Un cuento de Daniel Delfino
Veraneos
Hace más de una hora que doy vueltas por estos caminos de tierra. El auto levanta una polvareda espesa que se mete por las ventanillas cerradas. En cada cruce de caminos me dejo llevar por el impulso, por el azar. Candia en el mail no decía nada de este laberinto de sauces llorones y campos abandonados. Solo me indicó el punto de desvío de la ruta provincial hacia el camping.
Siento
ganas de volver pero a esta altura tampoco sabría cómo. Desde que salimos de
casa, Matías y Ana se durmieron en el asiento de atrás. Mejor, una forma de
evitar los comentarios sarcásticos de Ana. El calor es insoportable; nunca me
gustaron los campings. Por más baratos que sean prefiero los hoteles. Los
traigo para evitar el mal mayor de tenerlos encerrados tantos días en casa.
Bajo del
auto. Me consuelo pensando que son solo un par de días. En el cielo ni una
nube. Una ráfaga de calor me toma la cara. Al bajar los ojos, escondido entre
yuyos, descubro un cartelito oxidado: Camping
Don Saturnino 150 mts.
El lugar
está muy lejos de ser el de las fotos de Internet. Los pastos resecos y el
abandono le dan un aspecto descolorido, como el de una foto vieja y desteñida.
Matías y
Ana se despiertan. Bajan del auto y corren hacia el río. De la casucha de
administración sale el encargado, un hombre alto, panzón, de pelo rubio y
enrulado. Parece alemán. Tiene manchas en la piel y la ropa arrugada. Se mueve
muy despacio, con desgano. Se presenta: es Candia. La voz se le afina en
algunas vocales, como si tuviera un leve acento brasilero o ruso.
Entramos
y me toma los datos en un cuaderno de hojas amarillentas. Arreglo las
condiciones para lo que queda del viernes y el sábado. Toma la plata y sin
contarla la apoya sobre un freezer de los que se abren desde arriba. No pago
más días porque Ana se aburre de todos los lugares.
Nos instalamos bajo unos árboles frente al río. En
realidad, en un recodo en forma de lagunita que invade en semicírculo el
territorio del camping. Armo la carpa lo mejor que puedo. Matías y Ana están
muertos de hambre y se sientan a la mesa redonda de cemento junto a la carpa.
Voy por algo para comer a la casucha, había registrado un olor a comida y un
cartel pegado en la pared: minutas y
bebidas.
Minutas
es una palabra vieja. Solo hay pizza. El mismo Candia la prepara con las manos
sucias, o tan curtidas que nunca podrían limpiarse del todo. Me cuenta que
están esperando lluvia. Habla en plural. Presumo que los que esperan lluvia con
él deben ser los vecinos de la zona, aunque no vi ninguna casa cerca. Todo lo
que vi fue campo y vegetación descontrolada. Tal vez se refiera a los de las
otras carpas.
Vuelvo
con la pizza y se la devoran. Parecen caníbales. Les pregunto si van a jugar al
Dixie, un juego que les regaló
Eugenia. Ana dice que ese juego le aburre, y con la boca llena le pregunta a
Matías si quiere meterse a la lagunita. Le digo que no pueden meterse al agua
porque recién están terminando de comer. Convencido de que ese argumento no va
a conformarla, Ana nunca se conforma con ninguna respuesta, agrego que el dueño
del camping me advirtió que en esa lagunita vive un cocodrilo. Las expresiones
en sus caras se oscurecen. Que se metan en esas aguas tan sucias, que pisen el
fondo barroso, lleno de suciedad, me resulta aún más angustiante que la
posibilidad de un calambre estomacal o de que se los coma un cocodrilo.
El olor
que van a tener después, dentro de la carpa, no se saca con nada.
Los únicos que la armamos en un lugar central
fuimos nosotros. Las otras cuatro carpas, desperdigadas en los bordes del
camping, parecen abandonadas, como si sus ocupantes se hubieran ido o no
quisieran salir de ellas. Con el paso del tiempo, esporádicamente observo algún
hombre tirando yerba en los latones de basura, los de color verde o rondando el
sector de los baños. Solo hombres. Son carpas pequeñas, casi unipersonales.
Nadie se acerca a la lagunita, menos al río. Tal vez en los camalotes realmente
vengan cocodrilos o yacarés desde el norte. Víboras deben venir; no creo que
haya cocodrilos en Sudamérica. Candia tampoco sale de la casucha. Al darle
nuestros nombres, a los de Matías y Ana no les agregué el apellido. Él
simplemente los anotó.
Atardece y nos sentamos a la mesa a cenar unos
sándwiches que preparó la abuela de los chicos. Nos habíamos olvidado de que
estaban en el baúl. Son de peceto y Ana se queja porque quiere de milanesa. La
miro mientras protesta, tiene el cuello largo y el pelo le cae con gracia. Sus
rasgos de niña son también los rasgos de una mujer madura. Protesta pero igual
muerde el sándwich. Tienen un hambre voraz y voy por otra pizza. Otra cosa no
hay. Ni se me ocurrió traer provisiones.
Candia
de lo único que me habla es de los tres meses que no llueve y que cada vez le
cuesta más hacer pozos porque la tierra parece cemento. Me cuenta que entierra
materia orgánica (aclara que es el motivo por el que los tachos tienen dos
colores) para que los árboles y las plantas mantengan el color suave. El
amarillento de las hojas es más bien enfermizo.
Ana está perdida. Odio este juego. Salimos a
buscarla en la oscuridad del camping. Dos focos solitarios intentan iluminar el
predio pero son de un ámbar tan agónico que no alumbran nada. Trato que Matías
y Ana no se alejen de mí. Dentro de las carpas hay resplandores tenues, sombras
alargadas. Parecen iluminarse con velas. Ana dice que le daría terror estar
perdida dentro de cualquiera de esas carpas. Yo también lo pienso. Nos
acercamos a la casucha y Matías le pregunta a Ana en qué lugar está perdida,
que se lo diga, que ya tiene sueño y no tiene más ganas de seguir buscándola.
Yo
tampoco.
—En el fondo de la lagunita del cocodrilo —dice Ana.
Como ya
sabemos dónde está, no vamos a buscarla y nos preparamos para dormir.
Me quedo un largo rato sentado a la mesa de cemento
mientras Matías y Ana se acomodan dentro de la carpa. Se pelean, se ríen. Por
cada venecita de la mesa hay una que falta. Los carozos de aceituna quedaron
atrapados en esas pequeñas grietas. No comí nada, pero no tengo hambre. Por el
río angosto asoma la trompa de una barcaza desplazándose con lentitud. El motor
emite un ruido sordo. Dos tipos apoyados en la baranda me miran. Uno levanta
una mano como si fuera a saludarme pero cuando voy a devolverle el saludo, me
detiene un chasquido detrás de mí. Es Candia que levanta la mano y lo saluda.
En sus labios se dibuja un gesto parecido a una sonrisa. Me ignoran, como si
fuera invisible. El otro tipo tira la colilla de un cigarrillo al río y Candia
le hace un gesto moviendo la mano con los dedos hacia abajo, como imitando la
lluvia caer. La colilla flota unos segundos encendida en el agua hasta que se
apaga al entrar en el perímetro de la lagunita.
El
zumbido del motor se potencia en la oscuridad, como si hubiera cambiado de
marcha. Me doy vuelta otra vez, Candia ya no está. La barcaza sigue camino por
el río.
No sé
qué hacer y me voy a dormir.
Durante toda la noche sueño que me como a Matías y
a Ana. Les arranco los pedazos de carne, a tarascones, con gula, con
desesperación, pero ni ellos ni yo sentimos dolor. Me miran resignados, con
indiferencia. En el mismo sueño pienso que estamos jugando, como juegan los
leones en los documentales de televisión.
Unos rayos potentes perforan la carpa y hacen virar
los colores de la tela. Matías y Ana no están en las bolsas de dormir. Sus
voces se escuchan afuera, gritan y se ríen. Salgo de la carpa. Se están bañando
en la lagunita y juegan arrojándose agua. Se divierten, se olvidaron del
cocodrilo.
A lo
lejos alguien escucha una radio. Es un día luminoso. Ana como siempre lo
convenció a Matías. Los observo en el agua, Ana hace que no me ve.
Camino en diagonal hacia la casucha. En ese
punto el camping se termina contra una ligustrina. Mis zapatillas rebotan en la
tierra dura, puedo sentir los esqueletos de los pastos secos en la planta de
los pies. Al verme llegar, Candia sale. Está mordiendo un sándwich.
Le pega
una mirada al río y me dice:
—Esto no
es lo mismo.
No
entiendo a qué se refiere.
—Yo veraneaba en la costa —agrega—. Antes. Antes... —amaga a decir algo
pero se contiene. Continúa—: Me gustaban las playas solitarias, las playas
entre balnearios. Veraneaba con mi hija Vera. A ella también le gustaban las
playas sin nadie. La gente nos molestaba. Íbamos con el auto y cuando veíamos
una playa solitaria, ahí nomás nos bajábamos y empezábamos a correr por la
arena. Vio, la arena no es como la tierra. Vera no tenía mamá. No era una nena
de hablar, pero cuando nos íbamos de vacaciones se volvía más parlanchina.
Lo miro sin saber qué decirle, sin saber por qué me está contando eso.
Pienso en Eugenia, nunca quiere acompañarme cuando me tocan los chicos. Pone
mil excusas, siempre inverosímiles. Nunca me lo dijo, pero no la soporta a Ana.
No se soportan.
Candia retoma el relato:
—Esa tarde caminamos mucho por la playa y después nos metimos al mar.
¿Vio que el agua del mar al principio es fría? Después la piel se acostumbra.
Uno cree que el agua se calienta pero es la piel de uno la que se acostumbra. A
Vera le encantaba el mar. El mar es más que todo. Es superior.
Le pega un tarascón al sándwich que parece ser de milanesa. Me quedo en
silencio pensando en que la anécdota se termina ahí. No sé qué hacer. Empieza a
hablar de nuevo:
—Y de repente, sentí un puntazo de dolor.
Mi pierna izquierda... —se toma la pantorrilla con la mano—, pensé que se me
quebraba y me desplomé en el agua. Una ola enorme me empujó hacia la playa.
Creí que me ahogaba, la boca se me llenaba de agua, de sal. ¿Alguna vez sintió
la fuerza de una ola enorme? Me paré como pude y la busqué a Vera. No estaba
por ningún lado. A pesar del dolor en la pierna, me metí en el mar buscándola
por todos lados, pero Vera no estaba. La desesperación hacía que me moviera
como un idiota, de un lado al otro, como un loco. Quise gritar, pero no pude.
Mordisquea otra vez el sándwich y continúa el relato con una voz
monocorde, como si me estuviera contando algo que le sucedió a otro.
—Después de buscar y buscar y buscar debajo del agua y no encontrarla,
me senté en la arena. Las olas me mojaban el cuerpo. El silencio era
insoportable. Un silencio irreal como si el mundo se hubiera detenido. Me quedé
sentado horas y horas mirando pero no podía ver nada. Usted me entiende. El mar
iba y venía, iba y venía como si estuviera jugando.
Intento imaginar a Vera.
Candia se sonríe y me invita a pasar como si quisiera mostrarme algo.
Abre el freezer y saca una bandeja repleta de carne cruda. Anuncia que esta
noche cambia el menú:
—Sánguche de milanesa.
Escucho la voz de Ana que me llama y voy hacia la lagunita. Salieron del
agua. Tienen hambre otra vez.
Me despiertan los truenos. Parecen explosiones. El
sonido del agua cayendo genera un murmullo extraño. Matías dice que la carpa se
está inundando. Me asomo por la ventanita de plástico: hay una claridad pálida,
una luz grisácea que atraviesa cada partícula de agua. Es una lluvia densa,
pero puedo ver la forma de las gotas.
Huimos de la carpa para meternos en el
auto; en segundos el agua nos empapa, las gotas nos traspasan la piel. Ana con
el pelo mojado es otra persona. Desarmo la carpa como puedo e intento meterla a
la fuerza en el baúl. No me importa romperla. Busco la salida del camping
intentando que el auto no se encaje en el barro. Matías me mira desde el
asiento de atrás, sus ojos marrones son transparentes; a su lado, Ana, quieta,
completamente cubierta debajo de mi campera.
A través del vidrio empañado, veo la
figura deformada de Candia que se acerca con un largo arpón en las manos. Lo
esquivo. Él también me esquiva; va en dirección a la lagunita. Antes de
atravesar el arco de salida del camping, freno y vuelvo a observarlo: camina
hasta el borde de la lagunita y clava el arpón en el fondo. Lo clava y lo saca
del agua una y otra vez con vehemencia. Algo más lejos, la barcaza permanece
inmóvil en el río. Cuatro hombres contemplan la maniobra con atención bajo la
lluvia torrencial, hasta que Candia, resignado, suelta el arpón.
maracho@gmail.com
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