Un cuento de Daniel Delfino
Música
No puede
verlos, los escucha. Gritan. Son voces de niños, muchos niños que gritan como
si fueran a morir, gritan como si fueran a matar. Quiere cantar y no
escucharlos. Quiere salirse. Quiero no ser yo, se dice, voy a ser Re, no, mejor
Fa, no no, soy Sol.
Soy Mi.
Mi abre los ojos, la boca seca, empapado
en sudor, aturdido, hundido en la cama, intenta reconocer su departamento; los
cuadros, los frascos de colores, el palo borracho recortado por la ventana. El
aire tiene un olor dulce como si estuvieran cocinando una torta. La imagen
oscura de un puente sobre un río negro, y la pibita pálida asomada
temerariamente hacia el vacío es parte del óxido del puente, es parte del
abandono. La ve, la ve todo el tiempo, con una nitidez insoportable. La
desesperación le contrae la cara de pibita, pálida, amarilla. Enferma. Su
imagen es una piedra pesada que se le viene encima.
Vuelve a recorrer los objetos del
departamento. Los dos cuadros. Los compró en una feria americana de Martínez y
no pararon de generar comentarios estrambóticos. Dos óleos de verdes sombríos.
Trazos vacilantes, torpes, de principiante. Uno tiene árboles pelados y un
barco alargado y solitario. El otro, un pueblito bocetado con desgano al borde
de un arroyo; unas mesetas apenas trazadas sumergen la escena en un aura de
gravedad. Lo valioso eran los marcos, pero los lienzos terminaron ganándose las
paredes por derecho propio.
Son las diez de la noche y Mi necesita
hablar con alguien. La llama a Silvana al celular. Salta el contestador.
Apagado. El teléfono de su casa se lo cortaron hace como una semana por falta
de pago. Pendeja de mierda, para qué se compra un celular si siempre lo va a
tener apagado.
Llama a la casa de Siro. Atiende el
contestador con la voz de Siro y de fondo un tema de Lenny Kravitz. Debe haber
salido con Dolores.
Llama a Solange. Los domingos a la noche
su marido trabaja y se la puede llamar sin problemas. Tampoco atiende.
Rarísimo, Solange suele estar en su casa los domingos y siempre atiende. En la
primera cogida, se sentó sobre Mi con la bombacha puesta y dijo con gracia: ¿Quiere usted hacer el amor con Solange
Domínguez? Tal vez haya salido a comprar cigarrillos. Las calles de
Domínico a la noche y una Solange nocturna con la eterna ilusión de encontrar a
su mamá muerta por Centenario Uruguayo.
Debería escribir sobre los sueños
obsesivos de Solange. Pero ya no escribe más.
Le gustaría ser fumador. Toma un
lexotanil. Prepara mate mientras son las diez y treinta y uno y afuera el mundo
parece calmarse.
Mi no.
Busca en el celular el número nuevo de
Mirko. Que devuelva el cd de Pink Floyd que se llevó hace como un año; quiere
volver a escuchar la versión pirata de «Shine
on you crazy diamond» de Wembley ‘74. En esa versión alguien
habla sin parar antes de que la música empiece a sonar y parece decir cualquier
cosa, parece estar abismadamente solo, parece pronunciar palabras que solo él
entiende. En todo YouTube no está. La puta madre el contestador directo. Este
pelotudo también compra celulares para apagarlos.
Los mates meten más angustia en el cuerpo.
La yerba tiene un sabor rancio, un gusto final impregna la saliva. Los milagrosos antidepresivos del psiquiatra
no hacen un puto efecto.
—¿La tomé? —piensa Mi en voz alta.
Lee un par de párrafos de Los subterráneos, no puede concentrarse
en su vértigo. Las letras son letras, pero por momentos se vuelven símbolos
incomprensibles. Hace más de un mes que no pasa de la página 85; el descalabro
emocional que Mardou le provoca a Leo le hace sentir la piel negra, un aullido
en el corazón.
Fátima. Fátima siempre está en su casa,
odia dejar a su perra Dominique sola. Llama y llama y nada. Marca otra vez.
Llama y llama y nada.
Abre una Coca light, toma del pico. El gas
le hace doler la nariz. Todas las cosas frías a sorbos porque le hacen doler la
nariz. Con los helados también. Se prepara un whisky y la voz de Laura aterriza
en la cabeza de Mi: no seas boludo, no podés tomar alcohol con los
antidepresivos. Se manda el whisky de un trago a la salud de Laura y del
pelotudo del psiquiatra. ¿Alguien podría explicar para qué mierda sirven los
psiquiatras? Mano-confecciona-recetas. Amantes crónicos de la guita como todos
los médicos y los abogados.
Fabio tiene que estar, o al menos tiene
que contestar el celu. Contestador de Telecom. Celu apagado.
La piel se tensa. Otro whisky. Nadie
quiere atender (los teléfonos cayeron. La conspiración. Bla). ¿Dónde está todo
el mundo? Desde el balcón una imagen que alivia. Un tipo alto y flaco pasa
corriendo por la vereda del hipódromo. Parece una langosta. Uno nunca va estar
solo en el mundo mientras haya un pelotudo entrenando. Las cucarachas también
están, caminan de un lado a otro del departamento a su antojo. Son de las
chiquititas, de las alemanas.
Silvana. Podría venirse. Cogerla hasta que
diga basta. Pero la pendeja nunca dice basta. Está reloca, pero su piel. No es
amor; pero es buena, se deja querer hasta que se vuelve insoportable. A Mi le
gusta mucho Silvana, el deseo salvaje, ¿a quién no podría gustarle Silvana? ¿A
quién no podría gustarle el deseo salvaje?
Apagado. Apagado. Apagado.
¿Qué mierda pasa? Siro. Todo apagado.
Contestador-voz-de-boludo-hola-soy-Siro-dejame-tu-mensaje.
Y Lenny Kravitz atrás cacareando como una gallina degollada. Un mareo de baja
presión y a la cama. La cara lánguida de la pibita del puente. No se la puede
sacar de encima.
Silvana otra vez y otra vez y otra vez.
Nada. Apagado. La guitarra, tocar algo, acordes sueltos sol-re-mi. Nick Drake.
Los dedos duros.
Hay que salir. Un pantalón, el Montgomery.
Los botones. Hay abrigos que protegen de algo más que del frío. Encuentra las
llaves en el bolsillo. La puerta no abre. No abre. Intenta de nuevo pero no
pasa de la primera vuelta. Reintenta. La fuerza, pero no hay caso: no pasa de
la primera vuelta.
Silvana,
tal vez lo hayan pagado, un milagro...
Llama.
La misma voz del contestador de Telefónica
—la del versito usted está intentando comunicarse a un número imposibilitado para
recibir llamadas—, le dice:
—Estimado
cliente, debe dirigirse ahora a la localidad bonaerense de San Martín en el
colectivo 3-43 cartel rojo 304, tomar asiento del lado izquierdo hasta
encontrar un individuo durmiendo sobre un portón de chapa gris de un taller
mecánico. Debe llegar antes de las siete de la mañana. Mátelo.
En la línea se hace un silencio. A lo
lejos se escuchan voces de niños. Vuelve la voz mecánica.
—Si
desea escuchar nuevamente el mensaje presione 1. Si desea finalizar este
llamado presione 2.
1.
—Estimado
cliente, debe dirigirse ahora a la localidad bonaerense de San Martín en el
colectivo 3-43 cartel rojo 304, tomar asiento del lado izquierdo hasta
encontrar un individuo durmiendo sobre un portón de chapa gris de un taller
mecánico. Debe llegar antes de las siete de la mañana. Mátelo.
—¡La puta que te parió! —le grita Mi y
golpea el teléfono.
—Muchas
gracias por comunicarse con Telefónica de Argentina.
Llama otra vez.
—Usted está intentando comunicarse a un
número imposibilitado para recibir llamadas.
Redial. Lo mismo. Redial. Lo mismo.
Redial. Lo mismo. Redial. Lo mismo. Redial. Lo mismo.
Celu de Silvana. Apagado. A Siro. Apagado.
A Fátima. Contestador. Otra vez trata de abrir la puerta, la llave ahora ni
siquiera entra en la cerradura.
Son las tres y cuarenta y siete.
Desde el balcón el mundo parece
abandonado. Mi sabe que debe ir a ese portón de chapa gris. Llegar hasta allí
como sea. Se pone el Montgomery y sale al balcón. Tiene miedo de lastimarse,
pero engancha la mano hasta el borde de los ladrillos y desde ahí salta a la
vereda.
Cae bien.
Camina hasta las paradas de colectivos al
otro lado de la avenida, pasando la rotonda de Acassuso. Las calles están
vacías. De a ratos pasa algún auto. Remiseros. Colectivos, ninguno. En la
parada, una chica cool lo mira desde un póster de Coca Cola. ¿Un remis? Pero
tendría que ir por el recorrido del 3-43 cartel rojo 304 y ¿quién carajo se lo
sabe? No, no sirve un remis. A esta hora todo parece irreal. Puede ver la
pantalla roja del velador del mueble de los frascos de colores, el cono de
sombra que describe en la pared. Así lo deben ver los otros desde la parada.
¡El celular! ¿Cómo entrar ahora? No, no da
para volver. A la madrugada solo llaman los muertos. Casi una hora y no viene
ningún 3-43 ni cartel rojo ni de ningún color. En el semáforo para un 60. Un
instante eterno en los ojos del chofer. Tristes como un perro. Una especie de
diálogo, pero verde y arranca. El ruido del motor es infernal y destroza el
silencio de la noche.
El
frío en su sangre es más helado que el aire.
Las cinco. Un día que viene. Un 3-43 con
el cartel rojo 304. El chofer abre la puerta. San Martín. Mi se instala en uno
de los asientos individuales sobre la izquierda. Los vidrios verdosos enrarecen
las calles, pero se puede ver hacia afuera; su mirada fija parece no estar
mirando nada. Mirar una cosa y ver otra que está en otro lado, en cualquier
otro lado. En el asiento del fondo dos tipos hablan de fútbol. Uno habla y el
otro escucha. Uno estira las palabras: así nooo se juegaa al fooobal, eseee
Massotooo es un fiooolo y el otro se ríe a ritmo. El chofer escucha una versión eterna de «It´s my life». I've
asked myself, how much do you commit yourself? La música se interrumpe en descargas intermitentes. Masooootooo y
la puuutaaa que te parióóó. Ballester queda atrás. El colectivo escala un
puente que va a derrumbarse de un momento a otro. Atraviesa el centro de San
Martín y se interna en calles oscuras. Ni las primeras luces en el cielo las
vuelven menos lúgubres. Casas amontonadas con desgano, casas rotas, descartes,
una pegada a la otra como si quisieran hacer espacio para que entre una nueva.
Mi lo ve al tipo en una esquina, la cabeza
sobre una cortina metálica oxidada de un tallercito. Corre a tocar el timbre y
a una cuadra y media el chofer abre la puerta. En la calle no hay un alma. El
tipo parece muerto. Debe tener unos sesenta años. Ropa prolija. Lo zamarrea
varias veces hasta que el tipo se despierta y abre los ojos asustados. Se sorprende.
Se apoya sobre la cortina de metal y se incorpora.
—Es frío el metal —dice, la voz parece
desfasada del movimiento de la boca.
Caminan. Las calles ya son grises. En una
esquina hay un café, una pocilga, un lugar donde estar.
La mesa más apartada. Dos cafés dobles. El
mozo pregunta: ¿Dos?
—Sí, dos —dice Mi.
El tipo parece no escuchar y habla:
—Creo saber lo qué pasa. No hay nadie, ya
no hay nadie.
La voz sigue desfasada del movimiento de
la boca. Vacila, todo a destiempo.
—Nunca hubo nadie –agrega.
—¿Cómo que no hay nadie? ¿Quién tendría
que haber?
—Y los que están, están durmiendo.
—¿Quiénes?
—No lo sé, lo que sé es que son torpes,
son brutos.
—¿Pero quiénes?
—Yo veía, durmiendo veía.
—¿A quién?
En los ojos del tipo no hay nada. Mi lo ve
entrar al baño. Pasan los minutos y no sale. Mi agarra un cuchillo de una mesa
y entra al baño. No hay nadie. Hay dos mingitorios y una puertita. La empuja.
No hay inodoro, hay un hueco en la pared. Lo atraviesa y entra en un espacio
oscuro. Escucha una respiración, alguien que se le viene encima. En la
oscuridad Mi le clava el cuchillo y escucha un quejido. El quejido dura unos
segundos hasta que todo se queda en silencio.
Mi sale de la oscuridad, del baño y del
bar. La mañana es blanca. Desde la niebla emerge un 3-43 cartel rojo 304.
El colectivo avanza lento, como paseando.
El colectivero escucha una cumbia suave, romántica. Un hormigueo por todo el
cuerpo. Calmarse. Hundirse. El mundo está ahora en Mi. Están durmiendo. Aguanta
las arcadas, la piel arde, la cabeza de Mi a punto de estallar. Cierra los ojos
como si apretara los dientes. Las voces de los niños lloran como de risa. El
olor dulce llega a oleadas, es cada vez más intenso, cada vez más dulce.
La rotonda ahora es verde. El sol duele en
los ojos. Crudo y blanco. Violento. El portero saluda desganado. Las llaves en
el bolsillo del Montgomery. Ahora la puerta del departamento abre.
Mi se tira en la cama.
Se despierta. Son las siete de la tarde.
Ni la menor idea de qué día es. Hay sol afuera. Abre la heladera, toma Coca
light con desesperación. Un lexotanil y otro más. Más sueño. Respirar,
tranquilizarse, detener el tiempo. Algo en la compu para escuchar tomando la
Coca y pensar en un whisky. La soundtrack de Black sun, la película que se bajó el otro día. Primero se imagina
un sabor. Se acuerda de algo que alguien dijo que dijo Marilyn: un whisky
antes y un cigarrillo después. La música suena sola. Un tipo que lo afanan
y lo vuelven ciego y descubre otras cosas ciego. Más sol en la ventana.
Bocinazos, gente que va y viene. En el reloj pulsera mon 9. Es lunes y
Mi no fue a trabajar. Llamadas perdidas y mensajes de la oficina en el celu.
Personas, nombres como chispazos.
Silvana. Atiende. Bien, está bien. Hasta
el jueves no puede venir porque su mamá está enferma. Tiroides.
—Te extrañé —Mi no sabe quién de los dos
lo dijo. O los dos a la vez. O nadie.
Sale al balcón, dicen que el aire sana. La
pibita del puente, parada en la vereda de la rotonda, mirando hacia arriba. Mi
entra. La persiana hasta lo más abajo que cierra. Por la hendija de la persiana
ella sigue ahí. Como si supiera de Mi tras la persiana. La pibita hace una seña
con la mano.
Las horas pasan, por la hendija no se la
ve más. Se fue. Se cansó. Pudo haberse escondido en algún lugar para forzar la
bajada de guardia. Podría hablar con el portero para que no la deje pasar
aunque quede mal. Aunque parezca una vigilanteada. No importa. Actuar rápido
antes de que se mande sola y llegue a la puerta y no pueda, y sea inevitable.
Mejor no.
Mi no sabe cuántas horas durmió. Son las
siete de la mañana. No puede salir a la calle. Ella debe estar afuera. Por la
hendija no se ve. No está. Debe estar afuera. Timbre. El del portero y el de la
puerta suenan igual. Por el portero eléctrico se escucha el barullo de la
calle, nadie habla. Es la puerta. Por la mirilla la pibita. Abre. Ella entra.
Se queda frente a Mi. Sus ojos están vacíos. Es frágil, parece enferma, parece
buena. Mi le habla:
—¿Por qué venís a mi casa?
La pibita revolea los ojos por todo el
departamento. Se aquietan en los frascos de colores. Mi continúa:
—¿Quién te dijo que vengas?
—¿Qué tienen adentro esos frascos? —la voz
de la pibita es grave.
Mi se fastidia todavía más.
—Unas gelatinas. Unas gelatinas tienen.
La pibita le habla sin quitar los ojos de
los frascos:
—Están solos, tienen hambre.
—¿Quienes? ¿De quiénes me estás hablando?
El tono violento contrae el cuerpo de la
pibita como el de un animal débil ante un peligro. Tiene una verruga en la
frente. Mi la ignora y va a la cocina. Necesita tomar algo, tiene la boca seca.
Al darse vuelta siente un dolor profundo en la nuca.
El violeta gelatinoso de uno de los
frascos de colores se derrama en el piso, en su cuello. El aire ahora no huele
a nada. Los niños dejaron de gritar y ahora cantan.
maracho@gmail.com
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