Arteaga
La tía Naide es la hermana de mi viejo. Es alta,
rubia y según repetía mi vieja hasta el cansancio, una mujer hermosa. La imagen
que retengo de la tía Naide joven es la de su pelo largo y rubio y sus dos ojos
celestes y enormes como los de mi papá. Pero hoy es una vieja de ochenta y
nueva años. El martes salió de una operación de cadera y solo me tiene a mí en
el mundo.
Para
estar con ella en la operación y encargarme de los trámites del Pami, me tomé
cuatro días de vacaciones en la empresa. Vivo en Flores, y ella en Arteaga, al
sur de la provincia Santa Fe y a trescientos kilómetros de mi casa.
La
operación se hizo en Casilda, que es a una hora de micro de Arteaga, y según el
médico fue un éxito.
Un
éxito que no deja de ser un despropósito. Pedir vacaciones, gastar la plata que
no tengo. ¿Qué otra cosa podría haber hecho? ¿Abandonarla a su suerte? Tuve que
tomar decisiones rápidas, internarla en un geriátrico de Casilda, uno a la
altura de mis posibilidades económicas. El único que hay Arteaga es impagable.
Es viernes a la noche y estoy en Retiro
esperando el tren a Rosario. Un día muy intenso de trabajo y me vuelvo para
Casilda. No creo ser un tipo con suerte, pero qué es tener suerte. Pido un pancho en un bar de la estación y en
una radio se escucha un tema: el día
menos pensado tengo que aprender a desaparecer, dice el cantante con acento
gallego. Ni un solo día dejó de llover en Casilda durante toda la semana pasada.
El tren sale en media hora. Si todo va en horario, en Rosario engancho los
Ranqueles directo hasta Casilda. Todo esto es una locura, pero no puedo
abandonarla. La tía Naide será jodida, agria, pero a su forma siempre me quiso.
Hay otros sobrinos, primos míos, el Arielito, que según me contó la tía Naide
es gay y que se habría hecho travesti o algo así en Gualeguaychú o en Villaguay.
Su vida
sentimental, otro misterio. A pesar de que todos digan que fue un minón, jamás
se casó, apenas si se cuenta de un novio con el que tuvo una experiencia
traumática que nadie conoció.
También
tiene otras dos sobrinas, hijas de mi tía Emilse, que creo que son abogadas o
escribanas, algo así. Ellas son de Iriville, un pueblo cercano a Arteaga, pero que ya pertenece a la provincia
de Córdoba.
Pero la
tía jamás los quiso. Los Vigna siempre fueron muy ariscos al cariño. A la tía
Emilse creo que la vi una o dos veces y el tío Manolo era un tipo muy
misterioso. Fueron criados en el campo, como chanchos, sin demostrarles amor. A
mi viejo lo sacaron de la escuela en segundo grado y lo mandaron a trabajar en
el campo. Cosas parecidas habrán sucedido con la Naide y sus hermanos. A
principios de los cuarenta, los hijos serían como perros, no se les daría la
más mínima bola que se les da ahora que son el centro del universo. Se los
criaba y listo. Antes, y tal vez ahora un poco también, y mucho más en aquellas
zonas remotas, un puñado de casas y puro campo, la gente era muy básica, muy
bruta. Hacían lo que podían.
Tampoco
yo soy un gran padre para andar juzgando. La Vale puede dar fe de eso. Desde
que se junto con el pibe que labura conmigo en Iacob está un poco más cercana.
Fue una casualidad, yo no los presenté, se conocieron en un boliche, pero el
pibe me buscó en la empresa y nos relacionamos bien, ella se mantuvo muy
distante desde que me separé de la madre.
Por los altoparlantes anuncian que el tren a
Rosario Norte está entrando a plataforma 10.
Soy empleado de seguridad y ya tengo los treinta
años de aporte, pero recién cincuenta y cuatro de edad. Para jubilarme todavía
soy joven. Y me siento tan viejo, la sensación agria de ya haber vivido lo
suficiente. Cuando la tía Naide propuso dejarme la casa de Arteaga, al
principio dudé. ¿Y los otros sobrinos? Pero ella insistió en ir a la escribanía
del tal Aponte y hacer el documento para que una vez que ella no esté, la casa
de la calle Francia quede para mí. Me repetía una y otra vez: la vida no me dio
hijos, pero vos fuiste el único que se preocupó por mí durante todos estos
años, el único. Pero con ese versito me saca de todo, que la tele que es más
barata en Buenos Aires, que el lavarropas, que las cuotas. Y después remata con
el yo quiero que esta casa te quede a
vos, no es gran cosa pero quiero que sea tuya.
Una
casa en el culo del mundo, pero para un inquilino crónico, una casa es una
casa.
¿Me
acostumbraría a vivir en ese pueblo? Cuando era chico e iba con mi vieja a
visitarla era un paraíso para mí. Es innegable que Arteaga es parte de mi vida.
Ahí podía hacer todas las diabluras que en casa no me dejaban hacer. Con mi
vieja nos íbamos a pasar una semana en el verano, y a veces en las vacaciones
de invierno. Íbamos en micro a Rosario y de ahí en un trencito hasta Arteaga.
Ese tren ahora no funciona más y las vías están llenas de yuyos o directamente
no están.
El otro día, después de la operación y de
internarla en el geriátrico de Casilda, me fui a Arteaga a ver la casa y hablar
con Gabina, la vecina de al lado. Ella dice que ya tiene comprador para la casa
o que si quiero alquilarla también tiene inquilina. Parece tener lo que se le
pida y un interés obsesivo por la casa. Según ella y el médico que la operó, la
tía Naide no va a poder vivir sola, va a necesitar de gente que esté con ella y
eso me va a salir una fortuna. Además me cuenta que deliraba un poco y que
podría ser un principio de demencia senil. Pero todo este apuro en que me
deshaga de la casa es extraño. El otro día en el geriátrico, la tía gritaba que
quería volver a su casa y sentí mucha pena. Gabina tiene llave, porque el día en
que la tía se cayó y se quebró la cadera, ella fue quien la acompañó hasta
Casilda en la ambulancia. Creo que no se llevaban muy bien, nadie se llevaba
muy bien en Arteaga con la tía Naide, pero ella se hizo cargo del asunto y fue
la que me ubicó en Buenos Aires para avisarme. Sin embargo, la “buena” de
Gabina solo me inspira desconfianza. Por algo la tía no la quería mucho y en la
casa no había ni una joya, pura baratijas. Solo había, según Gabina, cincuenta
lucas de las que me devolvió una parte ya que el resto lo consumió en volverse
de Casilda y otros gastos. ¿Resulta extraño que una vieja de ochenta y nueve
años no haya juntado cosas de oro durante toda una vida? Estoy convencido de que
cuando volvió de Casilda, Gabina manoteó todas las joyas de valor, las de oro y
plata. Además es llamativo el insistente interés en que venda la casa o que la
alquile. ¿Por qué tanto apuro? ¿Qué se traerá entre manos? ¿Un negocio?
El tren llega a la plataforma. Cinco horas de
viaje me esperan. Es un tren viejo, sucio y ruidoso.
Desde que entré al geriátrico de Casilda no
puedo dejar de pensar ni un segundo en la vejez. Ojalá me muera como mi viejo,
de un bobazo y buenas noches. No hay muerte mejor que la muerte repentina.
Todos esos viejos en el geriátrico viven como autistas, como en otro mundo. Tal
vez, ese estado sea una antesala, un mundo intermedio, el aturdimiento previo a
la muerte. Algo irrecuperable de la dignidad se pierde de una forma violenta
cuando te arrumban en esos geriátricos. El tero Garmendia, un chofer de
blindado, sostiene que a los setenta años la gente debería alquilar algo con
los amigos de su edad con los que se lleve mejor y esperar la muerte juntos sin
dar lástima ni problemas a nadie y mucho menos a la familia. Unos días atrás, la
tía Naide vivía sola y en su casa. Pero la vida siempre nos depara algo
incierto.
El tren abandona la ciudad. Desde la ventanilla
todo parece distinto, como si se pudiera mirar la vida desde afuera.
La tía Naide no vivió siempre en Arteaga.
Durante muchos años lo hizo en Parque Patricios, en un departamento sórdido de
la avenida Almafuerte. Creo que una sola vez fui a visitarla en ese
departamentito. En Buenos Aires trabajaba en Dior, de costurera y según me contó
mi vieja era muy buena, ganaba muy bien. Alta costura. Pero cuando mi abuela se
enfermó en Arteaga y ni mi viejo ni sus hermanos podían cuidarla, ella dejó
todo en Buenos Aires y se fue para allá. Nunca más se volvió, ni siquiera por
la muerte de mi abuela. Solo volvió cuando murió mi viejo. Me acuerdo que
después de enterrarlo en el cementerio de Morón, fuimos a comer pizza con todos
los parientes a la Tokio. Me acuerdo lo de la pizza porque cuando murió mi abuela
en Arteaga, después del entierro y aprovechando que los hermanos Vigna nunca
estaban todos juntos, a mi viejo y al tío Manolo se les ocurrió hacer un asado
en la casa de la calle Francia. La Naide puso el grito en el cielo: hacer un asado con la abuela todavía “tibia”.
Nunca pude olvidar la palabra “tibia” para decir que estaba recién muerta. La
tía Naide tenía y tiene hasta el día de hoy un carácter muy jodido. Yo tendría
unos siete u ocho años esa noche. Finalmente decidieron comprar un salame larguísimo,
picado grueso. Tengo grabado en la memoria el momento en que mi tío Manolo lo
cortaba con un cuchillo gigante que se parecía a un machete.
Mi viejo era un personaje complicado también.
Arisco como un caballo. Cuando le tocó la colimba se escapó y terminó de
bombero en La Boca. Creo que nunca lo fueron a buscar o tal vez como era bombero
voluntario no lo jodieron más. Al fin y al cabo un servidor a la patria. Después
se hizo colectivero en la 86, la Furnier, toda la vida fue colectivero de la 86
hasta que presentó quiebra. Cuando se murió estaba trabajando de remisero. Un
día volvió de trabajar, se sintió mal y se fue caminando hasta el hospital de
Morón. Apenas si llegó a la puerta de la guardia.
Campana. El tren se detiene. Es una estación
solitaria e iluminada de mala gana.
Yo me crié con la familia de mi vieja, en Mariano
Acosta, en el far-west del gran Buenos Aires. Hasta los seis años viví con mi
abuela en Mariano y cuando empecé la primaria, me vine a vivir a Morón con mi
vieja y mi viejo. Cuando me casé con Adriana me mudé a Flores. Ahí nació
Valeria, mi única hija. A los siete años nos separamos. Pensé en volverme a
Morón con mi vieja, mi viejo ya había muerto, pero me quedé en Flores, en
Membrillar, en el departamentito de un ambiente en el que vivo hasta ahora.
Si de algo creí que nunca iba a trabajar en mi
vida es de seguridad y aprender a usar un arma. Ser “excelente tirador” en tiro
como indica mi legajo. De chico no soñaba con ser nada, pero nunca fui
violento. Mi vieja insistía en que estudie, pero tras unos intentos vacilantes
en la UBA y en la de Morón, entré en Seguard por un contacto de mi viejo, un capo
de la Fournier que me hizo entrar en la empresa y no me fui más. Ni siquiera
cuando pasó a ser Iacob. Seguir enfierrado a los blindados con un auto de
custodia es mi trabajo. Sí, me hubiera gustado “ser” otra cosa, pero cuando uno
es bueno en lo que hace es más difícil largar todo. Mi vieja no quiso que sea
colectivero como mi viejo, pensaba que en Seguard podía hacer carrera, y de
hecho la hice. Y esta “carrera” me tiene harto.
Cuando murió la abuela, la tía Naide se las
rebuscó haciendo arreglos de costura. Los hacía hasta el día en que se cayó. Si
cosía para Dior, arreglar la ropa berreta de Arteaga no le debe haber costado
nada. ¿Habrá juntado mucha plata cuando cocía para Dior?
Antes de separarnos vinimos varias veces a
visitarla con Adriana y la Vale. Yo tenía la rural Escort y la tía Naide nos recibía
con buena onda, pero como todo el que está acostumbrado a vivir solo, al otro
día quería que nos fuéramos. Nos lo hacía notar de todas las maneras posibles.
La Vale la odiaba y la tía Naide a la Vale. La tía no se hacía querer. Era tan
arisca como mi viejo. No sabían dar ni recibir cariño. Eran solitarios. Mi
viejo trabajaba en el colectivo en Navidad, año nuevo, mientras se jugaba Argentina-Holanda
en el mundial ’78. A él le gustaba estar solo como a la tía Naide. Tal para
cual. Ni entre ellos se demostraban cariño.
No solo mi vieja, todos decían siempre que la
tía Naide de joven fue una mujer hermosa. Una gringa en todo sentido. Alta,
rubia, blanca y esos ojos celeste brillante. Y el mito que arrastra de que no
se le había conocido romance ni nada, salvo esa “relación” misteriosa de la que
todos hablaban y de la que nadie sabía nada.
En
realidad, la mayoría de las personas cuentan poco y nada de su vida. O cuentan
lo que quieren.
Rosario Norte. El sonido del tren retumba al
entrar en la estación, como si los hierros de las ruedas metálicas se
saludaran con sus colegas de los viejos tinglados. Bajo y camino hacia la
salida. El ambiente es turbio, hay gente durmiendo en los pisos, una suciedad que
parece haber nacido con la estación.
Cuando
murió mi abuela, la madre de la Naide y de mi viejo, no sé por qué motivo viajé
a Arteaga con el tío Manolo. Estas calles de Rosario hasta la terminal me traen
ese recuerdo. Hacía un calor insoportable y el tío Manolo, que si bien era
parco, era también un tiro al aire, un mujeriego, jugador incurable según
contaba mi vieja, me llevó a una heladería y pidió dos cuartos de helado de
limón, uno para cada uno. Para mí, que me compraban un palito de Frigor y cada
muerte de obispo, eso fue como una orgía, aunque fuera de limón. Y una vez que
nos los terminamos, pidió otros dos cuartos de limón para los dos.
El Ranqueles está hasta las manos. ¿Qué tengo
que hacer con la tía? ¿Cómo debo actuar? En el viaje me duermo. Bajo en
Casilda. Llovizna como no podía ser de otra manera. Camino rápido desde la
terminal hasta el geriátrico porque no traje paraguas. Por suerte está Lili, la
dueña y me deja pasar aun cuando no sea horario de visita. Lili es una persona que
me inspira confianza. Ella parece hacerlo todo más fácil, parece darse cuenta
de la situación incómoda en la que me encuentro. Venir desde Buenos Aires,
hacerme cargo de la tía, el desconcierto que todo eso genera. Es la única
persona que parece entenderme. Por ahora, con la jubilación de la tía Naide voy
a poder cubrir el geriátrico, ya que la jubilación es de doscientos cincuenta
mil pesos y el geriátrico cuesta doscientos treinta mil. Pero ¿y si aumenta?
Todo aumenta en este país.
Salgo a
caminar por Casilda. Tengo hambre. Sigue lloviznando, parece que nunca va a dejar
de llover. Casilda debe tener una nube propia, una nube tóxica contratada por
alguien que odia a toda esta gente y no va a parar hasta ahogarlos. Con tres
mordiscones me liquido un pancho y pienso que no me voy a hospedar otra vez en
el hotel Silvio, es una pocilga. Voy a ir a pasar la noche en Arteaga, a la
casa de la tía Naide. Prefiero hacer los setenta kilómetros y no dormir entre las
cucarachas del Silvio, bajo la lluvia eterna de Casilda.
Vuelvo
al geriátrico. La tía sigue delirando e insiste con que quiere volver a su
casa. Trato de explicarle pero no me reconoce. No se acuerda mi nombre o me
dice “nene”. Lili lo relativiza y me dice la
anestesia y eso... y me cuenta que hay unas combis que van hasta Cruz Alta
y te dejan en Arteaga. Que no son muy caras. Voy a pasar el sábado en la casa
de la tía Naide, volver el domingo a Casilda y de ahí a Buenos Aires y llegar
temprano para ir a trabajar el lunes. Pero esta noche voy a dormir en la casa
de la calle Francia, al fin y al cabo, algún día va a ser “mi casa”.
Las cosas
parecen mejorar. Lili me dice que el domingo a la noche un conocido de ella
viaja a Buenos Aires y que me puede llevar.
Arteaga en un pueblo de fantasmas. De mis
fantasmas y de los fantasmas que hacen que la gente no asome ni la nariz a la
calle. Es como si le tuvieran miedo al “afuera” que es su propio pueblo, que
son ellos mismos, como si continuara en este lugar alejado otro tipo de
pandemia mucho más inquietante y secreta. No era así cuando yo venía de chico.
¿O era así? Ahora es un cementerio. La combi me deja en la ruta y Francia y
camino las tres cuadras hasta la casa de la tía Naide. Hace un frío raro y el
sol aparece detrás de las nubes como un aro insignificante. Un redondel que
parece dibujado por un nene y al que las nubes van carcomiendo lentamente. Pienso,
pienso sin parar. Muchas veces cuando voy detrás de los blindados con el fierro
pienso en que un tipo que está dispuesto a matar para defender la plata de
otros, no debería pensar en nada. Los “gatilleros”, como nos llaman en joda en
la empresa, deberíamos ser tipos básicos, que solo piensen en dormir bien para
estar siempre atentos como un animal salvaje cuidando el “territorio” de otro.
Abro la puerta de la casa de la calle
Francia. El olor a humedad y encierro es insoportable.
El pasto del jardín de atrás está muy crecido. Parece
que la tía no lo cortaba nunca. En el galpón encuentro una cortadora de césped,
intento hacerla funcionar de todas las maneras posibles, pero no arranca. Está definitivamente
rota. Le mando un WhatsApp a Gabina y le pregunto si tiene una cortadora de
césped para prestarme. Me dice que sí, que vaya a buscarla. Cuando me la da
vuelve con lo de la venta, tiene un interesado que pone cincuenta millones de
pesos. Cincuenta mil dólares por esta casa me parece un despropósito, pero no
le digo nada. Dice que aproveche que los sojeros están con la billetera “gorda”
y que después no se la voy a vender a nadie. Es ella quien quiere comprarla.
Tal vez para ampliar su jardín trasero. La tía hace muchos años vendió parte
del terreno, ¿tanto le puede interesar ampliarse? El otro día mientras
charlábamos en la puerta de la casa de la tía Naide, piso mierda de perro y al
darse cuenta, su rostro se transformó. Más allá del percance, en sus facciones
pareció desplomarse el armado de su simpatía.
Corto el pasto y prendo el calefón eléctrico
para bañarme. El baño no está mal, pero es de esos baños que por más limpieza a
fondo que se les haga nunca van a parecer limpios. Como la bañera de mi
departamento, ni odex ni bicarbonato ni lavandina. Cuando todo está
definitivamente viejo al limpiarlo sus imperfecciones no hacen más que
mostrarse aun más crudas.
Me
preparo unos mates y en uno de los cajones del modularcito del comedor
encuentro un sobre con fotos. En muchas estoy yo de chico, mi viejo, mi vieja,
el Arielito, que ya de nene parecía una nena, con unos bucles rubios casi
solares.
En
otras fotos setentosas en Mar del Plata, la tía Naide en biquini es realmente
un minón. Tiene un físico de modelo. Posa con otras mujeres en el lobo marino
de la rambla. En la panza del lobo marino se lee escrito el nombre QUIQUE con aerosol.
Me
siento un intruso. Hasta la semana pasada, hasta el mismo día en que se cayó,
la tía Naide vivía aquí tranquilamente y ahora está en un geriátrico lúgubre. Y
ahora estoy yo acá, entre sus cosas. Como si fueran mis cosas, mi casa. Como si
no fuera de nadie.
¿Es
realmente ético venderle la casa mientras ella está viva? Si bien el médico
sostiene sin dudar que ya no pueda vivir sola, ¿cómo voy a sentirme al venderle
su casa? Con esa plata podría venir a verla más seguido, ¿cuánto me va a durar?
¿Y si la tía Naide aun averiada vive hasta los cien años?
Tocan
la puerta. Un tipo, que se presenta como “el vecino de enfrente”, me dice de
mala manera que tiré el pasto muy cerca del cordón, que así el agua no corre y
después se tapan las tomas de agua. Le digo que no sabía, que ahora saco el
pasto y me dice que ya lo hizo él y que lo mejor que podría hacer es vender la
casa para que viva alguien del pueblo y sepa cómo son las “reglas” del lugar.
Otro con la cantinela de la venta y además de mala manera. Le cierro la puerta
en la cara sin saludarlo.
Salgo a caminar, voy hasta el centro a comprar
algunas provisiones. Sábado a la tarde, todo cerrado. Pasando el centro
encuentro una especie de supermercadito abierto. Para comer no hay nada elaborado y no tengo
ganas de comer fiambre. Vivo a fiambre. Compro una coca light, un Caballito Blanco
y un chocolate con naranja, el tano Bertini diría “chocolate para maricones”.
Son las siete y media de la tarde y ya es de
noche. El frío se hace sentir. Ni un perro. Arteaga es un pueblo sin perros.
Cuando venía de chico, ¿había perros? ¿Las calles estaban tan desiertas como lo
están ahora?
Camino
y camino buscando un lugar donde comer algo. El comedor del club Arteaga está
abierto pero no hay nadie sentado a las mesas. Me da cosa entrar y cenar solo.
Además ni son las ocho, ni deben haber prendido el horno todavía.
En frente,
en el Alianza, tampoco hay movimiento.
Tengo
ganas de comer un choripán o una milanesa. Algo caliente. Algo que no sea
fiambre.
Nada abierto. A lo lejos, en la plaza, veo uno de
esos camiones de comida food track, parece
abierto, al menos tiene luces encendidas. Recién están abriendo, lo atiende una
parejita joven y dicen que pueden prepararme un sándwich de milanesa completa
con papas fritas. Somos los únicos habitantes de la plaza. Me siento en una de
las mesas de madera dispuestas en la vereda. Por suerte traje la bufanda y el
gabán, el frío es cada vez más penetrante.
De
repente los campanazos de la iglesia empiezan a sonar. Parecen tiros, bombas
que explotan en el aire frío. De la nada aparece una piba gordita en bicicleta,
la deja en un bicicletero de la plaza y cruza la calle hacia la iglesia. No le
pone cadena ni candado. Parece que no se roba en Arteaga. En Flores no duraría
ni un segundo. Paulatinamente van llegando coches, la mayoría de alta gama. La
gente baja, familias, entran en la iglesia. Si bien no es una multitud, es
bastante gente. En algún lugar permanecieron escondidos toda la tarde y
salieron todos de golpe. Los campanazos no paran, aturden todo. Enrarecen la
noche.
Termino el sándwich y me vuelvo a la casa de la
tía Naide. El Arteaga sigue con las luces encendidas y sin nadie en las mesas.
Si nadie viene a cenar un sábado no debe venir nadie nunca. Tomarán café a la
tarde y nada más.
Sin
embargo, del Arteaga sale un hombre y me llama:
—¿Ferny? —de esa manera solo me llamaban mi vieja y la tía Naide.
Es un
hombre grande, ¿ochenta? Tiene cara de tipo de guita. Lleva una campera de las
caras, con piel en el cuello.
—Soy el
Bebe Arthur, ¿te acordás de mí?
Ese
apodo y ese nombre en inglés son inolvidables.
—Sí,
algo, ¿primo de la Naide, o algo así? —digo como si no me acordara.
—Sí,
algo así —hace un gesto extraño— pobrecita. Nosotros con ella no andábamos
bien, pero estamos para lo que sea.
—¿Nosotros?
—Sí,
Aponte, el escribano y yo.
—Ah…—no sé qué decirle—. Y ahí sigue la tía, en
el geriátrico de Casilda.
—Qué pueblo de mierda Casilda. Yo ahora estoy
en San José de la Esquina, me mudé de chico de Arteaga. Trabajo con Aponte, ¿él
fue el que te hizo toda la papeleta de la casa, no? —es evidente que el Bebe
Arthur pregunta lo que sabe. Vía Gabina, todo el pueblo debe saberlo —. ¿Vos
seguís en la empresa de seguridad?
—Sí,
ahí sigo.
—Tenés
portación legal.
—Sí.
—Qué
bueno che. Yo tengo una nueve pero sin papeles. ¿No querés cenar conmigo acá en
el Arteaga? La Naide era del Alianza…jajaja.
Le
digo que cené en la plaza, en un food track. El Bebe Arthur insiste.
—Dale,
al menos te tomás un etiqueta negra conmigo y no esa porquería que tenés en la
bolsa.
Ambos
miramos la bolsa pendiendo de mi mano. El Caballito Blanco asoma. Siento un
poco de vergüenza pero acepto la invitación.
En el
salón del Arteaga somos los únicos clientes. Nos atiende un hombre alto y
espigado.
—Jorgito, este muchacho es el sobrino de la Naide.
Jorgito me sonríe sin demasiadas ganas. El Bebe Arthur pide dos whiskys
y unos “ingredientes”.
—¿Y si
te quedás en el pueblo? Sos lo que necesitamos, con Aponte digo, —el Bebe no
puede ni quiere disimular la risita—. Mañana domingo si querés nos juntamos en
la escribanía, bah en la casa de Aponte.
—Pero
yo tengo mi laburo allá, muchos años, no puedo largar todo.
—Ferny… acá hay buena plata, no me hagas hablar de más. Desde ya
muchísimos años que nosotros dominamos la zona. Si te quedás lo vas a entender
y vas a ser parte, porque sos el sobrino de la Naide, y ella es de las
nuestras. Allá en Buenos Aires ¿tenés vivienda?
—No,
alquilo.
—Acá
está tu destino, mientras nosotros mantengamos los puntos estratégicos vamos a
mandar. Mañana si querés venite a lo de Aponte, yo desayuno con él en su casa a
las nueve o’clock.
Los
vasos están vacíos. El bebe pide otra vuelta.
—Qué desgracia lo de la Naide che, para Aponte
y para mí ella es alguien muy especial, pero viste cómo es, retobada como una
yegua mala.
Otra
vuelta más de whisky y salimos del Arteaga.
—Si necesitas desovar, tengo un lugar para
recomendarte. Acá cerquita, en la 92. La nochecita da.
— ¿Desovar?
El Bebe Arthur escupe una sonrisita cómplice.
—Ponerla, digo.
—Ah,
no está bien, estoy muy cansado. Gracias igual.
Siempre me cayeron mal los tipos que hablan de sexo en esos términos.
Que animalizan el sexo. Para mí son reprimidos. Cuando en la empresa empiezan a
hablar a ese nivel no me prendo. Yo que sé, me parece de mal gusto. No sé por
qué pero me cae mal esa forma de hablar, de sacarle toda magia.
—Acá
lo que necesites, hablás conmigo, sabés. Pueblo chico… Venite a las nueve que
Aponte desayuna a esa hora. Temprano y al pedo como los milicos que tanta falta
nos hacen.
El
Bebe se despide. La oscuridad de Arteaga se lo devora en segundos. El whisky corre
por la sangre y un frío pegajoso se me adhiere a la cara.
En el modularcito vidriado veo unas copitas de coñac.
Una de cristal rojo, otra amarilla y otra verde turquesa.
Estoy
bastante tocado por los tres vasos de etiqueta negra del Arteaga, pero la
quiero seguir con el Caballito Blanco. Cuando uno está medio en pedo cualquier
whisky es lo mismo. En la copita de cristal rojo me sirvo un buen trago. Sobre
el modularcito hay un radiograbador y unos casetes. Camilo Sesto, Julio Iglesias
y uno de Beto Orlando. Mi vieja escuchaba a Beto Orlando. Lo meto en el
radiograbador. Abre el tema un órgano berreta y Beto Orlando canta con una voz lavandinada
que es una voz de mi infancia. Esta es la
primera vez que me enamoro de verdad.
No creo
que pueda vender esta casa.
¿Trabajar con Aponte y el Bebe Arthur? Seguramente sus actividades sean turbias.
Sino, ¿para qué las armas? Pero los dueños de Iacob tampoco son santos. Hay
algo que no termina de cerrarme con eso de los puntos estratégicos, ¿Serán
negocios? Por algo le interesa tanto que tenga tenencia de arma.
Apago
el grabador, la música me resulta insoportable. Sin darme cuenta me fui tomando
el whisky, apenas si queda un poco en la botella. El último sorbo lo dejo en la
copa, siento asco en el estómago. Estoy mareado del todo y me voy a acostar.
Mañana a las nueve tengo que estar en lo de Aponte.
La tía Naide está parada con la biquini roja.
Sigo con mis ojos sus piernas interminables y bien formadas. Me dice algo que
no puedo entender, habla susurrando y me mira intensamente con sus ojos
celestes y penetrantes. Está parada delante del lobo marino, detrás de ella,
cuatro serpientes se contoneaban para formar el nombre QUIQUE. Serpientes de
colores, fluorescentes. Y en un segundo la imagen desaparece y entra por la
puerta del cuarto, vieja como en la cama del geriátrico, en camisón y hago un
esfuerzo para salir de la cama pero el cuerpo me pesa una tonelada, no me puedo
mover y ella se acuesta a mi lado. Huela a vieja, huele a pis, a remedios.
Acostada a mi lado intenta hablarme pero solo siento su aliento fétido. Cierro los
ojos, y al abrirlos, la observo levitando en la habitación. De repente las
persianas se abren y ella sale volando por la ventana, los rayos del sol me
encandilan y no puedo ver hasta que la luminosidad se la traga y desaparece.
Me despierto sobresaltado. La ventana está
cerrada. Todavía parece ser de noche. La cabeza se me parte y tengo ganas de
vomitar.
Voy al
baño y quiero devolver pero me agarra diarrea y cuando tiro el botón, la mierda
no se va, el inodoro está tapado. Ver la mierda me devuelve las ganas de
vomitar. Salgo en calzoncillos al jardín de atrás y muerto de frío vomito en el
pasto recién cortado. Semienterrado en la tierra veo el mango de un
cuchillo/machete, muy parecido al que usó el tío Manolo para cortar el salamín.
¿Cómo
no lo vi al cortar el pasto?
Vuelvo
a la cama. Al pasar por la cocina, la botella de whisky me da más asco. Meto la
copita en la pileta y se me rompe. La cabeza se me parte.
Debo haber dormido un par de horas. El celular
se quedó sin batería y no sé qué hora es. Por las hendijas de la ventana entra
luz. Me levanto y miro hacia afuera: heló. El dolor de cabeza no afloja. Busco
y rebusco entre los cajones del modularcito una aspirina, cualquier cosa que me
calme este dolor insoportable. Nada, empiezo a revolver los cajones del
placard, no creo que Gabina se haya afanado también las aspirinas. Saco un
cajón y se me cae al piso. Meto la mano para ver si se rompieron las guías y
toco un sobre. Lo saco, es un sobre de madera cerrado con cinta, con varias
pasadas de cinta. Tantas que es casi imposible abrirlo. Voy a la cocina por un
cuchillo y finalmente lo abro.
Hay más
fotos. Son de formato más chico, cuadradas. En algunas fotos descubro a un
hombre joven que parece ser el bebe Arthur (es indudablemente él) rodeado de mucha gente en un salón como de conferencias, en
otra entre varias personas identifico a un joven escribano Aponte y entre la
gente descubro a la tía Naide y al bebe Arthur en una especie de recreo al aire
libre a la vera de un río o un arroyo. La tía Naide luce un solero que dibuja
su silueta perfecta y hace que sus piernas se vean más largas que nunca.
Imagino lo deseada que debió ser entre todos esos hombres. En otra posan los
tres con un anciano de barba muy tupida, el bebe y Aponte ambos impecablemente
vestidos y la tía Naide con un trajecito sastre como los que usaba Eva Perón.
Hay muchas fotos. Pero encuentro otras recubiertas por un nylon amarillento. Trato
de sacarlo con cuidado porque está pegoteado a las fotos. Ahora la tía Naide,
todavía más joven que en las fotos de Mar del Plata, posa en una ruta sentada
en el capot de un camión. En otras hay un hombre posando también en el mismo
camión. Son fotos de una parada de ruta. En otras fotos se los ve juntos en
Luján, y en otras en un lugar que parece ser las sierras de Córdoba o un lugar
con piedras y cerros. Son fotos en colores amarillentos y otras en blanco y
negro.
Hay un
pequeño recorte de diario. En letras diminutas se lee:
Camionero decapitado en Alta Gracia
Cda. Un camionero fue encontrado decapitado en la ruta
provincial 5 entre Alta Gracia y Anisacate. El cuerpo del occiso fue hallado
sentado en el asiento del camión por un turista que recorría la zona. La policía
forense todavía no pudo hallar la cabeza del camionero en los alrededores, por
lo que se presume que el asesino pudo habérsela llevado con un oscuro propósito.
Por los documentos que portaba pudo conocerse que se llamaba Néstor Calandra
con domicilio en la localidad de Arequito, de la provincia vecina de Santa Fe.
En el recorte hay dibujadas caritas sonrientes
con birome como si la noticia al que las dibujó le causara gracia o mofa. Con
la misma birome hay una fecha escrita en el borde superior: 08/03/1970. Entre
las fotos encuentro un papel amarillento y doblado varias veces. Lo despliego.
De manera bastante torpe y a grandes rasgos alguien dibujó un plano de un
pueblo con números desparramados por todo el papel, como esos dibujos en los que
había que unir números desordenados para formar una figura. ¿Será un mapa de
Arteaga? Podría serlo, pero también podría no serlo. Busco una birome y los
empiezo a unir en orden. Las rayas que voy trazando se entrecruzan, todo parece
ser un caos pero trazo a trazo se va formando el contorno de un animal, como si
fuera un animal prehistórico de ocho patas. El dibujo cierra en el numero 127.
Sin embargo, a un costado del papel continúan, pero con números más encimados.
Al unirlos se forma el nombre QUIQUE.
Me
quedo pensando un rato y vuelvo mirar la fecha anotada en el recorte, son los
mismos números, ¿Serán de la tía Naide?
Meto
todo otra vez en el sobre y salgo al jardín trasero. El vómito está intacto,
vuelvo a sentir asco. Tironeo para sacar el machete y tras varios intentos
logro arrancarlo de la tierra. En la pileta de la cocina lo limpio y lo guardo
en un cajón del modular que tiene llavecita.
Salgo. Necesito conseguir una sopapa para el baño,
busqué y rebusqué por todos los rincones de la casa y no pude encontrar ni una
sopapa ni nada que se le parezca. En una panadería compro unos libritos, tal
vez después de la resaca me de hambre. La cajera, una chica muy linda, me pregunta
el nombre y mi teléfono. La miro extrañado y me aclara que es para un sorteo
que van hacer a mediodía. Le doy los datos que me pide y le digo que igual me voy
en un rato. Una señora que atendía en el mostrador me pregunta si soy el
sobrino de la Naide.
Le digo
que sí, y que está internada en Casilda. Ella me cuenta que la mañana en que se
cayó se la cruzó en la calle y que estuvieron hablando. Qué desgracia repite. Ella
tiene que volver a Arteaga como sea. Este es su lugar en el mundo.
No le
contesto y salgo. ¿Por qué habrá dicho como sea?
En el
supermercadito en el que compré el whisky y el chocolate consigo una sopapa.
Es
temprano, tengo tiempo para destapar el inodoro e irme a lo de Aponte.
Vuelvo a la casa y después de varios intentos
fallidos logro destaparlo. Tiro bastante papel higiénico en el inodoro para
comprobar si obtura, pero solo queda el agua cristalina todavía agitada por el
movimiento.
Me limpio como puedo, me perfumo un poco y salgo
para lo del escribano Aponte. Sigue siendo una mañana gris. Ya no hay ni
rastros del sol en el cielo blanco.
La mucama de Aponte me sirve café. Aponte y
el Bebe Arthur ya están tomando.
—¿Y qué
te parece la propuesta que te hizo el Bebe? Acá tenés casa, ahora trabajo…
¿cuánto ganás en la empresa de Buenos Aires? No debés llegar al palo…
—Maso,
por ahí, con extras a veces paso.
—Monedas. Acá está tu oportunidad Ferny. El tren que perdés para siempre
todavía está en la estación. Necesitamos alguien con tenencia legal. Y lo
fundamental, un tipo que tenga vinculación con el pueblo. Eso-es-clave. Acá
agarran guita de la soja y después creen que todo el año es carnaval y se
endeudan. Y…—Aponte hace una pausa como si se hubiera arrepentido de lo que iba
a decir, pero continua—- Y si les llueve mucho o la sequía… bueno, ahí estamos
nosotros. Acá es todo legal, lo qué pasa es que la gente gasta más de lo que
tiene. O pide lo que a veces no hay y nosotros tenemos que inventar. Y otras
veces les inventamos la necesidad. Pero esto es mucho más que eso, si te vas
ganando la confianza vas a ir sabiéndolo todo.
—Yo
solo soy custodia de los blindados.
—Esa es
la pesada, jaja —el Bebe Arthur hace el gesto de disparar con las manos como un
cowboy.
—Ferny,
la cosa es clara. Si te va, la mejor, como lo del documento de la casa.
Pensamos en vos por la Naide. Nunca jamás va a haber mina más linda que la
Naide en Arteaga. Una gringa pura. Y una mina muy inteligente, una luz. Si
aceptás, la traemos al geriátrico de Arteaga, contá con nosotros, los dueños
son gente amiga de Venado.
—Mañana
a la mañana les contesto, tengo que hablar a Buenos Aires —les dije y ambos se
sonrieron como si les hubiera dicho que sí.
Me
despido pero antes les hago una pregunta.
—¿Por
qué todos me quieren comprar la casa? Gabina…
El bebe
Arthur me interrumpe abruptamente:
—Como
te comentaba anoche, hay puntos estratégicos en este pueblo, Ferny, hay puntos
estratégicos que son nuestros— se me vienen a la cabeza los puntos del mapita—,
ya lo vas a entender. Y vos sos de los nuestros. Como en todos lados… hay hijos
y entenados. Es complejo de explicar, pero cuando entres en la frecuencia vas a
ir entendiendo.
Aponte
me palmea en las espalda.
—Esta vez tuviste suerte No la vendas, Ferny,
haceme caso —agrega con un tono entre paternal y amenazante.
Me despierta el ruido de un motor. Miro por la ventana,
en la casa de enfrente están retirando un muerto.
Me siento en el sillón y me quedo mirando las
cortinas lilas. Todo parece iluminarse de una luz cálida e inesperada, los
colores se reavivan. La llamo a Lili pero tiene el celu apagado. Le mando un
audio de WhatsApp:
*Lili no voy a ir a Casilda ni a Buenos
Aires, me voy a quedar en Arteaga. En la semana seguro voy a estar por allá
para ver a la tía Naide, y como siempre te agradezco por todo.
Vuelvo a pensar en la suerte, en mi suerte.
¿Quién será QUIQUE? En el bolso busco los papeles del ANMaC. Tengo la obsesión
de llevarlos siempre conmigo como si fueran el arma misma. Los guardo en el
sobre de madera con las fotos y el mapita numerado y meto todo el cajón del
modular en el que guardé el machete. Le doy dos vueltas a la llavecita y me la
guardo en el bolsillo del pantalón.
No hay comentarios:
Publicar un comentario