música (audiolibro) Daniel Delfino
Tigre
Cerró el libro que intentaba leer cuando las chicas volvieron de bañarse
en el mar. Se arrojaron sobre las reposeras al sol, tenían sed y pidieron algo
fresco. No había nada más que mate. Se puso las ojotas y fue por unas gaseosas.
Había accedido a que su hija trajera a una
amiga, por miedo a que se aburriera con él. Una adolescente sola es de temer;
dos, en cambio, crean un mundo inaccesible. Pero esa estrategia lo había
hundido todavía más en la introspección. En el viaje, los ojos clavados en la
ruta transformaron sus imágenes mentales en situaciones tensas, en voces, en
palabras que lo rondaban anárquicamente como bichos enloquecidos en derredor de
un foco nocturno. Una y otra vez hacía el ejercicio de verse desde afuera, de
tomar distancia, hasta forzar el corto-circuito que lo arrancara de esos
pensamientos.
Mientras se alejaba, volteó a mirarlas. El
sol les pegaba de lleno, se estiraban en las reposeras como si quisieran crecer
de golpe. La pequeña villa balnearia era un lugar solitario y despoblado, de
playas amplias y tranquilas. ¿Dónde iría a conseguir una gaseosa? Subió al
pequeño médano/límite entre la villa y la playa, y se largó a caminar por una
calle de tierra y arena. Una propagadora emitía una voz publicitaria, palabras
inentendibles, la voz aguda y melosa de un locutor deformada por las frituras
del bafle. Intentaba entender lo que decía, pero no entendía nada. De fondo se
escuchaba un tema de esos viejos, de Abba o de Queen.
Recorrió varias cuadras sin encontrar
ningún negocio. El sol estaba quieto en lo más alto del cielo. Todas las casas
eran bajas, a medio terminar o mal terminadas o terrenos baldíos en los que los
yuyos crecían libremente. Dio vuelta una esquina y se alegró al ver un cartel
de Coca Cola oxidado. Parecía ser un pequeño almacén, pero enseguida se
dio cuenta de que estaba cerrado. Cerrado de una manera que resultaba difícil
imaginárselo alguna vez abierto. Siguió caminando con la ilusión de toparse con
algún quiosco o con cualquier lugar en el que alguien le vendiera una gaseosa.
Lejos del mar, el calor se volvió
agobiante. No le gustaba caminar con ojotas y mucho menos por calles de tierra
reseca y con arena. Tantas vueltas lo habían desorientado. Por la ventana de
una casa modernosa, racional, de las de tipo bloque cuadrado, observó una
escena: un hombre se tomaba la frente como si volara de fiebre mientras una
mujer hablaba enfurecida. El vidrio cristalino de la ventana le daba a las
imágenes una vivacidad hiperreal que le generó la compulsión de seguir mirando.
Él parecía vacilante, débil; ella ejecutaba movimientos seguros y decididos. Un
diálogo entre un moribundo y una inmortal. Podría ser la escena de una
película, de esas películas extrañas que se dan por TV en las madrugadas de
desvelo. No se escuchaban las voces, pero ella movía la boca y le lanzaba
ráfagas de palabras mientras él permanecía ensimismado. En los momentos en que
la mujer no hablaba, la escena se volvía aun más tensa. Empezaba a resultar
insoportable. Él iba a rebelarse y la mataría, o ella terminaría pisándolo como
a una cucaracha. Una tragedia ante sus ojos. Eran las primeras personas que
encontraba desde que había bajado del médano. No quiso ver más y decidió
continuar.
Todas las demás casas parecían vacías,
cerradas, como si nadie hubiera elegido ese pueblo para alojarse y todos
estuvieran parando en balnearios cercanos y más populares. Candados en las
puertas, el abandono de los jardines delataba la ausencia de los dueños o de
habitantes temporales. Tampoco circulaban autos. El sol y el calor parecían
haber espantado a todo el mundo.
En una esquina, tuvo dudas sobre el rumbo
a seguir. Continuó por una calle que parecía ir al mar. En el final de la
cuadra había un viejo Torino estacionado junto a un sauce llorón.
Al acercarse, entre el árbol y el Torino,
observó una cabeza enorme como la de un perro. Los ojos desproporcionados, la
mirada intensa, y detrás de su cabeza, en el lomo, las rayas inconfundibles de
un tigre.
Se detuvo abruptamente y volvió sobre sus
pasos. Pensó: tal vez haya visto mal y reconsideró la idea de que fuera un
perro, de una de esas razas cruzadas o exóticas. Pero por otro lado estaba
convencido de que había visto las rayas negras, beige y blancas de un tigre, y
aun con el efecto distorsivo de la distancia, era evidente que tenía un cuerpo
mucho más corpulento que el de un perro.
Estimó que los separaban un poco más de
cuarenta metros. No se animó a acercarse más, la mirada que le llegaba desde el
coche era muy potente, atenta a cualquier movimiento. Volvió a la esquina para
observarlo con más resguardo desde una ubicación que pudiera darle más tiempo
para huir en caso de un ataque. Entre el Torino y el árbol, la cabeza enorme se
distinguía a pesar de la distancia. Ya casi no podía verle los ojos, pero la
potencia de su mirada persistía.
Dio la vuelta manzana para observarlo
desde otra perspectiva. Decidió arriesgarse ya que la distancia desde esa
esquina era bastante menor. Ahora el Torino estaba en primer plano. Era de
color amarillo y con muchos saltones en la pintura que también parecían manchas.
Guiado por el instinto, el animal volteó la cabeza y lo apuntó con la mirada.
Una fuerza lo arrancó de sí mismo, sintió
un apagón en el cuerpo, en la sangre, como si le faltara el aire, como si
hubiera demasiado aire, como si el mundo se hubiera enmudecido. El instinto lo
empujó a moverse, a alejarse, a caminar sin rumbo. Paulatinamente el sonido de
la propagadora lo fue rescatando del aturdimiento. La voz decía algo que sonaba
como «libertad» o «realidad» y cerraba la frase con una palabra terminada en
«mismo». Deslizó las palmas de las manos por la piel de la cara y se aferró a
la carne, como si siguiera hundido en la ferocidad de esos ojos, en la
intensidad de esa mirada. Como si no hubiera visto a través de esos ojos algo
horrible, algo tan propio como imposible de recordar.
Subió el médano y se quedó un largo rato
de frente al mar. Nadie hubiera escuchado el ataque en esas calles desoladas.
La propagadora hizo un ruido, como el de una descarga eléctrica, y enmudeció.
A lo lejos divisó a las chicas. Cuando se
acercó hasta ellas ya no tenían sed, y todo lo que querían era un choclo.
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