domingo, 3 de diciembre de 2023

La voz

 

                                                    Un cuento de Daniel Delfino


La voz (Audiolibro)

música (audiolibro) Daniel Delfino


La voz

 En la entrada de Tostado hay dos estaciones de servicio: una YPF a la izquierda y una Shell a la derecha. Entro en la Shell. Bajo del auto y estiro las piernas. En un bosquecito me preparo unos mates. Quiero dormir unas horas y continuar hacia Guardia Escolta.

     Fue una excelente idea buscar un Coronado por páginas de Internet del interior; me encanta ese auto, siempre quise tener uno y por las fotos que pude ver en la publicación parece impecable. El tipo que lo vende, un tal Luis, que lo tiene de 0 Km, me toma mi auto como parte de pago y me vuelvo con esa joya para Buenos Aires.

     Prendo el mini grabador y pongo REC: a Romina le apareció un tatuaje. STOP. REC: tipo que guarda los espacios por los que ella circuló. STOP. REC: una pensión en la que solo viven muertos. STOP. REC: tipo que llama a gente por teléfono y les dice nombres que no quieren escuchar. PAUSA. REC: nombres que sabe que odian. STOP. REC: tipo que entra a una casa cuando todos duermen y después no pueden encontrarlo. STOP. REC: todos gritan la misma palabra en el mismo momento, en la misma noche, en la misma ciudad. STOP. Pensamientos, ideas en bruto que se me fueron ocurriendo durante el día por la ruta, a la deriva por pueblos santafecinos. Saqué miles de fotos. Grabé gente hablando. Sonidos. Cosas que van a servir de material para el programa de radio que hacemos los sábados a la noche con Ezequiel. A él le encanta este tipo de mixturas, son disparadores, después los transformamos en otras cosas. A veces se transforman solas, en cosas muy extrañas. Tal vez suene new age, pero hoy fue uno de esos días en que me sentí conectado con el universo.

     Apago el grabador. El cansancio puede más. Me estiro en el asiento e intento dormir. La Shell es muy solitaria. Llevo conmigo el efectivo para la diferencia entre mi auto y el Coronado. Decido irme a la YPF, que parece tener más movimiento. Lo tiene: voces, música gomosa, camiones estornudando. Trato de dormirme. Alguien golpea la puerta del auto. No parece hombre ni mujer, no parece humano. Es una travesti. Me ofrece sexo.

     Fastidiado arranco y me meto en el pueblo. Ahora siento que el universo se desconecta y deja cables chispiantes por todos lados. Recorro varios hoteles pero en ninguno hay habitación disponible. Un trascendental partido de básquet tomó la exigua plaza hotelera del lugar. Al cabo de muchas vueltas, doy con una habitación en un hotelito de mala muerte algo alejado del centro. Lo peor de todo: baño compartido. No importa, descanso un poco y mañana me baño en un hotel de Guardia Escolta.

     Bajo las cosas de valor del auto y me acomodo. Abro una petaca de whisky, enciendo la radio —suena música melódica, música vieja, de otra época— y me pongo a mirar las fotos en la pantalla de la cámara, a revivir las imágenes del viaje.

 

El sol se filtra a través de la cortina color lavanda de la habitación. Es una mañana helada. En la radio, que quedó encendida toda la noche, una voz trasnochada, una voz vieja, dice: El amor es dos personas que no se conocen. Se metió en un berenjenal y a cada rato pregunta: ¿Está bien, no? Intenta explicarlo y se hunde cada vez más en el sinsentido. Su voz, más allá del absurdo que plantea, parece vencida, como si no quisiera ser el que habla, como si decir un absurdo le diera un placer enfermo, como si hubiera bajado los brazos, como si los años y las circunstancias lo hubieran abandonado en ese laberinto de aburrimiento, con la triste misión de agradar a un montón de personas al otro lado, ansiosas y esperando obviedades como si fueran el maná de cada mañana. Con Ezequiel, en nuestro programa, no nos pasan esas cosas, una mirada basta para corregir cualquier desvarío. La mayoría de las veces es él quien me saca del delirio con un simple golpe de ojos. Él es más racional. Él es el conductor, no podría hacer radio con otra persona. Pero la voz que escucho ahora está sola.

     Preparo todo, paso por conserjería, subo al auto y salgo feliz a otro día de rutas. El Coronado me espera.

     En el GPS busco la localidad —Guardia Escolta— y la misma dirección de siempre: San Martín al 100. Fórmula infalible para llegar a la plaza central de cualquier pueblo. Prendo la radio y encuentro a mi amigo, el de el amor es dos personas que no se conocen. Ahora está machacando con la identidad de Tostado. Rezo para que no intente definir el odio.

     El GPS se vuelve loco. Me fuerza a tomar calles de tierra, me marea en rodeos innecesarios y caprichosos. Finalmente me saca a una ruta, pero no es la misma ruta de las estaciones de servicio. Se parece, pero no es la misma. La voz en la radio se vuelve un zumbido insoportable. El pavimento se termina y el camino se continúa en un sendero de tierra que lleva a alguna finca invisible o a ningún lugar. Ignoro el GPS y trato de recordar el camino por el que entré al pueblo la noche anterior. Todo lo que quiero es llegar al punto de las dos estaciones de servicio, ésa es la ruta que lleva a Guardia Escolta. Pero me pierdo y me vuelvo a perder por rutas que no llevan a ningún lado, que me vuelven a meter en el pueblo.

     En las calles no hay nadie, todos parecen dormir, todos parecen estar muertos. Solo esa voz tortuosa en la radio. Los nervios me ponen tenso, pierdo el control y sigo dando vueltas y vueltas. Una infinidad de imágenes, de situaciones extrañas en las que me reconozco se suceden en el parabrisas. Una película infinita proyectada a toda velocidad; la luz de AL AIRE encendida y busco desesperadamente los ojos de Ezequiel y no los encuentro. Me escucho la voz, vieja, desconocida; escucho cada una de las palabras que voy diciendo: saludos a Julia tu perrita / ante todo siempre una sonrisa / en este pueblo hay hijos y «entrenados» / listo el pollo y pelada la gallina y me avergüenzo. Pero las palabras se escurren en mi boca, como vómito, como diarrea. No tengo control sobre las palabras. La imagen de Ezequiel en el ataúd, los ojos abiertos y muertos, desaprobando cada una de las estúpidas palabras que pronuncio.

     El motor tose, el auto se queda sin nafta y se detiene. Estoy frente a la plaza principal del pueblo. Un sol helado mantiene los árboles quietos. Me hundo en la butaca y miro a través del parabrisas. En la plaza varios tigres caminan con paso cansino hacia el auto. Desde las calles que desembocan en la plaza llegan más y más tigres. Me miran, los miro, y se recuestan con desgano alrededor del auto.

     En la radio, la voz se despide hasta mañana.


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