domingo, 18 de noviembre de 2007

Hija de Mil Madres



Pocha observó un Renault 12 verde pasar por segunda vez y con ansiedad buscó los ojos del conductor; pero las libidinosas pupilas del hombre apuntaban directamente hacia Vanesa. Pendeja de mierda, se dijo, pero le pasó el dato.
-Che, dejá de hablar boludeces y carpeteá a un chabón de un 12 verde que está meta marcarte.
-¿A mí?
-Sí a vos, parece que es de los que les gusta que todavía tengan talco entre las patas.
-Andate a la mierda.
-Cheee, qué boquita –Perla le arrojó un sobre de azúcar.
Vanesa estrenaba sus dieciocho años. Llevaba su largo pelo negro brillando al vaivén del viento, y su cuerpo era una sucesión de formas armónicas y apetecibles. Perla, indefinida en su edad, era exuberante y fuerte, tanto como para darle pelea al desgaste que aflojaba los elásticos que todavía sostenían la firmeza de su cuerpo. A Pocha, en cambio, sus músculos se le habían vencido con el paso de cada uno de sus cuarenta y tres años. En su boca, la ausencia de varios dientes le daban un aspecto de irreversible abandono. Casi no quedaba nada de aquella jovencita de diecisiete años que llena de ilusiones había llegado desde Montevideo. A ellas tres se le sumaban: Yésica, de caderones veintiséis años, dos hijos y un marido que la esperaba todas las noches y Érika, veintitrés años, morocha, delgada y fácilmente olvidable.
Allí, tras la vidriera del bar de Artigas y Bacacay, se juntaban todas las tardes a la espera de sus clientes fijos y para tentar a automovilistas y transeúntes que se obnubilaran con la posibilidad de acceder al paraíso de sus profesionales encantos.
Sólo ellas cinco, las otras eran repelidas. Ellas cinco se tenían confianza. Eran un círculo cerrado. Una familia.
-Si no vas vos, voy yo –Yésica necesitaba dinero pero los clientes no la necesitaban a ella.
-Che Yesi, explicale a tu fiolo que la calle está dura –Perla, la más veterana en la zona, ejercía un liderazgo casi maternal sobre las demás. Le enervaba que mantuviera a ese gusano.
-No es mi fiolo, es mi marido –le retrucó Yésica enojada.
Todas se echaron a reír.
-¿Entonces por qué no va a trabajar y te saca de la calle? ¿No es celoso tu maridito? –Preguntó Perla irónicamente.
Vanesa fue al encuentro del tipo del Renault 12. Rápidamente acordaron y se fueron al hotel.
-¡Cómo labura la pendeja! –Pocha escupía envidia.
-Dejala que labure o ¿vos a la edad de ella no te apilabas a todos los tipos en fila? -Érika salió a defender a Vanesa.
-Yo, queridita, a su edad, estaba casada como Dios manda. Yo soy puta por necesidad, no como ustedes, por vocación.
-De polvo somos y al polvo vamos -Perla buscó abortar la discusión con una humorada.
El barrio de Flores ejecutaba su sinfonía cotidiana e infernal. Cada vez que se abría la barrera de Artigas, reventaba una disonante melodía de bocinazos, de frenadas bruscas, de acelerada desesperación por pasar primero, como si los que circulaban por Artigas fueran acérrimos enemigos de los que venían por Bacacay. Como si atravesar primero ese cruce trastocara sus destinos para siempre en venturosos.
Vanesa volvió al rato. El tipo era un pesado y la había puesto de mal humor.
-Estos pelotudos creen que por 20 pesos, tenés que hacerle lo que ni la jermu le hizo la noche de bodas.
Mientras Vanesa mascullaba su bronca, ingresó al bar sigilosamente una niña de no más de doce años. Sus pies se deslizaban por el piso. Se detuvo en el borde de la mesa. Las cinco mujeres concentraron sus ojos sobre ella. Tenía el encantado aspecto de una princesita; su pelo rubio resplandecía un brillo que se amalgamaba con sus ojos de inocencia. Les sonrió levemente y soltó la dulce melodía de su voz:
-Yo soy hija de todas ustedes.
Pocha estalló en una aparatosa carcajada.
-Y yo soy la madre de San Martín y Belgrano –replicó aún entre risotadas burlonas.
La carcajada fue general. Pero la niña, imponiéndose a la mofa, continuó adelante.
-Vanesa fue la última en darme un poco más de vida. Recién –dijo gravemente.
-Qué boludés estás diciendo pibita, por qué no pirás de acá, a ver si viene la yuta y nos levanta a todas por corrupción de menores –le replicó Yésica fastidiada. Todo parecía confabularse para que no pudiera trabajar.
-Mirá flaquita, yo vengo del telo, pero de ahí a alargarte la vida... –Vanesa a su manera buscó tratarla con ternura.
La niña, inmutable, retomó la palabra.
-Por eso mismo, cada vez que están con un hombre, me dan más vida. Yo soy hija de ustedes y de todos los hombres que hacen el amor con ustedes, yo soy hija de mil madres que son como ustedes.
-¿Putas? –dedujo Yésica, definitivamente fastidiada.
La niña rechazó esa palabra con un gesto agrio. Prosiguió.
-Ustedes sólo son cinco de mis mil madres. De a poquito las voy conociendo a todas.
-Pibita largá el pegamento –Yésica volvía al ataque.
-Pará un poquito chiquita, ¿quién te dijo eso? –Perla buscó asumir la conducción del absurdo.
-Nadie, nadie me lo dijo. Yo lo siento aquí, en mi corazón (se llevó las manos hacia el pecho), nadie me lo dijo. Pero yo sé que es así, yo sé todo de ustedes porque soy parte de ustedes. Yo conozco lo bueno y lo malo de sus corazones, los secretos que a nadie contaron nunca y que les duelen.
-Bueno, se terminó la clase de jardín –anunció Yésica desbordada.
La niña descargó sobre ella la fulminante potencia de sus ojos y con ternura le dijo:
-Vos vendiste a tu hija, no te la robaron.
Yésica palideció. Todas voltearon hacia ella con la curiosidad de observar su reacción.
-¿Quién te contó esa locura? –replicó Yésica con inocultable nerviosismo.
-Nadie, yo lo sé. Yo sé todo de vos, porque soy parte de vos. La señora se llamaba Nélida y te encontraste con ella en una casa de Budge. Hace siete años fue. La vendiste porque no era de tu novio, era de un cliente.
Yésica zozobró. Desesperada buscó esquivar las inquisidoras miradas de sus amigas. De ninguna manera podía disimular sus nervios. Amagó a desmentir a la niña, pero un rictus nervioso deformó su rostro.
Sus ojos se enturbiaron.
-No llores, yo te quiero igual –la niña se le acercó y tímidamente le acarició el brazo.
-Escuchame dulce, ¿quién te mandó acá? –Perla retomó la conducción mientras Yésica intentaba ocultar sus lágrimas.
-Nadie.
-Yesi, ¿es verdad lo que dice?
Yésica se sonrojó; de haberlo querido negar, sus pómulos súbitamente enrojecidos la hubieran delatado.
-Sí Perla..., es la verdad (entre sollozos). Yo no sé quién se lo dijo, pero es la verdad. No entiendo, nadie lo sabía. Yo en esa época laburaba en el puerto de Bahía Blanca y salía con un pibe que no sabía que yo laburaba. Pero cuando quedé embarazada, me fui de Bahía y la tuve aquí en Buenos Aires y después...
Su voz se rompió en un llanto desgarrado.
-Decime nena, ¿cómo te llamás? –Perla comenzó el interrogatorio.
-Aymará.
-¿Y donde vivís?
-En ustedes.
Perla pareció perder control sobre sí misma, pero se detuvo un instante sobre los ojos de la niña.
-Está bien, está bien. Pero ¿en qué lugar vivís?, vivir, dormir, ¿me entendés?
-En las plazas -dijo vacilante.
-¿Y tu mamá?.
-Son todas ustedes.
Perla bufó abatida. La niña retomó la palabra con decisión.
-Si ustedes no hiciesen más lo que hacen, yo moriría. De las mil madres que tengo, sólo me quedan novecientas doce. Muchas murieron y otras se casaron y dejaron de trabajar. Mi vida no es como la de todos. Mi vida se sostiene en la pulsión sexual que ustedes generan en mis padres astrales. Yo soy hija de ustedes, pero soy una hija astral, hija de las relaciones sexuales ocasionales, del deseo efímero. Eso es lo que me anima. Yo soy fruto del desamor, del placer, de la compulsión. Soy el producto de todo eso.
Perla la miró vencida. Aymará le devolvió la mirada con ojos iluminados.
-Cacho nunca te quiso. Debiste denunciarlo cuando la manoseó a la Daniela.
Perla se quedó en silencio. Su frialdad ante el secreto revelado no le impedía comprender que la niña era algo irreal. Que la animaban sustancias mágicas. Y ese vislumbre se impuso sobre el sentimiento de vergüenza ante sus amigas. Lo de su hija Daniela era su secreto más guardado. Le dolía y avergonzaba. Sólo lo sabían ella y Cacho, a quien echó de su casa inmediatamente. Cacho había sido la posibilidad de otra vida, pero la Daniela era lo único que nunca permitiría que le dañasen.
Aymará, continuó con sus mágicas revelaciones, echando luz en los rincones más penumbrosos del pasado de las otras mujeres.
-Yo sólo quiero estar con ustedes, ayudarlas. Sólo quiéranme.
Perla, instintivamente, la abrazó con cariño. Todas juntas salieron del bar. Por Artigas fueron hasta la Plaza Flores. Compraron panchos y latas de Coca Cola. Sobre el césped improvisaron un picnic.
Un policía, al divisarlas, presuroso se encaminó hacia ellas. Aymará alejó el pancho de su boca y le dirigió una fulminante mirada. El uniformado se detuvo abruptamente y salió corriendo.
-¿Qué le hiciste? –Perla le preguntó asombrada.
-Ganas de ir al baño, incontenibles ganas de ir al baño –le contestó con ojos pícaros e hizo estallar a todas en una espontánea carcajada.
Así lo tuvo cada vez que intentó acercárseles.
Desde esa tarde, Aymará se convirtió en la niña mimada de ese puñado de prostitutas. Sus poderes sobrenaturales, los que activaba de forma natural, no terminaban nunca de asombrarlas. Sus arteras intuiciones hicieron que comenzaran a ganar más dinero. Con infalible certeza les indicaba los días favorables de cada una, los lugares donde más hombres las solicitarían. Su maravillosa influencia hizo que no descuidaran a sus hijos, que Yésica se reencontrara con la niña que había abandonado (Aymará la guió hacia el lugar exacto donde encontrarla).
La incandescente luz que avivaba su pequeña figura, entibiaba sus corazones a la intemperie. Al cabo de un mes les resultaba inadmisible imaginar sus vidas sin el maravilloso influjo de esa niña mágica.
Pero una tarde, bruscamente, la desgracia se derramó sobre sus destinos. Ese segundo fatal que genera una abrupta transmutación de la realidad, violentas amputaciones que el absurdo desfile de los años hubiera arrancado imperceptiblemente, en el pasmoso silencio de la resignación.
Aquella tarde, mientras el sol moribundo comenzaba a opacar la ciudad, Aymará, ansiosa detrás de la ventana del bar, descubría a Vanesa descendiendo de un auto. La joven había prometido comprarle un hermoso vestido en los negocios de Avellaneda. El impulso de esa ilusión la empujó a salir corriendo a su encuentro.
Una vieja camioneta, que venía acelerando por Bacacay, aturdió la tarde con el chirrido horroroso de sus frenos desesperados, sin poder evitar el impacto feroz.
La niña se elevó en el aire como una muñeca de trapo hasta derrumbarse pesadamente en el suelo.
El mundo ancló en ese instante infinito.
Las otras mujeres, tras la vidriera del bar, se largaron a la calle atropelladas por el espanto de esa escena horrorosa.
Aymará yacía sobre el asfalto, inconsciente. Su cuerpo inerte se derramaba sobre el cemento gris y frío. Una hilito de sangre huía de su boca, recorriendo sus pómulos como una viborita maliciosa.
Perla, atravesando las miradas absortas de la gente, se arrodilló ante ella tratando de reanimarla, pero una oscura certeza paralizó su desesperado intento: alguien se le había adelantado en los primeros auxilios.
Una ambulancia de sirenas mudas la trasladó hasta el Hospital Álvarez.
Pocha, Érika, Perla, Yésica y Vanesa lloraban sin consuelo. Se abrazaban tratando de amortiguar el duro puntazo que les acertaba el dolor.
Una hora después llegó una mujer de unos veintipico de años, que se presentó ante el médico como la madre de Aymará Hernández. Fumaba con violencia, un inocultable gesto de fastidio torcía el rumbo de sus rasgos. La acompañaba un hombre bastante mayor, que permanentemente hablaba por un celular. Se acercaron a ella. Perla se arrancó las lágrimas de los ojos y la interrogó sin preámbulos.
-¿Vos sos la madre de Aymará?
La mujer la miró con desgano.
-Sí, ¿por qué? -sus ojos se tornaron desafiantes.
-Mirá, nosotras la queríamos mucho a la Aymará...
La mujer la interrumpió con violencia.
-Sí, sí está bien, pero yo me voy a ocupar de todo, ok.
-Hubiera sido mejor que te hubieras ocupado antes –Perla, de reflejos rápidos, devolvió sarcasmo por desdén.
La mujer la escrutó con dureza.
-¿Y vos quién carajo sos? No me vas a venir también con el cuentito ése de que sos una de sus mil madres. ¡Estoy harta de pajarracos como vos que dicen ser madres de Aymará!
-Sí, yo soy una de sus mil madres, ¿y qué? –le retrucó Perla con desenfado.
El hombre del celular intervino alejando a la madre de Aymará, que gritaba como una gallina a punto de ser degollada. Vanesa contuvo a Perla, que, brotada en cólera, pretendía ir tras ella.
-Dejala Perla, no ves que es una forra -le decía, mientras trataba de calmarla.
Salieron del hospital unidas por una invisible cadena de dolor. Una sensación de orfandad les apretaba el corazón, bombeando los fríos borbotones de la cruda realidad de no ver nunca más a Aymará. La muerte les enrostraba su caprichoso poderío. Su imponente patrimonio de injusticia y desolación.
Su regocijo de adiós.
Afuera observaron mucha gente, muchísimo más de lo habitual. Un patrullero con sus sirenas enardecidas se detuvo frente a ellas. Por precaución se ocultaron detrás del quiosco de diarios de la entrada.
-Qué hija de puta, es una rata, una rata inmunda –Perla seguía escupiendo su rabia.
-Ya veo porque Aymará andaba como paria por la calle –vomitó Pocha enfurecida.
-Nunca sentí una tristeza así, así tan fuerte en mi corazón –susurró Vanesa, ausente y desencajada.
-Es como si hubiéramos quedado huérfanas –agregó Perla con ojos vacíos.
-Ni siquiera sabemos donde la van a enterrar –protestó Érika.
-No te preocupes, yo averiguo después en el hospital –Perla se colocó anteojos ahumados.
-Y si laburamos mucho, ¿no la podremos revivir? –exclamó Vanesa, repentinamente ilusionada -. Ella era mágica, ella todo lo podía.
-Y quién no te dice petisa, quién no te dice –Perla la acarició con la mirada.
-Yo me voltearía a los tipos gratis si eso la resucitara a la Aymará.
Mientras Yésica ofrecía su corazón en una frase, Perla, atenta a la extraña aglomeración de gente frente a la puerta del hospital, organizaba su bronca.
-Ellas también son putas. Las que son como esta roñosa, también son putas. También transan por guita. Ellas también la hacen valer a la que te dije. O por qué te crees que anda con ese viejo verde. Pero a ellas nadie les dice nada. A nosotras todos el mundo nos desprecia.
-Sí, pero Aymará nos eligió a nosotras. Ella no nos despreció –dijo Vanesa orgullosa.
-Sí, nos eligió a nosotras. Pobrecita. Ella vino y nos dijo que tenía mil madres, pero en realidad tenía una sola: esa hija de mil putas –sentenció Perla y le pegó una violenta pitada a su cigarrillo. El humo, despedido con bronca desde su boca, permaneció un segundo suspendido en el aire y rápidamente se hizo noche de Flores Norte.
-Che chicas, miren a esos tipos, son clientes nuestros – gritó Érika al ver los rostros que se iban acercando hasta la puerta del hospital.
-Pero, ¿qué está pasando? -Yésica se incorporó para poder observar mejor la escena.
A unos cincuenta metros, por la calle Condarco, que desemboca en la puerta del hospital, una muchedumbre se acercaba lentamente. Eran en su mayoría hombres. Marchaban en silencio, como un batallón de almas vencidas. Al llegar, se detenían naturalmente.
Acorraladas por la multitud, continuaron reconociendo a muchos de sus clientes entre sus filas. Pero los ojos de esos hombres, que tantas veces las habían salpicado con el vivaz brillo del deseo urgente, lucían ahora enturbiados de tristeza. Algunas mujeres, en menor cantidad, también se acercaban con esa bruma en sus retinas. Eran colegas del barrio. Perla emergió bruscamente de su pesadumbre, conmovida.
-¡Vienen por la Aymará, no se dan cuenta, vienen por la Aymará!
La policía intentó dispersarlos, pero sus esfuerzos rápidamente fueron aplastados por la turba. Desde todos los rumbos se acercaba gente. Avanzaban hacia el hospital, impulsados por una misteriosa inercia. Finalmente, como si obedecieran una orden de sus espíritus, ingresaron en el nosocomio. Perla y sus compañeras se les unieron.
Como una manga de langostas arrasaron con todo lo que se les interpuso, y al llegar a la morgue, tomaron el cuerpo de Aymará, al que sacaron del hospital sosteniéndolo con sus manos, asemejando una carroza humana.
En la calle, los que no habían logrado entrar, observaron con tristeza a la niña muerta exhibida en lo alto. El patético silencio amplificó el zumbido de la tristeza.
Inesperadamente, el cielo altísimo de Flores Norte se sacudió con un potentísimo estruendo. Un rayo atravesó el cuerpo de la niña, iluminando la penumbra de esos corazones fatalmente a la deriva.
La radiación avivó en sus entrañas una cegadora incandescencia y estalló en intensísimas luces de colores.
En el aire, esas graciosas lentejuelas, repentinamente se transformaron en miles y miles de mariposas, tantas, como los que aún con sus ojos nublados de lágrimas, pudieron observarlas aletear en círculos, unirse y echarse a volar hasta perderse en el infinito.

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