domingo, 11 de noviembre de 2007

El Otro Lado

No quiero que tengas una forma, que seas
precisamente lo que viene detrás de tu
mano,

Poema,
Julio Cortázar






Ignacio, al escuchar la voz del hombre, corrió levemente la persiana americana e intentó observar la escena en el departamento de enfrente, al otro lado del pulmón. Desde su ubicación, lo único que alcanzó a ver fue la mano de una mujer aferrada a una plancha. La deslizaba una y otra vez obsesivamente sobre un pantalón de jean azul. La voz del hombre no se detenía ni un segundo. Como las otras veces que lo había oído, le recriminaba con furia, mientras ella continuaba planchando con indiferencia. Pero la distancia entre su ventana y la del otro departamento, si bien no era demasiada, le impedía entender los reclamos del hombre. Sin embargo, su tono iba in crecendo. En un momento determinado pudo contemplar el rostro de la mujer. Su pelo era castaño oscuro y tendría unos treinta y cinco años. Ella observó vagamente por la ventana y retomó su actividad. Unos segundos después el hombre apareció también en escena. Estaba en calzoncillos y aparentaba más edad que ella, unos diez años más, tal vez. Su voz quejosa se detuvo y se asomó a la ventana mirando hacia abajo. Ignacio, temeroso de que ser sorprendido espiando, quitó con delicadeza su dedo de la persiana.
Pero había percibido nítidamente su rostro. Tenía la cara chata y pelo peinado hacia atrás con algunas incipientes entradas. Le resultó muy parecido al Profesor Tabárez, el uruguayo que había sido técnico de Boca Juniors. Pese a haberlo observado fugazmente, el parecido le resultó notable.
Había alquilado ese departamento de Versalles un mes atrás. Pero sólo desde hacía una semana había empezado a escuchar esa voz en queja permanente.
Con el paso de los días la escena comenzó a repetirse todas las tardes minutos después de las cinco. Ella siempre planchando mientras el Uruguayo protestaba sin empacho. Esporádicamente, ella le respondía, con frases cortas, desganadas. Su voz era opaca y frágil. Ignacio trataba de ignorarlos, pero la compulsión de espiarlos lo ganaba. Aquella visión fugaz de la mujer le había causado una agradable sensación y el deseo de volver a contemplar su rostro lo empujaba mecánicamente hacia la ventana. Mientras los espiaba pensaba que ella era una mujer que todavía estaba “muy bien” para tener que soportar semejante catarata de recriminaciones. Desperdiciando horas de pasión escuchándolo refunfuñar sin retorno. Sin embargo, parecía soportarlo con estoicismo.
Una tarde se la cruzó en el pasillo. Ella se detuvo un segundo y lo miró. Fue un instante, pero la intensidad de su mirada pareció prolongarlo indefinidamente en el tiempo. Cuando bajó sus ojos, esa intensidad devino en una sonrisa de saludo. Ignacio le devolvió la mueca y ella reinstaló la sonrisa en su boca, pero esta vez con una fugaz complicidad. En un primer momento pensó que tal vez ella se hubiese dado cuenta que él la espiaba, pero inmediatamente se tranquilizó, concluyendo que si estuviera molesta, la mirada hubiera tenido otro tizne.
Al día siguiente tocaron el timbre de su departamento. Observó por la mirilla y al otro lado de la puerta estaba la imagen de ella, desformada por el lente del visor.
Se arregló un poco el cabello y abrió.
-¿Hola, cómo te va? Yo soy tu vecina del departamento de acá al lado, del 4d. Sabés que como a veces te escucho que ponés música quería saber si entendés algo de equipos, porque no me está funcionando bien el mío.
Ignacio le sonrió. Cara a cara sus facciones le parecieron mucho más atractivas.
-Sí, algo entiendo, pero bueno, habría que ver, no sé cuál será el problema.
Las voces se amplificaban en la resonancia del pasillo. Parecían extrañas.
-Se escucha mal, no sé, yo no entiendo nada. ¿No me lo podrías mirar?
-Sí. Esperá que apago la pava que puse en el fuego.
Ella lo esperó en el umbral de la puerta. Ignacio volvió a sonreírle. Cerró la puerta y juntos recorrieron el pasillo hasta la puerta del 4to. D. En el trayecto, dijo llamarse Karina y él le dijo su nombre. Karina abrió la puerta de su departamento y lo invitó a pasar, y una vez dentro, le indicó el lugar donde se hallaba el equipo de música.
-Acá está, no sé, suena mal, como si los cantantes estuvieran desganados -dijo con gracia.
Mientras se agachaba para ver el equipo, el perfume de Karina invadió el aire. Trató de concentrarse en el equipo musical.
-Pude ser que esté sonando en mono.
Ella, que permanecía de pie, lo miró sin entender.
-Es decir que no suena en estéreo -reafirmó Ignacio con una sonrisa.
-¿Y eso cómo se arregla?
-¿No tenés un compact de los Beatles?
-Sí, tengo Rubber Soul.
-Sí ése, con ése te lo pruebo.
Karina le alcanzó el compact. Ignacio lo introdujo en la compactera e inmediatamente emergió la voz de un remoto Paul mcCartney cantando Drive my car.
-Sí, no está sonando en estéreo, eso es lo que pasa. A ver, dejame ver los cables que salen a los baffles.
Ignacio los colocó correctamente y John Lennon se largó a cantar Nowhere man de forma nítida y cristalina.
-¡Qué bueno, ahora suena bien!
-Estaban mal puestos los cables.
-Gracias Ignacio. ¿Ignacio era, no? Esto lo colocó el imbécil de mi pareja. Yo no sé para qué mete mano si no tiene la más mínima idea.
Ignacio, al escucharla hablar de tan mala manera del Uruguayo, disfrutó en silencio. Definitivamente era muy atractiva para tener que aguantar semejante tortura de protestas y reclamos.
Karina lo acompaño hasta la puerta, agradeciéndole una y otra vez, e inesperadamente cuando se despidieron le dio un beso en la mejilla.
Un cruce eléctrico de pupilas magnetizó el aire.
Ignacio atravesó el pasillo aturdido por el roce de sus labios sobre su rostro. Toda la tarde permaneció hundido en el fantasma de su imagen, mientras escuchaba a lo lejos un disco de Serrat que comenzó a oírse al concluir el de los Beatles. Un par de horas más tarde llegó el Uruguayo y el encanto se quebró en mil pedazos con el insoportable concierto de recriminaciones.
Durante esa semana Ignacio comenzó a desear encontrársela en el pasillo, pero no tuvo suerte. Muchas veces salía sin motivo de su departamento con el afán de que Karina apareciera por la escalera. Se dio cuenta que pensaba en ella obsesivamente y por más que deseara olvidarla, al escuchar su voz desdibujada desde el otro departamento, todo intento de olvidarla se derrumbaba.
Unos días después tomó vacaciones en su trabajo.
La primer mañana de ocio, mientras desayunaba, golpearon la puerta. Observó por la mirilla y al otro lado otra vez estaba Karina. Le abrió con ansiedad. Ella lo miró penetrante y le preguntó si podía pasar. Ignacio afirmó y la mujer entró sin dejar de mirarlo a los ojos. Cuando Ignacio cerró la puerta, Karina lo abrazó y le dio sin rodeos un beso profundo. La estrechó con fuerza. Un largo rato estuvieron besándose y manoseándose con desesperación. La fue empujando hacia la habitación y sin mediar palabra hicieron el amor apasionadamente. Cada vez que Ignacio atinaba a pronunciar alguna palabra, ella le ponía el dedo en la boca, acallando su voz.
Así sucedió durante todas las mañanas de esa semana en que estuvo de vacaciones. Ignacio vivía esperando ese momento de éxtasis. Ella comenzó a contarle que no soportaba más a Mario, ése era el nombre del Uruguayo. Que lo había conocido hacía sólo un par de meses, pero que él la maltrataba psicológicamente y que ella no resistía más su presencia.
Cuando Ignacio se reincorporó a su trabajo y retornaba a las tres de la tarde, ella se venía con él y varias veces hicieron el amor aún con el Uruguayo en el departamento de enfrente. Esa perversidad parecía potenciar su gozo. Cuando lo escuchaba entrar, detenía abruptamente la relación, se acurrucaba a un lado de la ventana mirando hacia el otro lado y al cabo de unos minutos retornaba a la cama poseída por un deseo turbulento.
A Ignacio ese comportamiento de ella lo inquietaba. No sólo por la posibilidad de ser descubiertos por el Uruguayo, sino porque sentía que amaba a Karina, y esa perversión descomponía sus incipientes sentimientos. Cuando ella retornaba al departamento de enfrente, los celos lo trasladaban al mismísimo infierno.
Una noche después de una fuerte discusión, escuchó un violento portazo que sacudió los vidrios de su departamento. En el silencio que precedió a ese estruendo, el llanto de Karina se volvió nítido. Desesperado se asomó a la ventana y la llamó, y ella le hizo un gesto para que fuera hasta allí.
Rápidamente recorrió el pasillo hasta el 4to. D y tocó el timbre. Karina no paraba de llorar. En el departamento, objetos tirados por el piso, hablaban de una lucha feroz. Ella aún sollozando dijo de manera tenue.
-Se fue, gracias a Dios se fue, Ignacio, mi amor, se fue, no va a volver jamás.
-¿Vos estás bien? Me asusté, escuché tantos gritos, que me asusté. Tenía miedo que te pegara.
-Lo intentó el muy hijo de puta, pero ya no va a volver nunca más. Si vuelve lo mato, te juro que lo mato -los ojos se le envilecían-. Lo mato de cuatro tiros.
-Bueno tranquilizate, ya pasó.
-Sí, ya pasó, gracias a Dios que estás vos Ignacio. Quiero que te quedes acá conmigo.
-No te preocupes, no me voy a ir.
-Pero quiero que te vengas a vivir acá conmigo. Mañana hablás con la dueña en la planta baja y anulás tu contrato. Yo la conozco, no te va a hacer historia, vas a ver.
-Pero ¿estás segura Karina?
-Sí, quiero vivir con vos.

Ignacio a los pocos días se mudó definitivamente con ella. Karina se encargó de cancelarle el contrato de alquiler y con el paso de los días, la vida a su lado se tornó idílica. Contaba las horas para volver del trabajo y estar con ella, cada día estaba más enamorado. Ella le devolvía con creces la pasión y nada parecía turbar la felicidad que juntos animaban.
Sin embargo, cuando se alquiló el departamento de enfrente, el que había ocupado Ignacio, la actitud de Karina lentamente comenzó a cambiar. Se volvió distante, nerviosa, como si una turbación la desestabilizara. Un joven había alquilado el departamento de enfrente y eso a Ignacio le producía un malestar inocultable. Las actitudes perversas que ella había practicado con el Uruguayo se reavivaban en sus pensamientos. No veía la hora de volver del trabajo para estar con ella, pero ella ya no quería hacer el amor y cuando después de mucho insistirle, Karina finalmente accedía, su frialdad era insoportable. Ignacio comenzó a reclamarle con insistencia por su actitud ausente, pero ella parecía perdida, y mientras él le hablaba enardecido, se dedicaba a planchar ropa, la planchaba una y mil veces, muchas prendas quedaban prácticamente arruinadas de tantas pasadas. Pero a ella parecía no importarle. Ignacio recordaba cuando los espiaba y ella hacía lo mismo mientras el Uruguayo le recriminaba sin detenerse. Ahora era él el que recriminaba su falta de interés.
Sus celos se le volvieron incontrolables. Muchas tardes volvía del trabajo y la encontraba en ropa interior sensual, pero cuando él intentaba abrazarla, ella lo evitaba.
-¿Qué carajo te pasa?
-No me hablés así.
-Te hablo como te tengo que hablar, es como si yo no existiera para vos. Para qué te ponés esa ropa si no me dejas ni tocarte.
-¡Qué..., no puedo ponerme esta ropa, qué está prohibido acaso ponerme esta ropa!
-Vamos Karina...
-¿Vamos qué…?
-¿Ya estás caliente con el pendejo de enfrente?
Ella lo escrutó furiosa, pero no le contestó.
-No contestás porque tengo razón.
-Vos sos un boludo. Mirá..., si querés irte nadie te frena.
-Pero, ¿qué te pasa?, ¿no me querés mas?, ¿qué mierda te pasa?
-Ignacio, vos estás muy violento, yo no quiero hablar en este nivel de violencia.
-Pero si me ignorás.
Ella volvía a hundirse en un irritante silencio.
Con el paso de los días la relación fue empeorando. Muchas veces, Ignacio regresaba de trabajar y Karina no estaba. Hipnóticamente se quedaba mirando hacia la ventana del cuarto del departamento de enfrente. Tenía la certeza que ella estaba allí, revolcándose como una prostituta, seduciendo a ese pendejo como lo había hecho con él.
Una tarde cuando entraba al edificio, la dueña lo detuvo abruptamente.
-Señor, señor, sus cosas están aquí, la señora Karina las bajó esta mañana. Me dijo que por favor se fuera, que si no va a llamar a la policía.
-¿Pero qué locura es ésta? Disculpeme pero yo vivo aquí.
-Discúlpeme usted señor, pero si no se va ahora mismo yo misma voy a llamar a la policía, le recuerdo que esta es mi propiedad y usted no tiene ningún contrato de alquiler en este edificio -la dueña lucía un gesto duro e inmutable.
-¿Usted no me puede hacer esto?
-Señor, si quiere le presto el teléfono, llama a un flete y se lleva todo.
Con bronca e impotencia Ignacio se llevó las cosas. Pero esa misma tarde comenzó a merodear el edificio tratando de cruzarse a Karina. Su corazón a la deriva. La crueldad de Karina había sido despiadada.
Durante varios días esperó en vano, escondido detrás de los árboles y los autos. Finalmente una tarde la vio salir del edificio. Sigilosamente la siguió y en una esquina solitaria la abordó.
-Karina, ¿no te parece que tenés cosas que explicarme?
-Dejame en paz.
-¿Pero qué fue lo que te hice?, yo te amo Karina, ¿no te das cuenta que te amo? ¿Por qué sos tan cruel conmigo?
-Dejame en paz, ¿querés?
-Pero explicame qué te hice.
-¿Qué me hiciste?, ¿querés saber que me hiciste? –por un instante pareció extraviarse en sí misma, pero resurgió-. Te fuiste, te fuiste. Si me amaras, si realmente me amaras, nunca te hubieras ido, nunca..., y no se puede volver, no se puede.
-Pero... –dijo Ignacio extrañado. Sin embargo rápidamente entendió a lo que se refería- Pero vos me lo pediste, Karina.
-Si me hubieras amado, nunca lo hubieras hecho, nunca -hizo una pausa y reafirmó- Nunca entendiste nada idiota.
Lo miró con un odio inolvidable. Ignacio, vencido, la dejó partir. Estaba loca, irremediablemente loca y la amaba con locura.
Pero ya estaba del otro lado.

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