por Daniel Delfino
Los ojos rojos - Narración oral
Los ojos rojos
Hago cuentas: Juli se fue a mediados de junio. En
los primeros días del invierno conocí a Marina.
Estaba a la deriva. Prendí la computadora y en un
arrebato compré los 9 Cuentos de
Salinger por Mercado Libre. Juli me había taladrado la cabeza con eso de qué no
entendía cómo podía vivir sin haberlos leído. Había vivido y bastante.
El libro se retiraba por Pablo Podestá. La loma del
quinoto pensé. Busqué en Google Maps, quedaba cerca de Márquez y Ruta 8. Mandé
un mensaje y me contestaron al instante, como si estuvieran agazapados
esperando con ansiedad que alguien lo comprara. Podía entregármelo en dos horas
en una feria de Márquez y una calle llamada Del Carril. El vendedor me pasó su
celular en el segundo mensaje (el número que figuraba en los datos del usuario
era trucho) y el nombre: Marina. Al llegar debía mandarle un sms o llamarla
porque no tenía crédito.
En la calle el frío era insoportable. Una niebla
densa desdibujaba el paisaje, se metía dentro de las casas. A pesar de manejar
con mucha cautela, llegué un poco antes e ingresé a la feria. El murmullo de la
gente disonaba como el mantra de unos monjes borrachos. Junto a la puerta de
entrada observé a una chica menuda con un nene en un cochecito. Me llamó la atención
porque el nene tenía dos brazos larguísimos que le colgaban inertes; estaba
como dormido, más como adormecido. La cabeza era enorme en relación con el
cuerpo, achatada en los costados y absolutamente calva. El cráneo lustroso
reflejaba las luces de una guirnalda de bombitas que pendía sobre nuestras
cabezas. Detecté los 9 Cuentos en la
mano de la chica y supe que era Marina. Me acerqué y le dije mi nombre y
agregué enseguida mi usuario de Mercado. Un pibe de unos treinta años se plegó
a nosotros. Marina me saludo con un beso y el pibe me extendió la mano floja y
transpirada que me causó una automática repulsión. Me lo presentó como José, su
marido. Les pagué el libro y me preguntaron si había venido en auto. Acepté
llevarlos unas veinte cuadras por Del Carril; con el nene se les hacía muy
largo el trayecto de vuelta y la tarde se estaba poniendo cada vez más fría y
oscura. Subimos el cochecito en el baúl. Marina y el nene, que se había dormido
del todo, se sentaron atrás. José adelante.
Tiene una enfermedad genética, me dijo José sin que
le preguntara. Miré por el espejo retrovisor y colisioné con los planetas
enormes de los ojos de Marina. Bajé la mirada al instante. Avanzábamos por las
calles y la fisonomía del barrio se iba tornando más parecida a una villa; las
casas de material cuadra tras cuadra eran cada vez más precarias y más
destartaladas.
José me indicó que me detuviera a mitad de una
calle llena de esqueletos de autos, la mayoría subidos a las veredas de tierra.
Bajé para abrir el baúl y sacar el cochecito. Junto a los cordones el agua
estancada despedía un penetrante olor a podrido.
Estamos en contacto me dijo José y me dio la mano,
esta vez con más firmeza pero con la misma transpiración en la piel. Marina me
dio otro beso.
Volviendo a casa me llegó un mensaje de Marina.
*¿Te gusté?
Seguí manejando sin saber qué contestarle. ¿Por qué
me preguntaba eso?
*Sí, mucho. (Contesté)
Lo mejor hubiera sido no contestar o no hacerlo
directamente. Mandé el mensaje a conciencia de que mi respuesta activaba un
mecanismo que me iba resultar imposible detener. Marina se había adueñado de
mis pensamientos. Era blanca, extremadamente flaca, de las que se le marcan los
huesos. El pelo castaño y quebradizo se le iluminaba con unos reflejos rubios y
lo llevaba recogido detrás de las orejas, lo que la hacía parecer un ratón.
Tenía la voz firme pero algo caricaturesca y en la cara los rasgos marcados
confluían en unos ojos grandes y azules carentes de toda suavidad.
*¿Ya llegaste a tu casa? Cuando llegues avisame.
Mari.
Todas las preguntas que me hice en el trayecto de
vuelta se develaron al llegar a mi casa, en pocos y precisos mensajes de
Marina. A José le excitaba verla teniendo sexo con otros hombres. Lo dijo sin
preámbulos ni rodeos. Y yo les había caído bien. Lo de los libros era una
especie de casting, una cortina. Le contesté con un automatismo que no era mi
onda, que era bastante chapado a la antigua.
*Ah..., buen disculpá, no te molesto entonces,
pensé que te había gustado…
El mensaje de Marina me puso ante un abismo. Estaba
dejando pasar mi chance. La deseaba como nunca deseé a Juli y no porque Juli me
gustara menos o por cualquier otro motivo que de todas maneras terminaría
hiriéndole la autoestima. Sino por qué Juli me había elegido, todo estaba en
contexto, en la “normalidad”. Esto era otra cosa, algo efímero y violento, otra
clase social, una experiencia nueva. Marina había logrado perturbarme de una
manera carnal y primitiva. Con ella nunca iba a poder hablar de Manierismo, de
Realismo Sucio o de Malevich, pero me movilizaba de una manera brutal.
Me afeité, me bañé y me fui a
la cama con los 9 Cuentos. Arrancaba
la lectura y me perdía, me desconcentraba, no podía pasar del título y del
primer párrafo del cuento de un pez banana.
*Perdoná que te pregunte: ¿Está en tratamiento tu
nene? Mandé el mensaje tras varios titubeos.
*Sí, está en tratamiento, pero
con medicina alternativa.
*¿No hay problema que te mande mensaje?, digo, por
tu marido.
No había problema. El nene cabezota era hijo de
ella pero no de José. Él era gay (primero puso bisexual, pero después escribió
GAY, con mayúsculas), pero les gustaba estar juntos.
Al otro día José me llamó al celular. Con muy poca
diplomacia me dijo que si quería tener algo con Marina estaba todo bien, pero
que no les haga perder tiempo. Nosotros no estamos para el boludeo, agregó con
firmeza. Buscamos machos, no noviecitos. Intenté por todos los medios de que no
se enojara, de mantener la posibilidad latente de acostarme con Marina. ¿Cómo
demostrarle que podría ser un “macho”? ¿O que al menos con Marina podía jugar
ese rol del amante salvaje? Le pedí que entendiera mi inexperiencia en el tema
y que si me explicaban bien mi rol en el juego sexual no tendría inconveniente
en jugarlo.
Quería estar con Marina. No sé
si en esas condiciones tan directas que planteaban, pero el deseo que sentía
por ella terminaba por imponerse a cualquier prejuicio.
Me encontré nuevamente camino a la casa de Podestá.
Dejé el auto sobre Del Carril que es una avenida doble mano; tenía miedo de que
me lo robaran o que me robaran una rueda o cualquier otra cosa. Ellos vivían en
la primera paralela. Al llegar a la puerta envié un sms y en un par de minutos
José me abrió la puerta. Para entrar a la casa, que estaba atrás, había que
atravesar un largo y oscuro pasillo lleno de vírgenes e imágenes de yeso. Las
pintaban con Marina y las vendían a santerías.
También hacemos tarot, dijo mientras subíamos una escalera enclenque de madera.
Tomamos mate los tres en una especie de comedor,
desde el cochecito el nene cabezota parecía ausente, con la mirada perdida. La
adrenalina me impulsaba a seguir la comedia. El interior de la casa, también de
madera, era oscuro, no había ventanas y el pequeño vidrio de la puerta estaba
cubierto por una toalla, como si le temieran a la luz solar. Una tele mal
sintonizada pasaba dibujitos en volumen bajo para nadie. Pero aportaba algo de
luz al lúgubre ambiente. Con algo de pudor insinué la posibilidad de “ir
pasando” a la habitación. La ansiedad me carcomía.
En las paredes, agujeros de distintos tamaños
habían sido tapados con remiendos burdos y a veces ni eso, los huecos de formas
caprichosas quedaban al descubierto. Los muebles eran viejos, un rejuntado de
estilos; había ropa tirada por todos lados. José se sentó en una silla al pié
de la cama y Marina empezó a desvestirse. Hacían todo con naturalidad, como si
siguiéramos tomando mate. La habitación estaba congelada, solo había visto una
estufa eléctrica encendida pero en el comedor. Ya me había desvestido y con
pudor me tapé con una frazada; ella no terminaba nunca de sacarse las capas de
ropa. Bromeé con que parecía una cebolla y el chiste les causó gracia y aflojó
en parte mis nervios. En todas las paredes había armarios y estaban hasta el
techo de unos muñecos peludos como una tribuna expectante. Me acosté con Marina
y nos empezamos a besar aparatosamente como dos adolescentes nerviosos. El
contacto con su piel tibia rápidamente me excitó. Me puse un forro y la penetré
ante los ojos silenciosos de José.
No podía pensar en otra cosa que no fuera en
Marina. Elaboraba estrategias y las abortaba al recapitular el absurdo de toda
la situación que estaba viviendo. Pero impulsada por un resorte, mi mente
volvía a ensayar un nuevo plan para no perder contacto con ella. Tenía la
certeza de que lo que había creído una “experiencia”, no había concluido el día
que me alejé (casi huyendo) de la casa de Podestá.
Mensaje tras mensaje logré que Marina convenciera a
José de que se quedara en el comedor con el nene cabezota mientras yo tenía
relaciones con ella. No me fue fácil ni gratis, ya que eso no era lo que ellos
buscaban y por compensación debía llevarles algunas cosas como leche y pañales.
¡Plata no! José me lo recalcó una y otra vez: no nos prostituimos, son cosas
para Ezequiel, ok. Y porque vos querés estar a solas con Marina, sino ni a
palos. Me pareció justo. Lo único que me interesaba era poder estar a solas con
Marina. Con el desconcierto de un padre primerizo fui al Coto por leche y pañales
XG. Imaginé la pera arrugada de Juli (un gesto característico cuando inicia una
burla) si me viera en esos menesteres y me sentí todavía más ridículo. Más
descolocado. Había sido una larga negociación, mi postura inicial fue la de
llevarla a un hotel de Márquez. Pero tuve que capitular con hacerlo en la casa
de Podestá sin la mirada intimidatoria de José y contribuir con mercaderías
infantiles. Ella fue la que lo convenció, ya que con “otros” no accedían a esos
pedidos.
La segunda vez (la primera a solas) que tuve sexo
con ella, me pidió que no me cuide.
Dudé.
—Si tenés miedo de estar conmigo, no vengas más.
¿Tenés miedo de que te contagie?, ¿Que me quede embarazada? ¿De qué tenés
miedo? Yo me cuido, sábelo. No soy una promistua
(lo dijo así y eso me calentó más). ¿Qué te pensás, que me van salir gusanos de
la concha?
Se enojaba y volvía a vestirse. Su pequeña figura
se agigantaba en la oscuridad mientras se colocaba el can can. Se volvía
poderosa y a la vez se pronunciaba la delicadeza de sus hombros, de los
omóplatos filosos a punto de atravesarle la piel. Eran huesitos que se podrían
romper a la más mínima presión. Accedí y cogimos con una intensidad salvaje que
multiplicó las sensaciones de la primera vez. Con Juli no nos cuidamos desde el
primer día. Yo nunca le pregunté si tomaba algo, pero en algún punto de nuestra
relación comencé a tener la sospecha de que uno de los dos era estéril. Juli me
contó que con una pareja anterior había quedado embarazada y que lo había
perdido al mes, me dijo sin decírmelo que el problema era yo. Éramos una pareja
que compartía muchos intereses, que podíamos hablar horas de arte (ella
apreciaba mi espíritu crítico más allá de no ser uno de su casta de Puán) pero
a la distancia me doy cuenta que también compartíamos una discapacidad
emocional para hablar de este tema. Por distintos motivos los dos escondíamos
esa cuestión bajo la alfombra. De mi parte nunca me hice un análisis para
comprobarlo, (no me los hago ni cuando me los mandan por rutina). Y Juli
siempre estaba ante una presentación de algún de esos escritores estrambóticos
o ante una muestra en el Malba o con la urgencia de entregar reportes de libros
a Perfil o Radar. El sexo era una actividad más para nosotros.
¿Qué era lo que tanto me excitaba de Marina? Tal vez
la marginalidad de la situación o el olor rancio de las sábanas, la humedad que
lo impregnaba todo, saber que José estaba madera por medio. Quizás todo eso
junto generaba en mí un poderoso efecto afrodisíaco o simplemente era morbo.
Con Juli en los primeros tiempos tuvimos picos de intensidad sexual, pero al
abrigo de nuestra "normalidad" nunca alcancé la sensación de
desprendimiento corporal, de flotar en el aire fuera de mi cuerpo y a la vez
experimentar todos mis sentidos en contacto con el cuerpo de Marina. Por breves
instantes podía verme sobre ella, podía contemplar la escena completa desde el
punto de vista de un observador externo. La desigualdad de nuestros cuerpos
hacía que prácticamente yo la cubriera y que solo pudieran verse algunos
fragmentos de ella, como esos pastitos entre el empedrado: una mano en mi
espalda, el cabello desparramado sobre la almohada, las piernas como pequeñas
pinzas aferrándose a las mías. Todas estas sensaciones se fueron potenciando
cada vez que cogimos durante los dos meses que duró nuestra relación
seudo-furtiva.
Me alejaba de la casa de Podestá y me juraba que
había sido la última vez. Pero volvía. Hasta la mañana en que recibí un mensaje
de José diciéndome que Marina se había escapado. Me preguntaba enfurecido si yo
sabía algo.
No tenía ni idea. Creo que me creyó.
*Se la tragó la tierra. Me levanté y ya no estaba.
Alguno de los pajeros que se la cogen acá seguramente la ayudó, por eso te
llamé, igual ya va a volver, ya me lo hizo una vez y volvió con la cola entre las
patas, no se va a salir con la suya. Debe estar embarazada, porque todos estos
días estuvo vomitando.
Me torturaba la idea que Marina hubiera elegido a
otro para fugarse. ¿De quién sería ese hijo? ¿De José, de ese otro con el que
se fugó, de los otros, mío? La idea de que fuera mío me aterró pero a la vez no
quería que fuera de otro. Las palabras de José no eran confiables, estaban
cargadas de resentimiento, de dudosas intenciones.
Unos días después recibí un mensaje con
característica del interior: *Hola soy Marina, tuve que escaparme, la madre de
José me pedía una plata que me prestó y hasta que no se la devolviera no me
dejaba ir. Yo me quería escapar, yo me quería escapar de ahí. Por eso no me
dejaban ir al hotel con vos. ¿Entendés ahora?
Entender, entendí hasta donde pude. Marina estaba
en Entre Ríos, pero no me quería decir en qué pueblo. Ni una palabra cariñosa
en los mensajes. Eran fríos y concretos. Ya no me llamaba por mi nombre, me
decía negro.
Ni en los momentos más sublimes de intimidad me
había llamado de esa manera. Negro. No me animé a preguntarle por el embarazo.
No estaba preparado para esa respuesta, no solo porque estuviera realmente
embarazada, sino por muchas cosas que todavía no podía ordenar en mi cabeza.
Cada dos días José me mandaba mensaje para saber si
había tenido noticias de Marina. Le contestaba que no, que no sabía nada.
Trataba de mostrarme poco ansioso, pero colaborativo.
La colección de muñecos que había en la pieza de la
casa de Podestá debería pertenecer a películas o a comics que me eran
desconocidos. Cada uno era particular, pero todos compartían la misma estética
hiperbólica. No eran peluches cualunques, de los de las maquinitas para atrapar
con el gancho, estaban confeccionados con extremo celo y calidad, como esos
juguetes importados y carísimos. Todos tenían una deformidad, alguna parte del
cuerpo rompía las proporciones que podríamos denominar “normales”, cabezas
enormes sostenidas por cuerpos diminutos, protuberancias inverosímiles,
extremidades exageradas. Marina me contó que eran obras de José, que no eran
muñecos, no eran juguetes infantiles sino que eran “transformaciones”, así las
denominó. José había aprendido la técnica de su hermano mayor, y después de su
muerte la había perfeccionado muchísimo.
Se murió tratando de robarse una cocina en un
restaurante chino en Tessei, contó Marina sin pudor ni dramatismo, le explotó
en la cara. Era mellizo de José, se llamaba Walter y fue mi primer marido, el
que me desvirgó.
La última vez que estuve con Marina, mientras ella
estaba en el baño, metí uno de esos muñecos en mi mochila. Uno de un pelaje
renegrido con dos bracitos muy diminutos, como dos aletitas bien pegadas al
cuerpo. Las piernas, en contraste, no eran mucho más largas, pero grotescamente
morrudas. Era de un material de mucha textura, no llegaba a ser gomoso, pero con
cierta temperatura y elasticidad. Tenía una cabeza larga y achatada como la de
esos tubos de gas que en algunos jardines les construyen casitas. No lo elegí
al azar, cuando terminábamos de coger y nos quedábamos recostados en la cama en
silencio, era con él, con ese mono deforme, con el que nos mirábamos un largo
rato. Sus ojos rojos resplandecían en la oscuridad. Si bien todos los muñecos
tenían los ojos rojizos, los de ese mono irradiaban una intensidad más vívida,
como si estuviera mirándome. Marina nunca hablaba después de que teníamos sexo,
permanecía aferrada a mi cuerpo en silencio. Era tal la abstracción al
observarlo que sentía como si intentara transmitirme un mensaje. Como si
estuviera por abrirse un misterioso canal de comunicación entre nosotros.
Me aseguré que no se notara en
la mochila. Entre tanto muñeco amontonado tardarían en detectar su faltante, y
en el último de los casos, mi culpabilidad se diluiría entre los tantos que se
acostaban con ella.
Los mensajes de Marina llegaban muy esporádicamente. No parecía
entusiasmada en hablar conmigo. Le pregunté si nos íbamos a volver a ver y me
dijo que no, que quería borrar todo ese pasado horrible de su vida.
*A vos te eligió José por tus ojos. José elige por
los ojos. Son combinaciones con los míos lo que él necesita. Por eso te eligió.
*¿Y eso qué tiene que ver? –le respondí con bronca.
*Nada, nada.
Le pregunté por el embarazo pero hizo silencio.
Nunca más me escribió ni respondió mis mensajes. Llamé a ese número pero daba
siempre apagado.
Dormía y escuché el celular vibrar varias veces. Me
había tomado un alplax y no podía abrir los ojos. Cuando me desperté tenía como
diez mensajes y llamadas perdidas de José. Leí algunos pero todos decían casi
lo mismo: que estaba con uno de la religión Umbanda frente a mi casa, que
habían tirado no sé qué cosa en mi puerta. No me asusté, no creo en esas cosas
ni me perturban. Le tengo más miedo al gobierno, a la policía, a los bancos.
Pensé en frío: yo nunca les había dicho ni a él ni a Marina en dónde vivía.
Estaba mintiendo con el único fin de amedrentarme. Pero, ¿con qué motivo?
Le contesté un mensaje al azar.
*Mirá, ya pasó mucho tiempo, yo no tengo nada que
ver, si Marina está embarazada es un problema de ustedes, ella me dijo que no
nos cuidáramos porque tomaba pastillas o algo así. El marido eras vos.
Al instante José me llamó. Marina estaba
embarazada. Ése no era el problema. Lo sabía todo, todos los mensajes desde el
primer día me los había enviado él.
—El único que lo hacía a solas con ella fuiste vos.
Vos lo tenés. Te lo robaste, te abrí las puertas de mi casa, te cogiste a mi
mujer y te lo robaste. ¿Quién te jodió a vos? Solo te pedí unos míseros
pañales. Unos pañales del orto. Solo tenías que cogértela y disfrutar. Nunca
creí que fueras capaz de semejante traición.
Antes de cortarle escuché de fondo la voz de
Marina.
Había creído que ella sentía algún tipo de cariño
por mí, que yo era alguien “especial”, pero todo había sido parte de una
actuación, de una puesta en escena. Un juego tan complejo y retorcido que no
supe jugar desde el primer día, porque yo mismo era una de las piezas. No se
los iba a devolver, ellos se habían divertido conmigo. Era mi venganza.
La represalia no evitó que mi orgullo estuviera por
el piso largos meses. Cuando Juli llamó desde Madrid anunciando su regreso
sentí que ese duelo llegaba a su fin y que Marina comenzaba a convertirse en
anécdota.
Juli volvió distinta, enfocada, parecía decidida a
que nuestra relación se fortificara o que se terminara para siempre. Ya en
Ezeiza comprendí que se abría una nueva etapa. En los últimos tiempos estaba
fastidiosa, hipersensible. Cualquier cosa que yo dijera o no dijera era motivo
de pelea, una excusa para no hablarme por días. Cada vez que le preguntaba:
¿Querés que sigamos? Me respondía: ¿Y vos qué querés? Yo quería seguir, pero
con cada aclaración recrudecía el gesto agrio, su insatisfacción. Opté por no hacer
más preguntas. Quince días después se fue a Madrid. La excusa: acompañar a
Cecilia en su investigación sobre Pablo Neruda y la Generación del 27 que le
había encargado el Conicet.
Al llegar a casa, lo vio y se enamoró. Le puso de
nombre Oreo y no lo apartó más de sus brazos. Al principio me arrepentí de no
haberlo escondido, lo había dejado a la vista como una provocación, como un
acto de rebeldía, pero nunca hubiera pensado que un muñeco tan desagradable, un
mono deforme, le pudiera gustar a Juli y que rápidamente lo adoptara como algo
de su pertenencia. Me gustó que le ponga un nombre, que mostrara ese lado
sensible y maternal tan impropio en ella. Porque si bien al fin y al cabo no
era más que un objeto, lo pensé como el eslabón necesario para unir dos mundos,
el de Juli y el de Marina. Dos mundos que habían sido para mí el mismo mundo
durante estos meses eternos.
Tengo esta costumbre de hablarle a Juli
mentalmente, de buscar su mirada que de alguna forma me construye; no lo niego,
siempre me sentí alagado de que me haya elegido entre tanto
"anteojito" que la revoloteaba.
No era la misma que se había ido. Ya no se irritaba
y hablaba con firmeza. Sin vueltas me reveló el verdadero motivo del viaje a
Madrid. Fue una huída. Siempre había sabido que era estéril, pero nunca se
había animado a decírmelo, por eso la mentira del embarazo con esa pareja
anterior. Estaba decidida a decirme todas esas cosas que nunca nos habíamos
dicho. Aferraba a Oreo contra el pecho y lloraba. Sacaba fuerza de una
fragilidad que durante años escondió tras la pedantería intelectual y los enojos.
Le dije que había sido una tonta, que ser padre no me importaba tanto como a
otras personas.
—Sí, te importa, sentenció. Todas las personas de
nuestra edad quieren tener hijos. Es normal. Son etapas de la vida.
Insistí con que no era mi obsesión, que no me
interesaba ser normal. Se secó las lágrimas con el suave pelaje de Oreo y dijo
que quería adoptar, que lo había meditado mucho, y que si yo no estaba de
acuerdo lo iba a hacer sola.
Sin importar lo que pudiera decirme, o reclamarme,
sin importar exponer mi lado oscuro y morboso, le conté la relación que había
tenido con Marina durante su estadía en Madrid. Nunca se la nombré, no quería
que tenga un nombre para ella. Tampoco lo preguntó. Marina era ella, la chica,
la piba, la mujer del tipo, un fantasma. Escuchó mi relato en silencio. Estaba
absolutamente convencida de que ese bebé era mío. Con un razonamiento algo
forzado dedujo que si el otro hijo no era del marido, este embarazo tampoco
debería serlo.
Tomé el celular y lo llamé a José. El bebé de Marina
era una nena y había nacido en esos días, ahí mismo, en la casa de Podestá. Sin
rodeos le propuse un trato. En principio no aceptó, pero después me impuso una
exigencia.
—Venís, te la cogés a Marina delante mío y también
tráeme algo de plata.
Lo de la plata era lo de menos, pero ¿por qué
quería que vuelva a cogerme a Marina? ¿Cuál era el sentido ahora? ¿Excitarse?
Entre los dos juntamos unos cien mil pesos.
Estacioné en Del Carril. Le pedí a Juli que
permaneciera en el auto, que solo me tomaría unos minutos. Le anoté la
dirección en un papel: si tardo más de media hora llamá a la policía. La frase
me pareció aparatosa, ridícula, de novela de la tarde. Metí a Oreo en una bolsa
y caminé por la calle oscura con miedo de que me pasara algo, de que sea una trampa,
de dejar a Juli sola en el auto.
Me abrió José, me preguntó si “lo traje”. Afirmé,
pero le aclaré que arriba se lo iba a entregar. No parecía enojado. Subimos la
escalera. Marina estaba en bombacha y musculosa sentada en el desvencijado
sillón del comedor. Me miró con desgano sin saludarme. Se quejaba del calor.
Después de tantos meses sin verla, tenía como un aura. El calor era infernal en
ese comedor. Le entregué la bolsa a José y los cien mil pesos. Sacó a Oreo de
la bolsa, lo inspeccionó con detenimiento hasta convencerse de que estaba
intacto. Me ordenó que me bajara el pantalón. Marina se acercó a mi entrepierna
y me la chupó sin ganas. Después se agachó y la penetré hasta acabar.
Se puso la bombacha y se fue al baño. Me subí el
pantalón. Me sentía ridículo. José se fue detrás de ella. En unos minutos salió
y me dijo que estaba todo bien. ¿Qué es lo qué estaba todo bien? Entró al
cuarto contiguo, en el que lo hacíamos con Marina, y volvió con la beba
envuelta en un manto. Me la entregó. La tomé con temor. Yo tengo palabra me
dijo mientras bajábamos la escalera y nos metíamos en el pasillo.
—No somos mala gente, agregó y cerró la puerta.
Todo empieza a tener sentido. Las cuentas sobre el embarazo de Marina,
los experimentos de José con los muñecos… Es indudable que hay algo siniestro
en todo esto, pero ya no puedo salirme de este juego.
—Malva, ese nombre le vamos a poner —dice Juli como
si lo tuviera pensado de antemano. Malva con v corta, —agrega como dato
innecesario, como si quisiera impedir que esgrima un derecho que pudiera
arrogarme.
—Me gusta Malva
—le contesto intentando una sonrisa.
Su cráneo es algo alargado, la frente es demasiado amplia para ser una
beba recién nacida. No nos importa. Sé que es mi hija. Ahora es su hija
también. Nuestra hija. Y ahora una certeza aun mayor aterriza en mis
pensamientos: la salvé de las atrocidades de José.
Vuelvo la
mirada sobre Malva que duerme plácidamente en brazos de Juli. Un chispazo de
terror me recorre la sangre. Es inevitable que en un rato se despierte, que
abra los ojos.
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