Un cuento de Daniel Delfino
música (audiolibro) Daniel Delfino
Fuera de
línea
Me duele el
último mensaje, el último en el chat de Whatsapp con Romi. Lo escribí yo. No
quiero borrarlo. No puedo borrarlo. No puedo pensar más en Romi y prendo la
tele.
En la pantalla de la tele, una rusa muerta
posa con un pulóver de lana blanco. Se aferra a una baranda y empieza a sonreír
en el preciso instante en que la foto congela su imagen para siempre. Tras
ella, una enredadera de trompetas de guerra naranja chillón enmarca su figura
irresistible. Esa imagen, en una sucesión de fotos que se repiten en loop,
reaparece una y otra vez mientras el periodista relata nuevamente la tragedia:
la joven nacida en Rusia había resbalado en una fiesta de un importante hotel
de Puerto Madero. Un golpe en la cabeza contra un escalón le había provocado la
muerte. Una muerte absurda, repite el periodista que no puede dejar de hablar
de la belleza de la rusa trágicamente muerta.
A mí también me resulta insoportable que
su belleza ya no tenga vida.
No puedo asociar su imagen con la muerte.
Es vida en estado puro, vida en estado salvaje. Miro las fotografías una y otra
vez en la pantalla, imagino que en alguna morgue gris y mal iluminada, ese
mismo cuerpo yace inerte y fantasmal.
En una de las fotos, la boca permanece
entreabierta, a un instante de iniciar una sonrisa; en la otra está pegándole a
una bolsa de boxeo, con un shorcito superajustado y una musculosa diminuta en
la que ondulan los colores de la bandera rusa entre sus pechos. La piel suave y
tirante se ajusta a la perfección a su cuerpo como las sábanas finas de los
hoteles caros. En ambas fotos, su rostro me resulta insoslayable, el verde
abismal de los ojos, todo en ella despide una sensualidad perturbadora.
En las otras fotos, está tanto o más
atractiva, pero su figura no alcanza a impactarme como en esas dos imágenes.
Tal vez por los colores contrastados hasta el paroxismo. En esa fiesta
exclusiva a la que había concurrido, ella era una belleza para el deleite de pocos,
de los afortunados hombres que transitan esos espacios. Ahora es de todos los
que miramos la televisión; muerta, pero de todos.
Las chicas muertas son de todos y son de
nadie. Del periodista también, que continúa hablando de ella, la llama Sveta y
un apellido impronunciable que evita valiéndose una y otra vez del apelativo la
hermosa joven rusa. Nos cuenta que era oriunda de un pueblito llamado
Verjoyasnk, en la Siberia Nororiental, que no era como otras rusas que son de
Ucrania, que era master en relaciones internacionales y que apenas tenía
veinticinco años.
Apago la tele. Abro el placard, lo primero
que encuentro son las Nike rosas de Romi. Me pongo mis zapatillas y salgo a la
calle. Pienso en ir a tomar aire al Parque Domínico, pero tengo ganas de fumar.
Hace más de diez años que dejé de fumar. Camino dos cuadras hacia el quiosco.
¿Qué marca voy a pedir? Cuando fumaba, fumaba Parliament, a pesar de la leyenda
de que provocaban ceguera. ¿Existirán todavía? No tengo idea ya sobre esas
cosas. Ese mundo de las marcas de cigarrillos es un mundo que abandoné, un
mundo dentro de otro mundo, de ese gran mundo que la rusa abandonó al rodar por
las escaleras.
Pero yo sigo en este mundo. El quiosco
está abierto pero adentro no parece haber nadie. En la puerta hay un colectivo
azul de la línea 3-43 con el motor encendido, sin chofer ni pasajeros. Qué raro
ver por el barrio un colectivo de esa línea que va de Liniers a Tigre. Debe
estar fuera de línea.
Entro en el quiosco y espero. Nadie viene a
atenderme. Estiro el brazo y alcanzo un paquete de Parliament. El atado es muy
similar a cuando los fumaba. Un poco más azul, antes predominaba el blanco.
Salgo del quiosco. El colectivo continúa
con el motor en marcha. Siempre soñé con manejar un colectivo. Cuando era chico
vivía obsesionado con los colectivos. Solo quería que me regalaran colectivos
de juguete. Con Diego, mi amigo de la infancia, soñábamos con ser colectiveros.
Nos sentábamos en Mitre y mirábamos pasar los colectivos mientras hablábamos de
miles de cosas. El olor del gas oíl quemado, el rostro de los choferes y de los
pasajeros con los que nos mirábamos un segundo efímero. Diego decía que el gas
oil eran dinosaurios y se reía. ¿Dónde estará ahora toda esa gente? Los
colectivos de todas las líneas pasaban cada tantos minutos, como cometas. El
vislumbre de que algunas cosas funcionaban dentro de un orden, de una órbita.
Miro una y otra vez para ver si aparece el
colectivero o el dueño del quiosco. Es raro, es como si se hubieran escondido,
o escapado, dejando todo abierto y encendido. El tiempo pasa y no aparece
nadie, ni clientes ni gente caminando por la calle. Me subo al 3-43. Es un
coche nuevo, flamante, huele a plástico crudo. Desde las ventanillas
polarizadas el mundo afuera parece otro. Miro hacia el fondo, pero el volante
nacarado me tienta y me siento en la butaca del chofer.
El volante es sólido, lo tomo con las dos
manos. Siento el cuerpo suspendido en la comodidad del asiento. Es automático,
lo único que debo hacer es acelerar. Acelero apenas y el colectivo se desliza
unos metros. Levanto el pie. Por el parabrisas observo el quiosco que ahora
está más solitario que antes. Vuelvo a pisar el acelerador y el quiosco va
quedando atrás, ahora lo veo por el espejo. Tomo conciencia del tamaño del
colectivo y del ancho de las calles. Todo va bien. Piso más fuerte el
acelerador y me empiezo a desplazar por el barrio.
Avanzo y avanzo por Centenario Uruguayo.
El motor es mudo. Aunque parezca apagado, anda. El chofer habrá hecho la
denuncia y la policía debe estar buscando este colectivo. En un hueco lo
estaciono y me bajo. No sé cómo llegué a avenida Eva Perón. A unas cuadras
encuentro un bar y entro. Pido una cerveza. En un televisor encendido pasan las
imágenes de la rusa muerta.
Ahora dicen que alguien podría haberla
empujado. Es otro canal, otro periodista, todavía más excesivo al referirse a
su belleza. Cada vez que pasan las fotos de las trompetas o de la boxeadora, la
rusa se embellece un poco más. Es armónica, los ojos penetrantes enverdecen el
aire del bar. Un puñado de hombres solitarios miran el televisor, embobados con
su imagen.
Pago la cerveza que ni probé y salgo.
Camino un par de cuadras y me acuerdo del colectivo. Lo voy a buscar. Ahí está,
esperándome como un perro fiel. Me vuelvo a subir y lo arranco.
No tengo ni idea hacia dónde ir pero
necesito moverme. Imagino un recorrido. Mi terminal tiene que ser en Parque
Patricios, en el Garrahan, sobre Pichincha cruzando Brasil. Visualizo el lugar
bajo la arboleda de Pichincha. Por algún motivo la imagen de esa cuadra está
fijada en mi mente. Al cabo de unas vueltas doy con la estación Lanús, y me
largo por Pavón hacia Capital. Imagino gente que sube, el colectivo que se va
llenando. El volante me es absolutamente obediente, fiel, me brinda un dominio
absoluto de todo. La gente sentada, parada, bajando, subiendo, hablan, tosen,
transpiran, discuten. La ciudad se abre a mi paso: la penetro sin obstáculos
como si estuviera muerta.
Al llegar a Pichincha estaciono en la
terminal del recorrido. Saco la llave, trabo la puerta manualmente y camino por
Brasil hacia Constitución. Ya no necesito el colectivo. Me tomo el 148. ¿La
carne de vaca se pudrirá antes que la carne humana? Disfrutamos naturalmente de
un asado de carne muerta; de la misma manera que alguien, en la morgue donde
habrán depositado a la rusa, podría estar disfrutando también de su cuerpo como
se disfruta de un asado. Tengo tendencia a engordar y muchas veces, cuando me
sometía a dietas muy estrictas, trataba de compensar la abstinencia cogiendo
con Romi. Pero después, el hambre retornaba con mayor voracidad.
La piel de Romi cambiaba de olor cuando
cogíamos muchas veces seguidas.
Los empleados de la morgue se estarán turnando
para disfrutar de su cuerpo todavía irresistible.
¿Qué olor debe tener su piel ahora?
Domínico. En el quiosco de los Parliament
ahora hay un quiosquero. Entro y le explico la situación. Intento pagarle pese
a que le devuelvo el atado que nunca saqué del bolsillo. Le pido disculpas por
haberlo tomado, pero no me acepta el dinero. Me cuenta que lo peor fue que se
habían robado un 3-43 de un chofer que se descompuso, y que tuvo que llevarlo
de emergencia al hospital. Pongo cara de compungido y le digo que muchas veces
los colectivos robados aparecen por Parque Patricios. Me mira extrañado. Le
sonrío y agrego: los colectivos robados se van siempre a Parque Patricios, hay
un imán que atrae hacia Parque Patricios a los colectivos robados.
El quiosquero me mira sin entender y me
voy. Camino hacia mi departamento. Se hizo de noche. La temperatura bajó
bastante y corre un viento raro. Entro, prendo la compu y me pongo a buscar
fotos de la Rusa en Google. Me bajo la del fondo de trompetas y la de la
boxeadora. Se están descargando. En el momento de posar para esas fotos todavía
no había sido deseada ni por los viejos del bar ni por los enfermos de la
morgue. Ese hallazgo le agrega valor a las fotos, como si atesoraran alguna
virginidad en sí mismas.
No tengo hambre. Me doy cuenta de que me
había olvidado el celular. Hay varios mensajes, de todo el mundo, pero bajo y
bajo hasta el chat con Romi.
No creo que vuelvan a interesarme los
colectivos. A la rusa tal vez ya la estén velando o todavía se la sigan
cogiendo en la morgue. Nunca me animé a entrar en una morgue.
Saco la llave de la puerta y en el
bolsillo encuentro las del colectivo. Tienen un escudo de Platense. Las cuelgo
en el portallaves. Me acuesto con el placer de haber sido colectivero. Fuera de
línea, pero un colectivero al fin, como aquellos que veíamos pasar pensando en
cosas que no terminábamos de entender y que hubiera sido mejor que no
hubiéramos terminado de entender nunca.
Algunas veces las imágenes que bajo de Internet
se van a carpetas extrañas y se vuelven inhallables, como si Windows se
divirtiera escondiéndomelas. Estoy muy cansado, pero me levanto. Compruebo que
las fotos de la rusa se hayan guardado en la carpeta descargas.
El escudo de Platense de las llaves del
colectivo brilla en la oscuridad del living. No quiero que estén ahí, que la
luz de la calle las alcance. Las agarro y las guardo en el cajón del placard
donde escondo algunos dólares que tengo de épocas más prósperas y el celu de
Romi, que hace días se quedó sin batería.
maracho@gmail.com
No hay comentarios:
Publicar un comentario