domingo, 3 de diciembre de 2023

El cantante, no la canción

 


                                                        Un cuento de Daniel Delfino


El cantante, no la canción (Audiolibro)

música (audiolibro) Daniel Delfino


El cantante, no la canción

 

Hernán viaja en el último asiento del 55. Cumplió diecinueve hace un mes, piensa que los Beatles a su edad ya eran famosos, que Charly ya había grabado con Sui y él estuvo toda la mañana tratando de sacar «Miss Misery» de Elliott Smith en la guitarra y no le salió. El colectivo está casi vacío. Se reparte el espacio y la parsimonia de la tarde con un pasajero y el chofer que maneja despreocupado.

     Viaja nervioso, va a encontrarse con Antolín, un cantante que conoció a través de YouTube. La canción «Pandillas de verano» lo llevó a forzar este encuentro. Está obsesionado con esa canción. La escucha una y otra vez en YouTube. Nadie aparece cantando, solo acompañan a la música imágenes de un atardecer en La Plata.

     El video arranca con un plano de un edificio en construcción, el plano se abre y aparecen unos nenes caminando, un colectivo que parece de juguete se aleja por una calle arbolada, una canchita de fútbol, basura. La imagen se mueve mucho, como si fuera la filmación de un aprendiz. Finalmente la cámara se va con tres pibes que caminan despreocupados y a la deriva, cada uno con una remera de un color distinto, azul, blanco y rojo, juntos forman la bandera de Francia. El tema esta subido a un canal que solo tiene diez seguidores pero mil quinientas reproducciones.

     La canción le produjo una sensación confusa, no sabe si le gusta pero no pudo dejar de escucharla una y otra vez. Hay una parte de la letra que tiene que cambiar. En un comentario del canal preguntaban: ¿alguien sabe los acordes? Él después de mucho probar combinaciones, los sacó. Otro comentario al pie del video: lo bello es tan simple... y otro: es una canción que todos tuvimos en la cabeza pero solo Antolín pudo cantarla... Esos comentarios tan chupamedias lo fastidian. Otro, de Tartamudo Stanley: Me gusta que esté escrita en La Plata. Los odia, los piensa incapaces de poder hacer algo por sí mismos y por eso alaban sin remedio. Él en cambio sabe que lo que tiene para decirle sobre la letra de la canción es más importante que todos esos elogios fáciles.

     El colectivo da vueltas y vueltas como si no tuviera ganas de llegar a Palermo.

     En el video no había a nadie en primer plano que pudiera ser Antolín. Presumió que sería el nombre de la banda, después averiguó que era un cantante solista. Buscó por todos lados un mail donde escribirle pero todos los que encontraba por la WEB le volvían rebotados. Finalmente en una página, que tenía un tema de él subido con la letra incluida, encontró un link: ContacAntolín. Copió el texto de los otros mails, lo pegó y lo mandó. A los pocos días, Antolín le respondió y aceptó encontrarse con él en Palermo. Hernán piensa que debe haber aceptado por intriga, por «eso» tan importante que tiene que decirle sobre «Pandillas de verano», por simple curiosidad, o porque no tendría fanáticos tan insistentes. La única canción que le interesa es «Pandillas de verano». No escuchó otras canciones de Antolín ni tampoco las buscó.

     Suena la notificación de un audio de WhatsApp. Se pone el celular al oído. La tía Beatriz: Hernancito ya no quiero saber más nada con las dalias, me parece que las voy a sacar del jardín de una vez por todas; no es una planta fácil y la flor que da es una flor de viejas. Tu mamá hacía una ceremonia cuando florecían las dalias. Hoy la gente quiere plantas fáciles y la dalia no es fácil. Se viene alta y la gente hoy quiere plantas bajas. La gente hoy quiere plantas dóciles.

     No le contesta, casi nunca le contesta a la tía Beatriz. Desde la muerte de su mamá, la tía Beatriz le manda audios todo el día. ¿Cuánto le rogó para que se fuera a vivir con ella? Pero él prefiere quedarse en el departamento que compartía con su mamá: es su casa, su lugar, y los fantasmas no hablan, y si hablaran, hablarían menos que la tía Beatriz.

     Se baja en Honduras. La cita con Antolín es en El Taller, no conoce ese bar, pero se lo imagina un bar intelectualoide, queda frente a la plaza Serrano, le escribió Antolín en el mail.

     Entra al bar y en una mesa hay un pibe solo. Le pregunta si es y es. No tiene cara de nada, piensa mientras se presenta y lo saluda. Su edad le resulta indefinible, tiene un peinado modernoso de raya al costado, unos ojos negros y grandes como los de un animal y la barba semicrecida. Hernán odia las barbas semicrecidas. Le parecen de sucios, de abandonados. Ni en los días posteriores al velorio de su mamá dejó de afeitarse. Eran los días que escuchaba «Pandillas de verano» sin parar. Dándole obsesivamente una y otra vez a la flechita de return de YouTube con el mouse, emborrachándose con Gancia y fernet. Primero Gancia y después fernet. Primero llorando y después vomitando.

     Se da cuenta de que Antolín lo mira con desgano, que está apurado, Hernán va directamente al punto:

     —Esta estrofa la tenés que cambiar —Se la recita—: los edificios en construcción / del tiempo en que nos conocimos / ya están todos terminados / y yo / también ya estoy listo /para vos.

     Hernán se queda en silencio, expectante a la reacción de Antolín que ensaya una sonrisa nerviosa, inconclusa, como si no supiera qué decir. La situación parece desbordarlo. Se toma una mano con la otra, a Hernán no le parecen manos hábiles, tampoco sensibles, pero las mueve con una seguridad que las vuelve firmes.

     —Para mí tiene que decir ya están todos derrumbados y no terminados, si le cambiás esa palabra la canción se vuelve absolutamente poderosa e irreversible.

     Hernán se enorgullece del adjetivo irreversible.

     —¿No te das cuenta del poder que tendría así?

     —No gracias, me gusta así, como está.

     —¿No la vas a cambiar?

     —No.

     Antolín intenta salir de ese silencio incómodo.

     —Es depresiva así como vos decís, te agradezco, pero no... no me gusta. No es mi onda, además es solo una diferencia de adjetivos.

     —Pará, loco, es de buena onda que te lo digo. No soy un freaky, no soy David Chapman, che, vos tampoco sos John Lennon para no aceptar una sugerencia de buena onda.

     Ahora el silencio es hostil. Antolín se levanta enérgico y aduce que tiene que encontrarse con una chica en otro bar. A Hernán le parece más pendejo, más insulso que cuando llegó y lo encontró sentado a la mesa. Antes de que Antolín se vaya le lanza con bronca:

     —La verdad... sos más pelotudo de lo que pensé. Escuchate, tarado, desafinás.

      Antolín le dedica una última mirada de lástima y se va. Hernán lo insulta de nuevo y queda girando en su bronca.

     Se pide una cerveza y otra al rato. Cada uno de los ataques previos al suicidio de su mamá se le representan como uno solo. Un gran uno solo. Podría recordarlos uno por uno si quisiera, pero cada uno de esos «uno solo» son como las distintas tomas con las que un director monta el corte final de la película. Los de la ambulancia psiquiátrica forcejeando, él forcejeando, ella forcejeando, la tía Beatriz forcejeando, el portero forcejeando. Una yegua salvaje que se escurre una y otra vez con la fuerza de los mil demonios que la carcomen. Una comedia burda y patética. Todas las pesadillas que podría haber soñado me las hiciste realidad, piensa y ese pensamiento le parece tan injusto como necesario. ¿Tendría un plan para los dos? ¿Irnos lejos de esta ciudad? ¿Qué habrá pensado al recorrer esas cuadras hasta las vías del tren? ¿Se habrá acordado de cuando le enseñó la letra de «You´ve got to hide your love away» y le decía que era como si John cantara en castellano? Imagina sus pasos vacilantes en la noche, en los instantes previos a que llegara el tren. Imagina la gente viajando en ese tren nocturno rumbo a sus casas y su cuerpo todavía entero viajando rumbo a las vías. Imagina la luz cruda de las calles.

     ¿Habrá dudado?

     En Corrientes se sube al subte. Le suena el celular. Otro audio de WhatsApp, otra vez la tía Beatriz: Hernancito te preparé un frasco de berenjenas cuando puedas pasá a buscarlo. El vagón está lleno pero no tanto. Queda espacio para que un barbudo, de unos sesenta y tantos, con una derruida guitarra criolla se presente y se ponga a cantar «Raros peinados nuevos». Una versión muy personal; la canta con autoridad, vocaliza a la perfección. La voz del barbudo es filosa, los ojos azules e intensos. La gente lo escucha con una mezcla de admiración y temor; pronuncia cada verso como una sentencia. Hernán sigue atentamente su mano izquierda sobre el diapasón de la guitarra. El tipo pone los mismos acordes que él sabe, no se complica demasiado con séptimas ni dedos estirados como chicles. Pero canta con una autoridad conmovedora. La palabra final de cada verso es una esquirla que se clava en el vagón, en las personas, en el paisaje negro que va quedando atrás. Eso es lo que nunca logro, piensa: cantar con esa seguridad, con esa autoridad. La voz independiente de los acordes. Él, como Antolín, se pega a los acordes y todas las melodías se desdibujan. ¡Cantar de esa manera! ¡Cómo le gustaría cantar de esa manera! Si pudiera cantar de esa manera, cantaría en su casa, en los subtes, cantaría, lo único que haría sería cantar.

     En el departamento reintenta con «Miss Misery» en la guitarra. Otro audio de WhatsApp de la tía Beatriz: No sabés Hernancito, no sabés..., lo tuve que sacrificar al Jerry, pobre gato, pero el veterinario dijo que ya no se podía hacer nada, ¡qué tristeza Hernancito!

     La voz de la tía Beatriz se va desflecando, el audio se consume como un hilito inaudible que se funde con el silencio de la cocina donde ella pasa casi todo el día. Se conmueve y la llama. La consuela un rato y queda en pasar al otro día por el frasco de berenjenas.

     Con «Miss Misery» no hay caso. Los acordes los pone bien, los dedos firmes sin trastear, pero no puede cantar como el tipo del subte. Dm-C-Bb-F. Canta la estrofa: Send the poison rain down the drain y no le sale esa voz potente y segura.  No le sale. No le sale.

     Con bronca le pega un rasguido a la guitarra con toda la mano y siente el cric inconfundible de una cuerda que se corta. La tres. Sol. Y se va a dormir.

     Se despierta temprano y sin desayunar se va a lo de la tía Beatriz. Al Ciclo Básico fue dos clases y no apareció más. Entre todas las cosas que dice la tía Beatriz, que ya parece animada como siempre, le cuenta sobre Guzmán, un vecino de la vuelta que volvió al barrio y que toca la guitarra y canta como un jilguero. Se vino a vivir a la casa que era de los padres. Todas las tardes lo escucha cantar desde el jardín mientras riega las plantas.

     —Toca las zambas que a mí me gustan, no sabés Hernancito, no sabés lo bien que las toca, y ¡cómo las canta! ¡No te das una idea de cómo las canta!

     Hernán piensa en Guzmán, tal vez pueda ayudarlo, enseñarle a tocar y cantar con más seguridad. Antes de irse podría pasar y preguntarle.

     La tía Beatriz le cuenta que Guzmán tocó en grupos importantes, con Palito Ortega, viajó por todo el mundo con Julio Iglesias, que cuando ella era chica y su mamá era un bebé jugaba con la hermana de él, la Gloria, pero que a él nunca le veían el pelo, que siempre estaba encerrado meta y meta con la guitarra. Se quemó los dedos estudiando con esa bendita guitarra. Ahora está retirado. Siempre fue sapo de otro pozo en el barrio.

     La tía Beatriz deja por un rato a Guzmán, y le insiste en que se quede a comer. Hernán le dice que no puede, que la disculpe, que el domingo, que tiene que comprar una cuerda para la guitarra en Alberdi y Montiel antes de que la casa de música cierre.

     —Viste como son en Mataderos, todos duermen la siesta. Este barrio ya no es el de antes, Hernancito, ahora es un cementerio.

     La tía Beatriz envuelve el frasco de berenjenas y lo llena de besos. Hace un nuevo intento de que se venga a vivir con ella, aunque sea un tiempo.

     —Estoy sola como un clavo.

     En un segundo se le representan toda clase de clavos, clavados en maderas, sobresalientes, torcidos, oxidados.

     Con el frasco de berenjenas en la mano camina por Montiel. La idea de ir a ver al tal Guzmán ahora le parece una estupidez. Le suena el celular, por el sonido sabe que entró un mail. Lo saca del bolsillo: es un mail de Antolín. La ilusión dura un segundo: es un reboot de la primera casilla a la que le mandó un mensaje.

     Un 49 asoma la trompa en la avenida, corre y lo alcanza.

    En el departamento, le lleva un buen rato romper el envoltorio con el que la tía Beatriz blindó el frasco de berenjenas. Tiene hambre. Abre la tapa y con un tenedor pincha una y se hace un pequeño sándwich con dos galletitas. Desde el umbral de la puerta de la cocina asoma la guitarra apoyada en la pared del living. Se da cuenta de que se olvidó de ir a comprar la cuerda.



maracho@gmail.com


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