sábado, 17 de noviembre de 2007

Vestido de Flores Marchitas



a la memoria de D.E.R.A

Cuando ella, después de que lo hiciera su marido, pronunció su nombre mientras tomaba asiento en mi escritorio del banco, la sonrisa que inaugura mi estratagema de engaños, preámbulo obligado a las primeras palabras, se me congeló en la boca. Enriqueta Dabrowski, era un nombre de mi infancia, de esos que caprichosamente permanecen vivos en los laberintos de la memoria, a pesar de ser insignificantes ante otros de mayor relevancia o significación. Y ése, el de Enriqueta, era el recuerdo de una sola tarde, de un puñado de horas que habían quedado como estrellitas brillantes, siempre visibles al asomarme a mi pasado.
En su rostro, aquel nudo entre su nariz y su boca continuaba allí, intacto. Seguía siendo fea, tan fea como aquella tarde en que Damián y yo nos enamoramos perdidamente de ella. Sólo le faltaba el vestido de flores rojas, ese vestido que hasta el día de hoy sigo viendo en el pasillo de Arnoldi, a la vuelta de la esquina de la casa de mis viejos.
Intentado reponerme, y de que ella no percibiera mi obnubilación, y después que su marido me solicitara los requisitos para un préstamo personal, me largué a repetir mi discurso, el que podía ejecutar de memoria y volví hacia aquella tarde, mientras mi voz se deslizaba sobre los antipáticos números de la tasa de interés anual.
Enriqueta había concurrido a ese cumpleaños de Lorena, casualmente, acompañando a una amiga. Ella no era amiga directa de Lorena y ese azar quiso que se cruzara entre Damián y yo. Apenas la vimos, tal vez por su radiante vestido o vaya a saber por qué enigmático motivo, enloquecimos por ella. En nuestros ojos se declaró la guerra. Durante todo el cumpleaños competimos a muerte por lograr su atención. Su vestido estampado de flores rojas sobre un inmaculado fondo blanco, enfundaba su cuerpo de niña de diez años (nosotros teníamos nueve), y arrastraba con él nuestros ojos hacia el rumbo que fuera.
Damián y yo éramos amigos de todo el día. De ese soleado día eterno que es la infancia. Y competíamos todo el tiempo. Sólo éramos equipo con el carrito de rulemanes. Yo los construía y él era mi piloto. Competíamos a muerte con Ferny (a quien hoy llamamos el Tío y que con los años devino en mi mejor amigo, casi mi hermano) y un grupo de extraños muchachos a los que tiempo después bautizaríamos “Los Who”. Mis carritos eran joyas de diseño con madera, en cambio el de ellos era un cajón de manzanas sobre una patineta. Hasta el día de hoy la barranca España susurra sobre mis derrotas en manos de estos forajidos.
Pero esa tarde de Enriqueta, la pugna se planteó con la desmesurada violencia que genera lo desconocido. Jamás les habíamos prestado atención a las niñas, eran tan sólo las amigas de nuestras hermanas, las que no servían para jugar a la pelota y que se largaban a llorar enseguida y por cualquier cosa. E inesperadamente, esa niña maravillosa y fea, dentro de ese mágico vestido, activó una necesidad impostergable de estar con ella, de que ella se fijara en nosotros. Urgente deseo que desató la sangrienta batalla.
En la mancha congelada, Damián, como lo hacía siempre, me sacó rápidamente ventaja. Él fue quien la descongeló, previo a que ella le dedicara un cariñoso ruego que me enfureció de impotencia. Yo también estaba congelado y eso me impedía descongelarla. Luego, para confirmar mi estrepitosa derrota, ella lo eligió de pareja para jugar a la rayuela. Nunca en mi vida me sentí tan lejos del cielo. Jamás habíamos jugado a la rayuela, pero de ninguna manera íbamos a desperdiciar un segundo de Enriqueta. La diversión del cumpleaños se me desdibujaba en un infierno de insatisfacción. La tarde se tiznaba de frutillas maduras y de sombras tímidas detrás de los contornos, que se volvían feroces tinieblas mi corazón. Sin embargo, a la hora de apagar las velitas eludió el asedio de Damián y se mezcló entre las niñas. Eso, más allá de no configurar un avance para mis aspiraciones, significaba un retroceso en las de mi enemigo. En la guerra todo es válido. Y esa contienda se había desatado y continuó durante muchas tardes posteriores en el análisis teórico-especulativo acerca de las posibles preferencias de Enriqueta.
Algún tiempo después olvidamos la reyerta.
Sin embargo, yo me acordé de ella cuando murió Damián. Frente a su cuerpo sin vida, mirando ese rictus inmóvil que parecía una burla grotesca a sus acostumbradas gesticulaciones, más cuando me dedicaba algún gesto de bronca o sonreía sin rumbo, rememoré esa tarde en la que nos la disputamos como dos enemigos irreconciliables. Damián se brotaba de furia cuando yo le contaba que durante la escondida, Enriqueta se había escondido conmigo en el pasillo de Arnoldi y que ella me había dado un beso. Era una mentira, pero yo la ostentaba cínicamente como la bandera de mi victoria. Era una traición. En realidad, ella se había escondido allí y yo, que la había seguido, me metí detrás de ella. Y cuando lo vimos pasar a Damián, que buscaba con desesperación a los que estábamos escondidos, yo le pedí que no se vaya, que no se vaya a tocar la pica, que se quedara conmigo. Y ella me miró con una mirada inconclusa, con sus ojos desbordando una sustancia que en ese momento no comprendí, pero que presentí trágica y definitiva. Era simplemente compasión. Sí, me miró como dándose cuenta que yo estaba perdidamente enamorado de ella, y evitando herirme, me dijo que debíamos ir a tocar la pica y salió de nuestro escondite sin darme tiempo a retenerla.
Cuando terminé de informarles todo lo relativo al préstamo, el marido de Enriqueta se levantó y le dijo que para ganar tiempo, iba a buscar el auto, mientras ella anotaba los teléfonos del banco para contactarme en caso de resolver la toma del mismo.
En ese instante en que nos quedamos a solas, la miré profundamente a los ojos y le dije sin vacilar:
-¿Te acordás de mí? De un cumpleaños, de ...
Ella me sonrió con picardía. Yo retomé la palabra al darme cuenta de que me había reconocido.
-Lástima que Damián no nos esté buscando. El pobre murió, hace diez años murió.
Enriqueta hizo un gesto de desazón, de remota tristeza.
-Ahora ya no tenés motivo para irte –le dije como si no hubiera un banco alrededor y un marido afuera esperándola.
El bocinazo del auto de su marido se interpuso entre nuestras miradas. Sin embargo, ella me perforó sus unos ojos inolvidables.
-Casi..., cómo qué no... –me dijo ruborizada y salió del banco como huyendo de algún peligro.
Mientras la observaba subir al auto, disfruté un segundo de mi victoria, como si tuviera otra vez nueve años y Damián estuviera a mi lado muerto de rabia. El recuerdo de aquella tarde se volvió más nítido que nunca a mi mente. Jamás antes había sentido tan renovado en mi corazón su perfumado aroma de urgencias.
Pero rápidamente su paisaje se ensombreció. El vestido de Enriqueta volaba sin rumbo como un pájaro tenebroso por la tarde, sin contenerla, y con sus flores rojas grotescamente marchitas. Desesperado busqué a Damián a mi alrededor. Pero me di cuenta que encontraba en el interior del banco y que Damián ya no estaba a mi lado, ni siquiera muerto.

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