Los once cuentos que conforman este libro parecen haber sido guiados por el siguiente pasaje que la narradora de uno de ellos encuentra en un viejo diario personal: “nunca supe distinguir lo que pasó de lo que podría haber pasado, y además sigo estando convencida de que esa distinción no tiene ninguna importancia.” Uno podría pensar que todos son protagonizados por una misma mujer escindida entre las telarañas de la realidad y la imaginación. Una escisión que también puede observarse en las formas: el marco siempre es realista, pero esa realidad ha sido contaminada por los ácaros de la demencia; las personajes rondan a menudo el desborde emocional, pero el lenguaje que los retrata es controlado y consciente del peso y el peligro que puede acechar en cada palabra. No necesita emular el habla coloquial para sonar verdadero, y pocas veces cede a la tentación de recurrir a la mecánica del cinismo para plasmar escenas de una innegable crudeza.
La prosa es concisa sin ser mezquina, no se aventura en notas falsamente poéticas ni apela a los semitonos trémulos del patetismo. Son cuentos atravesados por el tamiz de la experiencia antes que por los microscopios de la experimentación, y sin embargo esa experiencia nunca deja de refractarse en múltiples realidades posibles, ninguna de ellas exenta de grandes heridas, traumas irresueltos u obsesiones latentes que hacen avanzar las distintas historias (también podríamos llamarlas batallas) con el fragor propio que caracteriza a la vida en momentos de gran intensidad, sin acudir a los hiperbólicos estímulos del horror o el fantástico para ganar nuestro interés.
Estas batallas a veces se libran en el campo de las relaciones familiares; a veces en el campo de la memoria; en otras, en las arenas del erotismo falto de amor o el amor falto de erotismo (nada nos viene dado de manera oportuna o enteramente satisfactoria). En cada uno de los relatos la esperanza es una trampa, y la decepción el camino invariable a una resignación chejoviana que parecer ser la única manera de reconciliarse con lo dado.
Como para Carver, Di Benedetto o el mismo Chejov, para Lucrecia Laberthe la literatura es un juego que se juega dura y seriamente, porque en él uno se está jugando la vida
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