domingo, 3 de diciembre de 2023

Los ojos rojos





                                                                                                            por Daniel Delfino


Los ojos rojos - Narración oral


Los ojos rojos

 

Hago cuentas: Juli se fue a mediados de junio. En los primeros días del invierno conocí a Marina.

 

Estaba a la deriva. Prendí la computadora y en un arrebato compré los 9 Cuentos de Salinger por Mercado Libre. Juli me había taladrado la cabeza con eso de qué no entendía cómo podía vivir sin haberlos leído. Había vivido y bastante.

El libro se retiraba por Pablo Podestá. La loma del quinoto pensé. Busqué en Google Maps, quedaba cerca de Márquez y Ruta 8. Mandé un mensaje y me contestaron al instante, como si estuvieran agazapados esperando con ansiedad que alguien lo comprara. Podía entregármelo en dos horas en una feria de Márquez y una calle llamada Del Carril. El vendedor me pasó su celular en el segundo mensaje (el número que figuraba en los datos del usuario era trucho) y el nombre: Marina. Al llegar debía mandarle un sms o llamarla porque no tenía crédito.

 

En la calle el frío era insoportable. Una niebla densa desdibujaba el paisaje, se metía dentro de las casas. A pesar de manejar con mucha cautela, llegué un poco antes e ingresé a la feria. El murmullo de la gente disonaba como el mantra de unos monjes borrachos. Junto a la puerta de entrada observé a una chica menuda con un nene en un cochecito. Me llamó la atención porque el nene tenía dos brazos larguísimos que le colgaban inertes; estaba como dormido, más como adormecido. La cabeza era enorme en relación con el cuerpo, achatada en los costados y absolutamente calva. El cráneo lustroso reflejaba las luces de una guirnalda de bombitas que pendía sobre nuestras cabezas. Detecté los 9 Cuentos en la mano de la chica y supe que era Marina. Me acerqué y le dije mi nombre y agregué enseguida mi usuario de Mercado. Un pibe de unos treinta años se plegó a nosotros. Marina me saludo con un beso y el pibe me extendió la mano floja y transpirada que me causó una automática repulsión. Me lo presentó como José, su marido. Les pagué el libro y me preguntaron si había venido en auto. Acepté llevarlos unas veinte cuadras por Del Carril; con el nene se les hacía muy largo el trayecto de vuelta y la tarde se estaba poniendo cada vez más fría y oscura. Subimos el cochecito en el baúl. Marina y el nene, que se había dormido del todo, se sentaron atrás. José adelante.

Tiene una enfermedad genética, me dijo José sin que le preguntara. Miré por el espejo retrovisor y colisioné con los planetas enormes de los ojos de Marina. Bajé la mirada al instante. Avanzábamos por las calles y la fisonomía del barrio se iba tornando más parecida a una villa; las casas de material cuadra tras cuadra eran cada vez más precarias y más destartaladas.

José me indicó que me detuviera a mitad de una calle llena de esqueletos de autos, la mayoría subidos a las veredas de tierra. Bajé para abrir el baúl y sacar el cochecito. Junto a los cordones el agua estancada despedía un penetrante olor a podrido.

Estamos en contacto me dijo José y me dio la mano, esta vez con más firmeza pero con la misma transpiración en la piel. Marina me dio otro beso.

 

Volviendo a casa me llegó un mensaje de Marina.

*¿Te gusté?

Seguí manejando sin saber qué contestarle. ¿Por qué me preguntaba eso?

*Sí, mucho. (Contesté)

Lo mejor hubiera sido no contestar o no hacerlo directamente. Mandé el mensaje a conciencia de que mi respuesta activaba un mecanismo que me iba resultar imposible detener. Marina se había adueñado de mis pensamientos. Era blanca, extremadamente flaca, de las que se le marcan los huesos. El pelo castaño y quebradizo se le iluminaba con unos reflejos rubios y lo llevaba recogido detrás de las orejas, lo que la hacía parecer un ratón. Tenía la voz firme pero algo caricaturesca y en la cara los rasgos marcados confluían en unos ojos grandes y azules carentes de toda suavidad.

*¿Ya llegaste a tu casa? Cuando llegues avisame. Mari.

Todas las preguntas que me hice en el trayecto de vuelta se develaron al llegar a mi casa, en pocos y precisos mensajes de Marina. A José le excitaba verla teniendo sexo con otros hombres. Lo dijo sin preámbulos ni rodeos. Y yo les había caído bien. Lo de los libros era una especie de casting, una cortina. Le contesté con un automatismo que no era mi onda, que era bastante chapado a la antigua.

*Ah..., buen disculpá, no te molesto entonces, pensé que te había gustado…

El mensaje de Marina me puso ante un abismo. Estaba dejando pasar mi chance. La deseaba como nunca deseé a Juli y no porque Juli me gustara menos o por cualquier otro motivo que de todas maneras terminaría hiriéndole la autoestima. Sino por qué Juli me había elegido, todo estaba en contexto, en la “normalidad”. Esto era otra cosa, algo efímero y violento, otra clase social, una experiencia nueva. Marina había logrado perturbarme de una manera carnal y primitiva. Con ella nunca iba a poder hablar de Manierismo, de Realismo Sucio o de Malevich, pero me movilizaba de una manera brutal.  

   Me afeité, me bañé y me fui a la cama con los 9 Cuentos. Arrancaba la lectura y me perdía, me desconcentraba, no podía pasar del título y del primer párrafo del cuento de un pez banana.

*Perdoná que te pregunte: ¿Está en tratamiento tu nene? Mandé el mensaje tras varios titubeos.

  *Sí, está en tratamiento, pero con medicina alternativa.

*¿No hay problema que te mande mensaje?, digo, por tu marido.

No había problema. El nene cabezota era hijo de ella pero no de José. Él era gay (primero puso bisexual, pero después escribió GAY, con mayúsculas), pero les gustaba estar juntos.

 

Al otro día José me llamó al celular. Con muy poca diplomacia me dijo que si quería tener algo con Marina estaba todo bien, pero que no les haga perder tiempo. Nosotros no estamos para el boludeo, agregó con firmeza. Buscamos machos, no noviecitos. Intenté por todos los medios de que no se enojara, de mantener la posibilidad latente de acostarme con Marina. ¿Cómo demostrarle que podría ser un “macho”? ¿O que al menos con Marina podía jugar ese rol del amante salvaje? Le pedí que entendiera mi inexperiencia en el tema y que si me explicaban bien mi rol en el juego sexual no tendría inconveniente en jugarlo.

   Quería estar con Marina. No sé si en esas condiciones tan directas que planteaban, pero el deseo que sentía por ella terminaba por imponerse a cualquier prejuicio.

 

Me encontré nuevamente camino a la casa de Podestá. Dejé el auto sobre Del Carril que es una avenida doble mano; tenía miedo de que me lo robaran o que me robaran una rueda o cualquier otra cosa. Ellos vivían en la primera paralela. Al llegar a la puerta envié un sms y en un par de minutos José me abrió la puerta. Para entrar a la casa, que estaba atrás, había que atravesar un largo y oscuro pasillo lleno de vírgenes e imágenes de yeso. Las pintaban con Marina y las vendían a santerías.

También hacemos tarot, dijo mientras subíamos una  escalera enclenque de madera.

 

Tomamos mate los tres en una especie de comedor, desde el cochecito el nene cabezota parecía ausente, con la mirada perdida. La adrenalina me impulsaba a seguir la comedia. El interior de la casa, también de madera, era oscuro, no había ventanas y el pequeño vidrio de la puerta estaba cubierto por una toalla, como si le temieran a la luz solar. Una tele mal sintonizada pasaba dibujitos en volumen bajo para nadie. Pero aportaba algo de luz al lúgubre ambiente. Con algo de pudor insinué la posibilidad de “ir pasando” a la habitación. La ansiedad me carcomía.

En las paredes, agujeros de distintos tamaños habían sido tapados con remiendos burdos y a veces ni eso, los huecos de formas caprichosas quedaban al descubierto. Los muebles eran viejos, un rejuntado de estilos; había ropa tirada por todos lados. José se sentó en una silla al pié de la cama y Marina empezó a desvestirse. Hacían todo con naturalidad, como si siguiéramos tomando mate. La habitación estaba congelada, solo había visto una estufa eléctrica encendida pero en el comedor. Ya me había desvestido y con pudor me tapé con una frazada; ella no terminaba nunca de sacarse las capas de ropa. Bromeé con que parecía una cebolla y el chiste les causó gracia y aflojó en parte mis nervios. En todas las paredes había armarios y estaban hasta el techo de unos muñecos peludos como una tribuna expectante. Me acosté con Marina y nos empezamos a besar aparatosamente como dos adolescentes nerviosos. El contacto con su piel tibia rápidamente me excitó. Me puse un forro y la penetré ante los ojos silenciosos de José.

 

No podía pensar en otra cosa que no fuera en Marina. Elaboraba estrategias y las abortaba al recapitular el absurdo de toda la situación que estaba viviendo. Pero impulsada por un resorte, mi mente volvía a ensayar un nuevo plan para no perder contacto con ella. Tenía la certeza de que lo que había creído una “experiencia”, no había concluido el día que me alejé (casi huyendo) de la casa de Podestá.

Mensaje tras mensaje logré que Marina convenciera a José de que se quedara en el comedor con el nene cabezota mientras yo tenía relaciones con ella. No me fue fácil ni gratis, ya que eso no era lo que ellos buscaban y por compensación debía llevarles algunas cosas como leche y pañales. ¡Plata no! José me lo recalcó una y otra vez: no nos prostituimos, son cosas para Ezequiel, ok. Y porque vos querés estar a solas con Marina, sino ni a palos. Me pareció justo. Lo único que me interesaba era poder estar a solas con Marina. Con el desconcierto de un padre primerizo fui al Coto por leche y pañales XG. Imaginé la pera arrugada de Juli (un gesto característico cuando inicia una burla) si me viera en esos menesteres y me sentí todavía más ridículo. Más descolocado. Había sido una larga negociación, mi postura inicial fue la de llevarla a un hotel de Márquez. Pero tuve que capitular con hacerlo en la casa de Podestá sin la mirada intimidatoria de José y contribuir con mercaderías infantiles. Ella fue la que lo convenció, ya que con “otros” no accedían a esos pedidos.

 

La segunda vez (la primera a solas) que tuve sexo con ella, me pidió que no me cuide.

Dudé.

—Si tenés miedo de estar conmigo, no vengas más. ¿Tenés miedo de que te contagie?, ¿Que me quede embarazada? ¿De qué tenés miedo? Yo me cuido, sábelo. No soy una promistua (lo dijo así y eso me calentó más). ¿Qué te pensás, que me van salir gusanos de la concha?

Se enojaba y volvía a vestirse. Su pequeña figura se agigantaba en la oscuridad mientras se colocaba el can can. Se volvía poderosa y a la vez se pronunciaba la delicadeza de sus hombros, de los omóplatos filosos a punto de atravesarle la piel. Eran huesitos que se podrían romper a la más mínima presión. Accedí y cogimos con una intensidad salvaje que multiplicó las sensaciones de la primera vez. Con Juli no nos cuidamos desde el primer día. Yo nunca le pregunté si tomaba algo, pero en algún punto de nuestra relación comencé a tener la sospecha de que uno de los dos era estéril. Juli me contó que con una pareja anterior había quedado embarazada y que lo había perdido al mes, me dijo sin decírmelo que el problema era yo. Éramos una pareja que compartía muchos intereses, que podíamos hablar horas de arte (ella apreciaba mi espíritu crítico más allá de no ser uno de su casta de Puán) pero a la distancia me doy cuenta que también compartíamos una discapacidad emocional para hablar de este tema. Por distintos motivos los dos escondíamos esa cuestión bajo la alfombra. De mi parte nunca me hice un análisis para comprobarlo, (no me los hago ni cuando me los mandan por rutina). Y Juli siempre estaba ante una presentación de algún de esos escritores estrambóticos o ante una muestra en el Malba o con la urgencia de entregar reportes de libros a Perfil o Radar. El sexo era una actividad más para nosotros.

 

¿Qué era lo que tanto me excitaba de Marina? Tal vez la marginalidad de la situación o el olor rancio de las sábanas, la humedad que lo impregnaba todo, saber que José estaba madera por medio. Quizás todo eso junto generaba en mí un poderoso efecto afrodisíaco o simplemente era morbo. Con Juli en los primeros tiempos tuvimos picos de intensidad sexual, pero al abrigo de nuestra "normalidad" nunca alcancé la sensación de desprendimiento corporal, de flotar en el aire fuera de mi cuerpo y a la vez experimentar todos mis sentidos en contacto con el cuerpo de Marina. Por breves instantes podía verme sobre ella, podía contemplar la escena completa desde el punto de vista de un observador externo. La desigualdad de nuestros cuerpos hacía que prácticamente yo la cubriera y que solo pudieran verse algunos fragmentos de ella, como esos pastitos entre el empedrado: una mano en mi espalda, el cabello desparramado sobre la almohada, las piernas como pequeñas pinzas aferrándose a las mías. Todas estas sensaciones se fueron potenciando cada vez que cogimos durante los dos meses que duró nuestra relación seudo-furtiva.

 

Me alejaba de la casa de Podestá y me juraba que había sido la última vez. Pero volvía. Hasta la mañana en que recibí un mensaje de José diciéndome que Marina se había escapado. Me preguntaba enfurecido si yo sabía algo.

No tenía ni idea. Creo que me creyó.

*Se la tragó la tierra. Me levanté y ya no estaba. Alguno de los pajeros que se la cogen acá seguramente la ayudó, por eso te llamé, igual ya va a volver, ya me lo hizo una vez y volvió con la cola entre las patas, no se va a salir con la suya. Debe estar embarazada, porque todos estos días estuvo vomitando.

 

Me torturaba la idea que Marina hubiera elegido a otro para fugarse. ¿De quién sería ese hijo? ¿De José, de ese otro con el que se fugó, de los otros, mío? La idea de que fuera mío me aterró pero a la vez no quería que fuera de otro. Las palabras de José no eran confiables, estaban cargadas de resentimiento, de dudosas intenciones.

Unos días después recibí un mensaje con característica del interior: *Hola soy Marina, tuve que escaparme, la madre de José me pedía una plata que me prestó y hasta que no se la devolviera no me dejaba ir. Yo me quería escapar, yo me quería escapar de ahí. Por eso no me dejaban ir al hotel con vos. ¿Entendés ahora?

Entender, entendí hasta donde pude. Marina estaba en Entre Ríos, pero no me quería decir en qué pueblo. Ni una palabra cariñosa en los mensajes. Eran fríos y concretos. Ya no me llamaba por mi nombre, me decía negro.

Ni en los momentos más sublimes de intimidad me había llamado de esa manera. Negro. No me animé a preguntarle por el embarazo. No estaba preparado para esa respuesta, no solo porque estuviera realmente embarazada, sino por muchas cosas que todavía no podía ordenar en mi cabeza.

Cada dos días José me mandaba mensaje para saber si había tenido noticias de Marina. Le contestaba que no, que no sabía nada. Trataba de mostrarme poco ansioso, pero colaborativo.

 

La colección de muñecos que había en la pieza de la casa de Podestá debería pertenecer a películas o a comics que me eran desconocidos. Cada uno era particular, pero todos compartían la misma estética hiperbólica. No eran peluches cualunques, de los de las maquinitas para atrapar con el gancho, estaban confeccionados con extremo celo y calidad, como esos juguetes importados y carísimos. Todos tenían una deformidad, alguna parte del cuerpo rompía las proporciones que podríamos denominar “normales”, cabezas enormes sostenidas por cuerpos diminutos, protuberancias inverosímiles, extremidades exageradas. Marina me contó que eran obras de José, que no eran muñecos, no eran juguetes infantiles sino que eran “transformaciones”, así las denominó. José había aprendido la técnica de su hermano mayor, y después de su muerte la había perfeccionado muchísimo.

Se murió tratando de robarse una cocina en un restaurante chino en Tessei, contó Marina sin pudor ni dramatismo, le explotó en la cara. Era mellizo de José, se llamaba Walter y fue mi primer marido, el que me desvirgó.

 

La última vez que estuve con Marina, mientras ella estaba en el baño, metí uno de esos muñecos en mi mochila. Uno de un pelaje renegrido con dos bracitos muy diminutos, como dos aletitas bien pegadas al cuerpo. Las piernas, en contraste, no eran mucho más largas, pero grotescamente morrudas. Era de un material de mucha textura, no llegaba a ser gomoso, pero con cierta temperatura y elasticidad. Tenía una cabeza larga y achatada como la de esos tubos de gas que en algunos jardines les construyen casitas. No lo elegí al azar, cuando terminábamos de coger y nos quedábamos recostados en la cama en silencio, era con él, con ese mono deforme, con el que nos mirábamos un largo rato. Sus ojos rojos resplandecían en la oscuridad. Si bien todos los muñecos tenían los ojos rojizos, los de ese mono irradiaban una intensidad más vívida, como si estuviera mirándome. Marina nunca hablaba después de que teníamos sexo, permanecía aferrada a mi cuerpo en silencio. Era tal la abstracción al observarlo que sentía como si intentara transmitirme un mensaje. Como si estuviera por abrirse un misterioso canal de comunicación entre nosotros.

   Me aseguré que no se notara en la mochila. Entre tanto muñeco amontonado tardarían en detectar su faltante, y en el último de los casos, mi culpabilidad se diluiría entre los tantos que se acostaban con ella.

 

Los mensajes de Marina llegaban muy esporádicamente. No parecía entusiasmada en hablar conmigo. Le pregunté si nos íbamos a volver a ver y me dijo que no, que quería borrar todo ese pasado horrible de su vida.

*A vos te eligió José por tus ojos. José elige por los ojos. Son combinaciones con los míos lo que él necesita. Por eso te eligió.

*¿Y eso qué tiene que ver? –le respondí con bronca.

*Nada, nada.

Le pregunté por el embarazo pero hizo silencio. Nunca más me escribió ni respondió mis mensajes. Llamé a ese número pero daba siempre apagado.

 

Dormía y escuché el celular vibrar varias veces. Me había tomado un alplax y no podía abrir los ojos. Cuando me desperté tenía como diez mensajes y llamadas perdidas de José. Leí algunos pero todos decían casi lo mismo: que estaba con uno de la religión Umbanda frente a mi casa, que habían tirado no sé qué cosa en mi puerta. No me asusté, no creo en esas cosas ni me perturban. Le tengo más miedo al gobierno, a la policía, a los bancos. Pensé en frío: yo nunca les había dicho ni a él ni a Marina en dónde vivía. Estaba mintiendo con el único fin de amedrentarme. Pero, ¿con qué motivo?

Le contesté un mensaje al azar.

*Mirá, ya pasó mucho tiempo, yo no tengo nada que ver, si Marina está embarazada es un problema de ustedes, ella me dijo que no nos cuidáramos porque tomaba pastillas o algo así. El marido eras vos.

Al instante José me llamó. Marina estaba embarazada. Ése no era el problema. Lo sabía todo, todos los mensajes desde el primer día me los había enviado él.

—El único que lo hacía a solas con ella fuiste vos. Vos lo tenés. Te lo robaste, te abrí las puertas de mi casa, te cogiste a mi mujer y te lo robaste. ¿Quién te jodió a vos? Solo te pedí unos míseros pañales. Unos pañales del orto. Solo tenías que cogértela y disfrutar. Nunca creí que fueras capaz de semejante traición.

Antes de cortarle escuché de fondo la voz de Marina.

 

Había creído que ella sentía algún tipo de cariño por mí, que yo era alguien “especial”, pero todo había sido parte de una actuación, de una puesta en escena. Un juego tan complejo y retorcido que no supe jugar desde el primer día, porque yo mismo era una de las piezas. No se los iba a devolver, ellos se habían divertido conmigo. Era mi venganza.

 

La represalia no evitó que mi orgullo estuviera por el piso largos meses. Cuando Juli llamó desde Madrid anunciando su regreso sentí que ese duelo llegaba a su fin y que Marina comenzaba a convertirse en anécdota.

 

Juli volvió distinta, enfocada, parecía decidida a que nuestra relación se fortificara o que se terminara para siempre. Ya en Ezeiza comprendí que se abría una nueva etapa. En los últimos tiempos estaba fastidiosa, hipersensible. Cualquier cosa que yo dijera o no dijera era motivo de pelea, una excusa para no hablarme por días. Cada vez que le preguntaba: ¿Querés que sigamos? Me respondía: ¿Y vos qué querés? Yo quería seguir, pero con cada aclaración recrudecía el gesto agrio, su insatisfacción. Opté por no hacer más preguntas. Quince días después se fue a Madrid. La excusa: acompañar a Cecilia en su investigación sobre Pablo Neruda y la Generación del 27 que le había encargado el Conicet.

 

Al llegar a casa, lo vio y se enamoró. Le puso de nombre Oreo y no lo apartó más de sus brazos. Al principio me arrepentí de no haberlo escondido, lo había dejado a la vista como una provocación, como un acto de rebeldía, pero nunca hubiera pensado que un muñeco tan desagradable, un mono deforme, le pudiera gustar a Juli y que rápidamente lo adoptara como algo de su pertenencia. Me gustó que le ponga un nombre, que mostrara ese lado sensible y maternal tan impropio en ella. Porque si bien al fin y al cabo no era más que un objeto, lo pensé como el eslabón necesario para unir dos mundos, el de Juli y el de Marina. Dos mundos que habían sido para mí el mismo mundo durante estos meses eternos.

Tengo esta costumbre de hablarle a Juli mentalmente, de buscar su mirada que de alguna forma me construye; no lo niego, siempre me sentí alagado de que me haya elegido entre tanto "anteojito" que la revoloteaba.

No era la misma que se había ido. Ya no se irritaba y hablaba con firmeza. Sin vueltas me reveló el verdadero motivo del viaje a Madrid. Fue una huída. Siempre había sabido que era estéril, pero nunca se había animado a decírmelo, por eso la mentira del embarazo con esa pareja anterior. Estaba decidida a decirme todas esas cosas que nunca nos habíamos dicho. Aferraba a Oreo contra el pecho y lloraba. Sacaba fuerza de una fragilidad que durante años escondió tras la pedantería intelectual y los enojos. Le dije que había sido una tonta, que ser padre no me importaba tanto como a otras personas.

—Sí, te importa, sentenció. Todas las personas de nuestra edad quieren tener hijos. Es normal. Son etapas de la vida.

Insistí con que no era mi obsesión, que no me interesaba ser normal. Se secó las lágrimas con el suave pelaje de Oreo y dijo que quería adoptar, que lo había meditado mucho, y que si yo no estaba de acuerdo lo iba a hacer sola.

Sin importar lo que pudiera decirme, o reclamarme, sin importar exponer mi lado oscuro y morboso, le conté la relación que había tenido con Marina durante su estadía en Madrid. Nunca se la nombré, no quería que tenga un nombre para ella. Tampoco lo preguntó. Marina era ella, la chica, la piba, la mujer del tipo, un fantasma. Escuchó mi relato en silencio. Estaba absolutamente convencida de que ese bebé era mío. Con un razonamiento algo forzado dedujo que si el otro hijo no era del marido, este embarazo tampoco debería serlo.

Tomé el celular y lo llamé a José. El bebé de Marina era una nena y había nacido en esos días, ahí mismo, en la casa de Podestá. Sin rodeos le propuse un trato. En principio no aceptó, pero después me impuso una exigencia.

—Venís, te la cogés a Marina delante mío y también tráeme algo de plata.

Lo de la plata era lo de menos, pero ¿por qué quería que vuelva a cogerme a Marina? ¿Cuál era el sentido ahora? ¿Excitarse?

Entre los dos juntamos unos cien mil pesos.

 

Estacioné en Del Carril. Le pedí a Juli que permaneciera en el auto, que solo me tomaría unos minutos. Le anoté la dirección en un papel: si tardo más de media hora llamá a la policía. La frase me pareció aparatosa, ridícula, de novela de la tarde. Metí a Oreo en una bolsa y caminé por la calle oscura con miedo de que me pasara algo, de que sea una trampa, de dejar a Juli sola en el auto.

Me abrió José, me preguntó si “lo traje”. Afirmé, pero le aclaré que arriba se lo iba a entregar. No parecía enojado. Subimos la escalera. Marina estaba en bombacha y musculosa sentada en el desvencijado sillón del comedor. Me miró con desgano sin saludarme. Se quejaba del calor. Después de tantos meses sin verla, tenía como un aura. El calor era infernal en ese comedor. Le entregué la bolsa a José y los cien mil pesos. Sacó a Oreo de la bolsa, lo inspeccionó con detenimiento hasta convencerse de que estaba intacto. Me ordenó que me bajara el pantalón. Marina se acercó a mi entrepierna y me la chupó sin ganas. Después se agachó y la penetré hasta acabar.

Se puso la bombacha y se fue al baño. Me subí el pantalón. Me sentía ridículo. José se fue detrás de ella. En unos minutos salió y me dijo que estaba todo bien. ¿Qué es lo qué estaba todo bien? Entró al cuarto contiguo, en el que lo hacíamos con Marina, y volvió con la beba envuelta en un manto. Me la entregó. La tomé con temor. Yo tengo palabra me dijo mientras bajábamos la escalera y nos metíamos en el pasillo.

—No somos mala gente, agregó y cerró la puerta.

 

Todo empieza a tener sentido. Las cuentas sobre el embarazo de Marina, los experimentos de José con los muñecos… Es indudable que hay algo siniestro en todo esto, pero ya no puedo salirme de este juego.

—Malva, ese nombre le vamos a poner —dice Juli como si lo tuviera pensado de antemano. Malva con v corta, —agrega como dato innecesario, como si quisiera impedir que esgrima un derecho que pudiera arrogarme.

—Me gusta Malva  —le contesto intentando una sonrisa.

Su cráneo es algo alargado, la frente es demasiado amplia para ser una beba recién nacida. No nos importa. Sé que es mi hija. Ahora es su hija también. Nuestra hija. Y ahora una certeza aun mayor aterriza en mis pensamientos: la salvé de las atrocidades de José.

 

Vuelvo la mirada sobre Malva que duerme plácidamente en brazos de Juli. Un chispazo de terror me recorre la sangre. Es inevitable que en un rato se despierte, que abra los ojos.

 

 

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