música (audiolibro) Daniel Delfino
Nene
—Vivo con tía Paula, es como mi mamá, vivo con ella desde siempre —le
digo al pibe que tengo sentado a la mesa frente a mí. Me escucha con atención,
hago una pausa y sigo—: Mi mamá se fue al poco tiempo que yo nací. Se fue y
nunca nadie la vio más. Me llevo bastante mal con tía Paula, discutimos todo el
tiempo, pero bueno, no es mi mamá, ¿entendés?
La moza trae las cervezas. El
pibe se esfuerza por agradecerle. Sobreactúa.
—Con lo de mi papá también
tía Paula no sabe lo que yo quiero. Si no le pregunto dice que no me interesa,
si le pregunto me contesta cosas que podría creerme a los ocho años, pero ahora
no le creo nada. Y lo que más le molesta es que no me importe —digo con énfasis
y el pibe abre los ojos, se queda embobado. Lo conocí ayer por Tinder—. No es
que no me importe, simplemente que lo que ella me dice no me importa porque son
mentiras. Que mi papá tiene problemas psicológicos, que está internado en
Uruguay, que estafó a una multinacional y si lo encuentran lo matan, todos los
días inventa una nueva. Tiene una distorsión con la figura de mi papá,
porque es su hermano menor, su único hermano. Además dice que yo soy así porque
leo cosas raras de filosofía como leía mi mamá, mirá qué delirio.
—Pero, ¿la querés? —me
pregunta.
—Tía Paula es buena y mala.
Es tía Paula, yo que sé —le contesto.
De todos los pibes que fui
seleccionando por Tinder, éste parece ser el más reprimido. Podría ser él. Es
de acá, siempre vivió en Banfield. Esos anteojos que lleva puestos, tan Godard, tan culturosos, fueron lo que más me atrajo de él en su foto de perfil.
Le quedan bien, tan inseguro. No deben ser recetados.
—¿Vos tenés papá y mamá? —le
pregunto.
—Sí, como todo el mundo.
Se ruboriza. Se da cuenta de
que metió la pata. Le hago un gesto para rescatarlo, para que no se sienta mal.
—Yo de mi papá solo me
acuerdo de la noche del vidrio. Cuando era una nena, tenía ocho, él volvió. Me
acuerdo perfectamente de esa noche, la del vidrio. En realidad, debería decir la
noche en que lo conocí porque hasta ese momento yo nunca lo había visto. Un
día apareció en casa. Tía Paula se emocionó mucho y él me dijo que era mi papá
y empezamos a salir a caminar la noche. Así decía él: caminar la noche. Era
raro, solo me hablaba de las luces, del color de las luces, del color ámbar de
las luces. Decía que en las películas solo miraba de qué color eran las luces
de las ciudades, ya fueran París o Moscú. Ahora Ámbar es un nombre que las chetas
y las actrices cool les ponen a sus hijas, pero en ese tiempo era una
palabra rara. Para mí las luces eran simplemente naranjas o amarillas o
blancas. Pero él decía las luces ámbar. Portaban algo trascendente para
él.
—¿Trascendente? —me pregunta
y me doy cuenta de que le cuesta entender algunas palabras.
—Sí, que escapan a la razón,
a lo que se puede razonar.
Se queda en silencio, parece
avergonzado. Los pibes de mi edad son ignorantes. Con todos con los que me cité
fue lo mismo. Por eso me gustan más grandes. Vuelvo a la noche de mi papá,
parece interesarle lo que le cuento.
—Esa noche caminamos por
Alsina. Las calles a la noche son tan solitarias, es como si tuvieran otra
configuración que de día. A lo lejos, los focos del alumbrado confluían en una
gran bola luminosa donde la ciudad parecía incendiarse.
El pibe me mira, me sigue
escuchando con mucha atención. Es muy literal, pero mis imágenes parecen
imantarlo a mi voz.
Le gusto.
—Mi papá me dijo que iba a
cuidar un local por la noche, que un amigo le había ofrecido ese trabajo. Era
una casa de muebles, un lugar dónde vendían muebles en el centro de Banfield.
Mi papá pronunciaba manfield, lo
decía con la m. Yo entendía sus palabras pero a la vez era como si hablara en otro
idioma. Después supe que hubo una actriz de Hollywood con ese apellido que
murió decapitada. Él me hablaba como si yo lo entendiera. Me hablaba de una
película que nunca pude ver, de un sol negro creo, de un ciego y no sé qué.
Después de recorrer las calles nocturnas, entrábamos al local y nos sentábamos
en una mesa con sillas. A mí me encantaba eso. Era como si tuviéramos una casa
para nosotros solos. Era como un juego. Mi papá desde ese punto seguía mirando
las luces afuera. Decía que muchas veces las luces al chocar contra el asfalto
de las calles generaban cosas. Que él podía verlas. Yo le preguntaba: ¿qué
cosas? y él intentaba explicarme. Solo me acuerdo de algo que repetía una y
otra vez: que se le iban a explotar los ojos de ver esas cosas que creaban las
luces.
Mi papá era lindo, alto,
tenía las piernas muy largas y la cara angulosa como un cantante de rock.
El pibe me pregunta por la
noche del vidrio. Es un buen síntoma que me pregunte eso, que quiera saber más.
—Ah, la noche del vidrio, sí.
Algo terrible. Estábamos los dos sentados en esa mesa suave como de madera, yo
acariciaba esa superficie con la palma de la mano. Y él hablaba, hablaba todo
el tiempo, yo escuchaba lo que decía, pero eran cosas que pasaban lejos, me
contaba cosas que pasaban lejos. Contaba historias, no me hablaba de cosas
comunes, pero a veces yo ya no entendía lo que decía y su voz empezaba a sonar
como una música, viste esas melodías que no conocés pero sabés cómo siguen. Yo
lo escuchaba y acariciaba la mesa, pero para él era como si yo entendiera todo,
como si conociera todos esos lugares de los que me hablaba. La noche del
vidrio, él estaba hablando y de repente se quedó en silencio. Yo seguí su
mirada que se perdía afuera. Había un nene como de mi edad, parado frente a la
vidriera. Nos miraba con odio, con bronca; nos miraba como si le hubiéramos
robado algo, no sé bien cómo nos miraba ese nene, pero nos miraba con ojos
reclamantes. Sus ojos eran dos bolas heladas y blancas, tenían el brillo filoso
de un cuchillo. Era…
—¿Qué era? —me pregunta el
pibe, que había seguido mi relato con mucha atención.
—¿Vos te podrías olvidar de
algo así? Digo, si te pasara algo así.
Se queda en silencio.
Contrariado. Continúo:
—Era…, era un nene
angustiado, profundamente angustiado y mi papá se puso mal. Muy mal.
Desencajado. Se puso pálido como si le hubiera bajado la presión de golpe. El
nene caminó hacia nosotros, y cuando la vidriera lo detuvo, mansamente apoyó su
cara contra el vidrio y su gesto se descompuso, se deformó, la carne de la cara
se enrojeció, de sus labios brotaba saliva como si algo se hubiera soltado
dentro de su boca, sus ojos parecían romperse como dos huevos. Yo me quedé
quieta observando esa cara pegoteada, los ojos derramándose en el vidrio y a mi
papá que lo miraba. No sabía qué hacer. Un rato después el nene se apartó del
vidrio pero su rictus violento quedó impregnado en el cristal, como si todavía
estuviera ahí, como si continuara mirándonos. Quedó grabado su rostro, su
expresión. Una imagen que permanecía a pesar de los minutos que pasaban y
pasaban. Era horrible, el nene se fue y nos seguía mirando a través del vidrio.
Esa noche me dejó en casa y
se fue. Nunca más volvió. Nunca más lo vi.
Ensayo un gesto para suavizar
mis palabras, como que ya no me importa. Cambio de tema.
—Tengo dieciocho, igual que
vos, pero yo soy de marzo —le digo y parece molestarle ser menor que yo—. ¿Cómo
era tu nombre?
Renso se llama el pibe. Qué
vergüenza, no me acordaba de su nombre. Me aclara dos veces que es con S.
Parece importante para él que yo sepa que su nombre se escribe con S o tal vez
su insistencia en la S es una recriminación velada por haberlo olvidado. Me
cuenta que salió desde los quince con una chica que es la más linda del
mundo. Martina. Pronuncia el nombre Martina como si fuera miel. Salió hasta
hace poco con esa chica pero ella lo dejó por uno que estudia sistemas. Martina
también estudia sistemas, pero igual siguen siendo todos amigos, un gran grupo
de amigos que se reúnen siempre, pero él sufre, sufre porque ella lo dejó por
poca cosa.
—Sos lindo.
Trata de decir algo, pero no
puede.
Es un pibe lindo. Detrás de
los anteojos me sigue mirando, tiene unos ojos grandes, brillantes, pero una
mirada débil, debe tenerle miedo a la oscuridad.
No hay comentarios:
Publicar un comentario