por Daniel Delfino
este cuento pertenece al libro de cuentos música;
Música / cuentos de Daniel Delfino
Monte Chingolo
Es trosko —decían de Juan por lo bajo—,
como si ser trosko debiera decirse a media voz. También se contaba que su padre
había militado en el ERP y que era uno de los tantos muertos y desaparecidos
del copamiento del batallón de Monte Chingolo.
Lo del padre de Juan y lo de Monte
Chingolo me hicieron acordar de una foto en una vieja revista Gente que había en la casa de mis
viejos. Una de esas revistas que por algún motivo permanecen en las casas
durante años. Era una imagen en blanco y negro de un colectivo de los
trompudos, incendiado, lleno de pandulces —aclaraba el epígrafe—. De
chico me encantaba dibujar colectivos y pintarlos con los esquemas de colores
de las distintas líneas. Pero como me salían mal, los calcaba de las revistas.
Y ese colectivo de los pandulces era de mis favoritos para calcar y pintar. El
epígrafe agregaba que había sido utilizado como pantalla por los extremistas
en el copamiento del batallón Domingo Viejobueno de Monte Chingolo.
En una asamblea crucial a la que asistió
el presidente del organismo, tras una discusión feroz por los despidos, Juan le
gritó ¡quebrado!, y el presidente, enfurecido, lo invitó a pelear en la plaza
que está frente a la Casa Central. El hermano del presidente del organismo
también era un desaparecido de la última dictadura militar y todo el mundo sabía
que había sido compañero y amigo del padre de Juan.
Aquel día la sangre no llegó a la plaza,
pero el valor de Juan fue algo que me causó mucha admiración. Y envidia, ya que
yo ni siquiera me animaba a hablar en las asambleas. Cuando no podía dormir,
imaginaba grandes intervenciones que podría haber hecho, réplicas arteras a
comentarios de otros, pero jamás pronuncié una palabra.
La efervescencia social del país se fue
distendiendo, pero mi vida no.
Para ese entonces llevaba siete años casado
con Regina, nos habíamos conocido en la carrera de Ciencias de la Comunicación
de la UBA, la que abandonamos juntos cuando ella quedó embarazada de Iván.
Hacía tiempo que nuestra pareja estaba
terminada. Sin embargo, cuando le planteé separarnos, ella enloqueció. De un
día para el otro decidió volverse a Lincoln, su pueblo natal. Se llevó a Iván y
me trabó un embargo del sueldo. Era injusto, estaba dispuesto a pasarle el
dinero que correspondiera, pero ella actuó por despecho.
Me aconsejaron denunciarla, pero no lo
hice. Darío, un delegado del sindicato, que se enteró de lo que me estaba
sucediendo, me contactó con Juan, que es abogado y que tras la pelea con el
presidente se había tenido que refugiar en una oficina local de Junín, a un poco
más de sesenta kilómetros de Lincoln.
Le gustó Junín y se quedó. En Buenos Aires
iba a terminar en una zanja, me dijo una vez con resignación.
Viajé a Lincoln para la audiencia, él iba
a ser mi abogado. Todavía tenía el Ford Escort diesel, un auto siempre a punto
de romperse. Lo pasé a buscar por Junín y fuimos juntos a Lincoln. Lo primero
que me dijo al subir al auto fue que había estado bien en no haber hecho la
denuncia. Me hablaba desde lo humano, no desde lo legal. Pero la pregunta que me
hizo después me descolocó. Desde que Darío le habló de mí, se había quedado
pensando, no en mi situación particular, sino en mi nombre y apellido, ya que
coincidían exactamente con el de uno de los compañeros caídos junto a su padre
en el copamiento del batallón de Monte Chingolo en 1975. Cuando le dije que no,
que no tenía nada que ver, en su cara se dibujó un gesto de desilusión que no
pudo disimular.
Con Regina nos casamos porque había
quedado embarazada, en realidad para conformar a mis viejos y a los de ella,
bastante católicos y tradicionales. Pero al poco tiempo de convivir me encontré
encerrado en una vida que no deseaba. Sin embargo, lo que me puso frente al
abismo fue no saber lo que quería. Y ya no era un pibe, tenía más de treinta.
Juan era más joven que yo, y si de él decían trosko a sus espaldas, de
mí no dirían nada. O no mucho más que de cualquiera del montón. Él tenía todo
lo que me faltaba: decisión y equilibrio. A veces lo admiraba, a veces le tenía
bronca. Antes de la audiencia de Lincoln yo estaba muy enojado con Regina, y me
refería a ella con exabruptos, pero él siempre la llamaba la señora. Con
ese respeto hablaba de todo el mundo.
¡Lo que hubiera dado por tener las ideas
claras como Juan!
Si bien simpatizaba con un pensamiento de
izquierda, lo mío no pasaba del deseo, del blabla, de los que dicen ser de
izquierda casi por romanticismo. Cargaba con una educación en colegio católico,
amigos caretas, chetos de country, rugbiers, pensamientos clasistas inoculados
desde muy chico.
A Iván lo veía muy poco, cuando venían a
Buenos Aires. Y en esos primeros tiempos casi no venían, ya que Regina se había
juntado con un tipo en Lincoln. Tenía mucho tiempo libre, volvía del trabajo y
miraba la tele hasta tarde. Una noche me metí en una página para conocer gente
y al poner la ubicación de la búsqueda puse: Monte Chingolo.
De esa manera conocí a Cecilia.
Para mi sorpresa, Monte Chingolo
pertenecía a Lanús, a Lanús Este más precisamente. Siempre había pensado, sin pensarlo,
que estaba en otro lugar y no en el conurbano, me sonaba más lejos, más campo.
Pero Cecilia no era de Monte Chingolo, era
de Lanús Oeste, Remedios de Escalada para los mapas de Google que consulté para
ir por ella la noche en que nos conocimos.
Camino a su casa, la General Paz se volvía
Camino Negro y empezaba a sentirme inseguro. Al pasar Puente La Noria entraba
en una boca de lobo. Ni una luz, ni nada. En una bajada doblaba a la izquierda
y recorría más de veinte cuadras por una calle llena de pozos. Tenía miedo de
que me tiraran una piedra, que me forzaran a bajar del auto para robarme. Era
un temor clasista, de unitario hubiera dicho un profesor que tuve en la UBA que
estaba obsesionado con Lavalle; a decir verdad, el único robo que había sufrido
en mi vida había sido en la puerta de mi casa, en Olivos.
Mientras manejaba por esas calles ignotas
de Lanús, no podía dejar de pensar en Juan, que se metía en las villas, que
hacía trabajo social, que a pesar de ser profesional y de una clase media como
yo, no tenía el miedo patológico que hacía que Cecilia me tratara de nene de
mamá.
Todavía tenía el Ford Escort cuando la
conocí. Un tiempo después lo cambié por un Gol Power, casi nuevo, del que me
sentía orgulloso. Pero a Cecilia, el Gol nunca le gustó. Ella prefería el Ford
Escort. Más pistero, más bajito, más de su estilo. Pero el Ford Escort estaba
fundido, había limado tapa dos veces y el mecánico había pronunciado las
palabras fatales: sacatelo de encima. Cecilia sostenía que si lo dejaba a dos
cuadras de la villa cercana a su casa, cerca de la cancha de Talleres, me lo
irían a desarmar y podría cobrar el seguro.
Era una idea que me seducía, pero no me
animaba. Había visto una película de Darín y Pinti en la que Darín intenta una
matufia parecida y termina perseguido por Pinti, que era del seguro y si bien
aparentaba ser un idiota, en realidad era un tipo pesado. A los que esas
maniobras les salen bien, todo en la vida les sale bien y a mí todo me salía
mal.
Cecilia me deseaba, yo la deseaba, iba a
buscarla los viernes en que su ex-marido, un poli insufrible, se llevaba a sus
nenas. Esos viernes en mi casa cogíamos hasta la madrugada y después dormíamos
hasta tarde. Y cuando le tocaba estar con las nenas, salíamos con ellas, las
pibas me adoraban. Yo las adoraba también. De golpe fuimos como una familia. En
el auto, los cuatro nos volvíamos una familia feliz. Cantábamos temas de Gilda
y todas esas cosas que hacen las familias felices.
Un día finalmente me animé y dejé el Ford
Escort con la llave puesta en el lugar que Cecilia me había indicado.
Tren/subte/tren al norte, tren/subte/tren al sur y el Ford Escort continuaba
allí. Intacto.
Con Cecilia salí casi dos años hasta que
me cambió por el mago. Pasé más de un año sin salir con nadie. La rutina del
trabajo y a casa. Algunos viernes tomaba whisky, media botella, a veces más;
pero no salía. Cada quince días lo iba a buscar a Iván, que ya se quedaba
conmigo hasta los domingos, en que lo llevaba de vuelta.
Un viernes de esos en que tenía que ir a
buscar a Iván a Lincoln, Regina me llamó para decirme que no fuera, que Iván
tenía sarampión.
El otro, mejor, dijo y cortó.
Cuando Iván venía a casa me sentía
invadido, me había acostumbrado a vivir solo. Tenía que darle todo el amor de
golpe, me estresaba. No es que no lo quisiera, o que me molestara, todo lo
contrario. Lo mismo con Cecilia: cuando se quedaba a dormir en casa sentía esa
incomodidad, la misma sensación invasiva. Una amiga sostenía que eran mañas de
solterón.
Pero esa noche estaba entusiasmado con ver
a Iván. Lo iba a llevar a la cancha el domingo —el lunes era feriado y podía
quedarse un día más—, le había comprado una estación de servicio de juguete,
tan linda que daban ganas de ponerse a jugar.
No sabía qué hacer, toda esa energía de
los planes frustrados ahora me generaba angustia. No podía concentrarme en otra
cosa. Fui a la cochera por el Gol y salí a la deriva. Por Libertador entré a
Capital y seguí hasta llegar a la 9 de Julio. En la plaza del Obelisco había
mucha gente, miraban la luna, estaban tan a la deriva como yo. Continué hacia
el Sur. En el final del Puente Pueyrredón elegí Pavón. Sin pensarlo decidí
seguir hacia Lanús. Era la primera vez que iba a Lanús desde hacía por lo menos
un año.
Una emoción confusa me impulsaba, tenía un
lugar donde ir. Un objetivo. Pensé en Juan. Me hubiera gustado pedirle que me
metiera en el Partido Obrero, pero después me arrepentía. Me desinflaba. Como
cuando pensaba pedirle a Tomás, un compañero del colegio, que me llevara a
probarme al club Olivos, ya que él jugaba al rugby ahí. Pero ni a Juan ni a
Tomás jamás les dije nada.
El centro de Lanús no había cambiado. Bajé
la ventanilla y le pregunté a un hombre cómo llegar a Monte Chingolo. Habíamos
pasado dos años de acá para allá por esas calles de Lanús con Cecilia pero
nunca había llegado a Monte Chingolo. El tipo me dijo que debía dar una vuelta
manzana y cruzar Pavón hacia el este y continuar por un túnel que me llevaría
directo a Chingolo. El tipo dijo
Chingolo, a secas.
Hice varias cuadras por una avenida doble
mano, bastante angosta. En una esquina, leí el nombre: Avenida Eva Perón. Seguí
varias cuadras. Los focos del alumbrado cada vez alumbraban menos, apenas si escupían
una luz opaca sobre el parabrisas. Locales cerrados, vidrieras mal iluminadas,
quioscos solitarios. Estaba desorientado, mi aventura se había tornado absurda
y era hora de volver hacia el centro de Lanús. Di un par de vueltas para
retomar Eva Perón. Me sentí más tranquilo. Compraría algo por el camino para
comer en casa y diagramar el próximo fin de semana con Iván. Pero el paisaje se
extrañaba cada vez más. No quería detenerme y continuaba avanzando. Al mirar
otro cartel me di cuenta de que no estaba circulando por Eva Perón, sino por
una calle de nombre Centenario Uruguayo. Un nombre extraño para una calle.
Estaba perdido. En el estéreo cantaba Nina Simone, esa canción que también
canta Creedence. Su voz me molestaba, estaba fuera de todo. Tomé por una
avenida que se desprendía en diagonal, con la intención de recuperar el rumbo
hacia Eva Perón. Pero cada vez estaba más desorientado. Giré otra vez en una
esquina con el propósito de volver hacia atrás. Un ruido feroz me sobresaltó e
hizo temblar la carrocería. El Gol se volvió pesado, el volante duro. Me bajé.
Había destrozado una goma en un cráter del asfalto.
La oscuridad en esa cuadra era absoluta.
Las casas se hundían en la penumbra, nadie viviría en ellas. Sentí una
sensación de terror.
De
la nada aparecieron unos pibes, re pendejos, casi nenes. Uno se me acercó como
quien se acerca a saludar con un abrazo y me apuntó con un cuchillo. Se me vino
a la mente un recital de los Stones en el que Jagger abraza a Morrison y luego
lo empuja con violencia, un recital que había visto en la casa de no sé quién
la primera vez que fumé porro y me pegó raro y nunca más fumé porro. Enseguida
aparecieron otros pibes más grandes. Hablaban como si yo no estuviera,
planeaban llevarse el Gol que permanecía indefenso, con las luces tristes.
Debatían la posibilidad de desarmarlo ahí mismo. Intenté una reacción pero me
contuve, el que me apuntaba con el cuchillo lo empujó más sobre mi panza, como
si quisiera atravesar el pullover. Entre ellos había un pibito de no más de
seis, siete años. Hablándole al que me tenía apuntado con el cuchillo le dijo:
—Mátalo, mequetrefe.
Hablaba con un acento extraño, doblado
como en las películas.
El pibito se sacó la cabeza como si fuera
un casco y se la colocó debajo del brazo. Desde allí, la cabeza seguía
repitiendo: mátalo, mequetrefe, como un disco rayado. Los pibes más
grandes lo ignoraban y se abalanzaron sobre el Gol como hienas ante una presa
inerte.
Las luces azules de un patrullero
resplandecieron en la oscuridad. Los pibes y el pibito sin cabeza se esfumaron.
No salieron corriendo ni buscaron un lugar dónde esconderse, literalmente
desaparecieron. Dos policías me hicieron varias preguntas, me pidieron los
documentos del Gol y se quedaron hasta que terminé de cambiar la goma
delantera. Uno de los policías tenía una panza grotesca y el otro era casi
esquelético, parecían el gordo y el flaco. No se percataron de que me estaban
asaltando, se habían detenido porque les extrañó ver el auto parado en medio de
la calle. Estaba aturdido y preferí callar. Me iban a tomar por loco. Solo dudé
al responder la pregunta de hacia dónde me dirigía. Me perdí, les contesté,
tras una breve vacilación, y me indicaron el camino para salir a Pavón.
Manejaba por Centenario Uruguayo pensando
obsesivamente en ese pibito sin cabeza. Debería ser más chico que Iván. Todo me
había parecido absolutamente real, pero no faltaba nada en el interior del Gol.
Al llegar a Eva Perón volví a sentirme
seguro y tuve una idea loca: llamar a Cecilia. Era medianoche. La llamé desde
el celular a la casa. Atendió ella. Le dije que estaba por Lanús, por Lanús
Este. Me dijo que la pasara a buscar.
Después de mucho tiempo volvía a
estacionar frente a su casa. Subió al Gol y arrancamos como si el tiempo no
hubiera sucedido. Ni reclamos ni nada, a pesar del final de telenovela barata
que habíamos protagonizado. Tras la ruptura y por teléfono, me había exigido
que lo dejara de joder al mago con mis amenazas. Me gritó que yo estaba loco,
que había dejado de hablarle por doce días —los había contado— y que ahora me
hacía el arrepentido. Después agregó: patético, y cortó. Patético es un
adjetivo insoportable.
Cecilia estaba sentada en el lugar en el
que en ese momento debería estar Iván. Pero ella hablaba sin parar y no me daba
tiempo a pensar en paradojas de la noche. Era mejor, no quería tocar ningún
tema traumático, yo había tenido reacciones bastante desubicadas que prefería
no exhumar. Cecilia tampoco iba por esos temas, me contaba de las nenas, se
reía. Me había olvidado de su risa. Sugirió que fuéramos a Temperley, a un bar
sobre Meeks, frente a la estación del tren.
El bar se llenó de gente, todos muy
pasados. Un gordito estaba tan pero tan duro que giraba sobre su eje con una
sonrisa interminable en su boca. Por esa sonrisa se podría salir de cualquier
lugar seguro. Cecilia no paraba de hablarme de Skay Beilinson, se había hecho
fan de Skay Beilinson, los seguía a todos lados. Yo continuaba embobado mirando
al gordito y su sonrisa adictiva. El ruido nos impidió hablar de cosas más
íntimas. Los gestos completaban las oraciones que ahogaban la música y el
barullo. Tomamos unas diez cervezas.
Salimos del bar tan borrachos que no
podíamos encontrar el auto. Finalmente cuando dimos con él, el desafío fue
encontrar Pavón. Yo no conocía y ella no se acordaba. Tras muchas vueltas la
encontramos. Ahora el que hablaba era yo. Al pasar por el centro de Lanús le
pregunté si quería que la llevara hasta su casa. No me respondió. Parecía ida y
su sonrisa me recordó al gordito del bar. Seguí y seguí casi por inercia. El
alcohol zumbaba en mi sangre. Puente Pueyrredón, 9 de Julio, Autopista Illia,
Maipú, mi casa. Seguimos tomando cerveza. Clareaba en la ventana, una luz azul
nos volvía aun más desconocidos. Intenté besarla pero ella no abría la boca y
me abrazaba con fuerza. Fue al baño y al salir se metió directamente en el cuarto,
se tiró en la cama. Me acosté a su lado y la empecé a tocar. Quería cogerla y
me pidió que me pusiera un forro. Me excité pensando en una mujer con pedazos
de muchas mujeres. Cecilia nunca abrió la boca y terminé besándole todo el
cuello.
Al despertarnos teníamos resaca de todo.
La llevé de vuelta a su casa. Beso en la mejilla y que sigas bien.
La angustia era insoportable. Pensaba en
lo que se piensa cuando uno mira las cosas tan fijamente hasta que pierden todo
sentido. Creo que en ese momento tenía una sola certeza: no iba a volver a
verla.
Envidio a esas personas que de todas sus
relaciones se traen lindos recuerdos. Hasta se mandan mensajes o se juntan para
las navidades.
En la avenida de los pozos no doblé a la
derecha, hacia Camino Negro como acostumbraba al volver de la casa de Cecilia.
Giré a la izquierda con rumbo al centro de Lanús. En un semáforo me detuve y
por una bocacalle asomó la torre del Parque de la Ciudad. Me quedé perplejo.
Imaginaba a la Capital más lejana, esa imagen irrumpía grotescamente la
monotonía de las casas bajas y grises. Había pasado muchas veces por ahí y
nunca la había visto, pero ahí estaba, erguida como un dinosaurio que observa
la ciudad, sin norte ni sur, una ciudad de juguete, una ciudad sin fin.
Crucé Pavón como si fuera un charco y me
metí en el túnel que lleva a Monte Chingolo.
Tomé Eva Perón. Con la luz del día todo
era distinto. Otro lugar, otros colores. De repente, como un déjà vu, otra vez
el ruido y la dirección pesada. Bajé del auto, había pinchado la goma de
auxilio. Puteé para mis adentros. No tenía otra goma. Me sentí absolutamente
solo.
Estaba frente a una plaza. Caminé en busca
de un banco donde sentarme, para respirar un poco y decidir qué hacer. Unos
nenes jugaban al fútbol. Me acerqué para observar un rato el partido. Uno de
los nenes era muy parecido al pibito sin cabeza. Pero, si era él, ahora tenía
otra vez la cabeza en su lugar y jugaba a la pelota con otros nenes. Me acerqué
más y más, metiéndome en la cancha improvisada. Era habilidoso, corría con la
pelota sin que nadie se la pudiera quitar. Era el mismo pibito, no había duda.
En un arrebato me metí definitivamente dentro de la cancha para mirarlo de
cerca, para observarle el cuello; una locura, pero lo agarré de los pelos para
comprobar que su cabeza no se desprendía de su cuerpo.
Un tipo, el padre, alguien que estaba con
ellos se me vino encima. Solté al pibito, miré al tipo y lo insulté con furia.
Toda la angustia del alma la escupí en esa puteada.
El
tipo me pegó una piña.
Dos policías me sujetaron desde atrás, y
ante la gente de la plaza que no paraba de insultarme, me llevaron al
patrullero. Eran los mismos policías de la noche, el gordo y el flaco.
Pasé varias horas sentado en el patio gris
de una comisaría. Estaba atontado, la voz de Regina diciendo sarampión, Cecilia
hablando, la sonrisa del bar, Skay Beilinson, el pibito sin cabeza, el alcohol,
el dolor en la nuca, el sabor de la sangre en la boca, el sueño. Me dolían los
párpados. Al rato el policía flaco me dijo: vení, loquito, y me llevó hasta la
oficina del comisario. Un tipo avejentado, sesentón, que tenía un bigote
amarillento quemado por nicotina.
—¿Qué te pasó, te volviste loco? —dijo con
un tono entre paternal y burlón.
No le contesté. No sabía qué decirle.
—Te hice llamar porque al ver tu
documento... Un nombre muy raro el tuyo —su gesto se endureció—. ¿Vos no serás
algo de un zurdito abatido en los setenta en el batallón que estaba acá nomás?,
en Chingolo —hizo una pausa canchera y se acarició el bigote—. Yo estuve ahí,
hace una ponchada de años, era para navidad, recién empezaba en la policía. Ése
fue el final de la guerrilla —concluyó orgulloso.
La palabra guerrilla quedó flotando en el
aire. Había olor a sopa o a mate cocido. En una pared descubrí un cuadrito con
la foto ajada del colectivo de los pandulces.
La angustia se desvaneció como una muela
que de golpe deja de doler. Sonreí y las palabras se me dispararon desde la
boca.
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