por Daniel Delfino
La casa de los pájaros - Audiolibro
La casa de los pájaros
Un ruidito en la oscuridad, en
medio de la noche, como si algo se moviera detrás de la cortina. Será el
viento. Intentó volverse a dormir. A través de la persiana se filtraba la luz
blanca de la calle. Antes no entraba luz por la persiana. ¿Siempre fue tan
blanca la luz de la calle?
Cerró con fuerza los ojos y en la
oscuridad se veía bajando del tren, ni siquiera era medianoche y en el andén no
quedaba nadie. Se imaginaba sola, sola en las calles de todos los días. Dio
varias vueltas en la cama, afuera se escuchó un auto que pasaba a toda
velocidad, las ruedas chirriando contra el empedrado. Estiró la sábana con las
manos. Escuchó gente caminando, abajo, en la calle. ¿Irán a un hospital? ¿a un
trabajo? ¿o simplemente caminan sin sentido?
Las cuadras entre la estación del tren y
su casa se le representaban ahora como lugares extraños, olían a otra cosa, a
otro barrio. Intentó recordar detalles de las casas, de las esquinas, pero no
recordó ninguno. Con los dedos del pie recorrió la sábana hasta el hueco en que
ajusta con el sommier verificando que no se hubiera salido. Nada peor que la
aspereza de la frazada en la planta de los pies. ¿Y si me pasara algo? ¡Qué
estupidez! Miles de veces había caminado por esas calles de noche sin que le
pasara nada malo. Había hecho toda la carrera en turno tarde, volviendo a su
casa muchas veces después de medianoche.
En el desayuno apuntaba en la agenda
frases y giros que podría incorporar a las ponencias, hacer más énfasis en los
progresos del tratamiento, opacar el abismo de la no-cura. Ese era el objetivo.
En pocos días iba a dar un seminario sobre TDAH en el Instituto Janer; una
semana entera hablando sin parar para gente desconocida. Datos nuevos, fuera de
la tesis del libro, que nadie pudiera decir que estaba repitiendo como un loro.
Chispazos que parecieran derivas ocurrentes, pero que estuvieran calculados y
cercados. No, no toda la gente sería desconocida.
Tenía mucho sueño, había dormido mal por
ese ruidito de mierda. Por suerte tras finalizar el desayuno subiría al auto,
en la clínica, estacionar no implica un problema, en el Instituto Janer hay que
pagar estacionamiento. Mejor no llevarlo. El auto a veces se convierte en una
molestia.
Fin de un día extenuante. Cenó arroz con
aceite de oliva y queso. Se acostó.
Con los ojos abiertos y vigilantes en la
oscuridad, el ruidito reapareció. Era intermitente, como una descarga
eléctrica, un enchufe o una conexión a punto de descomponerse. Se incorporó y
encendió el velador.
Desde esa posición ya no tenía dudas:
detrás de la cortina. Ahora estaba despierta, fuera de la cama, de pie en medio
del cuarto. Atinó a correr la cortina pero se contuvo. ¿Y si fuera un bicho?
Volvió sobre sus pasos y encendió también la luz cenital. ¿Qué podría ser eso
que se movía?
Estaba sola en el departamento, una
obviedad, vivía sola, pero a la vez esa soledad se le revelaba como un
descubrimiento inquietante. Desnuda, apenas tenía puesta la bombacha,
últimamente le molestaba el camisón. Afirmó sus pies descalzos en el piso,
corrió la cortina con decisión y lo vio: un pajarito negro, inmóvil, erguido
sobre sus patitas entre los cables enmarañados del televisor.
Se quedó aferrada a la cortina, el
silencio retumbaba. El pajarito la escrutó con temor, parecía asustado. Luego
elevó el pico como una uña, como si intentara decir algo y en dos saltitos
desapareció entre la cómoda y la pared. Presa de un arrebato tomó la cómoda de
ambos bordes y la movió. Una fuerza que pensó que no tenía.
No estaba. Solo las marcas en la alfombra,
la pared ajada por la presión del mueble.
¡¿Dónde te metiste?!, gritó y el grito se
amplificó en la noche.
Se llevó la mano a la boca, giraba la
cabeza como un radar fuera de control. Los vecinos, pensó. Volvió a mover la
cómoda, se tiró al piso para ver mejor, entre la cómoda y la pared no podría
haberse esfumado. Pero no estaba, no estaba.
Permaneció un largo rato recostada sobre
la alfombra. Sintió frío, era tarde. Con bronca y resignación se metió en la cama.
Las sábanas no estaban suaves, no olían a nada. ¿Las cambié? En algún lugar de
la habitación el pajarito estaría escondido, los ojos abiertos, expectante a
todo lo que ella hiciera. Al bajar de la estación y caminar las calles
nocturnas debería haber miles de ojos observándola desde las ventanas cerradas.
Ojos como luces negras, como esas dos lucecitas encendidas en algún lugar de la
habitación.
Al día siguiente salió antes de la
clínica. Uno a uno los muebles de la habitación fueron a parar al living. No
venía nada mal una limpieza. Muchas veces le rondaba un pensamiento: una debe
tener todo ordenado por si se muere de repente. Salir a la calle con medias
limpias, con la ropa interior inmaculada. Algo podría sucederle en el trayecto
de la estación a su casa y el dueño del departamento no podría decir que le
alquilaba a una sucia. Algo podría estar escondido detrás de los autos, entre
las sombras, nunca había pensado que algo podría esconderse detrás de los
autos. Las calles están llenas de autos. El miedo crea la víctima, en algún
lugar leí eso, tal vez en los apuntes del seminario, tal vez se me ocurrió. No
creo que sea un pensamiento propio, lo debo haber leído en algún lado, tengo
que anotar las cosas que saco de algún lado.
La habitación quedó desnuda pero el
pajarito no aparecía. Continuó buscándolo mientras ordenaba los placares. Nada.
Armó la habitación otra vez con leves variaciones en el orden de los muebles y
cambió las sábanas.
Debió escaparse por la ventana. Tema
cerrado.
El
seminario. Pasó el resto del día anticipando preguntas de los asistentes que
sobrevolaran la neutralización de la hiperactividad en los niños de 0-5 años,
el tema central de la primer ponencia. Debía evaluar las posibles derivaciones
de cada uno de los tópicos de las cinco ponencias: los patrones preexistentes,
la inquietud excesiva, la impulsividad, las nuevas hipótesis sobre el déficit.
Tópico, tengo que usar la palabra tópico, la voy a repetir una y otra vez hasta
que me nazca naturalmente. A los que intentaran desviarla de los temas
nodulares debería cortarlos al vuelo y encerrarlos entre los bastidores del
seminario.
Con el ruidito se le habían ido las ganas
de hacer pis. Desde la época de la escuela, y mucho más en épocas de finales en
la facultad, siempre que se enfrentaba a algo importante —era el primer
seminario que daba—, se ponía muy ansiosa y le venían incontenibles ganas de
hacer pis. Una de las preocupaciones principales era ésa. ¿Qué voy a hacer si
me agarran ganas de hacer pis mientras estoy hablando? Era una preocupación que
superaba incluso a la de perder el hilo del tema, que se le olvidara lo que
tenía para decir y tener que improvisar. Un fantasma que la hiciera caer en el
delirio y decir cosas que nunca diría en público.
¿Qué cosas?
Se acostó. Caminaba por las calles, apenas
se oía el chasquido de las botas contra la vereda. Nada tras los autos, nada
por las calles. Ahora podía verlo todo desde una altura más elevada y comprobar
que nunca hay nada detrás de los autos, de los árboles.
En la oscuridad, de nuevo el ruidito.
Se levantó enfurecida, corrió la cortina
sin rodeos. El pajarito negro estaba allí otra vez.
No se dejó llevar por el impulso de
atraparlo. Esta vez voy a ser metódica. El plan: conducirlo hacia la ventana,
tentarlo para que escape volando. Estarás extrañando volar, hijo de mil putas.
En puntas de pie caminó hacia la ventana pero el pajarito se metió debajo de la
cama. Con furia levantó primero el colchón y después el sommier.
¡¿Dónde mierda te metiste?! Me vas a hacer
pis por todos lados.
Cuando se dio cuenta de que estaba
hablándole, se llevó la mano a la boca. Los vecinos. ¿Cuánto tiempo hacía que
no los veía? ¿Se habrán mudado?
¿Los pajaritos hacen pis?
Antes de ir a trabajar, cerró las
persianas y trabó todas las ventanas. Nadie iba a burlarse de ella aunque se
equivocara, aunque trastabillara con alguna palabra, aunque no supiera
responder una pregunta. Mucho menos ese pajarito insignificante. Sí, iba a
retorcerle el cogote hasta arrancárselo. Como se lo retorció a la mesa
examinadora en el último final. Habían recibido una respuesta brillante a cada
una de sus preguntas mala leche. Tenían que interrumpir su respuesta para que
no siguiera hablando. Porque hubiera podido seguir y seguir hablando como un
loro. Pensaron que no iba a saber, que no iba a responder con semejante
locuacidad. Deseaban humillarme. 10 (Diez). Y ahora me llaman para dar
seminarios.
Durante todo el día en la Clínica estuvo
dispersa. Se encerró en el consultorio hasta la hora de salida. Si le
preguntaran a qué niños atendió no los recordaría. Al llegar a su departamento,
se acostó temprano para esperar el ruidito.
Las horas pasaban, trataba de no dormirse,
que ningún otro ruido la distrajera. Nada. Otra vez las calles nocturnas. Ahora
la vista era cenital y su figura más pequeña, una manchita movediza bajo los
focos del alumbrado. Se pasaba las manos por la cara para sentir la piel, la
humedad y el calor de la piel, continuaba hacia la cabeza hasta el pelo. Su
pelo suave, sentía ahora su mano acariciándolo. Una mano borrosa en un auto. Un
nombre: David o Braulio. ¿David o Braulio? Un novio de mi mamá. Faltaba el aire
en ese auto enorme. Las ventanillas cerradas y un olor. El hombre manejando,
hablaba, sonreía y tenía un olor, a perfume, a respiración. Un olor como el
aire. Un olor que no se iba. Afuera los árboles eran verdes y luminosos como
nunca los había visto. La mano del hombre continuaba acariciándole el pelo, un
brazo peludo, una mano de piel oscura, tostada por el sol. ¿Dónde está mi mamá?
En el interior de ese auto todo era amarillo. La casa de los pájaros, la casa
en donde viven todos los pájaros, los pájaros de todos los colores, donde todos
los pájaros tienen otro nombre y ahora tu nombre es Constanza. Un nombre
hermoso, un nombre a su medida. Constanza es una música. En la voz de ese
hombre amarillo todo parecía acariciarla. La mano sobre su pelo. Una y otra
vez, mientras miraba incansablemente la persiana cerrada. Ya no entraba más
luz.
Eran las ocho. Se había quedado dormida.
Llamó a la Clínica. Pidió una licencia por una semana argumentando un viaje.
Correrían los turnos. No podían negársela, la necesitaban.
Mejor quedarse.
Una y otra vez volvía a revisar las trabas
de las ventanas, asegurarse de que la puerta tuviera media vuelta con la llave
puesta. El perfume amarillo se le había evaporado, quería imaginarlo otra vez
pero ahora en la casa de los pájaros había otro olor, un olor más intenso. Un
olor penetrante que volvía como un recuerdo olvidado; alpiste, huevo, manzana,
sí, ahora los podía individualizar uno a uno, alpiste, huevo, manzana mezclados
en un mismo olor. Un olor que recorría todo el departamento.
El lunes a la hora del seminario llamaron
del Instituto Janer. Atendió cambiando la voz:
—Hola.
—Hola, ¿Gabriela? Soy Ingrid, Ingrid del
Instituto Janer. ¡Te estamos esperando, Gabriela! ¡Está lleno de gente! Ya
deberías estar acá, muchos ya compraron tu libro.
—Soy Constanza, la hermana de Gabriela.
—¿Y dónde está Gabriela? ¿Está viniendo
para acá? La estamos esperando.
—Gabriela no está. Se fue.
Cortó. Apagó el celular.
Ahora podía hacer pis sin miedo, todo el
día y toda la noche, ahora a la casa de los pájaros llegaba un montón de gente,
manzana, alpiste, sí, no, ahora ya no tengo miedo, horas y horas sentada
haciendo pis, mamá grita, tío Pablo grita, los policías gritan, las cáscaras de
huevo hacen ruido, las manos del hombre, el pelo de alpiste, la voz de manzana,
los pajaritos cantan en su pelo, blanco, amarillo, no, no tenía miedo mientras
hacía pis, largas horas sentada en el inodoro. El pis tibio no se acababa
nunca, acariciaba la entrepierna, la piel, y volaba, sentía el cuerpo ágil y
pequeño, suspendido en el cielo nocturno. Todas las ventanas de todas las casas
abiertas y abajo, una chica camina sola por las calles, acelerando el paso,
como si estuviera asustada.
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