sábado, 17 de noviembre de 2007

Milagro en Icaño

La noticia corrió vertiginosa por lo áridos senderos de tierra. Carros, carretillas, bicicletas, cualquier cosa con ruedas fue útil para llegar hasta el camión de La Serenísima volcado al borde de la ruta nacional 34, a la altura de la pronunciada curva que antecede al pueblo.
El alboroto deformaba la mañana de Icaño, un pequeño poblado al sur de Santiago del Estero, y la palabra milagro emergía desde las bocas sonrientes, iluminando los rostros curtidos y secos, del color de la misma tierra que como una mujer que con crueldad se niega, más se ama.
Según el relato de escasos testigos, el accidente se produjo apenas clareaba: el conductor se había quedado dormido y la curva se encargó de lo demás. Un golpe contra el parante le destrozó la mollera y una ambulancia lo retiró sin prisa, embalado en un plástico negro.
-¡Un milagro, un milagro de Jesucristo! -alardeaba doña Elida a quien quisiera escucharla, mientras dirigía el tránsito de las carretas atiborradas de leche, manteca, yogurt y derivados.
-¡Los postres a la escuela! -y levantaba sus brazos hacia el cielo agradeciendo a Dios, ya que sus niños (todos los de Icaño), iban a tener el día que los homenajeaba más inolvidable en sus vidas.
Doña Elida había organizado, como lo hacía todos los años, el día del niño en la escuela del pueblo. Pero imprevistamente, una invasión láctea y esas pequeñas y desdentadas sonrisas se volvieron enormes, del incalculable tamaño de la abundancia.
-¡El Señor Jesucristo se acordó de nosotros, de Icaño, tanto pedir…, tanto pedir…!
Doña Elida era una institución en Icaño. Había visto nacer a todos sus habitantes y exceptuando la muerte, todos eran amigos en el cementerio. Noventa y tres años trajinando ese inhóspito lugar que siempre creyó olvidado por Dios, donde la pobreza era tan despiadada como los rayos de su sol, santiagueño y asesino.
Sin embargo, aquella mañana después de multiplicar los panes y los peces, Jesucristo había decidido morir en Icaño. Y el milagro era sonrisas y carretas que iban y venían y ruedas chirriando de felicidad.
Hacia el mediodía, el interior del enorme furgón térmico del camión lucía vacío. Una grúa lo acarreó con precaución. Sólo quedó la marca de la brusca frenada y los yuyos aplastados al costado de la cinta asfáltica.

Algunas horas después, muy lejos de allí, casi en el borde sur de la Capital Federal, una joven mujer lloraba frente a su marido muerto, recriminándole a Dios por su desgracia. Dos empleados funerarios colocaron una pomposa corona de Mastellone Hnos. y la gente reunida comentaba que la empresa había corrido con todos los gastos, el pobrecito de Miguel llevaba muchos años trabajando en la firma.
El sábado lo enterraron ante el dolor de todos. El domingo, continuó enterrado.

No hay comentarios: