacer todas las diabluras que en casa no me dejaban hacer. Con mi vieja nos íbamos a pasar una semana en el verano, y a veces en las vacaciones de invierno. Íbamos en micro a Rosario y de ahí en un trencito hasta Arteaga. Ese tren ahora no funciona más y las vías están llenas de yuyos o directamente no están.

 

El otro día, después de la operación y de internarla en el geriátrico de Casilda, me fui a Arteaga a ver la casa y hablar con Gabina, la vecina de al lado. Ella dice que ya tiene comprador para la casa o que si quiero alquilarla también tiene inquilina. Parece tener lo que se le pida y un interés obsesivo por la casa. Según ella y el médico que la operó, la tía Naide no va a poder vivir sola, va a necesitar de gente que esté con ella y eso me va a salir una fortuna. Además me cuenta que deliraba un poco y que podría ser un principio de demencia senil. Pero todo este apuro en que me deshaga de la casa es extraño. El otro día en el geriátrico, la tía gritaba que quería volver a su casa y sentí mucha pena. Gabina tiene llave, porque el día en que la tía se cayó y se quebró la cadera, ella fue quien la acompañó hasta Casilda en la ambulancia. Creo que no se llevaban muy bien, nadie se llevaba muy bien en Arteaga con la tía Naide, pero ella se hizo cargo del asunto y fue la que me ubicó en Buenos Aires para avisarme. Sin embargo, la “buena” de Gabina solo me inspira desconfianza. Por algo la tía no la quería mucho y en la casa no había ni una joya, pura baratijas. Solo había, según Gabina, cincuenta lucas de las que me devolvió una parte ya que el resto lo consumió en volverse de Casilda y otros gastos. ¿Resulta extraño que una vieja de ochenta y nueve años no haya juntado cosas de oro durante toda una vida? Estoy convencido de que cuando volvió de Casilda, Gabina manoteó todas las joyas de valor, las de oro y plata. Además es llamativo el insistente interés en que venda la casa o que la alquile. ¿Por qué tanto apuro? ¿Qué se traerá entre manos? ¿Un negocio?

 

El tren llega a la plataforma. Cinco horas de viaje me esperan. Es un tren viejo, sucio y ruidoso.

 

Desde que entré al geriátrico de Casilda no puedo dejar de pensar ni un segundo en la vejez. Ojalá me muera como mi viejo, de un bobazo y buenas noches. No hay muerte mejor que la muerte repentina. Todos esos viejos en el geriátrico viven como autistas, como en otro mundo. Tal vez, ese estado sea una antesala, un mundo intermedio, el aturdimiento previo a la muerte. Algo irrecuperable de la dignidad se pierde de una forma violenta cuando te arrumban en esos geriátricos. El tero Garmendia, un chofer de blindado, sostiene que a los setenta años la gente debería alquilar algo con los amigos de su edad con los que se lleve mejor y esperar la muerte juntos sin dar lástima ni problemas a nadie y mucho menos a la familia. Unos días atrás, la tía Naide vivía sola y en su casa. Pero la vida siempre nos depara algo incierto.

 

El tren abandona la ciudad. Desde la ventanilla todo parece distinto, como si se pudiera mirar la vida desde afuera.

 

La tía Naide no vivió siempre en Arteaga. Durante muchos años lo hizo en Parque Patricios, en un departamento sórdido de la avenida Almafuerte. Creo que una sola vez fui a visitarla en ese departamentito. En Buenos Aires trabajaba en Dior, de costurera y según me contó mi vieja era muy buena, ganaba muy bien. Alta costura. Pero cuando mi abuela se enfermó en Arteaga y ni mi viejo ni sus hermanos podían cuidarla, ella dejó todo en Buenos Aires y se fue para allá. Nunca más se volvió, ni siquiera por la muerte de mi abuela. Solo volvió cuando murió mi viejo. Me acuerdo que después de enterrarlo en el cementerio de Morón, fuimos a comer pizza con todos los parientes a la Tokio. Me acuerdo lo de la pizza porque cuando murió mi abuela en Arteaga, después del entierro y aprovechando que los hermanos Vigna nunca estaban todos juntos, a mi viejo y al tío Manolo se les ocurrió hacer un asado en la casa de la calle Francia. La Naide puso el grito en el cielo: hacer un asado con la abuela todavía “tibia”. Nunca pude olvidar la palabra “tibia” para decir que estaba recién muerta. La tía Naide tenía y tiene hasta el día de hoy un carácter muy jodido. Yo tendría unos siete u ocho años esa noche. Finalmente decidieron comprar un salame larguísimo, picado grueso. Tengo grabado en la memoria el momento en que mi tío Manolo lo cortaba con un cuchillo gigante que se parecía a un machete.

 

Mi viejo era un personaje complicado también. Arisco como un caballo. Cuando le tocó la colimba se escapó y terminó de bombero en La Boca. Creo que nunca lo fueron a buscar o tal vez como era bombero voluntario no lo jodieron más. Al fin y al cabo un servidor a la patria. Después se hizo colectivero en la 86, la Furnier, toda la vida fue colectivero de la 86 hasta que presentó quiebra. Cuando se murió estaba trabajando de remisero. Un día volvió de trabajar, se sintió mal y se fue caminando hasta el hospital de Morón. Apenas si llegó a la puerta de la guardia.

 

Campana. El tren se detiene. Es una estación solitaria e iluminada de mala gana.

 

Yo me crié con la familia de mi vieja, en Mariano Acosta, en el far-west del gran Buenos Aires. Hasta los seis años viví con mi abuela en Mariano y cuando empecé la primaria, me vine a vivir a Morón con mi vieja y mi viejo. Cuando me casé con Adriana me mudé a Flores. Ahí nació Valeria, mi única hija. A los siete años nos separamos. Pensé en volverme a Morón con mi vieja, mi viejo ya había muerto, pero me quedé en Flores, en Membrillar, en el departamentito de un ambiente en el que vivo hasta ahora.

 

Si de algo creí que nunca iba a trabajar en mi vida es de seguridad y aprender a usar un arma. Ser “excelente tirador” en tiro como indica mi legajo. De chico no soñaba con ser nada, pero nunca fui violento. Mi vieja insistía en que estudie, pero tras unos intentos vacilantes en la UBA y en la de Morón, entré en Seguard por un contacto de mi viejo, un capo de la Fournier que me hizo entrar en la empresa y no me fui más. Ni siquiera cuando pasó a ser Iacob. Seguir enfierrado a los blindados con un auto de custodia es mi trabajo. Sí, me hubiera gustado “ser” otra cosa, pero cuando uno es bueno en lo que hace es más difícil largar todo. Mi vieja no quiso que sea colectivero como mi viejo, pensaba que en Seguard podía hacer carrera, y de hecho la hice. Y esta “carrera” me tiene harto.

 

Cuando murió la abuela, la tía Naide se las rebuscó haciendo arreglos de costura. Los hacía hasta el día en que se cayó. Si cosía para Dior, arreglar la ropa berreta de Arteaga no le debe haber costado nada. ¿Habrá juntado mucha plata cuando cocía para Dior?

 

Antes de separarnos vinimos varias veces a visitarla con Adriana y la Vale. Yo tenía la rural Escort y la tía Naide nos recibía con buena onda, pero como todo el que está acostumbrado a vivir solo, al otro día quería que nos fuéramos. Nos lo hacía notar de todas las maneras posibles. La Vale la odiaba y la tía Naide a la Vale. La tía no se hacía querer. Era tan arisca como mi viejo. No sabían dar ni recibir cariño. Eran solitarios. Mi viejo trabajaba en el colectivo en Navidad, año nuevo, mientras se jugaba Argentina-Holanda en el mundial ’78. A él le gustaba estar solo como a la tía Naide. Tal para cual. Ni entre ellos se demostraban cariño.

 

No solo mi vieja, todos decían siempre que la tía Naide de joven fue una mujer hermosa. Una gringa en todo sentido. Alta, rubia, blanca y esos ojos celeste brillante. Y el mito que arrastra de que no se le había conocido romance ni nada, salvo esa “relación” misteriosa de la que todos hablaban y de la que nadie sabía nada.

   En realidad, la mayoría de las personas cuentan poco y nada de su vida. O cuentan lo que quieren.

 

Rosario Norte. El sonido del tren retumba al entrar en la estación, como si los hierros de las ruedas metálicas se saludaran con sus colegas de los viejos tinglados. Bajo y camino hacia la salida. El ambiente es turbio, hay gente durmiendo en los pisos, una suciedad que parece haber nacido con la estación.

   Cuando murió mi abuela, la madre de la Naide y de mi viejo, no sé por qué motivo viajé a Arteaga con el tío Manolo. Estas calles de Rosario hasta la terminal me traen ese recuerdo. Hacía un calor insoportable y el tío Manolo, que si bien era parco, era también un tiro al aire, un mujeriego, jugador incurable según contaba mi vieja, me llevó a una heladería y pidió dos cuartos de helado de limón, uno para cada uno. Para mí, que me compraban un palito de Frigor y cada muerte de obispo, eso fue como una orgía, aunque fuera de limón. Y una vez que nos los terminamos, pidió otros dos cuartos de limón para los dos.

 

El Ranqueles está hasta las manos. ¿Qué tengo que hacer con la tía? ¿Cómo debo actuar? En el viaje me duermo. Bajo en Casilda. Llovizna como no podía ser de otra manera. Camino rápido desde la terminal hasta el geriátrico porque no traje paraguas. Por suerte está Lili, la dueña y me deja pasar aun cuando no sea horario de visita. Lili es una persona que me inspira confianza. Ella parece hacerlo todo más fácil, parece darse cuenta de la situación incómoda en la que me encuentro. Venir desde Buenos Aires, hacerme cargo de la tía, el desconcierto que todo eso genera. Es la única persona que parece entenderme. Por ahora, con la jubilación de la tía Naide voy a poder cubrir el geriátrico, ya que la jubilación es de doscientos cincuenta mil pesos y el geriátrico cuesta doscientos treinta mil. Pero ¿y si aumenta? Todo aumenta en este país.  

   Salgo a caminar por Casilda. Tengo hambre. Sigue lloviznando, parece que nunca va a dejar de llover. Casilda debe tener una nube propia, una nube tóxica contratada por alguien que odia a toda esta gente y no va a parar hasta ahogarlos. Con tres mordiscones me liquido un pancho y pienso que no me voy a hospedar otra vez en el hotel Silvio, es una pocilga. Voy a ir a pasar la noche en Arteaga, a la casa de la tía Naide. Prefiero hacer los setenta kilómetros y no dormir entre las cucarachas del Silvio, bajo la lluvia eterna de Casilda.

   Vuelvo al geriátrico. La tía sigue delirando e insiste con que quiere volver a su casa. Trato de explicarle pero no me reconoce. No se acuerda mi nombre o me dice “nene”. Lili lo relativiza y me dice la anestesia y eso... y me cuenta que hay unas combis que van hasta Cruz Alta y te dejan en Arteaga. Que no son muy caras. Voy a pasar el sábado en la casa de la tía Naide, volver el domingo a Casilda y de ahí a Buenos Aires y llegar temprano para ir a trabajar el lunes. Pero esta noche voy a dormir en la casa de la calle Francia, al fin y al cabo, algún día va a ser “mi casa”.

   Las cosas parecen mejorar. Lili me dice que el domingo a la noche un conocido de ella viaja a Buenos Aires y que me puede llevar.

 

Arteaga en un pueblo de fantasmas. De mis fantasmas y de los fantasmas que hacen que la gente no asome ni la nariz a la calle. Es como si le tuvieran miedo al “afuera” que es su propio pueblo, que son ellos mismos, como si continuara en este lugar alejado otro tipo de pandemia mucho más inquietante y secreta. No era así cuando yo venía de chico. ¿O era así? Ahora es un cementerio. La combi me deja en la ruta y Francia y camino las tres cuadras hasta la casa de la tía Naide. Hace un frío raro y el sol aparece detrás de las nubes como un aro insignificante. Un redondel que parece dibujado por un nene y al que las nubes van carcomiendo lentamente. Pienso, pienso sin parar. Muchas veces cuando voy detrás de los blindados con el fierro pienso en que un tipo que está dispuesto a matar para defender la plata de otros, no debería pensar en nada. Los “gatilleros”, como nos llaman en joda en la empresa, deberíamos ser tipos básicos, que solo piensen en dormir bien para estar siempre atentos como un animal salvaje cuidando el “territorio” de otro.

      Abro la puerta de la casa de la calle Francia. El olor a humedad y encierro es insoportable.

 

El pasto del jardín de atrás está muy crecido. Parece que la tía no lo cortaba nunca. En el galpón encuentro una cortadora de césped, intento hacerla funcionar de todas las maneras posibles, pero no arranca. Está definitivamente rota. Le mando un WhatsApp a Gabina y le pregunto si tiene una cortadora de césped para prestarme. Me dice que sí, que vaya a buscarla. Cuando me la da vuelve con lo de la venta, tiene un interesado que pone cincuenta millones de pesos. Cincuenta mil dólares por esta casa me parece un despropósito, pero no le digo nada. Dice que aproveche que los sojeros están con la billetera “gorda” y que después no se la voy a vender a nadie. Es ella quien quiere comprarla. Tal vez para ampliar su jardín trasero. La tía hace muchos años vendió parte del terreno, ¿tanto le puede interesar ampliarse? El otro día mientras charlábamos en la puerta de la casa de la tía Naide, piso mierda de perro y al darse cuenta, su rostro se transformó. Más allá del percance, en sus facciones pareció desplomarse el armado de su simpatía.

 

Corto el pasto y prendo el calefón eléctrico para bañarme. El baño no está mal, pero es de esos baños que por más limpieza a fondo que se les haga nunca van a parecer limpios. Como la bañera de mi departamento, ni odex ni bicarbonato ni lavandina. Cuando todo está definitivamente viejo al limpiarlo sus imperfecciones no hacen más que mostrarse aun más crudas.

   Me preparo unos mates y en uno de los cajones del modularcito del comedor encuentro un sobre con fotos. En muchas estoy yo de chico, mi viejo, mi vieja, el Arielito, que ya de nene parecía una nena, con unos bucles rubios casi solares.

   En otras fotos setentosas en Mar del Plata, la tía Naide en biquini es realmente un minón. Tiene un físico de modelo. Posa con otras mujeres en el lobo marino de la rambla. En la panza del lobo marino se lee escrito el nombre QUIQUE con aerosol.

   Me siento un intruso. Hasta la semana pasada, hasta el mismo día en que se cayó, la tía Naide vivía aquí tranquilamente y ahora está en un geriátrico lúgubre. Y ahora estoy yo acá, entre sus cosas. Como si fueran mis cosas, mi casa. Como si no fuera de nadie.

   ¿Es realmente ético venderle la casa mientras ella está viva? Si bien el médico sostiene sin dudar que ya no pueda vivir sola, ¿cómo voy a sentirme al venderle su casa? Con esa plata podría venir a verla más seguido, ¿cuánto me va a durar? ¿Y si la tía Naide aun averiada vive hasta los cien años?

   Tocan la puerta. Un tipo, que se presenta como “el vecino de enfrente”, me dice de mala manera que tiré el pasto muy cerca del cordón, que así el agua no corre y después se tapan las tomas de agua. Le digo que no sabía, que ahora saco el pasto y me dice que ya lo hizo él y que lo mejor que podría hacer es vender la casa para que viva alguien del pueblo y sepa cómo son las “reglas” del lugar. Otro con la cantinela de la venta y además de mala manera. Le cierro la puerta en la cara sin saludarlo.

 

Salgo a caminar, voy hasta el centro a comprar algunas provisiones. Sábado a la tarde, todo cerrado. Pasando el centro encuentro una especie de supermercadito abierto.  Para comer no hay nada elaborado y no tengo ganas de comer fiambre. Vivo a fiambre. Compro una coca light, un Caballito Blanco y un chocolate con naranja, el tano Bertini diría “chocolate para maricones”.

 

Son las siete y media de la tarde y ya es de noche. El frío se hace sentir. Ni un perro. Arteaga es un pueblo sin perros. Cuando venía de chico, ¿había perros? ¿Las calles estaban tan desiertas como lo están ahora?

   Camino y camino buscando un lugar donde comer algo. El comedor del club Arteaga está abierto pero no hay nadie sentado a las mesas. Me da cosa entrar y cenar solo. Además ni son las ocho, ni deben haber prendido el horno todavía.

   En frente, en el Alianza, tampoco hay movimiento.

   Tengo ganas de comer un choripán o una milanesa. Algo caliente. Algo que no sea fiambre.

 

Nada abierto. A lo lejos, en la plaza, veo uno de esos  camiones de comida food track, parece abierto, al menos tiene luces encendidas. Recién están abriendo, lo atiende una parejita joven y dicen que pueden prepararme un sándwich de milanesa completa con papas fritas. Somos los únicos habitantes de la plaza. Me siento en una de las mesas de madera dispuestas en la vereda. Por suerte traje la bufanda y el gabán, el frío es cada vez más penetrante.

   De repente los campanazos de la iglesia empiezan a sonar. Parecen tiros, bombas que explotan en el aire frío. De la nada aparece una piba gordita en bicicleta, la deja en un bicicletero de la plaza y cruza la calle hacia la iglesia. No le pone cadena ni candado. Parece que no se roba en Arteaga. En Flores no duraría ni un segundo. Paulatinamente van llegando coches, la mayoría de alta gama. La gente baja, familias, entran en la iglesia. Si bien no es una multitud, es bastante gente. En algún lugar permanecieron escondidos toda la tarde y salieron todos de golpe. Los campanazos no paran, aturden todo. Enrarecen la noche.

 

Termino el sándwich y me vuelvo a la casa de la tía Naide. El Arteaga sigue con las luces encendidas y sin nadie en las mesas. Si nadie viene a cenar un sábado no debe venir nadie nunca. Tomarán café a la tarde y nada más.

   Sin embargo, del Arteaga sale un hombre y me llama:

   —¿Ferny? —de esa manera solo me llamaban mi vieja y la tía Naide.

   Es un hombre grande, ¿ochenta? Tiene cara de tipo de guita. Lleva una campera de las caras, con piel en el cuello.

   —Soy el Bebe Arthur, ¿te acordás de mí?

   Ese apodo y ese nombre en inglés son inolvidables.

   —Sí, algo, ¿primo de la Naide, o algo así? —digo como si no me acordara.

   —Sí, algo así —hace un gesto extraño— pobrecita. Nosotros con ella no andábamos bien, pero estamos para lo que sea.

   —¿Nosotros?

   —Sí, Aponte, el escribano y yo.

—Ah…—no sé qué decirle—. Y ahí sigue la tía, en el geriátrico de Casilda.

—Qué pueblo de mierda Casilda. Yo ahora estoy en San José de la Esquina, me mudé de chico de Arteaga. Trabajo con Aponte, ¿él fue el que te hizo toda la papeleta de la casa, no? —es evidente que el Bebe Arthur pregunta lo que sabe. Vía Gabina, todo el pueblo debe saberlo       —. ¿Vos seguís en la empresa de seguridad?

   —Sí, ahí sigo.

   —Tenés portación legal.

   —Sí.

   —Qué bueno che. Yo tengo una nueve pero sin papeles. ¿No querés cenar conmigo acá en el Arteaga? La Naide era del Alianza…jajaja.

   Le digo que cené en la plaza, en un food track. El Bebe Arthur insiste.

   —Dale, al menos te tomás un etiqueta negra conmigo y no esa porquería que tenés en la bolsa.

   Ambos miramos la bolsa pendiendo de mi mano. El Caballito Blanco asoma. Siento un poco de vergüenza pero acepto la invitación.

   En el salón del Arteaga somos los únicos clientes. Nos atiende un hombre alto y espigado.

   —Jorgito, este muchacho es el sobrino de la Naide.

    Jorgito me sonríe sin demasiadas ganas. El Bebe Arthur pide dos whiskys y unos “ingredientes”.

   —¿Y si te quedás en el pueblo? Sos lo que necesitamos, con Aponte digo, —el Bebe no puede ni quiere disimular la risita—. Mañana domingo si querés nos juntamos en la escribanía, bah en la casa de Aponte.

   —Pero yo tengo mi laburo allá, muchos años, no puedo largar todo.

   —Ferny… acá hay buena plata, no me hagas hablar de más. Desde ya muchísimos años que nosotros dominamos la zona. Si te quedás lo vas a entender y vas a ser parte, porque sos el sobrino de la Naide, y ella es de las nuestras. Allá en Buenos Aires ¿tenés vivienda?

    —No, alquilo.

   —Acá está tu destino, mientras nosotros mantengamos los puntos estratégicos vamos a mandar. Mañana si querés venite a lo de Aponte, yo desayuno con él en su casa a las nueve o’clock.

   Los vasos están vacíos. El bebe pide otra vuelta.

   —Qué desgracia lo de la Naide che, para Aponte y para mí ella es alguien muy especial, pero viste cómo es, retobada como una yegua mala.

   Otra vuelta más de whisky y salimos del Arteaga.

  —Si necesitas desovar, tengo un lugar para recomendarte. Acá cerquita, en la 92. La nochecita da.

   — ¿Desovar?

   El Bebe Arthur escupe una sonrisita cómplice.

   —Ponerla, digo.

   —Ah, no está bien, estoy muy cansado. Gracias igual.

   Siempre me cayeron mal los tipos que hablan de sexo en esos términos. Que animalizan el sexo. Para mí son reprimidos. Cuando en la empresa empiezan a hablar a ese nivel no me prendo. Yo que sé, me parece de mal gusto. No sé por qué pero me cae mal esa forma de hablar, de sacarle toda magia.

   —Acá lo que necesites, hablás conmigo, sabés. Pueblo chico… Venite a las nueve que Aponte desayuna a esa hora. Temprano y al pedo como los milicos que tanta falta nos hacen.

   El Bebe se despide. La oscuridad de Arteaga se lo devora en segundos. El whisky corre por la sangre y un frío pegajoso se me adhiere a la cara.

 

En el modularcito vidriado veo unas copitas de coñac. Una de cristal rojo, otra amarilla y otra verde turquesa.

   Estoy bastante tocado por los tres vasos de etiqueta negra del Arteaga, pero la quiero seguir con el Caballito Blanco. Cuando uno está medio en pedo cualquier whisky es lo mismo. En la copita de cristal rojo me sirvo un buen trago. Sobre el modularcito hay un radiograbador y unos casetes. Camilo Sesto, Julio Iglesias y uno de Beto Orlando. Mi vieja escuchaba a Beto Orlando. Lo meto en el radiograbador. Abre el tema un órgano berreta y Beto Orlando canta con una voz lavandinada que es una voz de mi infancia. Esta es la primera vez que me enamoro de verdad.

   No creo que pueda vender esta casa.

   ¿Trabajar con Aponte y el Bebe Arthur? Seguramente sus actividades sean turbias. Sino, ¿para qué las armas? Pero los dueños de Iacob tampoco son santos. Hay algo que no termina de cerrarme con eso de los puntos estratégicos, ¿Serán negocios? Por algo le interesa tanto que tenga tenencia de arma.

   Apago el grabador, la música me resulta insoportable. Sin darme cuenta me fui tomando el whisky, apenas si queda un poco en la botella. El último sorbo lo dejo en la copa, siento asco en el estómago. Estoy mareado del todo y me voy a acostar. Mañana a las nueve tengo que estar en lo de Aponte.

 

La tía Naide está parada con la biquini roja. Sigo con mis ojos sus piernas interminables y bien formadas. Me dice algo que no puedo entender, habla susurrando y me mira intensamente con sus ojos celestes y penetrantes. Está parada delante del lobo marino, detrás de ella, cuatro serpientes se contoneaban para formar el nombre QUIQUE. Serpientes de colores, fluorescentes. Y en un segundo la imagen desaparece y entra por la puerta del cuarto, vieja como en la cama del geriátrico, en camisón y hago un esfuerzo para salir de la cama pero el cuerpo me pesa una tonelada, no me puedo mover y ella se acuesta a mi lado. Huela a vieja, huele a pis, a remedios. Acostada a mi lado intenta hablarme pero solo siento su aliento fétido. Cierro los ojos, y al abrirlos, la observo levitando en la habitación. De repente las persianas se abren y ella sale volando por la ventana, los rayos del sol me encandilan y no puedo ver hasta que la luminosidad se la traga y desaparece.

 

Me despierto sobresaltado. La ventana está cerrada. Todavía parece ser de noche. La cabeza se me parte y tengo ganas de vomitar.

   Voy al baño y quiero devolver pero me agarra diarrea y cuando tiro el botón, la mierda no se va, el inodoro está tapado. Ver la mierda me devuelve las ganas de vomitar. Salgo en calzoncillos al jardín de atrás y muerto de frío vomito en el pasto recién cortado. Semienterrado en la tierra veo el mango de un cuchillo/machete, muy parecido al que usó el tío Manolo para cortar el salamín.

   ¿Cómo no lo vi al cortar el pasto?

   Vuelvo a la cama. Al pasar por la cocina, la botella de whisky me da más asco. Meto la copita en la pileta y se me rompe. La cabeza se me parte.

 

Debo haber dormido un par de horas. El celular se quedó sin batería y no sé qué hora es. Por las hendijas de la ventana entra luz. Me levanto y miro hacia afuera: heló. El dolor de cabeza no afloja. Busco y rebusco entre los cajones del modularcito una aspirina, cualquier cosa que me calme este dolor insoportable. Nada, empiezo a revolver los cajones del placard, no creo que Gabina se haya afanado también las aspirinas. Saco un cajón y se me cae al piso. Meto la mano para ver si se rompieron las guías y toco un sobre. Lo saco, es un sobre de madera cerrado con cinta, con varias pasadas de cinta. Tantas que es casi imposible abrirlo. Voy a la cocina por un cuchillo y finalmente lo abro.

   Hay más fotos. Son de formato más chico, cuadradas. En algunas fotos descubro a un hombre joven que parece ser el bebe Arthur (es indudablemente él) rodeado de mucha gente en un salón como de conferencias, en otra entre varias personas identifico a un joven escribano Aponte y entre la gente descubro a la tía Naide y al bebe Arthur en una especie de recreo al aire libre a la vera de un río o un arroyo. La tía Naide luce un solero que dibuja su silueta perfecta y hace que sus piernas se vean más largas que nunca. Imagino lo deseada que debió ser entre todos esos hombres. En otra posan los tres con un anciano de barba muy tupida, el bebe y Aponte ambos impecablemente vestidos y la tía Naide con un trajecito sastre como los que usaba Eva Perón. Hay muchas fotos. Pero encuentro otras recubiertas por un nylon amarillento. Trato de sacarlo con cuidado porque está pegoteado a las fotos. Ahora la tía Naide, todavía más joven que en las fotos de Mar del Plata, posa en una ruta sentada en el capot de un camión. En otras hay un hombre posando también en el mismo camión. Son fotos de una parada de ruta. En otras fotos se los ve juntos en Luján, y en otras en un lugar que parece ser las sierras de Córdoba o un lugar con piedras y cerros. Son fotos en colores amarillentos y otras en blanco y negro.

   Hay un pequeño recorte de diario. En letras diminutas se lee:

 

Camionero decapitado en Alta Gracia

Cda. Un camionero fue encontrado decapitado en la ruta provincial 5 entre Alta Gracia y Anisacate. El cuerpo del occiso fue hallado sentado en el asiento del camión por un turista que recorría la zona. La policía forense todavía no pudo hallar la cabeza del camionero en los alrededores, por lo que se presume que el asesino pudo habérsela llevado con un oscuro propósito. Por los documentos que portaba pudo conocerse que se llamaba Néstor Calandra con domicilio en la localidad de Arequito, de la provincia vecina de Santa Fe.

 

En el recorte hay dibujadas caritas sonrientes con birome como si la noticia al que las dibujó le causara gracia o mofa. Con la misma birome hay una fecha escrita en el borde superior: 08/03/1970. Entre las fotos encuentro un papel amarillento y doblado varias veces. Lo despliego. De manera bastante torpe y a grandes rasgos alguien dibujó un plano de un pueblo con números desparramados por todo el papel, como esos dibujos en los que había que unir números desordenados para formar una figura. ¿Será un mapa de Arteaga? Podría serlo, pero también podría no serlo. Busco una birome y los empiezo a unir en orden. Las rayas que voy trazando se entrecruzan, todo parece ser un caos pero trazo a trazo se va formando el contorno de un animal, como si fuera un animal prehistórico de ocho patas. El dibujo cierra en el numero 127. Sin embargo, a un costado del papel continúan, pero con números más encimados. Al unirlos se forma el nombre QUIQUE.

   Me quedo pensando un rato y vuelvo mirar la fecha anotada en el recorte, son los mismos números, ¿Serán de la tía Naide?

   Meto todo otra vez en el sobre y salgo al jardín trasero. El vómito está intacto, vuelvo a sentir asco. Tironeo para sacar el machete y tras varios intentos logro arrancarlo de la tierra. En la pileta de la cocina lo limpio y lo guardo en un cajón del modular que tiene llavecita.

 

Salgo. Necesito conseguir una sopapa para el baño, busqué y rebusqué por todos los rincones de la casa y no pude encontrar ni una sopapa ni nada que se le parezca. En una panadería compro unos libritos, tal vez después de la resaca me de hambre. La cajera, una chica muy linda, me pregunta el nombre y mi teléfono. La miro extrañado y me aclara que es para un sorteo que van hacer a mediodía. Le doy los datos que me pide y le digo que igual me voy en un rato. Una señora que atendía en el mostrador me pregunta si soy el sobrino de la Naide.

   Le digo que sí, y que está internada en Casilda. Ella me cuenta que la mañana en que se cayó se la cruzó en la calle y que estuvieron hablando. Qué desgracia repite. Ella tiene que volver a Arteaga como sea. Este es su lugar en el mundo.

   No le contesto y salgo. ¿Por qué habrá dicho como sea?

   En el supermercadito en el que compré el whisky y el chocolate consigo una sopapa.

   Es temprano, tengo tiempo para destapar el inodoro e irme a lo de Aponte.

  

Vuelvo a la casa y después de varios intentos fallidos logro destaparlo. Tiro bastante papel higiénico en el inodoro para comprobar si obtura, pero solo queda el agua cristalina todavía agitada por el movimiento. 

 

Me limpio como puedo, me perfumo un poco y salgo para lo del escribano Aponte. Sigue siendo una mañana gris. Ya no hay ni rastros del sol en el cielo blanco.

 

La mucama de Aponte me sirve café. Aponte y el  Bebe Arthur ya están tomando.

   —¿Y qué te parece la propuesta que te hizo el Bebe? Acá tenés casa, ahora trabajo… ¿cuánto ganás en la empresa de Buenos Aires? No debés llegar al palo…

    —Maso, por ahí, con extras a veces paso.

  —Monedas. Acá está tu oportunidad Ferny. El tren que perdés para siempre todavía está en la estación. Necesitamos alguien con tenencia legal. Y lo fundamental, un tipo que tenga vinculación con el pueblo. Eso-es-clave. Acá agarran guita de la soja y después creen que todo el año es carnaval y se endeudan. Y…—Aponte hace una pausa como si se hubiera arrepentido de lo que iba a decir, pero continua—- Y si les llueve mucho o la sequía… bueno, ahí estamos nosotros. Acá es todo legal, lo qué pasa es que la gente gasta más de lo que tiene. O pide lo que a veces no hay y nosotros tenemos que inventar. Y otras veces les inventamos la necesidad. Pero esto es mucho más que eso, si te vas ganando la confianza vas a ir sabiéndolo todo.

   —Yo solo soy custodia de los blindados.

   —Esa es la pesada, jaja —el Bebe Arthur hace el gesto de disparar con las manos como un cowboy.

   —Ferny, la cosa es clara. Si te va, la mejor, como lo del documento de la casa. Pensamos en vos por la Naide. Nunca jamás va a haber mina más linda que la Naide en Arteaga. Una gringa pura. Y una mina muy inteligente, una luz. Si aceptás, la traemos al geriátrico de Arteaga, contá con nosotros, los dueños son gente amiga de Venado.

   —Mañana a la mañana les contesto, tengo que hablar a Buenos Aires —les dije y ambos se sonrieron como si les hubiera dicho que sí.

   Me despido pero antes les hago una pregunta.

   —¿Por qué todos me quieren comprar la casa? Gabina…

   El bebe Arthur me interrumpe abruptamente:

   —Como te comentaba anoche, hay puntos estratégicos en este pueblo, Ferny, hay puntos estratégicos que son nuestros— se me vienen a la cabeza los puntos del mapita—, ya lo vas a entender. Y vos sos de los nuestros. Como en todos lados… hay hijos y entenados. Es complejo de explicar, pero cuando entres en la frecuencia vas a ir entendiendo.

   Aponte me palmea en las espalda.

  —Esta vez tuviste suerte No la vendas, Ferny, haceme caso —agrega con un tono entre paternal y amenazante.

 

Me despierta el ruido de un motor. Miro por la ventana, en la casa de enfrente están retirando un muerto.

   Me siento en el sillón y me quedo mirando las cortinas lilas. Todo parece iluminarse de una luz cálida e inesperada, los colores se reavivan. La llamo a Lili pero tiene el celu apagado. Le mando un audio de WhatsApp:

   *Lili no voy a ir a Casilda ni a Buenos Aires, me voy a quedar en Arteaga. En la semana seguro voy a estar por allá para ver a la tía Naide, y como siempre te agradezco por todo.

 

Vuelvo a pensar en la suerte, en mi suerte. ¿Quién será QUIQUE? En el bolso busco los papeles del ANMaC. Tengo la obsesión de llevarlos siempre conmigo como si fueran el arma misma. Los guardo en el sobre de madera con las fotos y el mapita numerado y meto todo el cajón del modular en el que guardé el machete. Le doy dos vueltas a la llavecita y me la guardo en el bolsillo del pantalón.

 

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