domingo, 3 de diciembre de 2023

Mar del Plata en invierno

 


Mar del Plara en invierno (audiolibro)


música (audiolibro) Daniel Delfino


Mar del Plata en invierno

 

Dos días juntos. Una noche entre esos dos días juntos. Despertarme con ella, saber cómo duerme, cómo sueña, así fantaseaba él, en eso consistía el loco proyecto que tenía con Stella Maris. Y de tanto buscar y buscar la manera, finalmente un viaje de trabajo para él, la excusa de visitar a una prima inventada para ella. Todo el mundo tiene una prima lejos. La ciudad de los sueños: Mar del Plata. La feliz. En eso consistiría la gran conspiración.

     Vivía deslumbrado por Stella Maris, llevaban más de un año de salidas furtivas. Ella estaba en pareja con un tipo básico, de ocupaciones turbias. Él nunca lo había visto pero lo imaginaba. Era un tipo grande, Stella Maris tenía veintitrés, él veinticinco y el tipo más de cuarenta.

     Toda la semana se la pasó preparando el viaje. Era además una gran oportunidad para sacar a la ruta su flamante Renault 12 L que se había comprado un mes atrás. Alicia, su jefa en la empresa, que le hacía la gamba en todo, le armó una comisión a la feliz. La excusa: llevar unos papeles de vital importancia al jefe de la regional de Mar del Plata.

     Cuando todo estuvo arreglado, llamó a Stella Maris para avisarle pero su celular daba apagado. Mandaba directo al contestador. Stella Maris jamás levantaba los mensajes del contestador. Debían salir el sábado tipo cuatro de la madrugada y ya era viernes a las seis de la tarde y su celular seguía apagado. La angustia conspiraba contra cualquier preparativo. Si ella no contestaba igual tendría que ir; el tipo de Mar del Plata esperaba los papeles y le daba vergüenza contarle a Alicia que Stella Maris lo había plantado. Ella era muy crítica con esa relación y con su obsesión por Stella Maris. Imaginar esos cuatrocientos kilómetros, solo, le resultaba insoportable.

     A las once de la noche Stella Maris lo llamó. Había tenido un problema que no quiso contarle pero que le impedía viajar. Más de lo de siempre. Se enojó y le dijo que no podía hacerle eso. Ella dijo que iba a tratar de zafar pero no le prometía nada. Tampoco hubiera creído en su promesa.

     Mar del Plata en julio y solo. Pensó en llevarse música para el viaje, cualquier cosa que pudiera entusiasmarlo. Al fin y al cabo, Stella Maris siempre tenía mil problemas y la mayoría de las veces, después de una ardua ingeniería de engaños, no podía.

     A las cuatro de la mañana se aprestaba a salir solo y ella llamó. Venía. Lo esperaba en San Justo; después le explicaba.

     En Arieta y Provincias Unidas subió al auto. Le costó reconocerla. En su cara y en su cuello varios moretones confluían en un ojo negro. Un negro que parecía pintado en la piel. Atinó una pregunta y ella le respondió con violencia que no le preguntara nada.

     Viajaban en silencio. En Ricchieri se durmió. Durmió todo el viaje. En la Ruta 2, entre dos atados gigantes de Marlboro, tuvo el impulso de abrir la puerta y tirarla del auto. Un instante salvaje grabado en su memoria. Puede sentir nítidamente ese momento, esos pensamientos efímeros que se fijan a los recuerdos como un feto maligno. Una breve actividad mental que se materializa de alguna manera extraña y no puede salir de las paredes del cráneo. Pensó que tal vez sean esas las secuencias de la película que proyectan antes de la muerte.

     Con la seguridad de que no se iba a despertar, puso Alma de diamante en un casete que no paró de girar y girar en todo el viaje. Su video mental de «Casas marcadas» son las imágenes de esa Ruta 2 invernal y soleada.

     La relación con Stella Maris era absurda y autodestructiva. Pero si algo conocía de sí mismo era justamente eso: que era absurdo y autodestructivo. Ella le había confesado que le gustaban más las mujeres que los hombres, pero que con él gozaba tanto que no podía dejar de quererlo. Pensó que el verbo gozar es un verbo indefinible. Esas cosas lo desconcertaban; cualquier tipo normal hubiera cortado esa relación por bastante menos.

     El hotel quedaba sobre Güemes, un hotel de un sindicato de petroleros que también tenía convenio con su obra social. Stella Maris bajó del auto y se registraron. Los ojos del conserje se fijaban a los moretones de Stella Maris. Sentía vergüenza y de los nervios firmó el libro de viajantes en cualquier lado. Sentía que el conserje lo miraba como el responsable de la paliza.

     En la habitación ella se arrojó en una cama individual y en segundos estaba durmiendo.

     Se fue a ver al jefe de la regional. Quería sacarse cuanto antes ese tema de encima. El tipo controló los papeles y le firmó los remitos. No le dio tiempo al chusmerío de la empresa ni a ninguna otra cosa. El tipo era amigo de Alicia, pero eso era lo que menos le importaba en ese momento.

     Casi las dos de la tarde. Volvió al hotel y Stella Maris seguía roncando. Se tiró en la cama matrimonial y se durmió.

     Al abrir los ojos, era de noche. Stella Maris estaba en el baño. Cuando salió, su cara lucía peor, más hinchada. Ella se clavó dos Trapax y se metió otra vez en la cama. Le preguntó si quería que fuesen a cenar, pero no quiso.

     Bajó con bronca. Caminó a la deriva por el centro. Los turistas invernales de Mar del Plata son una fauna uniforme. Jubilados, afiliados a gremios pobres que no les da para el verano y que se conforman con venir a chupar frío a esta ciudad sucia y desabrida. La única diferencia con Buenos Aires es que tiene alfajores, pensó. El mar no le importa a nadie.

     A él sí. Lo único que le interesaba era ver el mar. Desde la rambla se fue caminando para el lado de La Perla. El mar nocturno rugía entre las sombras como un animal herido de muerte. Caminó bastante y se sentó a descansar para fumar un Marlboro.

     Una chica rellenita se sentó a su lado. Era inquieta. Llevaba un jogging gastado, pelo oscuro y el equilibrio de sus rasgos se desestabilizaba en dos ojos enormes. Dos lamparones que miraban con la seguridad de un lenguaje propio. Sintió ganas de tocarlos, de humedecer sus dedos en ese brillo. Le calculó unos diecisiete.

     —En invierno esto es la muerte —dijo la chica bufando.

     —Parece, ¿no?

     —Sí, es la muerte. Yo laburo acá, pero con este clima ni el loro quiere un poco de cariño. ¿No querés estar conmigo? Me das lo que podés y me quedo toda la noche con vos, dale.

     La deseó. Ahora el mar latía con la potencia inútil de un corazón no correspondido.

     Ella le pidió un Marlboro.

     —La verdad me encantaría estar con vos pero...

     —Pero qué... ¿No te gusto?

     —Sí, me gustás, pero estoy con una chica en el hotel.

     —Ah... ¿Y qué hacés acá más solo que un perro?

     Sus palabras le dolieron.

     —Nada, paseo.

     —¿Y tu chica?

     —Está durmiendo.

     Un silencio pesado se interpuso entre los dos. Ella metió sus pequeñas manos regordetas en los bolsillos del jogging. El mar histérico se escuchó más que nunca.

     —¿Estás angustiado no?

     —Algo así. Pero si querés vamos a comer algo.

     —Dale. ¿Cómo te llamás?

     —Pablo.

     Siempre decía Pablo en lugar de su nombre cuando conocía a alguien en la calle, o fuera de sus circuitos.

     —Yo me llamo Sofía.

     Cenaron en un tenedor libre del centro. Salieron y caminaron para el lado del Torreón del Monje; según Sofía: territorio de las Barbies. Eran las más voluptuosas y dominaban la zona de la Rambla. Ella no podía laburar ahí, pero la crudeza del frío de esa noche había guardado a las Barbies en sus casas de muñecas.

     Se besaron; su saliva era una sustancia dulce, adictiva. Su lengua entrelazaba la de él con violencia, aferrándose a su carne como si quisiera herirlo. Era un beso torpe, un abrazo sin gracia, pero la dejaba hacer. Su boca concentraba el único calor de la noche, un lugar fuera de la intemperie. Los moretones de Stella Maris parecían de otra vida, de la vida de otro.

     Le contó de sus hermanitos, los mellizos; ella los cuidaba.

     —Cuando yo era chica, muy chica, no éramos pobres. Mi mamá era nadadora, nadadora profesional. Vivíamos en Buenos Aires, en Ramos. Nosotros veraneábamos siempre en Calamuchita, en lo de mi abuela.

     El cigarrillo se le apagó. Se lo volvió a encender y ella ensayó una cuevita con sus manos para que el viento no apagara la llama. Pegó una pitada corta y continuó:

     —Pero un año mi mamá insistió que viniéramos de vacaciones a Mar del Plata. Ese verano se ahogó, acá en La Perla. Ella que sabía nadar mejor que nadie, se ahogó. Mi mamá era hermosa. Me decía que mis ojos eran planetas. Mi papá nunca aceptó que ella se muriera y empezó a tomar y tomar. Al poco tiempo nos vinimos a vivir acá, a Mar del Plata. Después tuvo los mellizos con una piba que lo abandonó.

     El cigarrillo la hizo toser. Lo arrojó con gracia y concluyó:

     —Hace como seis meses que mi papá desapareció. Yo hago lo que puedo, tengo dieciséis...

     Fueron a buscar el auto a la cochera del hotel y recorrieron sin rumbo la ciudad desierta y nocturna. Pensó que Mar del Plata es una ciudad innecesaria. Sofía quería mostrarle el lugar en el que vivía, una villa miseria de las afueras. A un costado de la ruta observaron unas luces de colores que titilaban en la oscuridad, en medio de la nada. Es un parque, es un parque de diversiones, dijo Sofía. Al acercarse más, el pequeño parque de diversiones dibujaba sus contornos angulosos en la noche, solitario y mal iluminado. Que estuviera abierto un día de semana y a esa hora era un milagro. Él le sugirió ir a buscar a los mellizos y llevarlos al parque. Sofía se entusiasmó con la idea y fueron por ellos. Por precaución, le previno que la dejara unas cuantas cuadras antes, sobre Juan B. Justo.

     En veinte minutos volvió con los mellizos. Una nena y un nene. Tendrían cuatro años. Estaban bien vestidos, prolijos y eran muy educados. Se fueron directamente al parque de diversiones. Eran los únicos clientes, tal vez por el frío o por la hora, pero los empleados, no más de cinco, se alternaban para abrirle los juegos que iban eligiendo.

     Sofía ejercía sobre los tres una atracción que los imantaba, las risas y las emociones confluían en ella, ella elegía el siguiente juego y la seguían sin objeción. Y cuando terminaban corrían a abrazarla hasta el nuevo desafío que les proponía.

     En las tazas subieron los cuatro juntos, en los autitos chocadores se repartieron los mellizos con Sofía y en el tren fantasma los mellizos entraron a presión en el medio de los dos.

     Después de los panchos, los mellizos se durmieron. El parque se detuvo pero las lamparitas de colores continuaron titilando. Ese parque parecía no cerrar nunca.

     Subieron al auto y volvieron hacia el lado del mar.

     Los mellizos dormían en el asiento de atrás. Al llegar a la zona de La Perla, Sofía le indicó un lugar para que estacionara el auto. Era su lugar. Una plaza que lindaba con la avenida que bordea la costa. Bajaron del auto y caminaron hasta la playa. En una carpa ella se le tiró encima. Se bajó el jogging y se quedó en tanga. Una tanga de la Sirenita. De pronto estaban cogiendo sobre la arena. Le acabó adentro mientras ella lo besaba y le mordía los labios sin importarle que pudiera lastimarlo.

     Se sacudieron la arena, se vistieron y volvieron al auto. Los mellizos seguían durmiendo. Sofía se acurrucó a su lado y se quedaron dormidos con los vidrios empañados.

     Cuando un sol débil atravesó el vapor de los cristales abrió los ojos. Pensó en el hotel, en Stella Maris. Despertó a Sofía y arrancó el auto. En una panadería compró facturas, le dio plata y se despidieron en Juan B. Justo, en el mismo lugar en el que la había esperado la noche anterior. Sin control sobre sus palabras le dijo que quería volver, ayudarla. Sofía anotó su teléfono en un papelito y prometió llamarlo. Le dolió saber que ella no lo iba a hacer, que seguramente iba a ser uno de tantos, que a los pocos días iba a olvidarse de él.

     Antes de irse ella le dijo con un tono amargo:

     —¿A vos te parece lógico que una nadadora profesional se ahogue en la orilla del mar?

     Volvió al hotel. Eran las nueve de la mañana. Stella Maris no estaba. La esperó un rato tirado en la cama hasta que le avisaron que debía abandonar la habitación. Avergonzado, preguntó en conserjería y le dijeron que había salido temprano, bastante antes de que él llegara.

     Esperó hasta las doce en la puerta del hotel, pero Stella Maris no apareció. Aturdido manejó por las calles del centro y sin darse cuenta estaba circulando por la avenida que bordea el mar y luego por la que sale a la ruta 2.

     En las zapatillas todavía tenía arena de la noche anterior. Le costó mucho sacarla; la arena sobrevivió varias lavadas hasta eliminar el último granito.

     Durante varios días llamó al celular de Stella Maris. Siempre daba apagado. Insistía, más por el orgullo herido de que ella lo hubiera abandonado por voluntad propia, que por ponerse a pensar en que podría haberle pasado algo grave en Mar del Plata.  Una noche sonó el celular, número anónimo y se escucharon voces en la línea, pensó que podría ser ella, su voz, pero la comunicación se fue apagando hasta que se cortó definitivamente. Durante un tiempo volvía a llamarla y siempre lo mismo.

     Una tarde Sofía lo llamó al celular. Le dijo que aquella noche había quedado embarazada, que no le reclamaba nada, que sabía que era alguien distinto y que los mellizos siempre preguntaban por él. Se había puesto en pareja con una chica un poquito más grande que ella y que vivían juntas con los mellizos y con la beba.

     —Ella también es de Buenos Aires —le dijo entre risas.

     Esa risa le molestó. Parecía de burla.

     —Y qué tiene, Buenos Aires está lleno de gente —le contestó con tono agresivo.

     —Está bien, no te enojes.

     —No me enojé.

     —Bueno las cosas son así. Chau —dijo Sofía con contundencia y cortó.

     Debía existir una razón para cortar de esa manera. ¿Lo había llamado por su nombre? No, no puede ser, se dijo. Durante toda la tarde pensó en Stella Maris más de lo que había pensado en el último tiempo. Se propuso ubicarla, hablar con ella, debería tener una explicación lógica, pero el celular ahora estaba fuera de servicio. Pensó que podría haberse quedado a vivir en Mar del Plata. Era una posibilidad. Se le ocurrió ir por su barrio, tratar de verla, pero esas ideas se encendían en su mente y rápidamente le parecían una locura. Además, hubiera sido inútil la payasada del merodeador, ni sabía en qué lugar exacto vivía. Ella, como Sofía, no parecía necesitarlo. Con el paso del tiempo el impulso de encontrarla se fue enfriando.


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