domingo, 3 de diciembre de 2023

Los indios

 


                                                                                               Un cuento de Daniel Delfino


Los indios (Audiolibro)

música (audiolibro) Daniel Delfino


Los indios

 

Lucio está jodido, cada vez peor, dice Rodrigo al entrar al bar. Se saca la campera y apoya la máquina de boletos sobre la mesa. Cuenta que hoy le subió una prima de Lucio en Caseros y le chusmeó que Lucio sigue encerrado, que no sale ni para hacer las compras, que no le abre a nadie.

     Rodrigo maneja el 123, los que éramos de la línea 304 roja siempre nos mantuvimos como un grupo muy unido. La peleamos todos juntos por no perder el laburo cuando la 3-43 copó de prepo la 304 con sus colectivos azules y flamantes, el coche más viejo no tenía más de cinco años, los nuestros los había traído Colón en las carabelas.

     ¡Tendríamos que ir a verlo a Lucio, che!, grita Alcaráz que maneja el 95. Podríamos juntar unos mangos entre todos y llevárselos. O morfi, si no sale a comprar, podríamos comprarle cosas de almacén, no sé, boludeces, dice el Ruso mientras le entrega la recaudación a Molina.

     Lucio es un misterio. Siempre lo fue. Nunca contaba nada. No llegó a trabajar ni un año con nosotros. Lo trajo Georgie a la línea pero después de que a Georgie lo amasijaran en el baño del bar, desmejoró mucho.

     Sí, yo creo que Lucio debe necesitar cosas, debe estar más solo que un perro, digo mientras prendo un cigarrillo. Todos piensan igual que yo así que hacemos una colecta y juntamos bastante guita. Hasta algunos pendejos azules pusieron unos mangos.

     Lucio era un buen tipo, dice el Chancho Insaurralde, el que lo llevaba para el lado de los tomates era Georgie, que con los boletos chiveaba de lo lindo. Sabés las veces que le dije, dale negro, no jodás más, es mi laburo. Siempre andaba en asuntos turbios, con gente rara. Pero Lucio parecía un buen tipo.

     El Chancho Insaurralde nunca lo quiso a Georgie. Georgie era uruguayo, negro mota, de esos del Virreinato. Cuando lo reventaron a Georgie, Lucio se volvió todavía más chúcaro. Lucio se mandó varias cagadas y la empresa lo licenció. Los de la 3-43 no tienen pulgas. Después de la licencia empezó a faltar y faltar. Hace poco lo despidieron con causa.

     Los del sindicato no pudieron hacer nada porque Lucio nunca los fue a ver, se ataja Rodrigo, que es amigo del delegado, y agrega, ahora cuando llegue Mandinga nos hacemos una escapadita a la casa de Lucio.

     Salimos del bar de la terminal de Liniers y nos subimos al 123 de Rodrigo. El Polaco, Cacho Fresia, Lucas, Mandinga, el Chancho Insaurralde y yo. Bajamos en un almacén y le compramos de todo. ¿Nos abrirá la puerta? De última, le dejamos las cosas afuera y le pasamos la guita por debajo de la puerta, digo, en algún momento va a salir a buscarlas.

     Nosotros también nos quedamos en el molde, dice el Polaco a los gritos, esa historieta que hizo correr el negro de que Lucio había sido músico de varios cantantes conocidos era un chamuyo de Georgie. Ese negro estaba del tomate. De boca de Lucio nunca escuchamos nada de eso. Lucio nunca hablaba de su vida. Casi no hablaba, mirá si iba a decir que era guitarrero. Además el negro le agregaba el plus, decía que Lucio no hablaba de eso porque había tenido una denuncia penal por una turrita, una fan de Miguel «conejito» Alejandro. Una piba menor decía el grone, qué turro qué era ese Georgie.

     Nadie mea agua bendita, escupe Insaurralde.

     ¡Vos meás ese vino rasposo que chupás!, le grita el Polaco entre risotadas.

     Cortenlá, che, no sean pelotudos, acá vive Lucio, dice Rodrigo mientras intenta estacionar frente a una casa tipo americana. Bajamos del colectivo. La casa de Lucio tiene un pequeño porche y un portoncito verde con la pintura saltada. Insaurralde toca el timbre. Nadie responde. Toca otra vez, dos timbrazos seguidos que retumban como disparos. Por la ventana se asoma un rostro, es Lucio. Nos mira como abombado, pero al cabo de unos minutos se escucha el ruido de la llave en la puerta.

     Lucio parece un fantasma. Está mucho más flaco, más alto. La barba le hace la cara más ancha. Adentro, la casa es un quilombo, todo tirado por el piso, las ventanas cerradas, las persianas bajas, el olor a humedad es insoportable, parece venir desde todos lados, se pega en la ropa, en la piel. Lucio medio boleado quiere atendernos. Tiene marcas en la cara como si hubiera estado apoliyando tres días de corrido. Lo miro a Rodrigo, duda en darle el sobre con la plata. Me voy con Cacho Fresia a la cocina y acomodamos las bolsas. Una pila de platos sucios se amontona en la pileta. Cacho Fresia me mira con un gesto de asco. Le digo que ahí no meto las manos ni mamado. Cacho Fresia se arremanga y prende la canilla.

     Vuelvo al living. Rodrigo finalmente saca el sobre del bolsillo y se lo entrega. Lucio clava los ojos en el sobre, no sabe qué decir. Dice: no hace falta, no necesito. Rodrigo lo apoya en la mesa. Es de corazón, insiste. Es de los muchachos. El 58, el coche que manejabas vos, lo tiene el Gringo Scola. Es un burro.

     A Lucio parece chuparle todo un huevo, la guita, el Gringo Scola, el 58, nosotros.

     Lucas quiere preparar unos mates, pero no encuentra la pava. Se rompió, dice Lucio. Se siente invadido, se le nota en los gestos. El Polaco sale, va a comprar una pava a Rivadavia. Lucio saca ropa de un sillón y nos sentamos en el living. Rodrigo abre la cortina y puedo ver los ojos enrojecidos de Lucio, las ojeras debajo de los ojos parecen dos morcillas. Hablamos de la empresa. De que hay más policía en Fuerte Apache. Que al Turco Gatás el otro día le robaron dos guachitos en la Tomkinson, allá por San Isidro, en La Cava.

     Lucio está en otra parte. En algún momento me pareció que amagó a decirme algo. Una sensación, qué se yo. Yo era el que más hablaba con él cuando coincidíamos en alguna terminal. Una vez me habló de un recital pirata de Pink Floyd en Wembley de 1974. A mí nunca me dijo nada de que hubiera sido músico, pero sabía de música. El Polaco vuelve con una pava azul y ahora prepara unos mates. Pava de puto, le dice Mandinga y el Polaco lo insulta. Lucio se queda en el sillón con la mirada en la ropa tirada en el piso. Nos damos cuenta de que lo estamos molestando.

     Bueno, Lucio querido, nos tomamos el palo, no queremos escorcharte más, dice Rodrigo y Lucio parece agradecer con los ojos. Le digo a Rodrigo que me voy por las mías, que me tomo el 1 en Rivadavia.

     Camino un par de cuadras masticando la bronca de ver a Lucio tan detonado. ¿Qué carajo le habrá pasado? ¿Una mina? ¿Tendrá la papa? Pego la vuelta, me voy a jugar un tiro, tal vez conmigo a solas largue el rollo.

     Toco el timbre. La misma escena. Otra vez Lucio se asoma a la ventana. Me abre. Me pregunta si me olvidé algo. No, nada, le digo. Che, Lucio, disculpá que te rompa los quinotos, pero... ¿Qué pasó, Lucio? ¿Qué pasó?

     Por la calle pasa una moto que emite un ruido espantoso.

     Lucio me mira, duda. Sus ojos parecen dos agujeros. Me hace pasar y nos sentamos en el sillón. Ahora parece más atento. Me dice que él nunca fue músico. Me cuenta que antes de trabajar en la línea fue disk-jockey en Pinar de Rocha. Era el mejor del Oeste, dice. Georgie iba a Pinar casi todos los fines de semana. Desde la época en que Lucio era seguridad en la puerta de Pinar y no lo dejaba entrar por ser negro. A pesar de eso, se habían hecho amigos. Lucio cumplía órdenes.

     Y sí, le digo. Qué le vamos a hacer... así son las cosas en esos lugares. Una cagada. Pero Lucio sigue. Me cuenta que una noche salió de Pinar, una madrugada de invierno, de esas que te congelás vivo, me remarca lo del frío una y otra vez, que se tomó el tren en Ramos y se bajó en Floresta. Lucio vive a dos cuadras de la estación Floresta. Cruzó la vía. Caminaba tranquilo, con sueño, con ganas de llegar, tomarse unos mates y meterse en el sobre y de golpe aparecieron dos indios. Se frena, me habla de los indios como si los estuviera viendo ahora: dos indios con plumas y todo el cuerpo pintado de colores. Dos indios en pleno Floresta. Como los de las películas de cauboy, dice y abre los ojos que vuelven a ser celestes. Lo miro afirmando. Está nervioso. Tiro la onda de hacer otra vuelta de mate para aflojar la tensión. Pero Lucio no me contesta nada y vuelve sobre esa madrugada. Él estaba creído de que era una joda, dos tipos disfrazados de indios, cualquier cosa que se te ocurra, me dice. Pero no, no era ninguna joda... Lucio se para y me cuenta que no sabe de dónde, de la nada, uno de los indios sacó un palo larguísimo y le pegó un palazo en la cabeza. Agarra un palo imaginario con las dos manos y lo estrella sobre mi cabeza. Dice que después del golpe se le partió el cráneo y que se cayó al piso como un muñeco de felpa.

     La puta, Lucio, pero ¿cuándo pasó esto que me contás?

     Me mira, no me contesta pero dice que todavía estaba atontado y de golpe apareció Georgie ayudándolo a levantarse y que lo subió al fitito. Me acuerdo del fitito blanco de Georgie, estaba detonado, le digo. Durante un tiempo Georgie lo tuvo encerrado en esa casa. No se acuerda mucho, pero parece que trajo un médico. Georgie tocaba la guitarra todo el día, me cuenta. Era un genio tocando la guitarra. Lucio dice que lo escuchaba y se dormía. Soñaba con su música. Unos sueños en los que siempre estaba Georgie.

     Tocan el timbre, Lucio me mira y dice que son los evangelistas. Qué a esta hora siempre rompen las guindas.

     Me sigue contando, parece que necesitara contarlo. Cuando se repuso, Georgie lo hacía pasar por músico con gente amiga que le traía a su casa. Una vez le preguntó qué hubiera hecho Lucio si hubiera sido el dueño de Pinar de Rocha y Lucio no supo qué responderle, solo que las cosas eran así, se cuidaba mucho el ambiente.

     Vuelvo a decirle que esos lugares son una mierda, que a mí una vez me rebotaron en Bamboche por ir en zapatillas.

     Yo no tenía la culpa, me dice Lucio, el asunto todavía lo angustia, y me cuenta que el Grone después lo hizo entrar en la línea, que jamás había manejado un colectivo pero que Georgie le enseñó el recorrido con un método de hipnosis y que lo aprendió de una. Hago una broma sobre el laberinto del recorrido de la 304, pero a Lucio no le importa lo que digo y me dice que el día en que ese tipo lo mató al Grone en el baño del bar con el cuchillo, pensó que todo ese mambo se había terminado. Le digo que me acuerdo como si fuera hoy, ya nos habían dejado sin los colectivos rojos, la Secretaría de Transporte los había confiscado a todos.

     Bueno ahí, me dice, ahí empezó lo peor, ahí fue que me empecé a confundir, a olvidarme el recorrido.

     Lucio se queda en silencio. A veces es como si no me estuviera viendo. Pienso y le digo que puede ser un flash del momento, cansancio, estrés, cualquier cosa. No sé qué más decirle.

     Lucio clava los ojos en la puerta, y dice que una mañana no pudo salir más de su casa. Que solo una vez se animó a salir, que quería volver a Pinar y recuperar su vida. Caminó hasta la estación con un cagazo espantoso, el viento era alguien invisible, alguien que quería frenarlo. Pero igual siguió, era como si de golpe una fuerza lo empujara a seguir.

     Al llegar a la estación, estaban ahí, eran las cinco de la tarde, estaba lleno de gente y los indios estaban ahí, con el palo, esperándolo.

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