domingo, 3 de diciembre de 2023

Tigre

 


Tigre - Audiolibro


música (audiolibro) Daniel Delfino


Tigre

 

Cerró el libro que intentaba leer cuando las chicas volvieron de bañarse en el mar. Se arrojaron sobre las reposeras al sol, tenían sed y pidieron algo fresco. No había nada más que mate. Se puso las ojotas y fue por unas gaseosas.

     Había accedido a que su hija trajera a una amiga, por miedo a que se aburriera con él. Una adolescente sola es de temer; dos, en cambio, crean un mundo inaccesible. Pero esa estrategia lo había hundido todavía más en la introspección. En el viaje, los ojos clavados en la ruta transformaron sus imágenes mentales en situaciones tensas, en voces, en palabras que lo rondaban anárquicamente como bichos enloquecidos en derredor de un foco nocturno. Una y otra vez hacía el ejercicio de verse desde afuera, de tomar distancia, hasta forzar el corto-circuito que lo arrancara de esos pensamientos.

     Mientras se alejaba, volteó a mirarlas. El sol les pegaba de lleno, se estiraban en las reposeras como si quisieran crecer de golpe. La pequeña villa balnearia era un lugar solitario y despoblado, de playas amplias y tranquilas. ¿Dónde iría a conseguir una gaseosa? Subió al pequeño médano/límite entre la villa y la playa, y se largó a caminar por una calle de tierra y arena. Una propagadora emitía una voz publicitaria, palabras inentendibles, la voz aguda y melosa de un locutor deformada por las frituras del bafle. Intentaba entender lo que decía, pero no entendía nada. De fondo se escuchaba un tema de esos viejos, de Abba o de Queen.

     Recorrió varias cuadras sin encontrar ningún negocio. El sol estaba quieto en lo más alto del cielo. Todas las casas eran bajas, a medio terminar o mal terminadas o terrenos baldíos en los que los yuyos crecían libremente. Dio vuelta una esquina y se alegró al ver un cartel de Coca Cola oxidado. Parecía ser un pequeño almacén, pero enseguida se dio cuenta de que estaba cerrado. Cerrado de una manera que resultaba difícil imaginárselo alguna vez abierto. Siguió caminando con la ilusión de toparse con algún quiosco o con cualquier lugar en el que alguien le vendiera una gaseosa.

     Lejos del mar, el calor se volvió agobiante. No le gustaba caminar con ojotas y mucho menos por calles de tierra reseca y con arena. Tantas vueltas lo habían desorientado. Por la ventana de una casa modernosa, racional, de las de tipo bloque cuadrado, observó una escena: un hombre se tomaba la frente como si volara de fiebre mientras una mujer hablaba enfurecida. El vidrio cristalino de la ventana le daba a las imágenes una vivacidad hiperreal que le generó la compulsión de seguir mirando. Él parecía vacilante, débil; ella ejecutaba movimientos seguros y decididos. Un diálogo entre un moribundo y una inmortal. Podría ser la escena de una película, de esas películas extrañas que se dan por TV en las madrugadas de desvelo. No se escuchaban las voces, pero ella movía la boca y le lanzaba ráfagas de palabras mientras él permanecía ensimismado. En los momentos en que la mujer no hablaba, la escena se volvía aun más tensa. Empezaba a resultar insoportable. Él iba a rebelarse y la mataría, o ella terminaría pisándolo como a una cucaracha. Una tragedia ante sus ojos. Eran las primeras personas que encontraba desde que había bajado del médano. No quiso ver más y decidió continuar.

     Todas las demás casas parecían vacías, cerradas, como si nadie hubiera elegido ese pueblo para alojarse y todos estuvieran parando en balnearios cercanos y más populares. Candados en las puertas, el abandono de los jardines delataba la ausencia de los dueños o de habitantes temporales. Tampoco circulaban autos. El sol y el calor parecían haber espantado a todo el mundo.

     En una esquina, tuvo dudas sobre el rumbo a seguir. Continuó por una calle que parecía ir al mar. En el final de la cuadra había un viejo Torino estacionado junto a un sauce llorón.

     Al acercarse, entre el árbol y el Torino, observó una cabeza enorme como la de un perro. Los ojos desproporcionados, la mirada intensa, y detrás de su cabeza, en el lomo, las rayas inconfundibles de un tigre.

     Se detuvo abruptamente y volvió sobre sus pasos. Pensó: tal vez haya visto mal y reconsideró la idea de que fuera un perro, de una de esas razas cruzadas o exóticas. Pero por otro lado estaba convencido de que había visto las rayas negras, beige y blancas de un tigre, y aun con el efecto distorsivo de la distancia, era evidente que tenía un cuerpo mucho más corpulento que el de un perro.

     Estimó que los separaban un poco más de cuarenta metros. No se animó a acercarse más, la mirada que le llegaba desde el coche era muy potente, atenta a cualquier movimiento. Volvió a la esquina para observarlo con más resguardo desde una ubicación que pudiera darle más tiempo para huir en caso de un ataque. Entre el Torino y el árbol, la cabeza enorme se distinguía a pesar de la distancia. Ya casi no podía verle los ojos, pero la potencia de su mirada persistía.

     Dio la vuelta manzana para observarlo desde otra perspectiva. Decidió arriesgarse ya que la distancia desde esa esquina era bastante menor. Ahora el Torino estaba en primer plano. Era de color amarillo y con muchos saltones en la pintura que también parecían manchas. Guiado por el instinto, el animal volteó la cabeza y lo apuntó con la mirada.

     Una fuerza lo arrancó de sí mismo, sintió un apagón en el cuerpo, en la sangre, como si le faltara el aire, como si hubiera demasiado aire, como si el mundo se hubiera enmudecido. El instinto lo empujó a moverse, a alejarse, a caminar sin rumbo. Paulatinamente el sonido de la propagadora lo fue rescatando del aturdimiento. La voz decía algo que sonaba como «libertad» o «realidad» y cerraba la frase con una palabra terminada en «mismo». Deslizó las palmas de las manos por la piel de la cara y se aferró a la carne, como si siguiera hundido en la ferocidad de esos ojos, en la intensidad de esa mirada. Como si no hubiera visto a través de esos ojos algo horrible, algo tan propio como imposible de recordar.

     Subió el médano y se quedó un largo rato de frente al mar. Nadie hubiera escuchado el ataque en esas calles desoladas. La propagadora hizo un ruido, como el de una descarga eléctrica, y enmudeció.

     A lo lejos divisó a las chicas. Cuando se acercó hasta ellas ya no tenían sed, y todo lo que querían era un choclo.


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