domingo, 3 de diciembre de 2023

Fuera de línea

 

                                                          Un cuento de Daniel Delfino


Fuera de línea (Audiolibro)

música (audiolibro) Daniel Delfino


Fuera de línea

 

Me duele el último mensaje, el último en el chat de Whatsapp con Romi. Lo escribí yo. No quiero borrarlo. No puedo borrarlo. No puedo pensar más en Romi y prendo la tele.

     En la pantalla de la tele, una rusa muerta posa con un pulóver de lana blanco. Se aferra a una baranda y empieza a sonreír en el preciso instante en que la foto congela su imagen para siempre. Tras ella, una enredadera de trompetas de guerra naranja chillón enmarca su figura irresistible. Esa imagen, en una sucesión de fotos que se repiten en loop, reaparece una y otra vez mientras el periodista relata nuevamente la tragedia: la joven nacida en Rusia había resbalado en una fiesta de un importante hotel de Puerto Madero. Un golpe en la cabeza contra un escalón le había provocado la muerte. Una muerte absurda, repite el periodista que no puede dejar de hablar de la belleza de la rusa trágicamente muerta.

     A mí también me resulta insoportable que su belleza ya no tenga vida.

     No puedo asociar su imagen con la muerte. Es vida en estado puro, vida en estado salvaje. Miro las fotografías una y otra vez en la pantalla, imagino que en alguna morgue gris y mal iluminada, ese mismo cuerpo yace inerte y fantasmal.

     En una de las fotos, la boca permanece entreabierta, a un instante de iniciar una sonrisa; en la otra está pegándole a una bolsa de boxeo, con un shorcito superajustado y una musculosa diminuta en la que ondulan los colores de la bandera rusa entre sus pechos. La piel suave y tirante se ajusta a la perfección a su cuerpo como las sábanas finas de los hoteles caros. En ambas fotos, su rostro me resulta insoslayable, el verde abismal de los ojos, todo en ella despide una sensualidad perturbadora.

     En las otras fotos, está tanto o más atractiva, pero su figura no alcanza a impactarme como en esas dos imágenes. Tal vez por los colores contrastados hasta el paroxismo. En esa fiesta exclusiva a la que había concurrido, ella era una belleza para el deleite de pocos, de los afortunados hombres que transitan esos espacios. Ahora es de todos los que miramos la televisión; muerta, pero de todos.

     Las chicas muertas son de todos y son de nadie. Del periodista también, que continúa hablando de ella, la llama Sveta y un apellido impronunciable que evita valiéndose una y otra vez del apelativo la hermosa joven rusa. Nos cuenta que era oriunda de un pueblito llamado Verjoyasnk, en la Siberia Nororiental, que no era como otras rusas que son de Ucrania, que era master en relaciones internacionales y que apenas tenía veinticinco años.

     Apago la tele. Abro el placard, lo primero que encuentro son las Nike rosas de Romi. Me pongo mis zapatillas y salgo a la calle. Pienso en ir a tomar aire al Parque Domínico, pero tengo ganas de fumar. Hace más de diez años que dejé de fumar. Camino dos cuadras hacia el quiosco. ¿Qué marca voy a pedir? Cuando fumaba, fumaba Parliament, a pesar de la leyenda de que provocaban ceguera. ¿Existirán todavía? No tengo idea ya sobre esas cosas. Ese mundo de las marcas de cigarrillos es un mundo que abandoné, un mundo dentro de otro mundo, de ese gran mundo que la rusa abandonó al rodar por las escaleras.

     Pero yo sigo en este mundo. El quiosco está abierto pero adentro no parece haber nadie. En la puerta hay un colectivo azul de la línea 3-43 con el motor encendido, sin chofer ni pasajeros. Qué raro ver por el barrio un colectivo de esa línea que va de Liniers a Tigre. Debe estar fuera de línea.

     Entro en el quiosco y espero. Nadie viene a atenderme. Estiro el brazo y alcanzo un paquete de Parliament. El atado es muy similar a cuando los fumaba. Un poco más azul, antes predominaba el blanco.

     Salgo del quiosco. El colectivo continúa con el motor en marcha. Siempre soñé con manejar un colectivo. Cuando era chico vivía obsesionado con los colectivos. Solo quería que me regalaran colectivos de juguete. Con Diego, mi amigo de la infancia, soñábamos con ser colectiveros. Nos sentábamos en Mitre y mirábamos pasar los colectivos mientras hablábamos de miles de cosas. El olor del gas oíl quemado, el rostro de los choferes y de los pasajeros con los que nos mirábamos un segundo efímero. Diego decía que el gas oil eran dinosaurios y se reía. ¿Dónde estará ahora toda esa gente? Los colectivos de todas las líneas pasaban cada tantos minutos, como cometas. El vislumbre de que algunas cosas funcionaban dentro de un orden, de una órbita.

     Miro una y otra vez para ver si aparece el colectivero o el dueño del quiosco. Es raro, es como si se hubieran escondido, o escapado, dejando todo abierto y encendido. El tiempo pasa y no aparece nadie, ni clientes ni gente caminando por la calle. Me subo al 3-43. Es un coche nuevo, flamante, huele a plástico crudo. Desde las ventanillas polarizadas el mundo afuera parece otro. Miro hacia el fondo, pero el volante nacarado me tienta y me siento en la butaca del chofer.

     El volante es sólido, lo tomo con las dos manos. Siento el cuerpo suspendido en la comodidad del asiento. Es automático, lo único que debo hacer es acelerar. Acelero apenas y el colectivo se desliza unos metros. Levanto el pie. Por el parabrisas observo el quiosco que ahora está más solitario que antes. Vuelvo a pisar el acelerador y el quiosco va quedando atrás, ahora lo veo por el espejo. Tomo conciencia del tamaño del colectivo y del ancho de las calles. Todo va bien. Piso más fuerte el acelerador y me empiezo a desplazar por el barrio.    

     Avanzo y avanzo por Centenario Uruguayo. El motor es mudo. Aunque parezca apagado, anda. El chofer habrá hecho la denuncia y la policía debe estar buscando este colectivo. En un hueco lo estaciono y me bajo. No sé cómo llegué a avenida Eva Perón. A unas cuadras encuentro un bar y entro. Pido una cerveza. En un televisor encendido pasan las imágenes de la rusa muerta.

     Ahora dicen que alguien podría haberla empujado. Es otro canal, otro periodista, todavía más excesivo al referirse a su belleza. Cada vez que pasan las fotos de las trompetas o de la boxeadora, la rusa se embellece un poco más. Es armónica, los ojos penetrantes enverdecen el aire del bar. Un puñado de hombres solitarios miran el televisor, embobados con su imagen.

     Pago la cerveza que ni probé y salgo. Camino un par de cuadras y me acuerdo del colectivo. Lo voy a buscar. Ahí está, esperándome como un perro fiel. Me vuelvo a subir y lo arranco.

     No tengo ni idea hacia dónde ir pero necesito moverme. Imagino un recorrido. Mi terminal tiene que ser en Parque Patricios, en el Garrahan, sobre Pichincha cruzando Brasil. Visualizo el lugar bajo la arboleda de Pichincha. Por algún motivo la imagen de esa cuadra está fijada en mi mente. Al cabo de unas vueltas doy con la estación Lanús, y me largo por Pavón hacia Capital. Imagino gente que sube, el colectivo que se va llenando. El volante me es absolutamente obediente, fiel, me brinda un dominio absoluto de todo. La gente sentada, parada, bajando, subiendo, hablan, tosen, transpiran, discuten. La ciudad se abre a mi paso: la penetro sin obstáculos como si estuviera muerta.

      Al llegar a Pichincha estaciono en la terminal del recorrido. Saco la llave, trabo la puerta manualmente y camino por Brasil hacia Constitución. Ya no necesito el colectivo. Me tomo el 148. ¿La carne de vaca se pudrirá antes que la carne humana? Disfrutamos naturalmente de un asado de carne muerta; de la misma manera que alguien, en la morgue donde habrán depositado a la rusa, podría estar disfrutando también de su cuerpo como se disfruta de un asado. Tengo tendencia a engordar y muchas veces, cuando me sometía a dietas muy estrictas, trataba de compensar la abstinencia cogiendo con Romi. Pero después, el hambre retornaba con mayor voracidad.

     La piel de Romi cambiaba de olor cuando cogíamos muchas veces seguidas.

     Los empleados de la morgue se estarán turnando para disfrutar de su cuerpo todavía irresistible.

     ¿Qué olor debe tener su piel ahora?

     Domínico. En el quiosco de los Parliament ahora hay un quiosquero. Entro y le explico la situación. Intento pagarle pese a que le devuelvo el atado que nunca saqué del bolsillo. Le pido disculpas por haberlo tomado, pero no me acepta el dinero. Me cuenta que lo peor fue que se habían robado un 3-43 de un chofer que se descompuso, y que tuvo que llevarlo de emergencia al hospital. Pongo cara de compungido y le digo que muchas veces los colectivos robados aparecen por Parque Patricios. Me mira extrañado. Le sonrío y agrego: los colectivos robados se van siempre a Parque Patricios, hay un imán que atrae hacia Parque Patricios a los colectivos robados.

     El quiosquero me mira sin entender y me voy. Camino hacia mi departamento. Se hizo de noche. La temperatura bajó bastante y corre un viento raro. Entro, prendo la compu y me pongo a buscar fotos de la Rusa en Google. Me bajo la del fondo de trompetas y la de la boxeadora. Se están descargando. En el momento de posar para esas fotos todavía no había sido deseada ni por los viejos del bar ni por los enfermos de la morgue. Ese hallazgo le agrega valor a las fotos, como si atesoraran alguna virginidad en sí mismas.

     No tengo hambre. Me doy cuenta de que me había olvidado el celular. Hay varios mensajes, de todo el mundo, pero bajo y bajo hasta el chat con Romi.

     No creo que vuelvan a interesarme los colectivos. A la rusa tal vez ya la estén velando o todavía se la sigan cogiendo en la morgue. Nunca me animé a entrar en una morgue.

     Saco la llave de la puerta y en el bolsillo encuentro las del colectivo. Tienen un escudo de Platense. Las cuelgo en el portallaves. Me acuesto con el placer de haber sido colectivero. Fuera de línea, pero un colectivero al fin, como aquellos que veíamos pasar pensando en cosas que no terminábamos de entender y que hubiera sido mejor que no hubiéramos terminado de entender nunca.

     Algunas veces las imágenes que bajo de Internet se van a carpetas extrañas y se vuelven inhallables, como si Windows se divirtiera escondiéndomelas. Estoy muy cansado, pero me levanto. Compruebo que las fotos de la rusa se hayan guardado en la carpeta descargas.

     El escudo de Platense de las llaves del colectivo brilla en la oscuridad del living. No quiero que estén ahí, que la luz de la calle las alcance. Las agarro y las guardo en el cajón del placard donde escondo algunos dólares que tengo de épocas más prósperas y el celu de Romi, que hace días se quedó sin batería.

 

maracho@gmail.com


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