domingo, 11 de noviembre de 2007

Las Lagartijas


“...nadie puede negar el poder diabólico de la belleza. Se trata en realidad de una fuerza muchos más irresistible que la del dinero o la prepotencia...”

Alejandro Dolina
(La conspiración de las mujeres hermosas)


Es el fin de la tarde y la agónica luminosidad crepuscular remolonea sobre las tumbas más altas. Los contornos de la ciudad se desdibujan a lo lejos, en el horizonte amorfo. Pongo el disco de Al Johnson y lo dejo girar. Adoro ver el logo del sello dar vueltas y vueltas. El suave bostezo de las primeras luces nocturnas me acaricia la cara. Ya lleva más de una semana sin venir. Una semana en la que vuelvo a unir las piezas absurdas y maravillosas de este rompecabezas infinito que unió nuestros inciertos destinos.
Viajo, a esta hora en que la tarde se descompone en la ventana, siempre viajo hacia a aquella mañana en la que Capito me llamó por teléfono. Me encanta pensar en él, infectarme de su esperanza. Desde que no nos veíamos periódicamente, cuando me buscaba, algo importante se traía entre manos. Una vez requirió de mí custodia para sacar una fortuna del Hipódromo de San Isidro. Yo no puedo custodiarme ni a mí mismo, pero al parecer mi presencia le inspiraba confianza. Quiso pagarme, pero entre amigos no se cobran los favores. Sin embargo, acepté gustoso su invitación a cenar en un coqueto restaurante italiano de Belgrano, y que como corresponde, terminó en una orgía de vinos de alta alcurnia.
En otra oportunidad, me estuvo buscando para obsequiarme una colección valiosísima de libros históricos de la Ciudad de Buenos Aires. Un apreciado tesoro para mí.
Y así otras veces, desde que se jubiló, me ha buscado para alguna que otra cosa más que importante.
Capito, Ulises Andrés Cassinelli para los papeles, fue siempre un tipo pintoresco. Solterón vocacional y descendiente de una familia de la alta burguesía de principios de siglo. Su vida ha generado una cantera de anécdotas dignas de ser evocadas. Jamás le importó el prestigio de apellidos o de status sociales. Otros estúpidos en su lugar hubieran exacerbado ese origen hasta lo ridículo. A él, las únicas pasiones que lo tallaron en la vida fueron: las mujeres y el juego, a las cuales les ha mantenido una fidelidad inquebrantable. Verdaderas fortunas ha abandonado en sus impiadosas manos.
Sin embargo, como corresponde a un calavera de ley, jamás lo escuché lamentarse.
De poca altura, rubión casi pelado, sus ojos cristalinos se espejaban como un dócil arroyo. Algo descuidado en su vestimenta y de profundos conocimientos. Hasta aquel día de su llamado llevaba adelante en su casona del barrio de Belgrano, una voluntariosa Fundación Teosófica
En su juventud había trabajado en el diario El Mundo, codeándose con buena parte de la intelectualidad más notoria del país. Su humildad lo vuelve absolutamente accesible. El tipo te puede estar hablando de filosofía profunda mientras chispea con un ojo el extracto de la quiniela vespertina en el televisor del bar.
Pero bueno, lo cierto es que Capito me andaba buscando y sin vacilar fui a verlo a su casona de la calle Arcos en el barrio de Belgrano.
Me recibió ansioso y rápidamente me hizo pasar. Nos sentamos en la cocina. Capito, salteando preámbulos, extrajo de la heladera una botella de Riesling Navarro Correas, su favorito para esas horas tempranas de la tarde.
-Capo, es temprano –le dije entregado.
-Mejor que sea temprano y no tarde –me contestó empuñando el destapador con entusiasmo.
El perlado líquido iluminó los vasos de vidrio.
-Siempre vinos baratos... –dije con ironía.
Capito hizo una mueca inconclusa y me miró fijamente.
-Danielito, necesito de tu ayuda. Vos sos un tipo que puede entender algunas cosas, sos la única persona que puede ayudarme.
-Capo ¿qué martingala te traés entre manos?
-La más maravillosa de mis locuras. Lo tengo todo en la cabeza. Los estudios me dan la razón.
Capito se quitó las gafas y se refregó los ojos. Sin los lentes siempre me pareció un ser extraño. Sus ojos se vuelven los de un pájaro. Después de algunos rodeos, se dispuso a hablar.
-Vos sabés lo que todo el mundo piensa de mí, lo sabés. Que soy mujeriego, escolacero, que me gusta el vino y todas esas cosas.
-Y sí Capo, tampoco nunca lo ocultaste. ¿Qué te agarró: la vergüenza tardía?
-No, qué vergüenza tardía me va a agarrar. Pero tampoco soy tan díscolo como parezco.
Afirmé con mis ojos.
-Vos sabés que hay mujeres que vuelven locos a los hombres. Hay mujeres que sin ser definitivamente bellas trastornan a los hombres. Son sensuales e ineludibles. Uno se cruza con una de ellas por la calle y debe, debe (pronunció enfáticamente) volver a mirarla. Si no lo hace, siente que ha perdido para siempre algo irrecuperable y a la vez tan necesario como el agua y el aire.
-Capo, lo que pasa es que a vos te gustan demasiado las minas.
-Como a cualquiera, pero yo voy más allá de eso. Voy a que hay mujeres que están en el mundo sólo para generar esa locura, esa sensación de que no tenerlas es el infierno mismo. Pero esas mujeres, las mujeres absolutamente sensuales, no le pueden pertenecer a nadie. ¿Vos te animarías a acompañarme a Jujuy?
Lo miré extrañado.
-Sí, ¿pero que tiene que ver con lo que me estabas contando? ¿O vamos a ver al Rojo?
-No, el glorioso Independiente esta vez puede esperar -se mandó un vaso de vino como si tomara valor- Si yo te contara algo, algo que descubrí, aún cuando no me creyeras, ¿me ayudarías?
-Los amigos se cotizan en las buenas y en las malas –le respondí echando mano a la letra de un tango.
-Gracias finito (Capito siempre llama así a todo el mundo), sabía que podía contar con vos. Yo te voy a contar. Hace un año, más o menos, yo conocí a una mujer. Su nombre es Sofía y al verla me di cuenta que era la más hermosa, la más irresistible y sensual mujer que yo haya contemplado jamás. Y me enamoré de ella, me enamoré de ella de una manera violenta. Pero, como todo lo absolutamente bello en este mundo, su posesión encierra secretos, misterios (al pronunciar esa palabra pareció hundirse en sí mismo). Mirá, no quiero darle muchas vueltas a la cosa: ella también se enamoró de mí, milagrosamente mi amor fue correspondido con la misma pasión. Pero Sofía forma parte de una oscura Organización de Mujeres Sensuales. Sí, así como te lo cuento. Yo al principio creí que era un chiste, pero te puedo asegurar que la cosa iba en serio. Esta Organización no les permite enamorarse de ningún hombre. El amor para ellas es un disvalor, una vulgaridad digna de gente defectuosa. La misión en el mundo de estas mujeres sensualmente irresistibles es la de provocar la locura de los hombres. Un refinado post-feminismo que tiende a la esclavización absoluta del hombre. Para ellas la sensualidad es La Virtud. El sexo de estas mujeres es el portal de la felicidad infinita, pero irreal para este mundo. Cualquier hombre enloquecería ante el vislumbre de la felicidad infinita. Pero yo resistí y también estoy resistiendo las consecuencias del amor que Sofía siente por mí. Porque ellas nunca pueden pertenecerle definitivamente a alguien, ¿entendés? Todo lo excesivamente bello, lo inolvidable, no puede tener un dueño. Las obras de arte inmortales escapan a las manos que quieren eternizarlas en su propiedad. El dueño muere y la obra lo sobrevive.
Pero yo no me quedé quieto. Esta Organización es conducida por una mujer llamada Vannesis. Ella es la que dirige a este ejército de mujeres fatídicas. Yo, gracias a Sofía, he conocido detalles de su funcionamiento y encontré una estrategia para eludir su maleficio.
-¿Maleficio?
-Sí finito, ma-le-fi-cio. Vannesis ha hecho un pacto... (hizo un silencio extraño), digamos... con los oscuros Dioses de la Sensualidad y ese pacto condena a cualquiera de estas mujeres fabulosas, a convertirse en una lagartija en el momento que se enamoren y decidan abandonar la Organización.
-Capo ¿desde qué hora le estás dando al Riesling?
-No, no estoy borracho, no; estoy más sobrio que nunca y gracias a mi intuición he descubierto un antídoto para esta maldición. Y el antídoto se llama Palma Sola, provincia de Jujuy.
Lo miré como quien mira a un marciano por primera vez. Capito, ignorando mi expresión, tomó una cajita de cartón sobre la heladera y extrajo de ella una pequeña lagartija.
-Te presento a Sofía –dijo orgulloso.
Estallé en una carcajada tan estridente que se prolongó en los ladridos de un perro.
Esa tarde se convirtió en madrugada con Capo urdiendo el complejo entramado de su delirio. Finalmente, a pesar de no creerle nada, acepté ayudarlo. Mi misión consistía en trasladarlo junto a su lagartija Sofía hasta la localidad jujeña de Palma Sola, distante unos 1600 Km de la Capital Federal. Su trasnochada teoría concluía, según sus afiebrados estudios, que el clima de ese lugar, de sus coordenadas exactas apenas debajo del trópico de Capricornio, devolvería a la bella Sofía su forma, desactivando así el maleficio de la temible Vannesis.
Para que yo pudiera cumplir con mi tarea, Capito adquirió una fabulosa 4x4 y me convertí en su empleado. Su ofrecimiento triplicaba mi sueldo en el laboratorio, por lo cual solicité licencia sin goce de sueldo por seis meses. Yo debía hacer viajes hasta ese remoto paraje cada quince días para llevarle las provisiones que necesitara. No hubo manera de negarme. Si bien sentía que lo estaba, por decirlo de alguna manera, estafando; su ímpetu alocado terminó por derrumbar todos mis pruritos.
Al cabo de unos días partimos hacia Palma Sola.
A pesar del absurdo que nos movilizaba, aquel viaje fue maravilloso. Capito, exultante de felicidad, desplegó en él toda la magia de su retórica. La lagartija Sofía y yo escuchábamos extasiados sus increíbles anécdotas. Su vida había sido una sucesión de hechos estrafalarios y a la vez mágicos. Era evidente que había hecho de su existencia algo fantástico. Pero, como nunca antes, parecía tan enamorado de esa lagartija como no lo había estado de mujer alguna en su vida.
Palma Sola se nos presentó en la fisonomía de un pequeño poblado. Le calculé unos 100 kilómetros de San Salvador de Jujuy y muchísimos más de Dios. Desde la ruta comprendimos que era gobernado por una extrema pobreza. Los changuitos caminaban descalzos, inmunizados de las piedras y del calor. Ante semejante panorama, intenté convencer a Capito de que buscáramos otro pueblo, pero su respuesta fue contundente: éste es el lugar, finito, éste es el lugar.
Alquilamos una casa frente a la pequeña iglesia y al cabo de un par de días, Capito me pidió que volviese a Buenos Aires para que me ocupara de sus cosas.
Como pude me hice cargo de sus asuntos. El doctor Dulce, un amigo de él, fue quien tomó las riendas de la Fundación Teosófica que funcionaba en el primer piso de su casa. Lo demás parecía no presentar demasiadas complicaciones.
Una mañana me llamó por teléfono. Con una inocultable alegría me comentó que todo marchaba mejor de lo previsto. La largatija Sofía comenzaba a mostrar inequívocos síntomas de reversión. Sin embargo, y para mi sorpresa, antes de hablar conmigo, Capito había hablado con Vannesis y me encargó ir a verla. La única instrucción que me dio fue que me pusiera a sus órdenes, que seguramente ella me pediría que la traslade a Palma Sola.
Esa misma tarde me dirigí a Corrientes y Estado de Israel. La dirección indicada por Capito correspondía a una lúgubre galería, en la cual, a excepción de los dos primeros locales con vidrieras a la calle, parecía no desarrolarse actividad comercial visible. Luego comprobé que algunos negocios sobrevivían en oscuros rincones. Yo buscaba ansioso el local 17, que aparentemente se encontraba en el fondo de la galería.
Entrevistarme con Vannesis no podía dejar de provocarme una gran perturbación. Tanto me había hablado Capito de su belleza y de su poder, que su figura se sobredimensionaba en mi imaginación. Aquietaba mi ansiedad pensando en que allí no encontraría a ninguna beldad llamada Vannesis, ni organización alguna. Que todo era parte de un Capito trasnochadamente enamorado.
Al local 17 se accedía por una sombría escalera. Subí. En el final de los escalones me encontré en un pequeño y asfixiante hall. Una desproporcionada puerta negra de madera hablaba más de una organización de gigantes que de mujeres fatalmente sensuales. Ese pensamiento distendió en parte mis cavilaciones.
Toqué el timbre. Al cabo de unos segundos una mujer bellísima abrió la puerta.
-Hola..., mi nombre es Daniel, estoy buscado a Vannesis –dije tragando saliva.
La mujer me hizo un gesto amistoso e inmediatamente me invitó a pasar. El interior era un paraíso. Una decena de mujeres, tan hermosas como la que me había recibido, descansaban despreocupadas sobre mullidos sillones. Al verme sonrieron. Inferí que se trataba de un prostíbulo de alto nivel. Capito, viejo festivalero, me había engañado. Pero algo no tenía lógica. Pudiendo estar como un rey entre semejantes féminas, ¿qué necesidad tenía en irse a Palma Sola a achicharrarse de calor con la lagartija?
La mujer que me había abierto la puerta interrumpió mis veloces interrogantes y me condujo hacia un salón contiguo. Tomé asiento. Ceremoniosamente me anunció que Vannesis vendría enseguida.
Al cabo de unos minutos de espera, una puerta se abrió y ante mí apareció la mujer más hermosa que haya visto en mi vida. Su belleza estallaba en su rostro. Vestía un diminuto vestido blanco que dibujaba con gracia las armónicas formas de su cuerpo. Calculé su altura en 1,70 aproximadamente. Su pelo era castaño, claro y brillante. Cuando meneaba la cabeza, los reflejos de sus cabellos encendían estrellas fugaces en el espacio. No aparentaba más de veinticinco años. Ni un sólo segundo pude apartar mis ojos de ella. Mi corazón latía a destiempo.
-Bueno, vos sos el enviado de Ulises -dijo suavemente. Su voz era una dulce melodía.
-Sí, Capo, perdón Ulises me mandó a hablar con Usted.
-Muy bien, muy bien. Así que se han fugado esos dos tortolitos.
Permanecí en silencio. La mujer más hermosa del mundo retomó la palabra.
-Sofía está obnubilada. Nosotras no podemos amar.
-Pero Sofía ahora es una lagartija -dije ruborizado del absurdo que animaban mis palabras.
En sus ojos creí ver una remota centella de dolor. Sin embargo su belleza no se resintió.
-Es una pena -dijo recuperando su tono altivo, casi beligerante.- Pero las cosas deben estar ya en su justo lugar. Ulises en un hombre muy inteligente, pero su estrategia fracasará irremediablemente. El amor es vulgaridad. El amor desgasta la belleza. Yo logré detener esa degradación.
Sus ojos gélidos se inmovilizaron en la repulsiva resonancia de la palabra degradación.
-¿Y de qué sirve la belleza como fin en sí mismo? –dije sabiendo que desataría su furia.
-La belleza es Dios.
Vannesis me pidió entrevistarse con Capito personalmente. Así fue que a la mañana siguiente me encontré viajando en la 4x4 hacia Palma Sola en su compañía. Yo no podía resistir su presencia a mi lado. Su belleza era absolutamente perturbadora, generándome un centenar de sensaciones que se volvían arrebato en mi mente. Pero a la vez, su dureza y su aire ausente, me provocaban una cierta incomodidad. Sus aislados comentarios se circunscribían a circunstanciales sucesos de la ruta. Después de esas lacónicas palabras retornaba a su autismo.
Al llegar, desde la camioneta divisé a Capito y a una hermosa joven a su lado. Vannesis, al verla, escupió unas palabras en un extraño idioma, pero no dudé que se trataban de un insulto, una maldición. La situación se tornaba violentamente absurda. Vannesis bajó decidida y yo detrás de ella. Capito la saludó, y me presentó con el nombre de Sofía a la mujer que lo acompañaba. El delirio atropellaba a la razón. Pero a excepción de mí, todos parecían aceptarlo naturalmente.
En un funerario silencio ingresamos en la casa. Capito invitó a Vannesis a un cuarto contiguo y durante una hora se los escuchó discutir en voz alta. Sofía, que se puso a cebarme mate, me manifestaba su ambivalente sensación. Por un lado era inmensamente feliz de haber recuperado su aspecto y de la dicha de estar junto al hombre que amaba y por otro lado, sabía que inevitablemente, esto significaría el fin de Vannesis.
Al salir del cuarto, los ojos de Vannesis lucían enrojecidos. Me suplicó que nos marcháramos. Capito asintió con la mirada y pese a mi cansancio, no encontré manera de negarme.
Durante centenares de kilómetros su silencio fue absoluto. La camioneta parecía deslizarse por el camino impulsada por un combustible apocalíptico. La sensación de estar llevando a alguien hacia su estrepitoso final me acongojaba. Atrás quedaba la felicidad de Capito, y a mi lado la tristeza de Vannesis que me destrozaba el corazón. Yo me sentía uno de sus verdugos. Un conspirador significativo en el descalabro de su Imperio. Pero, ¿realmente creía todo aquello? No lo sé, estaba tan confundido que no podría determinar que pasaba por mi cabeza en aquellas largas horas de regreso a Buenos Aires.
A través del parabrisas se abría ante nosotros una tarde de apacible belleza, que silenciosamente enturbió la noche.
Navegando esa oscuridad, sólo corrompida por las tenues lucecitas de la ruta, inesperadamente Vannesis se acercó a mí y recostó su cabeza sobre mi pecho. Yo detuve la camioneta en la banquina. Luego levantó su rostro hacia mis ojos. Sentí que el brillo de sus pupilas atravesaba las penumbras, mi corazón. Nos besamos con pasión. El sabor tibio de su boca se entremezclaba con el gusto salado de sus lágrimas.
-Gracias por estar a mi lado. Quiero que estés conmigo Daniel, para siempre quiero que estés conmigo.
Sus palabras eran tan sentidas como irreales. La mujer más hermosa del mundo, tras la caída de su Imperio, me elegía. Comprendí que durante todo el viaje, la esperanza ridícula de que ella se fijara en mí, había contenido mis sentimientos incipientes. En realidad, desde el momento en que la vi estuve perdidamente enamorado de ella, como lo hubiese estado cualquier hombre en mi lugar.
Su espíritu no era superficial. Su vocabulario sofisticado escondía detrás de cada una de sus palabras un disimulado acento extranjero que entrecortaba sus frases.
-En la edad media, la mujer se transformó en un símbolo del pecado. Los pintores, malditos hombres, exacerbaron el rasgo redentor del vientre fecundado en sus asquerosas obras. Así llegamos a la mujer como una máquina de procrear -me decía mientras yo observaba que la pasión de sus palabras exageraba en su rostro su belleza salvajemente natural, desprovista de innecesarios ornamentos.- Una mujer es el deseo que genera. ¿Alguna vez viste algo más triste que una mujer frente a un espejo observando como el tiempo corroe su belleza? ¿Alguna vez lo viste?
Después de pronunciar esa última frase, un sollozo la arrastró al silencio. Como si hubiera vomitado una verdad descompuesta en su interior y el agrio sabor de sus desechos raspara su garganta.
Sus fuerzas parecieron extinguirse. Se acurrucó en mi regazo. Debe haber sido ése, el momento más intensamente feliz de toda mi existencia.
Pero aquella felicidad tan absoluta fue efímera.
Juntos vivimos un par de días maravillosos en mi departamento de Villa Adelina. Yo vivía fuera de la realidad a su lado. Pero cuando creí ser el hombre más dichoso del mundo, acariciando su piel de seda, reflejándome en el enigmático universo de sus ojos; los acontecimientos se precipitaron de una forma absurda y trágica.
Día tras día su aspecto desmojaraba. En su rostro se abrían pequeños surcos quebrando la tersura de su piel, su cuerpo se encorvaba. Con lágrimas en los ojos me relató su patética historia.
Una noche de marzo del año 1947, ella había iniciado el siniestro maleficio de las lagartijas. Según su relato, su aspecto actual, antes de que comenzara a desmejorarse, era el mismo que el de aquella noche de 1947. Pertenecía a una familia judía que había escapado de los campos del horror nazi. Su madre, antes de morir en el barco que las traía desde Polonia hacia estas remotas tierras, fue la que le dio la fórmula del maleficio que eternizaría su belleza. Al parecer, era uno de los proyectos que desarrollaba un delirante científico nazi del cual su madre había sido amante. Vannesis tenía setenta y tres años. El maleficio que Capito había quebrantado en Palma Sola, la condenaba a un envejecimiento vertiginoso. Mis propios ojos horrorizados comprobaban la veracidad de sus afirmaciones. Vannesis envejecía frente a mí segundo a segundo. Sin embargo no me importaba, yo la amaba, la amaba de cualquier manera.
-Yo te amo Vannesis, yo te amo con todo mi corazón. A mí no me importa nada, yo te amo -le dije desesperado.
Vannesis rompió a llorar.
-Yo también te amo. Yo jamás hubiera creído que alguien como vos pudiera amarme cuando mi belleza se extinguiera. Si lo hubiera sabido, no hubiera generado este maldito maleficio. Me equivoqué, Daniel, me equivoqué e hice sufrir a mucha gente con toda esta locura. He provocado centenares de suicidios, he animado la llama mortal de la demencia. Mi madre quiso inmortalizarse en mí, mi madre era tan bella como yo. Pero todo terminó. Ya ninguna mujer se volverá a convertir en lagartija. Ya no habrá más dolor. El maleficio ha de terminar si yo me enamoro y todas las consecuencias recaerán sobre mí. Ojalá Dios se apiade de mí y me perdone. Avisale a Ulises que ya no deberá permanecer en aquel lugar remoto. Ya todo terminó. Lo tengo merecido. El amor ha triunfado -dijo vencida mientras la estridencia de sus ojos se apagaba para siempre.
Nos abrazamos. Yo sentía su cuerpo contraerse, envejecer a cada instante. Me besó profundamente y pareció morir en mis brazos.
Pero Vannesis no murió.
Esa misma noche, integrantes de su Organización arribaron a mi departamento. Ya lo habían hecho un par de veces durante los días previos para reunirse con Vannesis. Esas agraciadas mujeres me explicaron que Vannesis estaba dormida, pero que igualmente la llevarían al Cementerio Israelita de Ciudadela.
Yo no entendía, pero después de haber sido testigo de su acelerado y tenebroso envejecimiento, nada me resultaba inverosímil.
Al otro día, tras una ceremonia muy íntima, depositamos su féretro (que no había sido cerrado) en una lujosa bóveda del Cementerio Israelita.
Una de las mujeres me volvió a decir que ella sólo estaba dormida y que no deje jamás de ir a visitarla. Es más, Vannesis había ordenado que se me permitiera habitar una casa en la parte de atrás del cementerio, una lúgubre vivienda prácticamente engarzada dentro la necrópolis.
En otro momento de mi vida no hubiera aceptado ni loco vivir en ese lugar. Pero estar cerca de ella, era lo único que me interesaba.
Y tenían razón, Vannesis no murió. Ella misma me contó que a pesar de que su cuerpo lentamente fuera descomponiéndose, no lo iba a poder abandonar jamás. Que iba a permanecer viva aún en su último hueso.
Nunca habrá Dios para ella. El infierno es la inmortalidad, la permanencia eterna en esta tierra del dolor.
Y he decidido no abandonarla jamás. Yo la amo. Algunas noches, cuando despierta, viene a mi lado. La observo acercarse desde la ventana, eludiendo las sombras y las lápidas de mármol negro.
Su imagen es espectral, pero en sus ojos todavía hay luz. Si bien ya casi no puede hablar, yo conozco sus gustos. Primero pongo sus viejos discos de Al Johnson y los escuchamos largamente, mirando a lo lejos las amarillentas luces de Rivadavia.
Y después Rubisntein. Ella sonríe al escuchar al pianista de Lodz, de su lejana tierra polaca, mientras en su mente corretea una remota niña de cabellos soleados.
Y ésta es una de esas noches en la que deseo con todo mi corazón que ella despierte. Capito regresa mañana, ya no voy a sentirme tan solo. Porque cuando ella no viene me mortifico pensando en lo que será de su suerte cuando yo muera. Son las noches en las que con desesperación le suplico a Dios que también me olvide, que también me abandone a la deriva en este absurdo mundo.


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