domingo, 3 de diciembre de 2023

La canción de los muertos

                                                  Un cuento de Daniel Delfino


La canción de los muertos (Audiolibro)

música (audiolibro) Daniel Delfino


La canción de los muertos

 

Debí haber hecho noche en Cafayate, se repetía una y otra vez Raúl mientras reintentaba darle arranque al auto. El motor se había apagado abruptamente. Con el impulso estacionó en la banquina angosta, junto a la montaña trunca por el trazado del camino.

     Bajó del auto, abrió el capot, tocó los bornes de la batería y reintentó el arranque. El motor seguía muerto. Tanque de nafta casi lleno. Celular sin señal. Con bronca e impotencia se apoyó sobre la puerta. La silueta desproporcionada del valle, apenas bocetado entre las sombras, lo hundió todavía más en el abatimiento. ¿Quién podría animarse a manejar de madrugada y por esa ruta de cornisas? Solo yo, se dijo con resignación. Era improbable que alguien pasara. Las estrellas resplandecían en el cielo con un brillo irreal, como si estuvieran enchufadas a la red eléctrica.

     Entre las sombras emergió el sonido fresco de un río. Se sentía la única criatura viva en la soledad de ese paraje. Ni siquiera en el campamento de Vialidad, kilómetros atrás, le había parecido que hubiese alguien. Casillas cerradas, ninguna máquina vial, ningún perro, la tierra cubriéndolo todo. Aflojó la tensión: algún otro loco como él circularía por esa ruta infernal y al verlo, avisaría en Cafayate al ACA o en Salta para que vinieran a socorrerlo.

     Un silbido irrumpió en el silencio. Era un silbido humano que interpretaba una melodía que le resultó desconocida, pero que sería respetada con celo en cada nota. Un silbido lleno, sin fisuras, que se acercaba. Desde el lado en el que el valle se hacía más profundo apareció una figura. Al acercarse más, observó que era alguien alto, en la cabeza llevaba una especie de gorro con un pompón en la punta. La figura habló:

     —¿Qué le anda pasando? ¿Se le quedó el vehículo?

     La figura cruzó la ruta. Al acercarse pudo observarlo mejor, a pesar de la poca luz que llegaba desde las estrellas, que ahora parecían más opacas. Era un pibe joven, flaco, de huesos alargados. Parecía amigable.

     —Hola, la verdad pensé que estaba absolutamente solo, pero por suerte me equivoqué.

     —Escuché su motor apagarse de golpe.

     —Se clavó, no quiere saber nada. Como si se hubiera muerto.

     La oscuridad no le permitió observar los rasgos de la cara. En el cuello llevaba un colgante como de arcilla. 

     —Vamos hasta el rancho, tomamos unos mates y después vemos qué se puede hacer.

     El pibe hablaba con voz serena, sus gestos eran pausados. Raúl permaneció inmóvil, como si no quisiera alejarse del auto.

     —¿No sería mejor esperar a que pase alguien?

     —Uhm... a esta hora, medio difícil. Tomamos unos mates y en un rato, quién no le dice que arranca.

     El pibe, sin esperar la respuesta, había cruzado la ruta y caminaba decidido hacia el mismo rumbo por el que había llegado. Raúl dudó un segundo, pero lo siguió.

     Bajaron por una pendiente alfombrada de piedras y yuyos. El pibe le iba indicando el camino, y a cada rato le decía: por acá, cuidado... En fila india recorrieron una especie de llanura. De frente, una montaña enorme concentraba el nudo central de la oscuridad del valle. El sonido del río se oía cada vez más cercano. Entre las sombras apareció un rancho de barro. El pibe se adelantó, acarició a un perro manso, y abrió una puerta precaria.

     —Pase, voy a prender otra vela.

     El rancho olía a humedad, al barro de las paredes. La luz de la nueva vela le permitió ver el desorden que había en el interior. En un rincón observó una cama como hecha con paja y encima una colcha de colores desteñidos. El piso era desparejo, con piedras aplastadas para volverlo más estable. Un fueguito agonizaba bajo una olla vieja de metal. Era un espacio en el que apenas entraba una persona. De ninguna manera iba a pasar la noche en ese lugar.

     El pibe quitó la olla del fuego y colocó una pava no menos herrumbrada.

     —¿Cómo se llama este lugar? —preguntó para romper el silencio.

     —Tía Jacinta, es el kilómetro 40 de la Ruta Nacional 68.

     Raúl pensó que era extraño que el pibe no tuviera acento al hablar. Pero le costaba escuchar la última palabra de sus frases, como si su voz perdiera potencia. La luz débil de las velas tampoco permitía la completa percepción de su rostro. El gorro con el pompón tenía el escudo de Boca Juniors.

     —¿Vivís solo acá?

     —Sí. ¿Usted es de Buenos Aires?

     —Sí, de Ranelagh, del sur. Soy corredor de golosinas. Estoy visitando por primera vez clientes del NOA.

     —Yo soy de Taco Ralo, un pueblito de Tucumán, de chango viví ahí, pero cuando cumplí los dieciocho me trajeron acá, a Tía Jacinta. Me la rebusco vendiendo ocarinas que fabrico yo mismo. —Le mostró el colgante que llevaba puesto—. Se las vendo a turistas que paran en la Garganta del Diablo. ¿Ha conocido la Garganta del Diablo?

     El pibe hablaba pausado, entre cada palabra que pronunciaba se producía un vacío, un tiempo muerto. En esos momentos de silencio Raúl volvía a recorrer el interior del rancho con la mirada. Trataba de no interrumpirlo pero el ritmo parsimonioso de las palabras del pibe lo exasperaba. En uno de esos silencios, un sonido potente irrumpió entre ellos. Parecían gritos, afuera. Una oleada breve y disonante que rápidamente se transformó en silencio.  

     —¡¿Qué fue eso?! —Raúl se puso de pie trabajosamente.

     El pibe permaneció sentado y lo miró sin alterarse.

     —Tranquilícese, no pasa nada, solo son ecos, ecos que retumban en el valle.

     —¡Pero eran gritos! —Raúl manoteó los cigarrillos de la campera. Extrajo uno y lo encendió. La mano le temblaba—. Eran gritos, nene, no me jodas.

     —Tranquilo, tranquilo. —El pibe se puso serio—. Son los gritos de los accidentados —hizo una pausa y agregó—: de los muertos. Según los giros del viento vuelven a hacerse oír. El valle atesora los sonidos por siglos, son de su pertenencia. Pero no tiene por qué tener miedo. En valles tan cerrados como éste el eco es algo normal. En la ciudad el ruido lo tapa todo. Yo tengo un don, sabe. Un hombre de Buenos Aires habló con mis padres y les explicó que yo era uno de los elegidos, que tenía la percepción. Nos dio todas las facilidades para que mi familia se trasladara a Tucumán, a la ciudad, a una casa más linda. La única condición fue que me quedara en este lugar.

     El humo del cigarrillo y la luz tenue de la vela volvieron a impedirle descubrir los rasgos de su cara.

     —Estaba tirado en la cama cuando escuché el aullido de su vehículo. Cuando el sonido de un motor es como un aullido humano, sé que ese vehículo va a sufrir un accidente. Hay veces que pasan largos meses sin que perciba ninguno, pero cuando escucho los gritos de un motor, tengo que concentrarme para detenerlo. En dos años que estoy acá, sólo tres autos no he podido detener, y sus cruces están en las curvas de la ruta, en las curvas que siguieron de largo. Le digo los nombres: Julio Nieto, Renán Chaile y Kackir Cari, una enorme cruz blanca que debe haber visto; en otro accidente Néstor Volpini y su hijo Fabián y hace poquito, una chica que era maestra en San Carlos: María Luján Vitren. Sus nombres son inolvidables para mí. Seis cadáveres sobre mi conciencia por no haber logrado la concentración necesaria.

     Agachó la cabeza, compungido, y juntó las manos en un gesto como de rezo que rápidamente desarticuló.

     —¿Me convida un cigarrillo? —dijo de pronto.

     Raúl le alcanzó el atado con una risa entre nerviosa y burlona.

     —Muy lindo el cuentito.

     El pibe se quedó en silencio. Raúl tomó consciencia del lugar en el que estaba. Sintió temor.

     —No es que no te crea, es que a mí me cuesta creer en esas cosas, soy muy mental, los pies en la tierra… todo tiene que tener una explicación lógica, no sé si me explico.

     El pibe lo escuchó con atención, le pegó una pitada corta al cigarrillo y volviendo a entrelazar sus manos, suavizó sus palabras:

     —Lo entiendo, a mí tampoco me ha sido fácil, se lo aseguro. Lo único bueno de todo esto es poder charlar con alguien de noche en cuando, conocer gente. A mí también me atemorizan esos gritos, y cuando escucho los del changuito Volpini, paso muchos días de angustia. Una vuelta, mientras vendía ocarinas en la Garganta del diablo, hablé con la madre. Había venido a ponerle flores en la cruz que recuerda a su hijo y a su marido. Está acá nomás, en un paraje que se llama Casas enterradas. Me sentí como esos asesinos que van a los velorios de sus víctimas. Una vez leí que el Petiso orejón hacía eso.

     —El Petiso orejudo —lo corrigió Raúl.

     El pibe soslayó la corrección.

     —Por eso trato de no distraerme y de escuchar los motores hasta que desaparecen. La mayoría de las veces lo que se escucha en el valle son esos gritos. No puedo dejar de mortificarme por mis distracciones. Pero hay otras noches en que esos gritos se transforman en otra cosa. En una voz, una voz como de otro mundo. Una voz que canta una canción hermosa. En un idioma extraño. He escuchado muchos idiomas en la Garganta del diablo, de todas partes del mundo, pero esas palabras que canta la voz no se parecen a ninguno. Y por más que intente e intente con la ocarina jamás he podido reproducir ni una sola nota de esa melodía.

     Se hizo un silencio profundo. El pibe le dijo que si lo deseaba podía dormir en su cama. Él se quedaría junto al fuego. 

     —En pocas horas amanece, yo estoy acostumbrado a no dormir a la noche —dijo el pibe mientras tiraba una pequeña madera al fuego.

     El perro salió de la oscuridad y empezó a oler un rincón del rancho, como si hubiera escuchado un movimiento.

     —Te agradezco, pero tengo que seguir. Trabajo, viste...

     —Como quiera, el vehículo ya va a arrancar, pero todavía está oscuro y se levanta niebla.

     Raúl se puso de pie y se encaminó hacia la puerta. Salieron del rancho y caminaron hacia la ruta. Se subió al auto y le dio arranque. El motor rugió al primer giro de llave. Bajó exultante, abrió el baúl y le regaló dos alfajores. Rápidamente se despidió.

     Arrancó. Por el espejo retrovisor, pudo ver por unos instantes la sombra espigada del pibe parado en medio de la ruta.

     En las curvas el motor bajaba las revoluciones, volvía a acelerarlo a fondo y rápidamente respondía. Pensaba en el pibe, tal vez mucha gente creyera sus delirios y le diera plata, cosas.

     El mundo está repleto de gente que cree en esas pavadas, pensó y prendió el estéreo.

     La radio emitía un zumbido. Buscó un CD en la guantera. Al levantar la vista, solo vio el vacío, las luces del auto alumbraban la nada.


 


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