domingo, 3 de diciembre de 2023

El hambre

 

                                           Un cuento de Daniel Delfino


El hambre (Audiolibro)

música (audiolibro) Daniel Delfino


El hambre

 Cuando iba a la trunva y tenía la vida normal que se puede tener a los diez, era como si el hambre nunca hubiera existido. Ni vos ni yo lo habíamos pensado como alternancia, ni como mecanismo de nada. Esas cosas que un día se empiezan a hacer y se continúan haciendo como si siempre se hubieran hecho. Así como hay otras que se hacen un día o dos y después no se hacen nunca más. A vos nunca te gustó pensar, a mí sí. Cuando digo una vida normal no sé muy bien qué estoy diciendo. Nunca sé por qué digo algunas cosas pero las digo, me las digo, las pienso, las dejo de pensar, las vuelvo a pensar. Pero había cumplido once y esas cosas no las pensaba cuando tenía diez y volvía de la trunva y me encerraba a escuchar música porque todavía no vrumaba. Las empecé a pensar desde ese día que ya tenía once y te fui a contar que gramaba. Te alteraste y me dijiste que era normal, que no debía preocuparme por nada. Pero después dijiste que no, que no era normal. Que la grama no tenía que tener ese color. Yo había dejado de ir a la trunva y ya nos habíamos mudado a la casa del barrio de Las Antenas. Te olvidaste de que tenía que volver a la trunva después del verano y a mí me encantaba no tener que volver a la trunva después del verano y quedarme en mi cuarto vrumando todo el día mientras vos rezabas, encendiendo velas en el comedor a la imagen de la Mign de La Nug. Una señora con cuerpo de pájaro, con boca de pájaro y esqueleto de pájaro, todas las tardes venía a casa a rezarle con vos a la Mign de La Nug y yo me quedaba en mi cuarto, en silencio, escuchando tu voz y la voz de pájaro, las voces anudadas rezando milenarias a la Mign de La Nug. Escuchando me aprendí las siete milenarias del Fighiera. Un día te pregunté si la Mign de La Nug también gramaba y vos te enojaste y me gritaste que no te hiciera preguntas que no podías responder. Desde que le rezabas a la Mign de La Nug te violentabas por nada y te volviste distante conmigo. A mí todavía no me importaba, vos todavía no me importabas, ni cuando me contabas que Lei (nunca decías el nombre: decías Lei, Lei era Lei), me decías que Lei se había ido y que ni le importó conocerme. Esa historia de vos y Lei una noche en la esquina de la pizzería donde dobla el 5555 y que vos estabas sin hambre porque habías vomitado en el árbol y Lei se comía lo que vos no comías y te decía que el queso no estaba o que se había pegado al útero de la empanada. Lo contabas una y otra vez, lo contabas de la misma manera, con las mismas palabras. Lei nunca supo lo que yo era. Nunca supieron. Nunca supimos. ¿Por qué mi grama tiene ese color? Hubo un tiempo en que hablabas de ir a ántokos, a wromèraz, pero fuimos a ese biyer de los anteojos pegados con cinta pitch de la calle Onaux y después te olvidaste de la tierra de gambofa y de matar a las afomas negras y no fuimos más. Nunca más. Nos encerramos en casa, no salíamos a ningún lado. Fenel te abstrajo de todo. Lo escuchabas en la radiecita. Fenel le atendía el teléfono a un oyente y el oyente hablaba con Fenel. Ring ring ring siempre al tercer ring Fenel atendía con una voz límpida y cantarina y al otro lado del teléfono la otra voz emergía entre los ruidos de la línea y de la radio, desgajada, tembleque, nerviosa, perdida entre lloriqueos intermitentes como descargas eléctricas, la gula por decirlo todo en un minuto, por vomitar el corazón en pocos segundos, corazones podridos, corazones de pus, mientras la respiración agazapada de Fenel, atenta a que las voces tullidas se rompieran del todo, se transformaba en palabras acolchonadas, esquemas matemáticos de respuesta que me conocía de memoria y cuando al otro lado, la voz se extraviaba en el llanto, Fenel anunciaba a los cuatro vientos: valago sea el Gradiente y la voz al otro lado también decía valago. Vos también decías valago y colocabas un dedo de cada mano apuntando a tu cabeza como si fueran dos gusanos hurgando tu cerebro. Los apretabas como si quisieras perforarte el cráneo y cerrabas los ojos y yo sabía que Fenel y todos los que estaban escuchando estarían haciendo lo mismo al mismo tiempo, pero yo no, yo no podía hacerlo, no podía, no me salía aunque lo deseara, me pesaban los brazos, me pesaban las manos, mis dedos eran gusanos muertos. Te fanatizaste tanto con Fenel que te olvidaste de todo lo demás. Una tarde gritabas de alegría porque Fenel venía a nuestro awee y fuimos a la creecheería de la Bredda y compramos el creech y al llegar a casa te pusiste a escuchar el creech en el popacreechs. Un sabueso de trufas decía Fenel en el creechito y yo no entendía qué quería decir «trufas» y qué quería decir con un «sabueso de trufas» y me quedaba mirando un trombón amarillo naranja girando en la etiqueta del creech de Fenel que daba vueltas y vueltas y mis ojos daban vueltas y vueltas y vi tu brazo y te lo mordí con toda la fuerza de mis dientes y vos te quedaste inmóvil, en silencio, y me acariciaste con amor mientras mis dientes hendían más hondo en tu carne. El creech seguía girando pero la música ya no sonaba y mirábamos el agujero en tu piel después de que te arrancara un pedazo de carne roja, jugosa y sangrante. Mirabas el hueco en tu piel con orgullo mientras yo masticaba tu carne que como un chicle se resistía a fragmentarse en mi boca. Sentías fascinación por lo que había hecho. Era la primera vez que algo que yo hacía te desbordaba toda la cara con esa expresión que no se terminaba nunca y que nunca se terminó porque dijiste que era como cuando te jablaba, dejaste que te jable hasta los cinco años porque te gustaba, te encantaba que te jable. Como cuando me comías desde adentro, dijiste, así dijiste, así dijiste. Disfrutábamos cada mordisco; tu carne dulce, tu grama astringente, incolora, tu grama incolora mientras temblabas de placer al sentir mis dientes urdiendo en tu cuerpo. No te importó más Fenel, y retornaste a la Mign de La Nug con una devoción renovada, como si volvieras a lo verdadero, a lo no contaminado por el alma humana, por la estupidez. Porque el día que fuimos a ver a Fenel al estadio Antián toda esa locura, toda esa gente que bramaba con ferocidad, te confundió y en el colectivo de vuelta tus ojos viajaban atornillados en la ventanilla sin pronunciar una sola palabra. La ventanilla vibraba, el vidrio vibraba. Algo se rompió esa noche en el Antián y siguió rompiéndose en el colectivo. Rescataste del placard la imagen de la Mign de La Nug y la reinstalaste en el modular vidriado del comedor. Ni se te ocurrió llamar a la señora pájaro, me pediste que rezara con vos, a tu lado, que no reprimiera el hambre, que te mordiera mientras rezábamos. No me lo pedías, no me decías: mordeme. Yo te mordía, te hablaba con los dientes, te decía cosas y vos me respondías en tu grama. Lo de las siete Angladas de la Mign de La Nug no fue un plan, no fue una estrategia no fue nada que hayamos hecho a conciencia. Surgió sin pensar y salimos el primer día a buscar la primera Anglada de la Mign de La Nug por el barrio de Las Antenas. ¡Qué felicidad sentimos cuando a escasos metros de la Antena Gigante encontramos la primera Anglada de la Mign de La Nug! Entramos en puntas de pie y buscamos el lugar más solitario y oscuro, donde nadie rezara ni llorara ni estuviera buscando nada y mientras vos rezabas yo te mordía frente a la enorme imagen de la Mign de La Nug que nos miraba con una compasión infinita y sublime. Las Angladas de la Mign de La Nug no están a la vista, no son fáciles de encontrar. No son para cualquiera. Nos llevó años y mucha grevf develar una por una las Angladas en el barrio de Las Antenas. A las últimas llegabas con tu cuerpo débil, desmembrado, que se mantenía vivo con una dignidad luminosa y yo con mi cuerpo pesado que ya no gramaba más y que engordaba de tu carne. Era la promesa, una promesa que se formuló sin que la pensáramos, como el número siete, el límite, el borde que debíamos alcanzar en la Mign de La Nug. Un mensaje encriptado, que se potenciaba en cada Anglada que encontrábamos en el puñado de cuadras que conforman el barrio de Las Antenas. El imperativo de esa promesa fue y es tan potente que la imposibilidad de encontrar la séptima Anglada nos angustia y nos desespera, nos empuja a pensar que solo deben existir seis Angladas de La Mign de la Nug en todo el barrio de Las Antenas. Pero también nos pasó con las otras seis, cuando nos abatíamos y creíamos que ya no la encontraríamos, misteriosamente aparecían. Pero entonces ni tu cuerpo estaba reducido a un pequeño pedazo de carne ni mi cuerpo estaba tan enorme como ahora. Todo lo que vos fuiste está dentro de mí y solo falta ese pequeño pedazo de carne en el que te refugiaste. Tu alma, tu voz, tu mente, tu conciencia, tus miedos en un fragmento insignificante de carne. Perfectamente podrías entrar en mí, porque no paro de engordar y de seguir comiéndote. El hambre nunca se termina y eso me hace seguir, me angustia y me da esperanza. Ahora es mi responsabilidad encontrar la séptima Anglada de la Mign de La Nug. Cuando nací también yo fui un pedazo insignificante de carne con vida. Como vos, que seguís respirando y que deseas que siga, que siga mordiéndote, ingeniándomelas para meter los dientes hasta desprender otro minúsculo pedazo de vos, uno más, uno imposible, con delicadeza y evitando tragar el que debemos preservar hasta cumplir la promesa, que una vez cumplida, será el eslabón final de nuestra cadena, para volver una y otra vez sin necesidad de nadie.



maracho@gmail.com


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