domingo, 3 de diciembre de 2023

La chancha

 

                                                                      Un cuento de Daniel Delfino

La chancha (Audiolibro)

música (audiolibro) Daniel Delfino


La chancha

 

Y una tarde la volví a ver. Pasó delante de mí mientras esperaba en el auto el cambio de luz en un semáforo de Holmberg y Congreso. La primera sensación fue agria, como ver a la mujer que uno amó en brazos de otro. La segunda fue más compleja: la realidad como algo ficticio, una puesta en escena que sucede en un segundo eterno y se estira en una órbita alargada y elíptica.

     Era mi chancha.

     Hacía mucho calor y la ciudad se derretía. El semáforo se puso en verde y como chupado por un imán empecé a seguirla. Por la luneta trasera de la chancha observé que manejaba una chica joven con anteojos negros. Las ventanillas bajas y el pelo al viento. No debería funcionar el aire acondicionado. Todavía sentía culpa por habérsela vendido al cadi de Pilar a sabiendas de que el compresor del aire tenía los días contados. Varias veces me preguntó: ¿el aire funciona bien? Parecía ser lo único que le importaba. Ese día funcionó a la perfección.

     La seguí varias cuadras por Congreso. En Balbín giró a la derecha, yo también. Cuando cambiaba de carril, me pegaba detrás de ella. No podía perder a la chancha de vista. ¿Cuándo volvería a verla otra vez? La chica aceleraba y movía el cuello como si tratara de ver mi cara por el espejo retrovisor. Pareció percatarse de que la estaba siguiendo y comenzó a acelerar. Más aceleraba ella, más aceleraba yo. Me aferré al volante y clavé mis ojos en la patente.

     En Olazábal giró en rojo a la izquierda, la chancha se ladeó de una forma tan violenta que pareció doblar en dos ruedas. No podía perderla, doblé también en rojo. ¿Por qué escapaba? ¿Escapaba o era su forma de manejar? Se escondió hábilmente delante de un colectivo de la línea 133. El colectivo avanzó y pude ver la chancha doblar por Crámer hacia el centro. Aceleraba a fondo, hacía zigzag para esquivar a quien se le pusiera en el camino, pero yo la seguía sin perderle pisada. La chancha es diesel, mucha reacción no podía tener, pero la chica era una conductora audaz, a pura muñeca le sacaba todo el potencial. ¿Pensaría que intentaba recriminarle una mala maniobra? ¿Estaría escapando de algo o de alguien? Fuera lo que fuera no dejaba que la alcanzara.

     La ciudad está llena de cámaras. Alguien podría estar mirando a esos dos autos jugando una carrera vehemente por las calles. Era consciente de eso, pero no era solo alcanzarla, al huir, se ponía en juego algo más. Una vez había perseguido a un tipo que en una avenida me hizo un gesto de que me corriera de carril, al de los lentos. Un gestito sacando la mano por la ventanilla que me enfureció. Lo seguí como cuarenta cuadras y cuando lo alcancé, en una calle sin salida, bajé del auto y no le dije nada, como si hubiera olvidado la ofensa. Pero esta persecución era distinta, siempre que veo una chancha en la calle no puedo dejar de mirar la patente. Y cuando descubro que no es, me desilusiono.

     En la avenida De los Incas tomó el carril izquierdo y yo el derecho. La avenida se bifurca en un boulevard parquizado que la divide en dos calles paralelas que tienen el mismo sentido. La chica giraba una y otra vez la cabeza hacia mí, como intentando determinar quién era yo. Ensayé un gesto, pero rápidamente contuve la mano. ¿Cómo poner en un gesto lo que quería decirle?

     Además, lo único que quería era alcanzarla. Verla de cerca, tocar la chapa.

     Casi nadie extraña sus autos, la mayoría se los saca de encima como si fueran un lastre. Pero para mí, los autos son los caballos modernos. Te llevan a todos lados, en las buenas y en las malas. Hay una comunicación no verbal con ellos, una empatía más profunda. Queda mucho de la historia de uno en el interior de esos vehículos que habitamos tantas horas, impregnado en el tapizado como una marca indeleble.

     Como describiendo una coreografía, doblamos al mismo tiempo por la anchísima avenida Forest. Con espacio, la carrera fue a muerte. Varias veces logré colocarme a la par de la chancha. Ella seguía mirándome, casi que perdía la vista del camino. Los movimientos de su cuello eran abruptos, sus gestos violentos y primitivos. Cruzamos Álvarez Thomas en amarillo y me aventajó otra vez. Habían tocado a ese motor. Me convenció de venderla un mecánico que me dijo: estas chanchas después de la gamba se caen. Indudablemente, habían tocado a ese motor. Al venderla, hice un duelo. Me acompañó por muchos caminos. Era una chancha difícil. Me quitó años de vida, horas de sueño y plata de la billetera. Se descomponía todo el tiempo. Si bien la cambié por un 0 Km., no pude evitar la sensación culposa del abandono.

     Varié la estrategia: preferí dejarla ir un poco y seguirla desde corta distancia, ir a la par implicaba un riesgo innecesario y podríamos llamar la atención de un policía o de un patrullero. Para huir de esa manera debería tener una motivación más potente que el temor a un insulto por una mala maniobra, que tampoco había hecho. Un enigma que ya no podía dejar sin develar.

     Al cruzar Lacroze hizo un par de cuadras y frenó de golpe. Metió la trompa de la chancha en una pequeña dársena de giro para cruzar Corrientes y seguir por Jorge Newbery a la derecha. Yo chupado a ella. Inesperadamente, cuando creí que iba aprovechar la soledad de Jorge Newbery para acelerar a fondo, se metió en uno de los portones de acceso lateral del cementerio de la Chacarita. 

     Me detuve, pensé que ya estaba bien. El azar de la ciudad me había permitido reencontrarla. Ya era suficiente.

     Sin embargo, ingresé por el mismo portón y avancé por las calles internas del cementerio. Tras un par de vueltas, observé a la chancha estacionada frente a una bóveda de mármol blanco. La chica se bajó de la chancha como desesperada y trabajosamente trataba de abrir la puerta de metal. Era joven, flaquísima y llevaba un vestido blanco todo sucio. Estacioné detrás de la chancha, la toqué apenas con el paragolpes. Bajé del auto y caminé hasta la bóveda. Al manotear el picaporte pesado de la puerta de metal, a través del vidrio, pude ver que la chica se metía en un ataúd.

     Entré.

     Le hablé mirando hacia el ataúd cerrado. Era un cajón de madera blanca.

     —¿Qué te pasa, estás loca?

     Ella empezó a gritar. Su voz se deformaba por el retumbo seco que le daba el encierro.

     —Andate, pelotudo, andate. ¿Quién mierda sos para seguirme, hijo de puta? ¿Quién sos para seguirme? Sos amigo de Hernán, seguro que sos amigo de Hernán. Hernán se envenenó porque quiso, porque era un depresivo de mierda, un enfermo, yo no tuve la culpa, yo no tuve la culpa...

     ¿De qué me estaba hablando? Acerqué la mano a la tapa del ataúd con la intención de abrirla. Oí su respiración, que se entrecortaba como si empezara a llorar, atravesando la gruesa tapa blanca. Detuve mi mano antes de tocar la madera. Ahora lloraba. La persecución bizarra que había protagonizado minutos antes volvía como una película acelerada y grotesca.

     Quise gritarle, pero me salió una voz débil:

     —Te seguí porque ese auto fue mío…

     Ella continuó encerrada en el ataúd. Arriba del que ocupaba había otro del mismo diseño y tonalidad. Otros dos más del otro lado, dispuestos uno sobre otro. Todos idénticos. La muerte olía a rancio. Un rayo de sol, filtrado por el vidrio sucio de la puerta, inundó la bóveda de una luz blanquísima que volvió asfixiante ese espacio diminuto.

     Salí.

     Una ráfaga suave atenuó levemente el aturdimiento. El calor ya no era tan insoportable.

     Sobre la puerta de la bóveda se leía: Familia Janer. El sol se chocaba contra las letras de metal y salpicaba esquirlas de luz hacia todas partes. Me acerqué a la chancha, acaricié el capot (la chapa estaba todavía caliente) y por la ventana del acompañante observé el interior.

     La punta de la tapa de la guantera seguía rota: la había roto Brisa, la hija de María, en Atalaya, una tarde volviendo de Las Toninas. Por retarla, María se enojó conmigo y después con ella. Traje las medialunas y nadie las comió. Las dejamos en la mesa. Esa tarde me di cuenta de que no nos amábamos. Más adelante, en la autopista Buenos Aires-La Plata, un cartel anunciaba la salida a La Plata centro. La Plata es una ciudad de otros, una ciudad en la que siempre viven otros. Volvimos en silencio, como si todos estuviéramos enojados con todos.

     Subí a mi auto y manejé hasta el portón por el que había entrado al cementerio.

     No sabía adónde ir.




maracho@gmail.com

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