domingo, 11 de noviembre de 2007

El Rostro de las Luces Nocturnas


Mi papá siempre fue un loco. Un artista, aunque no lo fuera formalmente. Yo lo adoraba, era mi ídolo y gracias a su magia transité la mejor de las infancias. Ni por todo el oro del mundo cambiaría mi niñez a su lado. Todos los sueños delirantes que hasta hoy anido entre mis pensamientos, son su incalculable herencia. Él hizo de mí una niña soñadora. Cuando le contaba mis delirios me sentía única y maravillosa. En realidad copiaba sus ideas, sus estrambóticas historias. Lo imitaba con orgullo.
Nunca tuvimos demasiado dinero, pero tampoco fuimos pobres. Mi papá era empleado público. Sus ambiciones jamás fueron de dinero. Él soñaba con que viviéramos en un departamento, con la única pretensión que tuviera un gran ventanal con panorámica a una avenida iluminada. Él decía que las luces de la noche eran sabias, que animaban a fabulosos personajes. Él mismo fue uno de sus valientes habitantes. Le apasionaba contemplar la ciudad cubierta por el capote misterioso de la noche.
Pero lamentablemente, siempre vivimos en un PH, en el que las ventanas sólo permitían la frustrante visión de otro PH. De paredes grises, de humedades y de cielos escondidos. Para papá no había pecado más burdo que pegar calcomanías en los vidrios de las ventanas. Hablaba con desprecio de quienes lo hacían.
Siempre, después de cenar, salíamos a caminar por el laberinto de sus noches, a la deriva, y él, ensimismado, me relataba historias de lumínicos seres nocturnos. Una tras otra, mientras sus ojos se extraviaban en el reflejo de aquellas luces silenciosamente enfiladas de las avenidas. Sus mágicas palabras eran ángeles que se acomodaban confortablemente en mis oídos, en mi almita fascinada. Y allí se quedaban. Yo, a su lado, viajaba en un fantástico sidecar empujado por el sinfónico motor de sus visiones.
Y hoy, recién hoy, puedo descifrar el fabuloso enigma de su obra. Día tras día contemplo el fruto de su heroica victoria. De su creación colosal y dolorosa, tal vez definitivamente inescrutable para este mundo.
Cuando tía Paula lo ayudó a instalar aquel negocio sobre la Avenida Lope de Vega, ella y yo sabíamos la razón exacta de su felicidad. El local era una ferretería. Y si bien no configuraba su soñada vista panorámica desde las alturas, le fue suficiente para iniciar su comunicación definitiva con el espíritu de las luces nocturnas. Mi tía Paula era su hermana y lo valoraba tanto como yo, porque sabía interpretar el rumbo de sus obsesiones. A ella también la seducían los misteriosos fantasmas de papá. Entre ellos había un código secreto, un extraño idioma de miradas que me arrastraba a un infierno de celos. Siempre sentí ese resquemor hacia tía Paula. Yo era muy posesiva con él. En cambio para mi mamá era un delirante, un bohemio sin remedio. Por eso sólo sentía a tía Paula como rival. Por eso la odié durante toda mi infancia.
El local distaba unas pocas cuadras de casa y casi todas las noches nos preparábamos una vianda y nos íbamos a cenar en la vidriera, a oscuras, mientras observábamos el equilibrado despliegue de sus luces.
Hasta la noche en que vino aquel rostro.
Aquella noche, mi Papá me relataba la fascinante historia de La Dama de Candiles, una bella princesa nocturna que se despegaba del pavimento al ser acariciado por las luces, y se largaba por la ciudad en busca de espíritus solitarios y fronterizos. Y quebrando su relato, apareció aquel extraño niño. Su aspecto agredía de sólo mirarlo y abruptamente clavó sobre nosotros sus ojos nítidos, con esa escalofriante expresión de silencio, de violento terror, que infectó mi corazón de una infinita tristeza. Un largo rato nos observó con sus dos universos gélidos, escupiéndonos moribundos brillos de repugnancia. Luego apoyó brutalmente su rostro sobre el cristal de la vidriera y su cara reventada contra el vidrio se deformó de una manera monstruosa. No era sólo temor lo que sentí, esa deformación agudizaba la sensación de aquella pesadumbre insoportable. Un líquido helado transitándome las venas a toda velocidad.
Fueron instantes eternos.
Hasta que sucedió lo inexplicable. El niño se alejó, pero su rostro, con aquel tenebroso rictus aplastado, permaneció intacto detrás del cristal. Como una mosca reventada con desprecio contra un vidrio. Mi Papá se puso muy nervioso e inmediatamente salimos a la vereda. Pero del lado de afuera no se percibía nada anormal. En el cristal, no se observaba el rostro que claramente se veía desde adentro. Sin embargo, reingresamos y continuaba allí.
Esa misma noche papá llamó a tía Paula y cuando ella llegó hablaron largamente en el interior del local. De ninguna manera podían disimular sus gestos de consternación, de absurdo. Los recuerdo inmóviles, hundiéndose en las profundidades de pensamientos interminables.
Por la mañana retiraron aquel cristal y colocaron uno nuevo en su lugar. A mi mamá no le contaron nada. Yo tampoco lo hice.
Mi papá pacientemente recortó el fragmento del vidrio en el que permanecía estampado el rostro de aquel niño tenebroso y la guardó en un lugar que descubrí mucho tiempo después.
Mi papá no volvió a ser el mismo y cada vez que le preguntaba por el rostro del cristal, sus ojos se entenebrecían y, al cabo de algunas vacilaciones, nerviosamente eludía mi pregunta, valiéndose de sus historias.
A pesar de todo continuó con sus excursiones nocturnas. Pero la mayoría de las veces salía muy tarde, mientras yo dormía; era evidente que trataba de no llevarme. Yo, pese a ser una niña, comprendí que algo muy oscuro turbaba su corazón de una manera tortuosa. Y pese a que por todos los medios intentaba ser el de antes, jamás volvió a ser el mismo.
Yo tenía once años cuando sucedió aquello. Poco tiempo después contrajo una enfermedad terminal. Estoy convencida de que fue el lacerante crepitar de su angustia lo que derrumbó todas sus defensas. Al cabo de unos meses murió.
Yo tampoco volví a ser la misma.
Cuando murió mi mamá y tuve que retirar todas sus pertenencias del PH, en un viejo armario encontré el recorte de cristal con el rostro horroroso de aquel niño. Estaba intacto, era la misma expresión de angustia que tan profundamente ensombreció mi alma aquella noche. Que había comprimido tan cruelmente mi pequeño corazón de niña. Con bronca lo guardé en una bolsa. Ese pedazo de cristal era un recuerdo maldito, era lo que me había arrancado para siempre a mi papá.
Pero tía Paula, que estaba conmigo aquella tarde, lo extrajo de la bolsa y al volver a verlo, se puso a llorar. Se puso irreconociblemente triste. Visiblemente afectada me relató un suceso de la infancia de papá, una historia que jamás había escuchado antes. Cuando tenía cinco años, una noche en la que habían salido con mis abuelos a pasear por el centro, papá se extravió. Y estuvieron muchas horas hasta encontrarlo. Pero al hallarlo, se dieron cuenta que no podía hablar, como si durante el tiempo en que había permanecido perdido, hubiera visto algo que lo horrorizó de una manera tan brutal como para quitarle el habla. Sólo tiempo después se recuperó pero, según ella, el rostro del cristal era su rostro, la reproducción exacta de aquél que desfiguraba sus facciones cuando regresó desde las entrañas de la noche.
Violentamente comprendí todo. Ese rostro en el cristal era mucho más que el reflejo de sí mismo. Era su recreación fantástica de aquella tenebrosa noche. Pero era también la descripción exacta de la desesperación que tanto tiempo llevó fermentando en su alma, como un pintor que combina mil colores durante toda su vida hasta encontrar el de su obsesión. Ese rostro en el cristal era el compulsivo vómito de su horror, un nocturno espíritu maligno al que debía exhumar para alcanzar el vedado secreto de sus luces, de su noche misma. Qué orgullosa me sentí de él cuando comprendí su valentía, la temeridad de inmolarse atravesando el infierno de su horror, porque pudo entrever el maravilloso secreto que celosamente ocultaban los candiles que quiebran las sombras. Un verdadero artista es quien desciende hasta lo más profundo de su noche, el que puede vislumbrar la belleza inmortal que se esconde detrás del monstruo del dolor. Por eso amaba con tanta pasión las luces de la ciudad. Esas luces que como una rosa presumida y enigmática nos clava su belleza de espinas al querer atraparla. Por eso le inventó un ejército de luminosos habitantes.
Sin importarme lo que pudieran decir mi marido y mis hijos, colgué el recorte de cristal en el comedor. Y lentamente, día tras día, una insignificante línea de ese rostro se fue moviendo. Nadie lo percibió, pero al cabo de un tiempo de estar allí colgado, se fue convirtiendo en un rostro resplandeciente, que hoy provoca un incontrolable fulgor en todo el que lo observa, una sensación que nadie puede definir con palabras, pero que instala una pletórica expresión de paz en sus rostros. La misma expresión que tenía mi papá, cuando ahogaba sus retinas en las profundas luminarias de la noche.

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