Un cuento de Daniel Delfino
música (audiolibro) Daniel Delfino
La chancha
Y una tarde
la volví a ver. Pasó delante de mí mientras esperaba en el auto el cambio de
luz en un semáforo de Holmberg y Congreso. La primera sensación fue agria, como
ver a la mujer que uno amó en brazos de otro. La segunda fue más compleja: la
realidad como algo ficticio, una puesta en escena que sucede en un segundo
eterno y se estira en una órbita alargada y elíptica.
Era mi chancha.
Hacía mucho calor y la ciudad se derretía.
El semáforo se puso en verde y como chupado por un imán empecé a seguirla. Por
la luneta trasera de la chancha observé que manejaba una chica joven con
anteojos negros. Las ventanillas bajas y el pelo al viento. No debería
funcionar el aire acondicionado. Todavía sentía culpa por habérsela vendido al
cadi de Pilar a sabiendas de que el compresor del aire tenía los días contados.
Varias veces me preguntó: ¿el aire funciona bien? Parecía ser lo único que le
importaba. Ese día funcionó a la perfección.
La seguí varias cuadras por Congreso. En
Balbín giró a la derecha, yo también. Cuando cambiaba de carril, me pegaba
detrás de ella. No podía perder a la chancha de vista. ¿Cuándo volvería a verla
otra vez? La chica aceleraba y movía el cuello como si tratara de ver mi cara
por el espejo retrovisor. Pareció percatarse de que la estaba siguiendo y
comenzó a acelerar. Más aceleraba ella, más aceleraba yo. Me aferré al volante
y clavé mis ojos en la patente.
En Olazábal giró en rojo a la izquierda,
la chancha se ladeó de una forma tan violenta que pareció doblar en dos ruedas.
No podía perderla, doblé también en rojo. ¿Por qué escapaba? ¿Escapaba o era su
forma de manejar? Se escondió hábilmente delante de un colectivo de la línea
133. El colectivo avanzó y pude ver la chancha doblar por Crámer hacia el
centro. Aceleraba a fondo, hacía zigzag para esquivar a quien se le pusiera en
el camino, pero yo la seguía sin perderle pisada. La chancha es diesel, mucha
reacción no podía tener, pero la chica era una conductora audaz, a pura muñeca
le sacaba todo el potencial. ¿Pensaría que intentaba recriminarle una mala
maniobra? ¿Estaría escapando de algo o de alguien? Fuera lo que fuera no dejaba
que la alcanzara.
La ciudad está llena de cámaras. Alguien
podría estar mirando a esos dos autos jugando una carrera vehemente por las
calles. Era consciente de eso, pero no era solo alcanzarla, al huir, se ponía
en juego algo más. Una vez había perseguido a un tipo que en una avenida me
hizo un gesto de que me corriera de carril, al de los lentos. Un gestito
sacando la mano por la ventanilla que me enfureció. Lo seguí como cuarenta
cuadras y cuando lo alcancé, en una calle sin salida, bajé del auto y no le
dije nada, como si hubiera olvidado la ofensa. Pero esta persecución era
distinta, siempre que veo una chancha en la calle no puedo dejar de mirar la
patente. Y cuando descubro que no es, me desilusiono.
En la avenida De los Incas tomó el carril
izquierdo y yo el derecho. La avenida se bifurca en un boulevard parquizado que
la divide en dos calles paralelas que tienen el mismo sentido. La chica giraba
una y otra vez la cabeza hacia mí, como intentando determinar quién era yo.
Ensayé un gesto, pero rápidamente contuve la mano. ¿Cómo poner en un gesto lo
que quería decirle?
Además, lo único que quería era
alcanzarla. Verla de cerca, tocar la chapa.
Casi nadie extraña sus autos, la mayoría
se los saca de encima como si fueran un lastre. Pero para mí, los autos son los
caballos modernos. Te llevan a todos lados, en las buenas y en las malas. Hay
una comunicación no verbal con ellos, una empatía más profunda. Queda mucho de
la historia de uno en el interior de esos vehículos que habitamos tantas horas,
impregnado en el tapizado como una marca indeleble.
Como describiendo una coreografía,
doblamos al mismo tiempo por la anchísima avenida Forest. Con espacio, la
carrera fue a muerte. Varias veces logré colocarme a la par de la chancha. Ella
seguía mirándome, casi que perdía la vista del camino. Los movimientos de su
cuello eran abruptos, sus gestos violentos y primitivos. Cruzamos Álvarez
Thomas en amarillo y me aventajó otra vez. Habían tocado a ese motor. Me
convenció de venderla un mecánico que me dijo: estas chanchas después de la
gamba se caen. Indudablemente, habían tocado a ese motor. Al venderla, hice un
duelo. Me acompañó por muchos caminos. Era una chancha difícil. Me quitó años
de vida, horas de sueño y plata de la billetera. Se descomponía todo el tiempo.
Si bien la cambié por un 0 Km., no pude evitar la sensación culposa del
abandono.
Varié la estrategia: preferí dejarla ir un
poco y seguirla desde corta distancia, ir a la par implicaba un riesgo
innecesario y podríamos llamar la atención de un policía o de un patrullero.
Para huir de esa manera debería tener una motivación más potente que el temor a
un insulto por una mala maniobra, que tampoco había hecho. Un enigma que ya no
podía dejar sin develar.
Al cruzar Lacroze hizo un par de cuadras y
frenó de golpe. Metió la trompa de la chancha en una pequeña dársena de giro
para cruzar Corrientes y seguir por Jorge Newbery a la derecha. Yo chupado a
ella. Inesperadamente, cuando creí que iba aprovechar la soledad de Jorge
Newbery para acelerar a fondo, se metió en uno de los portones de acceso
lateral del cementerio de la Chacarita.
Me detuve, pensé que ya estaba bien. El
azar de la ciudad me había permitido reencontrarla. Ya era suficiente.
Sin embargo, ingresé por el mismo portón y
avancé por las calles internas del cementerio. Tras un par de vueltas, observé
a la chancha estacionada frente a una bóveda de mármol blanco. La chica se bajó
de la chancha como desesperada y trabajosamente trataba de abrir la puerta de
metal. Era joven, flaquísima y llevaba un vestido blanco todo sucio. Estacioné
detrás de la chancha, la toqué apenas con el paragolpes. Bajé del auto y caminé
hasta la bóveda. Al manotear el picaporte pesado de la puerta de metal, a
través del vidrio, pude ver que la chica se metía en un ataúd.
Entré.
Le hablé mirando hacia el ataúd cerrado.
Era un cajón de madera blanca.
—¿Qué te pasa, estás loca?
Ella empezó a gritar. Su voz se deformaba
por el retumbo seco que le daba el encierro.
—Andate, pelotudo, andate. ¿Quién mierda
sos para seguirme, hijo de puta? ¿Quién sos para seguirme? Sos amigo de Hernán,
seguro que sos amigo de Hernán. Hernán se envenenó porque quiso, porque era un
depresivo de mierda, un enfermo, yo no tuve la culpa, yo no tuve la culpa...
¿De qué me estaba hablando? Acerqué la
mano a la tapa del ataúd con la intención de abrirla. Oí su respiración, que se
entrecortaba como si empezara a llorar, atravesando la gruesa tapa blanca.
Detuve mi mano antes de tocar la madera. Ahora lloraba. La persecución bizarra
que había protagonizado minutos antes volvía como una película acelerada y
grotesca.
Quise gritarle, pero me salió una voz
débil:
—Te seguí porque ese auto fue mío…
Ella continuó encerrada en el ataúd.
Arriba del que ocupaba había otro del mismo diseño y tonalidad. Otros dos más
del otro lado, dispuestos uno sobre otro. Todos idénticos. La muerte olía a
rancio. Un rayo de sol, filtrado por el vidrio sucio de la puerta, inundó la
bóveda de una luz blanquísima que volvió asfixiante ese espacio diminuto.
Salí.
Una ráfaga suave atenuó levemente el
aturdimiento. El calor ya no era tan insoportable.
Sobre la puerta de la bóveda se leía: Familia Janer. El sol se chocaba contra
las letras de metal y salpicaba esquirlas de luz hacia todas partes. Me acerqué
a la chancha, acaricié el capot (la chapa estaba todavía caliente) y por la
ventana del acompañante observé el interior.
La punta de la tapa de la guantera seguía
rota: la había roto Brisa, la hija de María, en Atalaya, una tarde volviendo de
Las Toninas. Por retarla, María se enojó conmigo y después con ella. Traje las
medialunas y nadie las comió. Las dejamos en la mesa. Esa tarde me di cuenta de
que no nos amábamos. Más adelante, en la autopista Buenos Aires-La Plata, un
cartel anunciaba la salida a La Plata centro. La Plata es una ciudad de
otros, una ciudad en la que siempre viven otros. Volvimos en silencio, como si
todos estuviéramos enojados con todos.
Subí a mi auto y manejé hasta el portón
por el que había entrado al cementerio.
No sabía adónde ir.
maracho@gmail.com
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