Mar del Plara en invierno (audiolibro)
música (audiolibro) Daniel Delfino
Mar del Plata en invierno
Dos días
juntos. Una noche entre esos dos días juntos. Despertarme con ella, saber cómo
duerme, cómo sueña, así fantaseaba él, en eso consistía el loco proyecto que
tenía con Stella Maris. Y de tanto buscar y buscar la manera, finalmente un viaje
de trabajo para él, la excusa de visitar a una prima inventada para ella. Todo
el mundo tiene una prima lejos. La ciudad de los sueños: Mar del Plata. La
feliz. En eso consistiría la gran conspiración.
Vivía deslumbrado por Stella Maris, llevaban
más de un año de salidas furtivas. Ella estaba en pareja con un tipo básico, de
ocupaciones turbias. Él nunca lo había visto pero lo imaginaba. Era un tipo
grande, Stella Maris tenía veintitrés, él veinticinco y el tipo más de
cuarenta.
Toda la semana se la pasó preparando el
viaje. Era además una gran oportunidad para sacar a la ruta su flamante Renault
12 L que se había comprado un mes atrás. Alicia, su jefa en la empresa, que le
hacía la gamba en todo, le armó una comisión a la feliz. La excusa: llevar unos
papeles de vital importancia al jefe de la regional de Mar del Plata.
Cuando todo estuvo arreglado, llamó a
Stella Maris para avisarle pero su celular daba apagado. Mandaba directo al
contestador. Stella Maris jamás levantaba los mensajes del contestador. Debían
salir el sábado tipo cuatro de la madrugada y ya era viernes a las seis de la
tarde y su celular seguía apagado. La angustia conspiraba contra cualquier
preparativo. Si ella no contestaba igual tendría que ir; el tipo de Mar del Plata
esperaba los papeles y le daba vergüenza contarle a Alicia que Stella Maris lo
había plantado. Ella era muy crítica con esa relación y con su obsesión por
Stella Maris. Imaginar esos cuatrocientos kilómetros, solo, le resultaba
insoportable.
A las once de la noche Stella Maris lo
llamó. Había tenido un problema que no quiso contarle pero que le impedía
viajar. Más de lo de siempre. Se enojó y le dijo que no podía hacerle eso. Ella
dijo que iba a tratar de zafar pero no le prometía nada. Tampoco hubiera creído
en su promesa.
Mar del Plata en julio y solo.
Pensó en llevarse música para el viaje, cualquier cosa que pudiera
entusiasmarlo. Al fin y al cabo, Stella Maris siempre tenía mil problemas y la
mayoría de las veces, después de una ardua ingeniería de engaños, no podía.
A las cuatro de la mañana se aprestaba a
salir solo y ella llamó. Venía. Lo esperaba en San Justo; después le explicaba.
En Arieta y Provincias Unidas subió al
auto. Le costó reconocerla. En su cara y en su cuello varios moretones
confluían en un ojo negro. Un negro que parecía pintado en la piel. Atinó una
pregunta y ella le respondió con violencia que no le preguntara nada.
Viajaban en silencio. En Ricchieri se
durmió. Durmió todo el viaje. En la Ruta 2, entre dos atados gigantes de
Marlboro, tuvo el impulso de abrir la puerta y tirarla del auto. Un instante
salvaje grabado en su memoria. Puede sentir nítidamente ese momento, esos
pensamientos efímeros que se fijan a los recuerdos como un feto maligno. Una breve
actividad mental que se materializa de alguna manera extraña y no puede salir
de las paredes del cráneo. Pensó que tal vez sean esas las secuencias de la
película que proyectan antes de la muerte.
Con la seguridad de que no se
iba a despertar, puso Alma de diamante
en un casete que no paró de girar y girar en todo el viaje. Su video mental de
«Casas marcadas» son las imágenes de esa Ruta 2 invernal y soleada.
La relación con Stella Maris era absurda y
autodestructiva. Pero si algo conocía de sí mismo era justamente eso: que era
absurdo y autodestructivo. Ella le había confesado que le gustaban más las
mujeres que los hombres, pero que con él gozaba tanto que no podía dejar de
quererlo. Pensó que el verbo gozar es un verbo indefinible. Esas cosas lo
desconcertaban; cualquier tipo normal hubiera cortado esa relación por bastante
menos.
El hotel quedaba sobre Güemes, un hotel de
un sindicato de petroleros que también tenía convenio con su obra social.
Stella Maris bajó del auto y se registraron. Los ojos del conserje se fijaban a
los moretones de Stella Maris. Sentía vergüenza y de los nervios firmó el libro
de viajantes en cualquier lado. Sentía que el conserje lo miraba como el
responsable de la paliza.
En la habitación ella se
arrojó en una cama individual y en segundos estaba durmiendo.
Se fue a ver al jefe de la
regional. Quería sacarse cuanto antes ese tema de encima. El tipo controló los
papeles y le firmó los remitos. No le dio tiempo al chusmerío de la empresa ni
a ninguna otra cosa. El tipo era amigo de Alicia, pero eso era lo que menos le
importaba en ese momento.
Casi las dos de la tarde.
Volvió al hotel y Stella Maris seguía roncando. Se tiró en la cama matrimonial
y se durmió.
Al abrir los ojos, era de noche. Stella
Maris estaba en el baño. Cuando salió, su cara lucía peor, más hinchada. Ella
se clavó dos Trapax y se metió otra vez en la cama. Le preguntó si quería que
fuesen a cenar, pero no quiso.
Bajó con bronca. Caminó a la deriva por el
centro. Los turistas invernales de Mar del Plata son una fauna uniforme.
Jubilados, afiliados a gremios pobres que no les da para el verano y que se
conforman con venir a chupar frío a esta ciudad sucia y desabrida. La única
diferencia con Buenos Aires es que tiene alfajores, pensó. El mar no le importa
a nadie.
A él sí. Lo único que le
interesaba era ver el mar. Desde la rambla se fue caminando para el lado de La
Perla. El mar nocturno rugía entre las sombras como un animal herido de muerte.
Caminó bastante y se sentó a descansar para fumar un Marlboro.
Una chica rellenita se sentó a
su lado. Era inquieta. Llevaba un jogging gastado, pelo oscuro y el equilibrio
de sus rasgos se desestabilizaba en dos ojos enormes. Dos lamparones que
miraban con la seguridad de un lenguaje propio. Sintió ganas de tocarlos, de
humedecer sus dedos en ese brillo. Le calculó unos diecisiete.
—En invierno esto es la muerte
—dijo la chica bufando.
—Parece, ¿no?
—Sí, es la muerte. Yo laburo acá, pero con
este clima ni el loro quiere un poco de cariño. ¿No querés estar conmigo? Me
das lo que podés y me quedo toda la noche con vos, dale.
La deseó. Ahora el mar latía
con la potencia inútil de un corazón no correspondido.
Ella le pidió un Marlboro.
—La verdad me encantaría estar
con vos pero...
—Pero qué... ¿No te gusto?
—Sí, me gustás, pero estoy con
una chica en el hotel.
—Ah... ¿Y qué hacés acá más
solo que un perro?
Sus palabras le dolieron.
—Nada, paseo.
—¿Y tu chica?
—Está durmiendo.
Un silencio pesado se
interpuso entre los dos. Ella metió sus pequeñas manos regordetas en los
bolsillos del jogging. El mar histérico se escuchó más que nunca.
—¿Estás angustiado no?
—Algo así. Pero si querés
vamos a comer algo.
—Dale. ¿Cómo te llamás?
—Pablo.
Siempre decía Pablo en lugar
de su nombre cuando conocía a alguien en la calle, o fuera de sus circuitos.
—Yo me llamo Sofía.
Cenaron en un tenedor libre del centro.
Salieron y caminaron para el lado del Torreón del Monje; según Sofía:
territorio de las Barbies. Eran las más voluptuosas y dominaban la zona de la
Rambla. Ella no podía laburar ahí, pero la crudeza del frío de esa noche había
guardado a las Barbies en sus casas de muñecas.
Se besaron; su saliva era una
sustancia dulce, adictiva. Su lengua entrelazaba la de él con violencia,
aferrándose a su carne como si quisiera herirlo. Era un beso torpe, un abrazo
sin gracia, pero la dejaba hacer. Su boca concentraba el único calor de la
noche, un lugar fuera de la intemperie. Los moretones de Stella Maris parecían
de otra vida, de la vida de otro.
Le contó de sus hermanitos,
los mellizos; ella los cuidaba.
—Cuando yo era chica, muy
chica, no éramos pobres. Mi mamá era nadadora, nadadora profesional. Vivíamos
en Buenos Aires, en Ramos. Nosotros veraneábamos siempre en Calamuchita, en lo
de mi abuela.
El cigarrillo se le apagó. Se lo volvió a
encender y ella ensayó una cuevita con sus manos para que el viento no apagara
la llama. Pegó una pitada corta y continuó:
—Pero un año mi mamá insistió
que viniéramos de vacaciones a Mar del Plata. Ese verano se ahogó, acá en La
Perla. Ella que sabía nadar mejor que nadie, se ahogó. Mi mamá era hermosa. Me
decía que mis ojos eran planetas. Mi papá nunca aceptó que ella se muriera y
empezó a tomar y tomar. Al poco tiempo nos vinimos a vivir acá, a Mar del
Plata. Después tuvo los mellizos con una piba que lo abandonó.
El cigarrillo la hizo toser.
Lo arrojó con gracia y concluyó:
—Hace como seis meses que mi papá
desapareció. Yo hago lo que puedo, tengo dieciséis...
Fueron a buscar el auto a la cochera del
hotel y recorrieron sin rumbo la ciudad desierta y nocturna. Pensó que Mar del
Plata es una ciudad innecesaria. Sofía quería mostrarle el lugar en el que
vivía, una villa miseria de las afueras. A un costado de la ruta observaron
unas luces de colores que titilaban en la oscuridad, en medio de la nada. Es un
parque, es un parque de diversiones, dijo Sofía. Al acercarse más, el pequeño
parque de diversiones dibujaba sus contornos angulosos en la noche, solitario y
mal iluminado. Que estuviera abierto un día de semana y a esa hora era un
milagro. Él le sugirió ir a buscar a los mellizos y llevarlos al parque. Sofía
se entusiasmó con la idea y fueron por ellos. Por precaución, le previno que la
dejara unas cuantas cuadras antes, sobre Juan B. Justo.
En veinte minutos volvió con los mellizos.
Una nena y un nene. Tendrían cuatro años. Estaban bien vestidos, prolijos y
eran muy educados. Se fueron directamente al parque de diversiones. Eran los
únicos clientes, tal vez por el frío o por la hora, pero los empleados, no más
de cinco, se alternaban para abrirle los juegos que iban eligiendo.
Sofía ejercía sobre los tres una atracción
que los imantaba, las risas y las emociones confluían en ella, ella elegía el
siguiente juego y la seguían sin objeción. Y cuando terminaban corrían a
abrazarla hasta el nuevo desafío que les proponía.
En las tazas subieron los
cuatro juntos, en los autitos chocadores se repartieron los mellizos con Sofía
y en el tren fantasma los mellizos entraron a presión en el medio de los dos.
Después de los panchos, los
mellizos se durmieron. El parque se detuvo pero las lamparitas de colores
continuaron titilando. Ese parque parecía no cerrar nunca.
Subieron al auto y volvieron
hacia el lado del mar.
Los mellizos dormían en el asiento de
atrás. Al llegar a la zona de La Perla, Sofía le indicó un lugar para que
estacionara el auto. Era su lugar. Una plaza que lindaba con la avenida
que bordea la costa. Bajaron del auto y caminaron hasta la playa. En una carpa
ella se le tiró encima. Se bajó el jogging y se quedó en tanga. Una tanga de la
Sirenita. De pronto estaban cogiendo sobre la arena. Le acabó adentro mientras
ella lo besaba y le mordía los labios sin importarle que pudiera lastimarlo.
Se sacudieron la arena, se
vistieron y volvieron al auto. Los mellizos seguían durmiendo. Sofía se
acurrucó a su lado y se quedaron dormidos con los vidrios empañados.
Cuando un sol débil atravesó el vapor de
los cristales abrió los ojos. Pensó en el hotel, en Stella Maris. Despertó a
Sofía y arrancó el auto. En una panadería compró facturas, le dio plata y se
despidieron en Juan B. Justo, en el mismo lugar en el que la había esperado la
noche anterior. Sin control sobre sus palabras le dijo que quería volver,
ayudarla. Sofía anotó su teléfono en un papelito y prometió llamarlo. Le dolió
saber que ella no lo iba a hacer, que seguramente iba a ser uno de tantos, que
a los pocos días iba a olvidarse de él.
Antes de irse ella le dijo con
un tono amargo:
—¿A vos te parece lógico que
una nadadora profesional se ahogue en la orilla del mar?
Volvió al hotel. Eran las
nueve de la mañana. Stella Maris no estaba. La esperó un rato tirado en la cama
hasta que le avisaron que debía abandonar la habitación. Avergonzado, preguntó
en conserjería y le dijeron que había salido temprano, bastante antes de que él
llegara.
Esperó hasta las doce en la
puerta del hotel, pero Stella Maris no apareció. Aturdido manejó por las calles
del centro y sin darse cuenta estaba circulando por la avenida que bordea el
mar y luego por la que sale a la ruta 2.
En las zapatillas todavía
tenía arena de la noche anterior. Le costó mucho sacarla; la arena sobrevivió
varias lavadas hasta eliminar el último granito.
Durante varios días llamó al celular de
Stella Maris. Siempre daba apagado. Insistía, más por el orgullo herido de que
ella lo hubiera abandonado por voluntad propia, que por ponerse a pensar en que
podría haberle pasado algo grave en Mar del Plata. Una noche sonó el celular, número anónimo y
se escucharon voces en la línea, pensó que podría ser ella, su voz, pero la
comunicación se fue apagando hasta que se cortó definitivamente. Durante un
tiempo volvía a llamarla y siempre lo mismo.
Una tarde Sofía lo llamó al
celular. Le dijo que aquella noche había quedado embarazada, que no le
reclamaba nada, que sabía que era alguien distinto y que los mellizos siempre
preguntaban por él. Se había puesto en pareja con una chica un poquito más
grande que ella y que vivían juntas con los mellizos y con la beba.
—Ella también es de Buenos
Aires —le dijo entre risas.
Esa risa le molestó. Parecía de
burla.
—Y qué tiene, Buenos Aires está lleno de
gente —le contestó con tono agresivo.
—Está bien, no te enojes.
—No me enojé.
—Bueno las cosas son así. Chau
—dijo Sofía con contundencia y cortó.
Debía existir una razón para cortar de esa
manera. ¿Lo había llamado por su nombre? No, no puede ser, se dijo. Durante
toda la tarde pensó en Stella Maris más de lo que había pensado en el último
tiempo. Se propuso ubicarla, hablar con ella, debería tener una explicación
lógica, pero el celular ahora estaba fuera de servicio. Pensó que podría
haberse quedado a vivir en Mar del Plata. Era una posibilidad. Se le ocurrió ir
por su barrio, tratar de verla, pero esas ideas se encendían en su mente y
rápidamente le parecían una locura. Además, hubiera sido inútil la payasada del
merodeador, ni sabía en qué lugar exacto vivía. Ella, como Sofía, no parecía
necesitarlo. Con el paso del tiempo el impulso de encontrarla se fue enfriando.
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