domingo, 11 de noviembre de 2007

Alfredo Maggi



Después de que dobló un 60 observamos el tumulto en la esquina del almacén del Chino. Diego y yo, que estábamos jugando a la pelota, rápidamente corrimos para ver qué sucedía. Era una pelea, y contra la pared, arrinconado, lo vimos a Maggi y el desproporcionado físico del Toto, el carnicero del barrio, avanzando salvajemente sobre su humanidad.

Alfredo Maggi es un personaje irremplazable de mi infancia cada vez más lejana en las mansas calles de San Isidro. “Primero de Mayo” lo llamaban, porque su vida había sido una sucesión ininterrumpida de descansos. Se pasaba las tardes impasiblemente sentado en la puerta de su casa (justo frente a la mía), con su boina color caramelo, mirando el mundo correr. Si bien cuando yo era chico, él ya era viejo, la leyenda contaba que durante toda su vida había gambeteado astutamente la convocatoria laboral. Su única actividad conocida fue la de “levantador” de quiniela en el Club Social y Deportivo (naipes, escolaso, billar, ginebra) Ribereño, la que abandonó por riesgosa, después de haber tenido que comerse los papelitos de las apuestas ante una inesperada irrupción policial.
Diego, mi amigo inseparable de aquellos días, que vivía con su abuela en la casa lindante con la de Maggi, (y que) por esas casualidades de la vida era medio pariente, ya que su mamá era hermana de mi tía Ana María, quien a su vez era esposa de mi tío Bruno, el único hermano varón de mi vieja. Por lo cual éramos amigos, pero con la particularidad de tener primos en común, que vivían en la lejana y bucólica localidad de Matheu.
Con Diego jugábamos todo el día a la pelota sobre la calle Acassuso. Eran partidos infinitos. El arco, que cubría en su perímetro casi la totalidad de la casa de doña Carmen, la abuela de Diego, y una pequeña parte de la de Maggi, lo delimitaban un árbol de naranjas amargas y el poste de madera de los cables de la luz. Ambas eran casas viejas, de principio de siglo. Las puertas y las ventanas eran desproporcionadas, como si alguna vez hubieran sido habitadas por extinguidos gigantes, de los cuales se ha perdido todo registro. Nuestro único espectador era Maggi, siempre quejándose de los pelotazos. Y cuando se aburría de protestar, nos sugería que le pegáramos como Gottardi o como otros cracks del Racing de aquellos tiempos que se extravían en mi memoria. Maggi era hincha fanático del Racing Club de Avellaneda. Diego, en cambio, era hincha de River Plate y siempre jugaba con camisetas de los millonarios y yo con la de San Lorenzo, con el número 5 de Telch casi como una marca de mi espalda de piqué. Diego tenía la obsesiva costumbre de agarrar la pelota y relatar sus jugadas, decía: la toma Balbuena, la lleva Balbuena, la pisa Balbuena. Balbuena era un jugador de Independiente de la época. Nunca supe por qué estaba fascinado con Balbuena, y no con algún ídolo de River Plate. Hoy sería prácticamente imposible hacer un solo pase en la calle Acassuso, ya que el tránsito es ininterrumpido y vertiginoso. Pero en aquella época, mediados de los 70, los autos pasaban de vez en cuando. La gente no iba a tantos lugares y parecía gozar del parsimonioso ritmo en el que el mundo daba vueltas. Y teníamos la fortuna de que el 60 del bajo, en su afán de encontrar la Avenida del Libertador para rumbear hacia el Tigre, doblaba como un cometa amarillo en la esquina, con lo cual el mayor peligro no configuraba una amenaza para nuestros partidos.
Mi vieja me cuenta que cuando Neil Armstrong posó por primera vez un callo humano sobre suelo lunar, Maggi siguió aquellas trascendentales instancias en mi casa, ya que su cuñado Tavella (esposo de su hermana Fina), lo despreciaba por vago y le negaba ver “su” televisor. Tavella era famoso por su avaricia crónica y la anécdota de los billetitos que alguna devaluación le había dejado sin valor dentro de un mullido colchón, era de las favoritas en el barrio a la hora de los recuerdos cómico-dramáticos. Según mi vieja, aquella noche en que la única “estrella” fue la luna, Maggi se la pasó protestando porque yo, que tenía un año, jugaba ruidosamente con ollas y cacerolas. Siempre protestando, quejándose de todo. Y para mayor contraste de su vagancia, su hermano Héctor era una máquina de trabajar. Se iba cuando despuntaba el alba y volvía erosionado por el cansancio cuando el sol moribundo estiraba las casas sobre el asfalto de la calle Acassuso.
Una de sus historias más célebres fue la que protagonizó con un perro vagabundo que con vehemencia instintiva insistió por su cariño. Maggi, de todas las maneras posibles, aun las más violentas y crueles, intentó espantarlo; pero el can, persistente en la pugna por su afecto, logró conquistar su corazón hasta el límite de volverse inseparables. Mucho tiempo después, enemistado definitivamente con su cuñado Tavella, abandonó la casa de la calle Acassuso 945 y se mudó con su hermano Héctor, casualmente a Matheu. Durante una visita a mis primos, fui a visitarlo y el perro todavía vivía con él. Lo de Matheu fue una casualidad, de esas que de niños nos hacían tener la certeza de que el mundo era sólo la gente conocida y los demás, extras recorriendo las calles en una actuación eterna.

Maggi continuaba arrinconado contra la pared de ladrillos gastados del almacén del Chino, a merced de las impiadosas garras del Toto. Instintivamente nos replegamos hasta la puerta de casa, tal vez porque no pudimos soportar que el Toto lo humillara ante todo el barrio. Maggi era nuestro ídolo bizarro, un antihéroe asimilado al paisaje. Pero era tan nuestro como aquellos partidos que nos abortaban los gritos de mi vieja o de su abuela.
Sentados en los tapialcitos de mi casa, como en la angustia de un rincón perdedor, lo esperamos en el silencio lúgubre de los que en realidad no esperan nada.
Al cabo de unos minutos de finalizada la riña (los vecinos los separaron), observamos que Maggi retornaba a su casa por la vereda de enfrente. No queríamos verlo, no queríamos que nos viera, pero él cruzó la calle y se acercó a nosotros. Parecía un desconocido: la boina en la mano, la pelada transpirada, la humillación desordenando sus rasgos.
Carraspeó sin ganas, como ensayando las palabras y sentí que con desesperada dignidad sacudía su orgullo herido. Sus ojos estaban aún inyectados de pánico, inquietos. Forzó una sonrisa nerviosa y desafiante y nos dijo:
-Si no me lo sacaban, lo mataba.
Diego y yo lo alentamos, festejando sus palabras.
Esa tarde comprendí que algunas mentiras son mucho más justas que la verdad.

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