Un cuento de Daniel Delfino
música (audiolibro) Daniel Delfino
La voz
En la entrada de Tostado hay dos estaciones de servicio: una YPF a la izquierda y una Shell a la derecha. Entro en la Shell. Bajo del auto y estiro las piernas. En un bosquecito me preparo unos mates. Quiero dormir unas horas y continuar hacia Guardia Escolta.
Fue una excelente idea buscar un Coronado
por páginas de Internet del interior; me encanta ese auto, siempre quise tener
uno y por las fotos que pude ver en la publicación parece impecable. El tipo
que lo vende, un tal Luis, que lo tiene de 0 Km, me toma mi auto como parte de
pago y me vuelvo con esa joya para Buenos Aires.
Prendo el mini grabador y pongo REC: a Romina le apareció un tatuaje. STOP. REC:
tipo que guarda los espacios por los que ella circuló. STOP. REC: una pensión
en la que solo viven muertos. STOP. REC: tipo que llama a gente por teléfono y
les dice nombres que no quieren escuchar. PAUSA. REC: nombres que sabe que odian.
STOP. REC: tipo que entra a una casa cuando todos duermen y después no pueden
encontrarlo. STOP. REC: todos gritan la misma palabra en el mismo momento, en
la misma noche, en la misma ciudad. STOP. Pensamientos, ideas en bruto
que se me fueron ocurriendo durante el día por la ruta, a la deriva por pueblos
santafecinos. Saqué miles de fotos. Grabé gente hablando. Sonidos. Cosas que
van a servir de material para el programa de radio que hacemos los sábados a la
noche con Ezequiel. A él le encanta este tipo de mixturas, son disparadores,
después los transformamos en otras cosas. A veces se transforman solas, en
cosas muy extrañas. Tal vez suene new age, pero hoy fue uno de esos días en que
me sentí conectado con el universo.
Apago el grabador. El cansancio puede más.
Me estiro en el asiento e intento dormir. La Shell es muy solitaria. Llevo
conmigo el efectivo para la diferencia entre mi auto y el Coronado. Decido irme
a la YPF, que parece tener más movimiento. Lo tiene: voces, música gomosa,
camiones estornudando. Trato de dormirme. Alguien golpea la puerta del auto. No
parece hombre ni mujer, no parece humano. Es una travesti. Me ofrece sexo.
Fastidiado arranco y me meto en el pueblo.
Ahora siento que el universo se desconecta y deja cables chispiantes por todos
lados. Recorro varios hoteles pero en ninguno hay habitación disponible. Un
trascendental partido de básquet tomó la exigua plaza hotelera del lugar. Al
cabo de muchas vueltas, doy con una habitación en un hotelito de mala muerte
algo alejado del centro. Lo peor de todo: baño compartido. No importa, descanso
un poco y mañana me baño en un hotel de Guardia Escolta.
Bajo las cosas de valor del auto y me
acomodo. Abro una petaca de whisky, enciendo la radio —suena música melódica,
música vieja, de otra época— y me pongo a mirar las fotos en la pantalla de la
cámara, a revivir las imágenes del viaje.
El sol se filtra a través de la cortina color lavanda de la habitación.
Es una mañana helada. En la radio, que quedó encendida toda la noche, una voz
trasnochada, una voz vieja, dice: El amor es dos personas que no se conocen.
Se metió en un berenjenal y a cada rato pregunta: ¿Está bien, no?
Intenta explicarlo y se hunde cada vez más en el sinsentido. Su voz, más allá
del absurdo que plantea, parece vencida, como si no quisiera ser el que habla,
como si decir un absurdo le diera un placer enfermo, como si hubiera bajado los
brazos, como si los años y las circunstancias lo hubieran abandonado en ese
laberinto de aburrimiento, con la triste misión de agradar a un montón de
personas al otro lado, ansiosas y esperando obviedades como si fueran el maná
de cada mañana. Con Ezequiel, en nuestro programa, no nos pasan esas cosas, una
mirada basta para corregir cualquier desvarío. La mayoría de las veces es él
quien me saca del delirio con un simple golpe de ojos. Él es más racional. Él
es el conductor, no podría hacer radio con otra persona. Pero la voz que
escucho ahora está sola.
Preparo todo, paso por conserjería, subo
al auto y salgo feliz a otro día de rutas. El Coronado me espera.
En el GPS busco la localidad —Guardia
Escolta— y la misma dirección de siempre: San Martín al 100. Fórmula infalible
para llegar a la plaza central de cualquier pueblo. Prendo la radio y encuentro
a mi amigo, el de el amor es dos personas
que no se conocen. Ahora está machacando con la identidad de Tostado. Rezo
para que no intente definir el odio.
El GPS se vuelve loco. Me fuerza a tomar
calles de tierra, me marea en rodeos innecesarios y caprichosos. Finalmente me
saca a una ruta, pero no es la misma ruta de las estaciones de servicio. Se
parece, pero no es la misma. La voz en la radio se vuelve un zumbido
insoportable. El pavimento se termina y el camino se continúa en un sendero de
tierra que lleva a alguna finca invisible o a ningún lugar. Ignoro el GPS y trato
de recordar el camino por el que entré al pueblo la noche anterior. Todo lo que
quiero es llegar al punto de las dos estaciones de servicio, ésa es la ruta que
lleva a Guardia Escolta. Pero me pierdo y me vuelvo a perder por rutas que no
llevan a ningún lado, que me vuelven a meter en el pueblo.
En las calles no hay nadie, todos parecen
dormir, todos parecen estar muertos. Solo esa voz tortuosa en la radio. Los
nervios me ponen tenso, pierdo el control y sigo dando vueltas y vueltas. Una
infinidad de imágenes, de situaciones extrañas en las que me reconozco se
suceden en el parabrisas. Una película infinita proyectada a toda velocidad; la
luz de AL AIRE encendida y busco desesperadamente los ojos de Ezequiel y no los
encuentro. Me escucho la voz, vieja, desconocida; escucho cada una de las
palabras que voy diciendo: saludos a Julia tu perrita / ante todo siempre
una sonrisa / en este pueblo hay hijos y «entrenados» / listo el pollo y pelada
la gallina y me avergüenzo. Pero las palabras se escurren en mi boca, como
vómito, como diarrea. No tengo control sobre las palabras. La imagen de
Ezequiel en el ataúd, los ojos abiertos y muertos, desaprobando cada una de las
estúpidas palabras que pronuncio.
El motor tose, el auto se queda sin nafta
y se detiene. Estoy frente a la plaza principal del pueblo. Un sol helado
mantiene los árboles quietos. Me hundo en la butaca y miro a través del
parabrisas. En la plaza varios tigres caminan con paso cansino hacia el auto.
Desde las calles que desembocan en la plaza llegan más y más tigres. Me miran,
los miro, y se recuestan con desgano alrededor del auto.
En la radio, la voz se despide hasta
mañana.
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