domingo, 18 de noviembre de 2007

Remota Amancay


Tres princesas urbanas

De casualidad, mientras seguía atentamente las instancias del partido en el walkman, Patricio levantó sus ojos y se percató de que una de las tres chicas, que estaban a unos metros, le había tomado una fotografía. Las miró sorprendido y ellas le sonrieron. Se quitó los auriculares de los oídos y también entre sonrisas les preguntó:
-¿Para qué quieren la foto? -mientras hablaba se iba acercando a ellas.
-¿Qué, nunca te sacaron una foto? –le replicó desafiante la que tenía la cámara en sus manos.
-Sí, pero... –intentó una respuesta, pero un cruce eléctrico de miradas con la que aparentaba ser la más jovencita lo detuvo.
-Te vamos a llamar “el amigo ofendido” –sentenció la fotógrafa.
-Pero si yo no me ofendí, sólo pregunté para qué la quieren, nada más.
Eran tres adolescentes menudas, vestidas con jeans y remeras multicolores. Parecían despreocupadas del mundo. La más altanera era la que llevaba la voz cantante; pero a la vez tenía aplomo, un aval que respaldaba cada palabra que alejaba desde su boca. Se llamaba Wendy. Su pelo castaño oscuro contrastaba con sus ojos cristalinos y azules. Fue ella quien presentó a sus dos amigas: Mariel, una rubiecita sin características fuertes y la que a Patricio más le había gustado, Amancay. El brillo de sus ojos parecía inextinguible y sus renegridos cabellos le caían tímidamente sobre los hombros.
-Yo me llamo Patricio.
-¿Y qué estás haciendo tan solito en esta plaza? -Amancay habló por primera vez. El débil tono de su voz era casi imperceptible.
-Escuchando el partido (mostró el walkman en su bolsillo). Vivo acá a media cuadra, en un hotel, en el pasaje Antequera y Solís, acá nomás.
-¿Me lo prestás? –Amancay le pidió el walkman. Del bolsillo trasero de su jean extrajo un cassette.
-¡Ella no puede estar sin escuchar a Madonna y su Isla bonita! –se mofó Wendy-. Vamos a los flippers de Brasil. ¡Dale te invitamos!
Se largaron a caminar por Garay hacia la Plaza Constitución. Wendy tenía dieciocho años, Mariel dieciséis y Amancay diecisiete. Las tres rieron cuando él en broma dijo que si tuviera diecinueve, harían una escalera. Pero tenía veinte.
En los flippers Wendy compró fichas para todos. Cuando se aburrieron de los juegos electrónicos, se fueron a un bar, también sobre Brasil, un salón angosto y profundo, penumbroso, impregnado de frituras eternas.
-Che chicas, esta vez déjenme invitar a mí.
-Qué chechi ni ocho cuartos, nosotras te invitamos -ordenó Wendy. Amancay le guiñó un ojo para que desistiera en su propósito. Comieron pizza, y cuando llegó la hora de pagar, Wendy extrajo de su bolsillo un flamante billete de 100 pesos.
-¿Se robaron un banco? –bromeó Patricio.
Las tres ignoraron su pregunta. No sería la primera vez que Patricio percibiría que ante ciertas preguntas, ninguna de las tres respondía, como si frente a lo que les molestaba, activaran un pre-acordado pacto de silencio. Realmente eran extrañas. Su comportamiento parecía regularse automáticamente por algún programado patrón de identidades, que amalgamaba sus reacciones más allá de la subjetividad de sus distintas personalidades. Lo que resultaba evidente era que Wendy las lideraba.
Tomaron un taxi hasta Lavalle y Carlos Pellegrini. Al bajar del vehículo, entusiasmados por la peatonal, se internaron en la marea humana.
La ciudad se volvía agradable. Sus domingos eran tan grises: escuchar los partidos de Boca en la Plaza Garay y de vuelta al hotel del pasaje Antequera. Un círculo sombrío. Se sentía demasiado solo en Buenos Aires. Tunuyán, su añorado pueblo, se le ocurría más lejano que cualquier remoto planeta en el cielo. Distancias que sólo puede medir el corazón. Sus padres habían muerto, sólo le quedaba su abuelo Lautaro. Él fue quien juntó el dinero para que viniese a estudiar a la Capital. Todos los meses le mandaba un giro. Pero, al ciclo básico iba por ir. Tampoco le interesaba hacerse de amigos, porque sentía que no encajaba entre los porteños, no los entendía ni quería entenderlos. Soñaba con retornar a Tunuyán. Allí todo era distinto, en sus pequeñas calles al menos los fantasmas eran recuerdos. Esa ciudad infernal lo había tornado un ser taciturno. Muchas veces practicaba un juego enfermizo: pasar todo el día sin hablar con nadie. Pudo comprobar que no había cosa más simple que sentirse absolutamente solo en medio de la gente.
Pero no podía defraudar a su abuelo. Si no fuera por él y por su ilusión de que estudie en Buenos Aires, hubiera mandado todo al demonio.
Sin embargo, ese domingo era distinto, esas tres jovencitas que transitaban la ciudad junto a él parecían entusiasmadas de su compañía, rescatándolo de sus tortuosos autocoloquios.
Abandonaron Lavalle y continuaron por Florida. En Diagonal Norte y Esmeralda, como tres niñas traviesas, se pusieron a jugar con la estatua de Lisandro de la Torre. Se trepaban y reían sin importarles los demás.
A las siete de la tarde Wendy anunció que debían emprender el regreso. Y lo dijo con énfasis impostergable. Todo lo que decía Wendy parecía no aceptar discusión. Mariel y Amancay jamás objetaban sus decisiones. Por Piedras llegaron hasta Independencia. La 9 de Julio los dejó en Constitución.
-Es una canción hermosa, ¿no te parece una canción hermosa? -Amancay le acercó el pequeño auricular a Patricio. Una Madonna lejana cantaba la isla bonita.
-Sí, es muy linda -le dijo con ternura, como si bastara que a ella le gustase para que la canción fuera hermosa. Después se dirigió a Wendy, ya que Mariel prácticamente no hablaba y Amancay había vuelto a sumergirse en sus auriculares.
-¿Nos vamos a volver a ver? -preguntó Patricio deseando una respuesta positiva.
-Mañana –pareció ordenar Wendy.
-Yo vuelvo de la facultad a las tres.
En la Plaza Constitución Wendy anunció que debían despedirse.
-¿Y ustedes dónde viven?
-Más allá, -Wendy señaló con un gesto vago la estación del ferrocarril- no muy lejos.
Se despidieron con la promesa de encontrarse al otro día a las tres de la tarde en Solís y Antequera, la esquina de su hotel.
Patricio se largó a caminar por Garay. Sintió una repentina sensación de pánico ante la posibilidad de no volver a verlas. Al llegar al hotel se recostó en su cama. Estaba sobreexcitado, no podía dejar de pensar ni un solo segundo en esas tres extrañas muchachas con las que había compartido la tarde. Se había encontrado tan cómodo con ellas, tal vez porque eran extrañas, raras, como él se sentía dentro de esa ciudad fría y adversa. Se durmió lentamente, reconstruyendo en su mente la imagen de Amancay, la incandescencia de sus ojos.
Al otro día se despertó pensando en la foto que le habían tomado. ¿Para qué la querrían? ¿Por qué durante toda la tarde no habían hecho comentarios sobre los muchachos que veían por la calle?, algo tan común en chicas de su edad. Esas cosas parecían no interesarles. No fue a la facultad. El ansia de verlas lo llevó a esperarlas en la esquina de Solís.
A las tres y media llegaron caminando desde el sur, desde la calle Brasil, y nuevamente se largaron sin rumbo por la ciudad. Fueron en taxi hasta la Avenida Corrientes y después caminaron. En Banchero comieron pizza. Wendy continuaba ejerciendo un dominio natural sobre las otras. Siempre sacaba desde su jean billetes de 100 pesos y pagaba todo. En los descuidos de Wendy, Patricio buscaba con desesperación los ojos de Amancay, y en varias oportunidades sus miradas se encontraron intensamente. Salieron de la pizzería. Caminaron hasta la Plaza Congreso. Wendy volvió a sacar la máquina de fotos y de forma sobreactuada anunció:
-Dale Amancay, ponete que te saco una foto con Patricio.
El tono de su voz, burlón y afectado, denunció que sus furtivas miradas con Amancay habían sido detectadas por el radar de sus ojos azules, y pensó que tampoco tendría que ser algo malo; pero Wendy era tan autoritaria, que saberse descubierto por ella no podía dejar de intimidarlo.
Cuando Wendy se dio cuenta que eran las seis, arengó a sus amigas a partir con prisa.
-Pero, ¿qué es lo que pasa con ustedes tres? ¿Quién las espera?.
-No, lo que pasa es que tenemos que ir a buscar una cosa antes de las seis y media -Wendy le contestó con desgano, mientras intentaba detener un taxi.- Vos esperanos, mañana o pasado te pasamos a buscar por el hotel, dale.
En el interior del auto, Mariel pronunció un nombre: Urbano, e inmediatamente recibió una amenazante mirada de Wendy, que suavizó al percatarse de que Patricio la observaba. Las mejillas de Mariel enrojecieron súbitamente. El taxi se detuvo en el hotel del pasaje Antequera.
-Adiós reinas del misterio -dijo riéndose y buscando ya sin pudor los ojos de Amancay.
En sus retinas encontró una inocultable desesperación.
El taxi arrancó enfurecido. Lo observó alejarse. Evitó ir directamente hacia el hotel. Entre esas cuatro paredes, la opresión se le preanunciaba asfixiante. Rumbeó mecánicamente hacia la Plaza Garay. Otra vez se hundía pesadamente en el desagradable pantano de sus pensamientos. Se sentó en un borde de la plaza. Algo oscuro y perverso presentía detrás de sus amigas, algo que no podía determinar y que lo perturbaba. Sin embargo, desde esos sombríos vislumbres, emergió el rostro de Amancay. Deseó acariciar su piel trigueña, reflejarse en sus ojos redondos y brillantes.
Al cabo de un par de horas se fue al hotel.
Constitución es un barrio del color de la tristeza.

Amancay y el brillo de la noche

Unos golpecitos en la ventana lo despertaron. Como si alguien arrojara pequeñas piedras en la persiana. Se levantó y la abrió con sigilo. Asomado al balcón miró hacia abajo. Su corazón se sacudió. Entre las sombras, los ojos de Amancay relampagueaban como luciérnagas. Le hizo un ademán con su mano para que esperara. Atravesó rápidamente los oscuros pasillos del hotel, le abrió la puerta y la condujo hasta su habitación. Amancay lo abrazó, su cuerpo temblaba. Sin mediar palabra rompió a llorar.
-Me escapé, Patricio, me escapé..., tengo miedo, nos van a matar... Tenemos que irnos de este lugar, cuando se den cuenta de que me fui, me van a venir a buscar, ayudame Patricio, por favor. Él me va a destruir.
-¿Pero por qué? ¿Quién te va a destruir?.
-Urbano, y Wendy.
-Pero, ¿quién es Urbano?
-Es nuestro Guía, el que nos manda a buscar a muchachos como vos, pero vayámonos de acá antes de que nos encuentren. Por favor vayámonos
Amancay continuaba convulsionada, sus ojos bailoteaban sin detenerse sobre ningún punto fijo. Patricio tomó su mochila y metió tres o cuatro cosas.
-Lo que no tengo es mucho dinero.
-Yo tengo, le robé a Wendy.
Salieron sigilosamente del hotel. El lúgubre paisaje de Constitución se desdibujaba en las tinieblas. Las tenues luces del alumbrado caían muertas sobre el asfalto. En Garay abordaron un taxi solitario. Patricio no comprendía de qué huían. Pero que Amancay estuviera a su lado, desarticulaba cualquier cavilación apocalíptica.
Se bajaron en un hotel alojamiento de Alberdi y Medina, a metros de la autopista. En la habitación, Amancay volvió a abrazarlo, sollozando en su hombro.
-Tranquila linda. Nadie sabe que estamos aquí, nadie te va a hacer daño.
Sus bocas se encontraron en un beso sin preámbulo, sin erotismo, como si sólo comprendiera una unión desesperada ante el horror.
-Te iban a matar Patricio. Habían estudiado muy bien tu caso, nadie iba a reclamarte demasiado en Buenos Aires.
-Pero, ¿por qué a mí? ¿Qué les hice yo?
-Nada, no les hiciste nada. Pero Urbano nos pide pibes de tu edad para el Sacrificio Divino. Él odia a los hombres, a los hombres que lo despreciaron; su espíritu es una mujer infinitamente bella. Él amó a los hombres y ellos lo despreciaron. Por eso tiene que asesinar muchachos. Son ritos sagrados, ritos que van a darle en el futuro el amor de los hombres, eso es lo que más quiere en el mundo. Hasta ahora lo hizo con uno sólo, por lo menos desde que nosotras estamos con él, y está enterrado en el sótano de su casa. Un pibe como vos, que nosotras le entregamos. Wendy y él lo mataron. Se llamaba Silvio.
-¡Qué horrible, Amancay! No te das cuenta que es un homosexual, un psicópata, un...
-Pero te aseguro que todo lo hice como si fuera mi obligación, es mi obliga... (se llevó una mano a la boca, avergonzada). Perdoname, pero estoy muy confundida, era como que no me daba cuenta de lo que hacía. Sólo empecé a sentir algo distinto cuando te vi, una sensación extraña en mi corazón, algo que hasta ese momento yo nunca había sentido y que me asusta, y que me hace acordar cuando era chica. Pero de sólo pensar que te iban a matar, comencé a desesperarme y como ayer me di cuenta de que Wendy empezó a sospechar de mí, anoche les puse un somnífero en la comida y decidí escaparme. Porque ya no me iban a dejar venir más, ya me tenían recelo y seguro que Wendy ya se lo había contado a Urbano. Wendy le cuenta todo a Urbano. Lo hice por vos. Pero tengo miedo, Patricio, tengo mucho miedo. Y aunque no lo creas, a cada momento siento ganas de volver con ellos. Siento que él me está llamando y su voz es irresistible para mí. Urbano dice que sólo debemos escuchar su voz, la única voz de Dios es la suya, las otras voces son las voces del demonio.
Amancay contaba su propia historia como si fuera ajena.
Había nacido en Purmamarca, en la provincia de Jujuy. (Un lugar donde hay árboles plateados, le decía ella, donde hay árboles plateados que brillan cuando los acaricia el sol). Una organización de prostitución infantil se la había arrebatado a sus padres a los diez años. Fue víctima de innumerables abusos, execrables seres se excitarían observando sus fotos, tal vez en ese mismo momento. Urbano la había rescatado de ese infierno.
Se durmieron abrazados y sin quitarse la ropa.
A la mañana siguiente se instalaron en un hotel familiar del barrio de Flores; permanecerían allí hasta decidir los pasos a seguir. Amancay tenía mucho dinero, más de 1000 pesos; esa abultada suma le permitiría sobrevivir algún tiempo.
Los primeros días hicieron una vida normal. Por las mañanas iban a comprar comida, almorzaban y por las tardes salían a caminar por las mansas calles de Flores Norte. Amancay, de forma obsesiva, escuchaba el tema La Isla bonita de Madonna, una canción en inglés con algunas palabras en castellano. Era como una adicción.
Su comportamiento era inestable. Reía, a veces sin motivo, y abruptamente parecía hundirse en recuerdos angustiantes, en abismos sombríos de su alma, de los cuales emergía desorientada e indefensa.
Patricio buscaba desesperadamente rescatarla de esas profundidades. Inventaba chistes, le contaba historias de Tunuyán, no se detenía hasta arrancarle una tenue sonrisa.
Una de esas noches se largaron la deriva. Las calles se extraviaban en misteriosas brumas. Amancay parecía brillar. Miraba a Patricio a los ojos, y en sus pupilas de niña resplandecían incandescentes centellas.
La Avenida Juan B. Justo los condujo viboreante hacia el este.
-¡Qué noche tan hermosa! ¡Qué feliz me siento a tu lado! -Amancay lo miró fascinada, como por primera vez.
Patricio recordó una frase que había leído alguna vez, una frase que siempre llevaba en su mente:
de pronto la ciudad se volvió tan hermosa, que daba ganas de llorar de reír y de llorar otra vez.
Finalmente experimentaba esa dulce congoja. Esa melancolía inexplicable que provoca la felicidad más intensa.
En una esquina encontraron una parrillita, había mesas afuera. Se sentaron bajo el amparo de las ambaradas luces de la avenida.
-Comamos chorizo, sándwich de chorizo –Amancay parecía aún más niña.
-Y tomemos vino tinto.
Los autos se deslizaban por la avenida como cometas bulliciosos, en el interior de la parrillita la gente reía y hablaba. Por momentos los sonidos se acallaban y podía oírse el zumbido de las luces reptando el asfalto. Maravillados escucharon el relato del mozo acerca del arroyo que circulaba bajo la avenida. Brindaron. Cuando Patricio llevó la copa hacia su boca, en el reflejo espejado del vino encontró el resplandor de la noche, las doradas luces de la avenida. Se las bebió de un trago.
Después de cenar, emprendieron el regreso. El alcohol, burbujeándoles la sangre, agudizaba la alegría, la incontenible belleza de ese mundo nocturno y enigmático.
En el hotel durmieron juntos. La joven se acurrucó en sus brazos. Patricio la deseaba con desesperación, pero no quiso forzar su piel tibia, dejando fluir cada instante. Amancay era como una niña.
Amancay era un milagro.
Al otro día improvisaron un picnic en una apacible plaza cercana al hotel. Una iglesia se erigía solitaria en uno de sus vértices. La muchacha fijó sus ojos en las puertas enormes del templo.
-Urbano siempre nos atemoriza con las tres puertas del destino.
-¿Las tres puertas del destino?
-Sí, están a una cuadra de donde nosotras vivimos, en la casa del pasaje Vieyra, sobre la calle 15 de noviembre, viste dónde está el paredón del tren, bueno ahicito nomás. Hay un túnel que va desde la casa hasta allí. Él dice que cuando una de nosotras atraviese el umbral de alguna de esas tres puertas, nuestros destinos cambiarán para siempre. Nosotras le tenemos terror a las puertas del destino.
-Pero Amancay, eso es mentira.
-No, no es mentira -afirmó seria. Rápidamente volvió a sonreírle.- Vos sabés que yo tengo un librito de historias de amor guardado, en secreto. Yo las leía y no podía imaginar esas escenas, pero ahora que estoy con vos, es como si las estuviera viviendo.
Patricio la abrazó. Esa dulce muchacha era más de lo que hubiese soñado tener aun en sus sueños más desenfrenados. Se quedaron en silencio. Una nube atenuó los rayos del sol, opacando los colores vivos de la plaza. Ella lo miró y en sus ojos negros el amor se manifestó en una vertiginosa centella atravesando el firmamento de sus pupilas.
-Te quiero Patricio, yo no soy buena, no soy... Vos tenés que ayudarme..., pero no te asustes, no te asustes de ...

Azulejos blancos

Amancay palideció. Sus ojos se blanquearon y pesadamente se desplomó hacia atrás. Patricio, aterrorizado, buscó reanimarla, pero no reaccionaba. Parecía muerta. La cargó en brazos y buscó un taxi con desesperación. En pocos minutos arribaron a la guardia del Hospital Álvarez. Entre gritos dos médicos la llevaron a una sala para intentar reanimarla. Patricio estaba fuera de sí. El pánico paralizaba su sangre. Nadie le comunicaba nada, la gente en la guardia no tenía rostro, el blanco de las paredes agobiaba sus ojos. Finalmente, tras de una larga y angustiosa espera, un médico salió en su búsqueda.
-¿Vos acompañabas a la chica? ¿a la morochita?
-Sí –dijo Patricio presintiendo lo peor. Lo que de ninguna manera podría soportar.
-Mirá, tu amiga está muy delicada. Después de muchos esfuerzos logramos reanimarla. Prácticamente estuvo muerta. Es muy extraño. Si bien ahora está estable, no recupera el conocimiento. La vamos a pasar a terapia, por precaución. Tendríamos que avisar a los familiares. ¿Vos tenés forma?.
-No, ella es de Jujuy, vive sola en Buenos Aires.
-Bueno..., ya vamos a ver.
El médico se alejó. Las horas pasaban y nada se sabía sobre Amancay. Sus ojos se nublaban, y a pesar de sus denodados esfuerzos por no caer en las garras del sueño, finalmente se quedó dormido en uno de los largos asientos bancos del pasillo.
Sintió voces lejanas. Abrió los ojos y encontró el rostro del médico con el que había hablado por la tarde.
-Hey muchacho, no viste a tu amiga, no la viste salir.
-No, no la vi. ¿Pero qué pasó?
-Se escapó. Hasta hace una hora estaba inconsciente, pero se escapó y nadie vio nada. Todo esto es un gran misterio.
Patricio experimentó un fulminante escozor. El médico le indicó a una enfermera que llamara a la policía. Allí fue cuando él también decidió huir. En un momento de distracción se escapó. Corriendo llegó hasta el hotel. Pero Amancay no estaba, y tampoco había indicios de que hubiese pasado por allí. Echó mano al dinero del cajón de la mesa de luz y retornó a la calle.

El rumbo

Caminó como si fuera lo único que supiera hacer. El vértigo de sus pensamientos le impedía detenerse. Se desplomó sobre el fantasma de Amancay pasando delante de él mientras dormía. Era un pensamiento tortuoso. ¿Qué hubo de pensar al abandonarlo allí? ¿Qué goce perverso le debió haber provocado observarlo tan indefenso en aquel sórdido hospital? Se consolaba, y era como el horror dentro del horror, imaginando que Urbano y las otras chicas hubieran ejercido sobre ella un tenebroso llamado mental, doblegando absolutamente su débil voluntad.
Las desoladas calles de Flores lo extraviaban en un laberinto de espejos en el que las sombras parecían multiplicarse infinitamente. Al cabo de unas cuadras se topó con una avenida solitaria, en un letrero leyó su nombre: Directorio. Como si fuera un sendero luminoso, se dejó guiar por el destino incierto de sus luces.
Avanzaba. La noche le invadía los ojos, la ciudad era una realidad indefinida. Detrás de cada una de esas ventanas, imaginaba almas neblinosas recorriendo habitaciones profundas. Almas en vigilia, televisores tiñendo sombras en el espacio.
Las luces parecían reunirse a lo lejos, un punto donde el resplandor calcinaba el cielo.
Un destino de la noche.
Amancay y su ausencia se convertían en el temido infierno, que reavivaba sus brasas en el continuo recuerdo, ese mecanismo simple y perverso de la evocación, invisible punzón que talla sobre las heridas en carne viva. Ese lugar cercano e inalcanzable.
Las luces engañosas nunca se juntaban, y siempre había más ciudad por delante.
Una ciudad tal vez sea sólo eso: una interminable sucesión de espejismos.

Las puertas del destino

La Avenida Entre Ríos detuvo sus cavilaciones. Eran lugares conocidos. Mecánicamente desvió su rumbo hacia el sur. Su vehemente marcha lo empujó hasta la esquina de 15 de noviembre de 1889 y el pasaje Vieyra.
Entre las sombras tomaron forma los contornos de la casa del cartel con la leyenda Pajarito, tal cual Amancay se la había descrito. Allí se detuvo. La proximidad la volvió aún más lúgubre y abandonada. Buscó la entrada sobre la calle 15 de noviembre. Con decisión empujó una maciza y oxidada puerta de metal, la cual cedió fácilmente. Avanzó como un ciego en la profunda oscuridad. Presentía la presencia de Amancay.
Repentinamente se encendieron las luces y ante sus ojos dilatados por la fuerte claridad apareció la espectral imagen de Wendy. Un escalofrío recorrió su cuerpo. Wendy se echó a reír aparatosamente. Una voz caricaturesca se sobrepuso a la risotada de la joven y se afirmó en su abrupto silencio.
-Solito te metiste en la boca del lobo, ratoncito.
Era un hombre vestido con ropas de mujer, en su mano portaba un revólver. Lo apuntaba.
-Así que el galancito quería robarme a la dulce Amancay.
Patricio observó la aparición de Amancay y de Mariel. Los ojos de Amancay parecían muertos. El brillo evaporado de sus retinas, era aún más aterrador que el revólver que lo apuntaba. No pudo contener sus palabras.
-¿Por qué Amancay? ¿Por qué?
-Porque ella es mía. Ella es sólo de Urbano.
El hombre la abrazó con fuerza y ella le sonrió con un empalagoso rictus de agradecimiento.
Esa imagen absurda lo inmunizó del miedo, un cuchillazo feroz que atravesaba su corazón. Ya nada tenía sentido. Empujó al hombre, que cayó aparatosamente en el piso, lanzando histéricos quejidos. Tomó a Amancay del brazo y salió corriendo hacia un cuarto contiguo. Se dio cuenta de que se estaba encerrando. Cerró la puerta, y echó el pasador.
-Por favor Amancay, ayudame, tenemos que escapar de este lugar.
Al otro lado, inmediatamente dio comienzo un brutal y tenebroso golpetear. La desesperación le llevó a buscar con vehemencia una salida. Milagrosamente la encontró: una pequeñísima puerta, como para un enano. La abrió, pese a los gritos de resistencia de Amancay, y se internaron en un oscuro pasillo que descendía abruptamente hacia las entrañas de la tierra.
-No Patricio, este pasillo va hacia las tres puertas del destino, no por favor, dejame acá, no quiero ir, no me lleves.
-Pero Amancay, tenemos que escaparnos, me van a matar, no te das cuenta que ese hijo de mil putas me va a matar. ¡No te importa que me maten!
Inesperadamente, la mano de Amancay se aferró a la de él. En ese pequeño roce de su piel toda esa pesadilla encontraba un sentido, activando en su sangre un motor potentísimo, que lo volvía inmune al temor.
Debía encontrar la salida. Estrechó con fuerza la mano de Amancay y avanzó abriéndose paso en las tinieblas.
El túnel describió una pronunciada subida y se abortó en una pequeña puertecita, idéntica a la de ingreso. Al transponerla ingresaron en una extraña y resplandeciente sala. Las paredes eran de un purísimo color blanco, en las que se engarzaban tres puertas de disímiles tamaños. A la derecha una color ocre, angosta y no muy alta; en el medio una de la misma altura, pero más ancha de color gris-verdoso y sobre la izquierda una puerta verde, altísima y delgada, de dos hojas. Al costado derecho de cada una pendía una llave dorada y reluciente. Deben ser las tres puertas del destino, pensó Patricio. Amancay se había desmayado; la cargó en sus brazos. Desde el túnel emergían murmullos.
Salió de su indecisión y tomó la llave de la puerta del medio, por la que le resultaría más fácil salir con Amancay en brazos. La insertó en la cerradura y manoteó desesperado el picaporte de metal. Éste emitió un crujido y la puerta se abrió.
Un colectivo se cruzó ante sus ojos como un rayo. Cerró la puerta. Habían salido a sólo una cuadra de la entrada de la casa del pasaje.
Amancay abrió los ojos y se incorporó. Patricio detuvo un taxi y lo abordaron rápidamente. El auto arrancó. A través del vidrio pudo comprobar que las tres puertas continuaban cerradas. En apariencia se habían dado por vencidos.
Le indicó al taxista que los lleve hasta la terminal de ómnibus de Retiro.

Remota Amancay

El incoloro sol de la mañana le dañaba los ojos. Amancay seguía semiinconsciente, pero tenerla a su lado era todo lo que le importaba. Al cabo de unos minutos, la radiante luminosidad solar la despertó.
-¿Adónde estamos?
El taxista observó por el espejo retrovisor con curiosidad, pero permaneció en silencio.
-Vamos para Retiro, (y al oído le susurró), nos escapamos de todo ese infierno.
La joven se acurrucó bajo su brazo. Patricio sintió que la felicidad era la esencia maravillosa que animaba esa mañana.
En la terminal Amancay continuaba ausente. Si bien caminaba junto a Patricio, permanecía aún inmersa en un profundo estado de inconciencia. Sacó dos pasajes a Tunuyán. El micro de Expreso Uspallata partía en una hora. Se sentaron afuera, en el sector de plataformas.
La Ciudad de Buenos Aires recortaba el cielo como una maqueta absurda y desproporcionada. Como si fuera el juguete de un ser gigantesco y travieso, que se divertía observando a sus pequeñas criaturas caminar por ella, esperando aburrirse para aplastarlas.
Buscaba entre la gente a Urbano y a las otras chicas. Pero no aparecían. Amancay volvió a adormecerse. Trabajosamente la subió al micro ante las miradas curiosas de los otros pasajeros.
Durante el viaje, los dolores de cabeza la agobiaron. Su frente se empapaba de sudor, se quejaba de una insoportable puntada en su sien. Hasta que abruptamente abrió sus ojos, una fulminante descarga ardió sus retinas. Sus facciones se suavizaron, como si la insoportable jaqueca hubiera desaparecido.
Desde ese instante, comenzó lo que los médicos nunca pudieron explicar, pero que llamaron daño cerebral irreversible. Desde ese instante, Patricio nunca volvió a separarse de Amancay. De su remota y amada Amancay.
Para siempre, jamás.

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